24 de mayo de 2014

Diego de Silva y Velázquez, el mayor y más misterioso genio habido jamás en el Arte.



Cuando el gran pintor español Velázquez fuera introducido -hábilmente- por sus influyentes amigos andaluces en la corte, pudo entonces contemplar las grandes obras maestras del Arte que se guardaban en Palacio. Admiraría los grandes óleos de Tiziano, de Tintoretto, del Veronés... Comprendería pronto que lo que hasta ese momento había él producido, visto o aprendido, no bastaría para llegar a componer lo que, exactamente, el gran pintor andaluz hubiese deseado. Entendió entonces que su habilidad para el dibujo, para la sombra, para el matiz, para la arruga, o para distinguir un vaso de una tinaja, no eran del todo suficientes. Habría entendido Velázquez, al fin, que otras cosas podían ser creadas en un lienzo artístico, cosas que con su sola escuela sevillana no habría llegado a conseguir en el Arte. Descubrió así que la mera imitación de la naturaleza, esa forma grandiosa y prodigiosa que sus maestros andaluces le enseñaron en Sevilla, podía cubrirse ahora de otras cosas, de una insinuante poesía o de una sugerente belleza en su entonación pictórica. Cambió Velázquez entonces su estilo y sus colores, cambió su modo de expresar y consiguió así la mayor gloria que un artista pudiera alcanzar en el Arte.

Luego de eso, hacia finales del año 1629, viaja a Italia y aún mucho más sus colores, sus formas, sus historias y sus técnicas pictóricas, consiguieron mejorar. Pero, justo antes de ese viaje a Italia finaliza en Madrid una obra extraordinaria. Hasta entonces no se había atrevido Velázquez a pintar una escena mitológica. Todas las que había hecho eran escenas naturalistas o de género, todas perfectamente realistas, pero ninguna mítica. Su aprendizaje en Sevilla le había llevado a seguir las ideas de su maestro Pacheco, ideas que defendían la veracidad de las formas de la naturaleza a extremos de un grandísimo verismo pictórico. De cosas existentes y cercanas, cosas que sorprendieran a la gente al verlas pintadas ahora tan bien, que las confundieran incluso, sin saber a ciencia cierta distinguir el modelo real de la obra artística. Pero, ahora, ¿cómo realizar una alegoría mitológica, algo en sí mismo inexistente y no verídico, de un modo tan realista o tan naturalistamente pintado que siguiera confundiendo al que lo viera?  Por otro lado, ¿qué cosa, personaje o escena mitológica pintar? Por aquellos años, 1628 y 1629, se encontraba el gran pintor flamenco Rubens en Madrid. Como pintor admirado en la corte hispana, el gran Rubens elaboraría muchas obras para el rey Felipe IV. Y, entonces, conocería a Velázquez...

Fue Rubens quien le aconsejaría pintar una obra mitológica sobre el dios Baco, el más realista de los dioses griegos. Cuando Zeus sintiese una pasión amorosa por la mortal Sémele -la hermosa hija del rey de Tebas Cadmo- su verdadera, legítima y oficial esposa Hera, celosa ahora por completo, tramaría entonces una cruel venganza para acabar con la bella joven amante mortal. Pero Zeus pudo conseguir antes salvar el fruto de ese amor impúdico, el pequeño Dionisos -Baco en  Roma-, y terminar de engendrarlo en su propio muslo. Poco después lo confía a unos preceptores mortales, seres humanos que le enseñarían al pequeño Dionisos el arte humano de la vida, del vino y de las diversiones, por lo cual sería el primer semidiós en sentir más como los seres humanos que como los dioses. Así que con el dios Baco, el Dionisos griego, Velázquez tuvo la excusa perfecta para poder expresar su nuevo deseo artístico innovador. Pero, ¿cómo hacerlo? Otros creadores habían pintado ya al dios Baco. Tiziano fue uno de los primeros. Pero, claro, Tiziano era un genio renacentista, un creador muy clásico, un generador de belleza sin fisuras, sin resquicios para otra cosa que no fuera entonces lo más bello. Pintaría Tiziano un triunfo de Baco -Baco y Ariadna- cien años antes de que lo hiciera Velázquez. Entonces, con Tiziano, aparecía Dionisos como un dios poderoso y decidido, muy ágil, virtuoso y hasta en exceso grandemente estilizado.

Pero el Arte había cambiado mucho en los años de Velázquez, cuando ahora el progreso barroco en las formas se celebraba desde hacía años. El Barroco era otra cosa, y los pintores barrocos debían hacer otra cosa distinta a lo de antes. ¿Cómo crear ahora un triunfo de Baco, es decir, una representación de la grandiosidad de un dios tan humano, un dios además que nunca había logrado hacer grandes cosas? Porque cuando Tiziano lo retrata lo hace triunfando por haber conseguido Dionisos el amor de Ariadna -la bella cretense abandonada antes por Teseo-, ahora ésta muy impresionada por el cortejo, el impulso y la curiosa personalidad atrayente y misteriosa del dios Baco. Sin embargo, Velázquez tiene otra idea en su cabeza, no basará su triunfo de Baco en la Belleza ni en el Amor, ni en el cortejo mitológico propio del dios. Sigue dividido el pintor español entre el naturalismo, el mito y la belleza.  No quiere crear una obra mitológica pero tampoco se lo niega. Velázquez desea mostrar ahora la forma más vulgar del dios, esa misma forma por la que Baco era conocido: su afición al vino y sus alardes inspiradores y bucólicos. Tiene que hacer una obra donde todos los personajes se dejen llevar por esos efectos transgresores, pero, ¿cómo pintar una obra mitológica donde aparezca un dios y a la vez unos seres tan realistas, tan naturales o tan vulgares?

