25 de febrero de 2014

El poder de la creación barroca: cuando su composición consigue resaltar lo que dice y como lo dice.



Los teóricos del Renacimiento, como Leon Battista Alberti (1404-1472), decían que una representación pictórica ideal no debía exceder de nueve personajes. Han habido grandes obras maestras del Arte que los han excedido, pero, sin embargo, hemos de reconocer que aquellas que manifiestan lo mismo con menos son mejores creaciones. Además, si componen una escenificación dinámica y teatral, son  personajes creíbles o argumentados, y están posicionados en un alarde de escenificación eficaz, hay que reconocer entonces que la obra El juicio de Salomón, del pintor José de Ribera, es una extraordinaria creación artística barroca. Una curiosidad de la obra es que no fue asignada al pintor Ribera sino hasta apenas hace doce años, en el año 2002. Se llevaría casi cuatrocientos años catalogada como del Maestro del Juicio de Salomón, indicando así la identidad desconocida del pintor. El primer pintor naturalista que hiciera del Barroco una forma de expresión natural con rasgos de autenticidad, crudeza y sencillez lo fue el maestro italiano Caravaggio. Pero el español José de Ribera (1591-1652) consiguió ser un avezado seguidor de ese Arte. Es cierto que Ribera ha pasado más a la historia por su tenebrismo, un oscurantismo excesivo y tendencioso en sus obras; sin embargo, su etapa de juventud en Roma -de la que es esta obra- fue menos tenebrista y más naturalista, más caravaggista que en su periodo de madurez.

Es un hábil círculo el que forman ahora los personajes en su obra. Lo comienza la madre interesada, falaz o despiadada; lo sigue Salomón, el sabio rey hebreo, aquí desconocido por su aspecto nada majestuoso ni divino, representado como un hombre vulgar vestido burdamente, ni excelso ni hierático, con un gesto hosco -nada sabio- propio de hombres mediocres o estultos. Continúa el círculo artístico con la madre virtuosa, un ser que no desea que dividan al niño. En la escenificación trata ahora -su figura retratada-, sin tocar a nadie, que las manos insensibles del sirviente no asesinen al bebé, su propio hijo cuestionado. Son sus brazos quienes delimitan la escena dramática y enlazan una magna sabiduría -la de Salomón- con la ejecución criminal ciega y decidida del sirviente patibulario. Cierran este círculo artístico los espectadores: que observan, discuten o piensan sobre el acto jurídico representado. En medio de todo ese círculo grandioso se sitúa, exánime, el otro bebé muerto, tendido y solitario, causa de la cruel, despiadada y egoísta disputa.

Otros creadores habían reflejado la salomónica escena tan inhumana. Todos excelentes lienzos, todos grandes pintores, pero sólo el lienzo de Ribera consigue una cosa diferente y clarificadora estéticamente: destacar lo importante sin resaltar (sin añadir ni decorar) otra cosa distinta a la de los propios personajes. Por esto el Barroco es sobre todo escenificación genuina, es decir, auténtica recreación dinámica sin adornos de belleza, como sí los tiene, a cambio, el Neoclasicismo, el Arte tan fatuo realizado más de un siglo después. Pero, también sin exceso de drama, como más tarde el Romanticismo desgarrador trajese al Arte. Aquí el Barroco más barroco lo obtiene Ribera solo con la sencillez del suceso y la claridad de la imagen fatídica o proverbial de los personajes. Una semblanza artística que llega a todas las mentes y comprenden todos los ojos. Pero sin tener esos ojos ahora mucho que mirar para entenderlo. Nadie puede dudar aquí, ni distraerse, ni perderse, entre los profundos mensajes de lo artístico, algo más propio de otros estilos diferentes más sofisticados. Porque esta extraordinaria composición barroca hace equilibrar, magistralmente, lo sencillo del mensaje estético con la forma grandiosa de cómo decirlo.

(Óleo del pintor español José de Ribera, El juicio de Salomón, 1610, Galería Borghese, Roma; Cuadro El juicio de Salomón, 1665, Luca Giordano, Museo Thyssen, Madrid; Obra del pintor del Barroco francés Valentín de Boulogne, El juicio de Salomón, 1625, Museo del Louvre; Óleo El Juicio de Salomón, 1649, Nicolás Poussin, Museo del Louvre; Lienzo del genial Rubens, El juicio de Salomón, 1617, Museo de Kunst, Copenhague.)

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