15 de abril de 2015

El matiz, el pequeño matiz de las cosas, es lo que diferenciará genialidad de arte o pasión de ambición.




Cuando el Impresionismo consiguiese revolucionar el Arte en el año 1870, muchos artistas usarían esa tendencia como un maravilloso revulsivo para expresar las cosas de otra forma. Fue una especial sensación de descubrimiento, de poética pictórica novedosa, para poder realizar la creación de una imagen sin tener que seguir los requisitos estéticos clásicos de antaño. Todos los espíritus rebeldes del Arte pronto se acogerían a esa nueva forma de expresar. Pissarro (1830-1903) fue uno de los primeros pintores en verlo así. Sus obras marcan el sesgo de lo pasajero de la luz con lo pasajero de la vida, de la fugacidad de un paisaje que nunca puede definirse en un solo momento, ni en un solo lugar. Y así el Impresionismo seduciría a multitud de creadores que vieron en su estilo un extraordinario modo de combinar las cosas y los colores, de mezclarlos sin que revelasen del todo que habían sido creados para fijar solo un instante, sólo un gran instante estético y poderoso. Así lo comprendió también el genial Cézanne (1839-1906), cuando en el año 1861 conoce a Pissarro en París en la academia de Charles Suisse donde estudiaban. Desde entonces los dos pintores mantienen una amistad que combinaba admiración y aprecio. En una carta a su hijo Lucien el pintor Pissarro le diría años después: No me equivoqué cuando en el año 1861 Oller y yo fuimos a ver a ese curioso provenzal en el estudio de Suisse, donde los desnudos de Cézanne eran motivos de burla para todos los más incapaces de la escuela.

Cézanne aprende satisfecho la técnica impresionista de Pissarro, un estilo con el cual ambos desarrollan en sus obras los luminosos y bellos paisajes de Francia. Era tal la admiración que Cézanne tuvo por Pissarro que, cuando éste invita a aquél a ir a Louveciennes, ambos pintarán el mismo escenario, el mismo instante, el mismo motivo campesino o el mismo reflejo, incluso la misma pintura y la misma luz...  Pero, sin embargo, Cézanne lo hace ahora con un pequeño matiz, con un profético y pequeño matiz diferente, algo que alumbraría años después el sentido y la trayectoria revolucionaria del Arte moderno. La verdadera intención de los deseos, pasiones o actos que llevan a algunos creadores a realizar sus obras nunca llegaremos a saberlo en verdad, nunca sabremos tampoco si sucedió o no aquello que habían narrado en sus obras. Y eso vale tanto para la tragedia como para el Arte, es decir, para todos aquellos que vieran una ocasión -como la que los impresionistas vieran en sus escenarios luminosos- elogiosa, entusiasta o poderosa para expresar las actuaciones que algunos grandes o no tan grandes personajes llevaran a cabo en algunos momentos dramáticos de sus vidas. Pero también sería una maravillosa forma de recreación inmortal, aunque no hubiese sido para nada fidedigna. Es por eso que desde el Renacimiento se buscaría en las leyendas antiguas acciones humanas que, más artísticas que reales, pudieran servir para maravillar a un público anhelante de creer que algunas cosas de la vida sí podían ser ejemplo de eterno elogio poderoso.

Una de aquellas leyendas lo fue la curiosa, histórica, decisiva y trágica de la hermosa cartaginense Sofonisba. Esta extraordinaria joven era la bella hija del general cartaginés Asdrúbal Giscón (siglo III a.C.). Los romanos y los cartagineses se enfrentaban entonces en las guerras púnicas para obtener la hegemonía sobre el Mediterráneo. Cartago estaba rodeado del pueblo bereber Numidio, un débil pero belicoso pueblo del norte de África. Los cartagineses siempre supieron hacerse con la voluntad de sus vecinos. Pero Roma y su general Escipión el africano tuvo que intentar artimañas para hacerse con la alianza de ese decisivo pueblo. Y la belleza de la joven fue el arma que el astuto cartaginés Asdrúbal utilizaría para hacerse con la alianza numidia. Ese enclave bereber estaba dividido en dos. En una parte gobernaba el viejo numidio Sifax; en otra el más joven y legítimo heredero Masinisa. Sin embargo, la fiereza, la experiencia y los apoyos que Sifax poseía llevaron a los cartagineses a ofrecer la mano de la bella Sofonisba. El romano Escipión trataría también de convencer a Sifax de que se aliara con Roma, inútilmente. La pasión había triunfado poderosa. Así que Masinisa, aliado de Cartago, pero ahora ofendido por la alianza con su oponente, pronto se uniría a las poderosas tretas de Roma.

