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25 de julio de 2020

La cosmovisión del mundo cambió con el Impresionismo, pasó de lo universal a lo particular.



Ese fue un debate que tuvo en el conocimiento de la realidad las causas de su sentido cognoscitivo: o provenía de lo particular o provenía de lo general. Pero cuando el Arte traduce la realidad lo hace casi siempre con un espíritu clarificador y estético. Porque ambos van unidos para tratar de satisfacer una realidad autónoma de la que el ser humano se apropiaría con signos o rasgos de belleza. Realidad autónoma porque el Arte no obedece a principios naturales físicos propios de la vida, el Arte era otra cosa muy distinta de la realidad. Pero cuando el ser humano quiso expresar la realidad de lo que veía no encontró otra forma mejor que representar el mundo con belleza. Pero ésta era un concepto tan abstracto y tan alejado de la vida que no pudo el hombre más que adueñarse de ella con las formas. Así, el espíritu en el Arte desaparecería por completo entre las formas armoniosas de belleza, como sucedió en la Grecia clásica. Sin embargo, cuando el espíritu ganase la batalla de la historia a partir del siglo V d.C., el mundo del Arte no volvería a imitar la belleza de las cosas de la vida durante mucho tiempo, justo hasta el siglo XV con el Renacimiento y su recuperación de las bellas formas armoniosas. Pero, sin embargo, el espíritu seguiría dominando el mundo y sus representaciones armoniosas. La belleza ahora dispondría así de un sentido general o universal, uno que guiara o dominara al mundo y sus expresiones artísticas. Cuando el pintor Rafael Sanzio componía sus visiones universales de belleza, tenía muy claro que ese espíritu estaba plasmado entre las excelsas proporciones armoniosas de sus obras. Cuando el barroco Claudio de Lorena pintaba esos paisajes hermosos donde la vida fluía con un mundo extraordinario de belleza, aquel espíritu medieval seguía cabalgando orgulloso bajo los suaves matices verde-oscurecidos de su pintura. Lo universal -el espíritu- privilegiaba una forma de conocimiento estético que alcanzaba a componer la realidad de una manera que el ser humano había sospechado desde siglos antes en su historia. 

El Romanticismo fue la culminación de ese proceso estético donde lo universal era lo principal, es decir, desde donde partir para llegar a comprender o expresar el mundo y sus misterios. Con el pintor británico Turner la metáfora histórica del conocimiento estético de la vida fue llevada al máximo de belleza y sofisticación plástica en una obra de Arte. El ser humano podía llegar a poseer el sentido del mundo, su cosmovisión de él, bajo la visión universal del llamado método deductivo de la lógica. Este método lógico había sido glosado ya por Aristóteles y llevado luego a su desarrollo filosófico con la Escolástica medieval. Su manera de pensar consistía en partir de un principio general conocido para llegar a un principio particular desconocido. El Arte habría tomado esa máxima de un modo tácito para proseguir, a partir del Renacimiento, con su sentido expresivo más clarificador de belleza estética. El espíritu radicaba así en todas las formas o estilos donde la estética habría, de una u otra forma, representado al mundo y su belleza. Para eso la armonía habría sido sostenida por el principio deductivo de esa metáfora estética, tan asentada ya en la historia y su desarrollo a lo largo de los siglos. Turner pintaría en el año 1834 de ese modo deductivo su obra Incendio de las casas del Parlamento. La perspectiva tan universal de la obra romántica, así como su sentido deductivo filosófico, lo apreciaremos ahora en el impactante y desgarrador momento tan expresivo del instante romántico plasmado por el pintor. El sentido general de las llamas que suben hacia el universo infinito se refleja aquí en las aguas de lo particular del río terrenal tan finito de los hombres. Lo general está ahora siendo utilizado aquí para clarificar un modo particular que dé sentido al mundo y al hombre. Fuerza, desgarro de lo universal y pasión armonizada del mundo con la humanidad. La comprensión de la vida pasaría aquí por conciliar el espíritu universal con ese otro espíritu personal del mundo del hombre.

Pero todo ese sentido universal y general del conocimiento y de la cosmovisión del mundo, acabaría derrotado definitivamente al advenimiento de un sentido inductivo del saber y del ver, un sentido que el desarrollo de la historia situaría en el máximo esplendor de la Revolución Industrial del siglo XIX. Y su paradigma estético fue el Impresionismo. Científicamente ya había sido vislumbrado lo inductivo por los empiristas ingleses en el siglo XVII: el conocimiento de lo general parte de lo particular. Ahora el sentido se invertiría, por lo tanto. El conocimiento partiría así ahora de lo particular y para ello el sentido de lo individual clarificaría el sentido general del mundo y sus misterios. Ya no era necesario el espíritu. Por eso cuando los pintores impresionistas perciben el sentido estético del mundo no entienden que haya que expresar lo universal para nada en sus obras. Ahora se trataba de la vida concreta de las cosas, de sus impresiones particulares, las cuales determinarán así luego el sentido global del mundo y del hombre. Por esto cuando el impresionista Camille Pissarro se decide por pintar una calle de París el sentido estético lo expresaría solo en el mundo del hombre, en un microcosmos que, si acaso, es reflejado ahora en un plano superior del todo aquí innecesario, el plano de un universo metafórico ya absolutamente inútil para poder clarificar nada con él. Por eso la perspectiva (su punto de fuga) es aquí absoluta, determinante, definitoria, expresiva. La visión de esa perspectiva de fuga surge de un punto en el infinito que no es el universo espiritual o general de antes, sino que ahora es esa parte humana y terrenal que no vemos aquí por lo alejado que estaremos de su origen, pero no por lo distanciado que estemos de su sentido. El Impresionismo empezaría así cambiando la cosmovisión estética y llevaría en su peculiar gesto plástico la génesis de un nuevo acontecer en el mundo, tanto en lo artístico como en el pensamiento como en lo social. Fue este el resorte estético que daría paso a la Modernidad y que terminaría con la sagrada visión universal de lo misterioso, es decir, con aquello a partir de lo cual antes podíamos entendernos a nosotros mismos y al mundo. 

