17 de enero de 2012

La velada belleza de lo sugerente frente a la rasgada belleza de lo manifiesto.



Es una leyenda conocida la matanza bíblica atribuida a Herodes y escrita por el evangelista Mateo. Una matanza donde las huestes del rey hebreo asesinan a niños no mayores de dos años nacidos en Belén. Todo como consecuencia de una criminal reserva a causa de una profecía recibida por Herodes. Profecía que de ser cierta uno de los inocentes niños de Judea acabaría destronando al monarca hebreo. En el Arte se ha representado la cruda escena bíblica por muchos pintores. Casi siempre mostrando un gran plano donde multitud de madres corren aterradas y perseguidas por soldados hebreos. Pero el Arte evoluciona en sus tendencias y se tomará libertades. Por ejemplo, el pintor belga François-Joseph Navez (1787-1869) plasmaría en su obra La Matanza de los inocentes otra cosa diferente... Porque en esta obra neoclásica del año 1824 no parecen tan pequeños los niños protegidos -¿inútilmente ya?- por unas madres ahora asoladas. Estas no corren angustiadas como en las escenas conocidas de esta legendaria matanza. Pero, da igual, porque no es eso, exactamente, lo más importante en esta neoclásica tendencia. Por otro lado, tampoco se aprecia en la obra nada que tenga que ver con la tradicional matanza. Sólo, a lo lejos, desfigurada, empequeñecida y en esbozo casi, se vislumbra ahora, como fijada en otro lienzo, la escena más conocida y violenta de los fieros ataques asesinos.

Los rostros en el lienzo neoclásico, aunque languidecientes y aturdidos, no pierden, sin embargo, la nobleza de lo excelso, de lo equilibrado o de lo bello. El encuadre neoclásico de Navez es perfecto y armonioso, se configura con las cinco figuras principales de la obra, que se complementan necesariamente. No se sabe en la obra neoclásica lo que le ha pasado al pequeño que, en brazos de su madre, se muestra ahora exánime. ¿Está muerto o desmayado? Para la sensación neoclásica -tan romántica- del pintor Navez lo que se pretende representar es el desamparo más inocente, la inocencia como paradigma, la sagrada belleza, más que profanada, acaso por profanar. Los colores en las obras neoclásicas no son hirientes, agresivos o dramáticos. Debían ser colores más rudos los tonos más propios de una tragedia como esa. Pero, aquí no. En el Neoclasicismo de Navez son otros los colores de esta legendaria tragedia infantil. Los colores neoclásicos son más suaves: son de pureza, de entrega, de esperanza. Salvo una pequeña escena encuadrada en el ángulo superior izquierdo, todo lo expresado en la pintura neoclásica es más acorde, sin embargo, con una expresión de mayor o más sagrada humanidad: porque lo que se expresa es fragilidad, es dulzura, es languidez o, incluso, alguna cierta resignación vital muy sosegada.

Solo en el rostro de una de las mujeres se aprecia un gesto precavido, temeroso o adusto. Es la mujer que, con una mano decidida, oculta lo único que puede ahora desentonar la lánguida escena neoclásica: el llanto y rostro aterido de otro niño. Éste no debilitado, como el pequeño anterior, tan solo desvalido. Un temor o desvalimiento que parece querer marginarse del sentido fundamental de la obra. Pero que, sin embargo, da el sesgo dramático necesario que una representación tan brutal como esta precise para serlo. Una época y tendencia artística -el Neoclasicismo- propicia a la sola insinuación altiva o heroica, sosegada o noble, pero, sin embargo, absolutamente incruenta. El otro cuadro de la misma tragedia bíblica es de un pintor más conocido, el barroco Nicolás Poussin (1594-1665). En este lienzo el realismo y el clasicismo se funden con la fuerza más expresiva del barroco de Poussin. El autor expone la auténtica tragedia descrita por el evangelista Mateo. La escena principal es justo la contraria del lienzo neoclásico. Porque ahora no hay reserva alguna de los gestos gráficos del asesinato evidenciado de un inocente bebé. No hay nada que nos lleve a pensar, a diferencia del cuadro neoclásico, que algo salve ahora al niño en este lienzo. No hay duda alguna, ni siquiera su aterrada madre lo dudará. Para una mayor certidumbre criminal, es un soldado hebreo el único asesino en el cuadro de Poussin: todos los demás son inocentes. Y para una mayor fuerza dramática el pintor francés sitúa a los protagonistas principales aislados del resto. La madre está desolada y los demás o gritan o corren lejos de ella. Nada, por tanto, consuela en este lienzo barroco lleno de horror. Consuelo que sí se apreciaba antes en el neoclásico y suave cuadro de Navez.

Pero es que los colores en la obra barroca son como deben ser los colores en una feroz y desalmada agresión: oscuros, rojos, ocres, encendidos. Sólo el inocente bebé reluce ahora puro y blanco. El encuadre de la obra barroca es propicio para resaltar el drama claramente. No hay salvación aquí, por tanto, no hay mejor lugar para el sacrificio que el aislado frío soportal callejero de una villa. Los rostros son evidentes, no se insinúan, se ven sus expresivas emociones. Uno de esos rostros, el del asesino feroz, es determinante, impávido, implacable, atroz; el otro, el rostro de la madre, es descarnado y suplicante, entregado ahora a cambio de la vida de su hijo, ya inútilmente. Por eso es aquí su gesto tan angustioso y mortal. Detrás del encuadre principal se ve un personaje desolado que mira ahora hacia lo alto; también una madre afligida que, ahora, no pide otra cosa más que no hubiese pedido, inútilmente, antes. Lo crudamente manifiesto frente a lo suavemente insinuado. Estas son parte de las diferencias estilísticas entre el Barroco y el Neoclasicismo. Pero, salvando las distancias, es en las imágenes eróticas donde, quizá, más podemos comprender la enorme diferencia expresiva en lo estético. El pintor actual Paul Laurenz consigue, en su obra no titulada, crear una de las más expresivas sensaciones eróticas. Sin embargo, no hay nada que muestre o enseñe claramente los elementos erógenos principales de una mujer. Nada. Es una creación moderna y actual, lo cual lo hace más significativo, ya que es más difícil sugerir cuando la época -el presente- no justifica más que lo expresamente desnudo, lo anatómicamente visible. Sorprende aquí una exposición equilibrada y sutil pero, a la vez, convincentemente erótica. Tan sólo los colores de la modelo y su pose insinuada la hacen verosímil eróticamente; el resto, los colores del entorno y la cándida silla, configuran sólo un pudoroso y aséptico decorado.

El siguiente cuadro, del decadentismo final del siglo XIX, del pintor François Martin-Kavel (1861-1931), nos lleva justo a presentir lo contrario. Aquí el pintor no pretende únicamente sugerir, bellamente por supuesto, sino que desea ir más allá. Pero su no sugerencia evidente le lleva a querer enseñar algo más lo prohibido, y, además, con una modelo complaciente que mira al espectador candorosa. En casi un siglo de diferencia, la capacidad de insinuación difiere mucho en estas dos obras pictóricas. Una que sólo insinúa frente a otra que algo desgarra, pero sin enseñar ambas ningún desnudo claramente. Posiblemente, la moderna imagen -del pintor Laurenz-, ahora suavemente erótica, resultase pueril en aquella época finisecular del siglo XIX. Del mismo modo que la imagen del pintor decadentista nos resulte ahora cándida para nosotros. Porque la mirada inocente y sincera, sin malicia y sin intención voluptuosa, entonces -finales del siglo XIX- sugeriría mucho con la sola muestra evidente de unos encantos semi-ocultos. Unos encantos eróticos que, sin embargo, son para la actualidad tan sólo un inocente gesto atrevido, algo simpático y curioso, pero sin mostrar ahora apenas nada seductor...

(Óleo del pintor neoclásico francés François-Joseph Navez, La Matanza de los Inocentes, 1824; Cuadro del pintor francés Nicolás Poussin, La Matanza de los inocentes, 1626, Museo Condé, Francia; Pintura intitulada, siglo XXI, del pintor e ilustrador actual francés Paul Laurenzi; Cuadro Joven en bata, del pintor francés François Martin-Kavel, finales del siglo XIX, principios del XX.)

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