Cuando se enfrentan en las planicies norteafricanas ambos ejércitos, acaban ganando las tropas de Masinisa y Escipión. Sifax y su esposa Sofonisba fueron hechos prisioneros por Masinisa. Fue entonces cuando éste vio por primera vez la arrebatadora belleza de la joven cartaginesa. Su alianza con Escipión le obligaba a entregarla a Roma como rehén. Pero no pudo, no pudo hacerlo. Y la historia lo contaría de varias y diferentes versiones, tantas como las emociones o sensaciones especiales que cada autor tuviera. Los poetas italianos del Renacimiento compusieron una de las tragedias más inspiradoras del nuevo teatro que comenzara a representar un drama por entonces. Pero los pintores tampoco pudieron resistirse ante esa romántica leyenda. Giovanni Francesco Barbieri, conocido como El Guercino (1591-1666), fue un pintor del barroco italiano que conseguiría aunar todas las tendencias pictóricas con un único motivo estético: con su dramatismo cromático más fascinante. Así compuso su obra Sofonisba en el año 1630, basada entonces en la trágica forma de morir de la bella y joven heroína cartaginesa.

Porque Sofonisba se encontraba, cuando Masinisa fue a arrestarla, o ante una pasión -no muy segura- o ante la lealtad a su patria -Cartago, no Numidia-, o ante la defenestración al ser llevada a Roma como esclava. Masinisa cede a su pasión y la toma como esposa, a pesar de ser una afrenta para Roma. Sin embargo, debía dar explicaciones a Escipión. Pensó que éste le comprendería. Pero el general romano entendió que si Sifax cayó en las sinuosas redes desleales de una pasión poderosa, supo que Masinisa no iba a ser menos con la suya. Así que obliga a Masinisa a entregar a Sofonisba. El rey numidio, resignado, le hace llegar a ella un veneno para que pueda vencer un destino tan innoble. En su obra barroca, el pintor italiano ofrece la imagen de una mujer que, decidida y orgullosa, después de beber su mortífera bebida mira, sin fijar su mirada, al cruel destino desatento que la desolada vida le había puesto por delante. El claroscuro de la obra está más cercano a su mirada, pero los colores de su ropa, sin embargo, lo están ahora más a la bebida venenosa. Su figura cercena aquí la diagonal del cuadro para buscar el triste semblante, medio oscurecido, de un rostro ahora inconmovible. Un rostro alejado así del nefasto recipiente que ahora, desdeñoso, habría tomado ella sin querer para servir como excusa maravillosa a los dramaturgos o creadores que, siglos después, la venerarían eterna y bella entre sus épicos relatos, tragedias o cuadros.

Otro lienzo con la imagen de una mujer, en este caso desconocida sin historia, sin leyenda y sin vida, recrearía una vez la imagen renacentista de una belleza siglos después. El pintor británico Henry Howard (1769-1847) compuso en el año 1827 su lienzo Muchacha florentina. Aficionado a los retratos y a la historia, quiso el pintor inmortalizar la figura y la belleza de sus antiguos admirados creadores renacentistas. Tomando como modelo a su propia hija, el pintor inglés nos presenta el correcto, perfecto y bello retrato de una hermosa joven florentina. Pero, nada más. Trata el pintor incluso de acercarse a los colores renacentistas, y consigue engañarnos incluso. ¿Es un retrato decimonónico o de comienzos del siglo XVI? Porque no hay pasión, no hay trasfondo ni desgarro, no hay otra cosa más que la ausencia de aquel matiz que los creadores consiguen a veces llevar a sus obras. Uno de aquellos poetas que glosaran la figura de Sofonisba escribiría convencido que así como lo expresó fue como la joven cartaginesa verdaderamente actuó y no de otra. Cuando el enviado de Masinisa le entregó el veneno para que ella lo tomara, ésta terminaría pronunciando lo siguiente, según ese poeta: Acepto el regalo de bodas y no me desagrada si es lo máximo que el esposo puede ofrecer a su esposa; pero dile lo siguiente: yo habría tenido mejor muerte si no me hubiera casado el mismo día de mi funeral. Con la misma altivez con la que había hablado cogería la copa venenosa y, sin la menor vacilación, la apuraría, impávida y segura, dirigida ahora hacia su boca. Como el matiz, como aquel pequeño matiz a veces de las cosas...

(Óleo impresionista de Camille Pissarro, Louveciennes, 1871, Colección Particular; Óleo impresionista -con un matiz posimpresionista- de Paul Cézanne, Louveciennes, 1872, Colección Privada; Cuadro del pintor británico Henry Howard, Muchacha florentina, hija del artista, 1828, Tate Gallery, Londres; Lienzo del pintor barroco El Guercino, Sofonisba, 1630, Colección Privada.)
 

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