En el año 1629 crea Velázquez su obra de Arte Triunfo de Baco para el rey Felipe IV de España. ¡Qué audacia de creación!, ¡qué atrevimiento entonces para un principiante en la corte más importante de Europa! Pero el rey español, el monarca más mecenas de la historia, lo acepta y le paga los cien ducados al artista. Velázquez había conseguido genialmente componer a un dios rodeado de menesterosos, de bebedores, de personajes corrientes que ríen, beben y grotescamente le adoran; con gestos más propios de tabernas o lupanares que de una corte olímpica y grandiosa. Velázquez lo consigue hacer con un virtuosismo inconsciente. O muy sutil, mejor dicho. Detalles que salvarán la obra mitológica divina del simple desatino de la escena, en exceso naturalista, vulgar, terrenal o grotesca. Ahí radica la grandiosidad de Velázquez en esta creación, además de su extraordinaria factura pictórica, algo esto último que asombra a cualquier observador que aprecie la imitación perfecta de la naturaleza en el Arte. Porque la composición pictórica la llevaría el autor español al paroxismo más verosímil. Son actores humanos reales interpretando a seres mitológicos fantasiosos. Son exactos a nosotros, ni siquiera los gestos de sus muecas, producidos por lo ebrio de su estado, cambiarán un ápice la realidad de sus rostros tan humanos: así son los gestos humanos cuando se entregan a sus efectos alcohólicos desmesurados.

La luz es aquí otro efecto muy elogioso, otro personaje añadido más, para hacer ahora compaginar dos mundos tan opuestos: el divino, el elitista, más blanco y mitológico, por un lado; el campesino, el vulgar, el humano, más oscurecido o más depravado, por otro. El dios Baco y su acompañante mítico son los únicos seres desnudos en sus torsos. Están ahora como fuera de contexto, iluminados de otra forma, con una luz más precisa o más auxiliada a sus contornos. Ellos son los únicos seres divinos, los demás personajes, los que están rendidos al dios, a su porte, a su corte o a sus efectos etílicos, los pinta el creador español como son naturalmente los hombres en esos casos: oprimidos, vencidos, relajados, ante la grandeza de su ebrio regalo divino.  Porque el pintor realiza aquí el contrapunto del triunfo divino frente a la parodia humana más entregada. Pero, además, los grandes creadores como Velázquez irán más allá, dejarán que pensemos, que divaguemos nosotros solos; porque él no se mojará, el pintor no entrará en su obra a hacer disquisiciones morales, aunque las exponga o las muestre. El dios Baco es epónimo de la libertad, de la liberalidad que produce el vino cuando libera las conciencias, los sufrimientos o las miserias de lo humano. Y pinta Velázquez al dios Baco con la mirada perdida. ¿Por qué? Baco aquí no está mirando a nadie, sólo los demás miran algo: o lo miran a él o nos miran a nosotros -a los que vemos el cuadro- o miran a otros personajes retratados. Es como si el dios no estuviese ahí realmente. Sí está el dios interactuando con un personaje al que le coloca una corona de hojas de laurel -símbolo merecedor de inspiración elogiosa- por ser, quizá, un poeta o un literato. Pero es que Baco es un dios, no puede dejar de serlo, aun estando rodeado de seres tan vulgares o despreciables.

Es la representación artística más conseguida de la dualidad divina-humana más realista jamás pintada. De la mayor grandeza icónica para señalar eso mismo, porque ahí es un dios al que vemos retratado, aunque no sea ahora un dios salvífico, caritativo o benéfico. Los otros, los demás personajes retratados, son solo hombres de la mayor bajeza. No son hombres ejemplares o seres humanos que, sobreponiéndose a sus debilidades, consigan grandes cosas o con la virtud de sus anhelos o con la fuerza de su decisión. Son ahora personajes adheridos a la falla, a la deriva del efluvio más liberador que ofrece el vino y sus efectos. Por esto a la obra se la denomina también, coloquialmente, Los borrachos.  Sin embargo, El triunfo de Baco es el título con el que el autor español firmó su obra. Pero, ¿qué hay ahí ahora de triunfo? Como en todas sus obras, Velázquez nos deja atónitos con su misterio. ¿Es un homenaje al momento inspirador que la ebriedad ofrece ante la realidad de la vida? ¿Es un agradecimiento al único dios que más entenderá a los seres humanos y sus debilidades? El dios Baco seguirá ahí mirando ahora otra cosa... Con su mirada perdida o dirigida hacia lo opuesto nos está insinuando que nada es tan simple, que el misterio que se oculta en la obra seguirá ahí después de todo. Y que ni él, ni sus efectos, podrán salvar, si acaso, más que ese placentero instante etílico, ese refugiado intervalo entre las caricias demoledoras de un único momento extático y su cruel efecto engañoso.

(Óleo El Triunfo de Baco, 1629, Diego de Silva y Velázquez, Museo del Prado, Madrid; Baco y Ariadna, 1523, Tiziano, National Gallery, Londres.)

No hay comentarios: