27 de abril de 2013

El Arte, la vida y los intereses personales: lo real, lo imaginario y lo simbólico.



¿Qué nos llevará a interesarnos más por una cosa que por otra? ¿Por qué, de pronto, descubriremos -sorprendidos- que nos interesa ahora más un tipo de Arte -o de cosa- que lo que antes nos arrebatara hasta la mayor extenuación de nuestros sentidos? ¿Es algo irracional o racional su causa intercambiable? En la Psicología de las motivaciones humanas se establecen dos grandes categorías: las motivaciones primarias y las motivaciones secundarias. Las primarias son las primitivas, como comer, saciar la sed, satisfacer los deseos biológicos o sobrevivir, son las básicas para la vida, los elementos fundamentales para poder existir. No podemos eludirlos, no somos capaces de no desearlos. No necesitaremos además aprender nada para comprenderlos o para satisfacerlos, para querer satisfacerlos más bien. Aquí hay unanimidad, hay certeza, no hay por lo tanto confusión, discernimiento alternativo, ni dilación, abstración o idealismo. Pero en las motivaciones secundarias, ¿qué sucederá? Pero, sobre todo, ¿qué son éstas? Son motivaciones propias de la evolución del ser humano, de su progresión cultural, emocional y social. A diferencia de las primarias, las motivaciones secundarias no tienen su fin -su único fin realmente- en la necesidad de satisfacerlas por sí mismas. Aquí surge el concepto emocional de interés personal donde ahora la curiosidad se centra en un objeto -o proceso- construido por la evolución humana. Ese interés es un tipo de motivación secundaria que se caracteriza por incorporar un añadido gratificador, algo que superará la simple necesidad de satisfacerla.

Cuando una necesidad primaria se satisface se advierte un grado de placer, uno que se agotará en sí mismo muy pronto. Pero, sin embargo, en el interés de las motivaciones secundarias no se consigue del todo una completa satisfacción o una sensación de saciedad plena, con lo que la persona continuaría aún motivada, tratando ahora de conseguir avanzar -de progresar- aún más en sus motivaciones. A diferencia de las primarias, las motivaciones secundarias son más complejas, no son tan claras, delimitadas o previsibles. Cuando una motivación -primaria o secundaria- se produce es por una carencia que un individuo tiene en un momento determinado. Se dice entonces que existe un determinado desequilibrio en el ser que lo padece. En los casos primarios la biología nos dice que hay una perturbación en el organismo que hay que corregir. En los secundarios se trata ahora, a cambio, de una alteración psicológica o mental cuya manifestación, generalmente, se lleva a cabo mediante una forma de ansiedad. Si en el desarrollo, por ejemplo, de nuestra curiosidad -interés emocional- buscamos ahora -o encontramos por casualidad- la solución que atenúa nuestra ansia, se produce lo que se denomina en Psicología resonancia afectiva, o sea, la capacidad de sentir emociones sensibles muy gratificantes. Donde lo que se pone ahora en marcha en la persona son elementos de su voluntad que terminarán por satisfacerse -o no- con eso tan escondido que habría descubierto por fin el individuo. En definitiva, el deseo. Estos procesos son muy complejos y personales, muy diversos y diferentes, para nada universales ni comprensibles por todos, es decir, algo absolutamente individual y misterioso.

El filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein (1889-1951) trataría, como todos los buscadores de la verdad, de encontrar el sentido último y real de lo existente. Definió que la lógica es la forma con la que construimos el lenguaje con el que describimos nuestro mundo. Hasta aquí, está claro. Insistió el filósofo, sin embargo, en que los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo. El filósofo quiso así definir una teoría de la significación de las cosas -¿qué significan las cosas en sí mismo?-, de la verdad real e intrínseca de todas ellas. Decía el filósofo que una proposición es significativa -es decir, tiene significado y sentido- en la medida en que represente un estado de cosas lógicamente posible; sin embargo, otra cosa distinta es que sea finalmente verdadera o falsa, posible o imposible. Es decir, entonces, ¿algo con significado puede ser falso? Efectivamente. Como dice el pensador austríaco: el mundo es todo lo que sea el caso, es decir, que deba o pueda darse; la realidad es la totalidad de los hechos posibles, tanto los que se dan como los que no se dan. Por otra parte, y para definir esquemáticamente el mundo psíquico, el psicólogo francés Lacan (1901-1981) idearía su teoría de lo Real, lo Imaginario y lo Simbólico. Las tres cosas las enlazaría simbólicamente como en un nudo de cuerdas al efecto, el conocido nudo Borromeo -tres aros entrelazados que al romperse uno de ellos los otros también acaban desunidos-, algo que, por tanto, forma así una estructura de tres elementos relacionados. Según Lacan, los tres elementos unidos -real, simbólico e imaginario- posibilitan el funcionamiento psíquico del ser humano. Por tanto, cada mecanismo psíquico debe ser analizado en estos tres elementos: reales, imaginarios y simbólicos. Es por ello que un proceso de pensamiento siempre llevará un soporte real, pero, además, también lo acompañará una representación imaginaria y otra simbólica.

Entonces, ¿qué es verdaderamente lo real en sí mismo, tan solo lo real? ¿Cómo podemos saber que no estaremos matizando la realidad con algún elemento imaginario? El escritor francés Christophe Donner nos dice en su obra Contra la imaginación (1998) lo siguiente: Decidí sublevarme contra la imaginación igual que, tiempo atrás, lo hice contra las rimas o contra la pequeña música de las palabras, porque me di cuenta de que era un canto para favorecer la hipnosis. Sin aventurarnos en arriesgadas hipótesis, podemos decir, a grosso modo, de dónde viene la imaginación: si tengo sed imagino que bebo; si tengo hambre me imagino un festín; la amo, imagino algún orgasmo. No me parece que sea todo eso una hazaña creativa ni espectacular ni turbadora. Relatar el suplicio del hambre padecida, el de la sed, describir las delicias del estado amoroso, consagrarse a los efectos presentes antes de que el agua, la comida o la pasión consigan saciar los deseos que teníamos, esto es harina de otro costal. Este es el gran desafío que la realidad le lanza al Arte. La realidad es lo que el Arte debe conocer.

¿Y en la vida?, ¿cómo nos obsesionará la imaginación cuando nos dejemos a veces, por ejemplo, devorar por sus fantasías improductivas? Lo real es todo lo que no es representado, es decir, es lo único que existe verdaderamente de por sí. Lo simbólico es una manifestación abstracta y creativa de parte traducida de la realidad. Pero lo imaginario, lo que subyuga nuestra capacidad de razonar adecuadamente, puede llegar a ser un peligroso estado psíquico que lleve a quien lo padece a distorsionar el sentido propio de la vida, de la suya y de la de sus semejantes. Ante esa capacidad imaginativa -de imagen recreada en la mente- el ser que ahora persigue, por ejemplo, el disfrute artístico puede arriesgarse a ser llevado por enjuiciamientos endebles, por prejuicios o ideas preconcebidas que no son más que una ignorante, inmadura o parcial forma de acercarse a la realidad. La realidad, algo esto, sin embargo, que debería ser el único y atractivo modo -en todas sus maravillosas tendencias estéticas- de considerar el Arte o la vida.

(Óleo barroco de Francisco de Zurbarán, Muerte de Hércules, 1634, Museo del Prado; Obra hiperrealista, Yoko for one day, del autor actual madrileño Gonzalo Borja Bonafuente; Retrato de Margaret Wittgenstein, 1905, del pintor simbolista Gustav Klimt, representa la hermana del filósofo Ludwig Wittgenstein el día de su boda; Cuadro La anunciación, 1570, de El Greco, Museo del Prado, Madrid; Óleo Los dos saltimbanquis, 1901, de Picasso, Museo Pushkin, Moscú.)

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