(Óleo Incendio de las casas del Parlamento, 1834, del pintor romántico Turner, Museo de Cleveland, EEUU.; Lienzo impresionista de Camille Pissarro, 1897, El bulevar de Montmartre de noche, National Gallery de Londres.)

15 de abril de 2015

El matiz, el pequeño matiz de las cosas, es lo que diferenciará genialidad de arte o pasión de ambición.




Cuando el Impresionismo consiguiese revolucionar el Arte en el año 1870, muchos artistas usarían esa tendencia como un maravilloso revulsivo para expresar las cosas de otra forma. Fue una especial sensación de descubrimiento, de poética pictórica novedosa, para poder realizar la creación de una imagen sin tener que seguir los requisitos estéticos clásicos de antaño. Todos los espíritus rebeldes del Arte pronto se acogerían a esa nueva forma de expresar. Pissarro (1830-1903) fue uno de los primeros pintores en verlo así. Sus obras marcan el sesgo de lo pasajero de la luz con lo pasajero de la vida, de la fugacidad de un paisaje que nunca puede definirse en un solo momento, ni en un solo lugar. Y así el Impresionismo seduciría a multitud de creadores que vieron en su estilo un extraordinario modo de combinar las cosas y los colores, de mezclarlos sin que revelasen del todo que habían sido creados para fijar solo un instante, sólo un gran instante estético y poderoso. Así lo comprendió también el genial Cézanne (1839-1906), cuando en el año 1861 conoce a Pissarro en París en la academia de Charles Suisse donde estudiaban. Desde entonces los dos pintores mantienen una amistad que combinaba admiración y aprecio. En una carta a su hijo Lucien el pintor Pissarro le diría años después: No me equivoqué cuando en el año 1861 Oller y yo fuimos a ver a ese curioso provenzal en el estudio de Suisse, donde los desnudos de Cézanne eran motivos de burla para todos los más incapaces de la escuela.

Cézanne aprende satisfecho la técnica impresionista de Pissarro, un estilo con el cual ambos desarrollan en sus obras los luminosos y bellos paisajes de Francia. Era tal la admiración que Cézanne tuvo por Pissarro que, cuando éste invita a aquél a ir a Louveciennes, ambos pintarán el mismo escenario, el mismo instante, el mismo motivo campesino o el mismo reflejo, incluso la misma pintura y la misma luz...  Pero, sin embargo, Cézanne lo hace ahora con un pequeño matiz, con un profético y pequeño matiz diferente, algo que alumbraría años después el sentido y la trayectoria revolucionaria del Arte moderno. La verdadera intención de los deseos, pasiones o actos que llevan a algunos creadores a realizar sus obras nunca llegaremos a saberlo en verdad, nunca sabremos tampoco si sucedió o no aquello que habían narrado en sus obras. Y eso vale tanto para la tragedia como para el Arte, es decir, para todos aquellos que vieran una ocasión -como la que los impresionistas vieran en sus escenarios luminosos- elogiosa, entusiasta o poderosa para expresar las actuaciones que algunos grandes o no tan grandes personajes llevaran a cabo en algunos momentos dramáticos de sus vidas. Pero también sería una maravillosa forma de recreación inmortal, aunque no hubiese sido para nada fidedigna. Es por eso que desde el Renacimiento se buscaría en las leyendas antiguas acciones humanas que, más artísticas que reales, pudieran servir para maravillar a un público anhelante de creer que algunas cosas de la vida sí podían ser ejemplo de eterno elogio poderoso.

Una de aquellas leyendas lo fue la curiosa, histórica, decisiva y trágica de la hermosa cartaginense Sofonisba. Esta extraordinaria joven era la bella hija del general cartaginés Asdrúbal Giscón (siglo III a.C.). Los romanos y los cartagineses se enfrentaban entonces en las guerras púnicas para obtener la hegemonía sobre el Mediterráneo. Cartago estaba rodeado del pueblo bereber Numidio, un débil pero belicoso pueblo del norte de África. Los cartagineses siempre supieron hacerse con la voluntad de sus vecinos. Pero Roma y su general Escipión el africano tuvo que intentar artimañas para hacerse con la alianza de ese decisivo pueblo. Y la belleza de la joven fue el arma que el astuto cartaginés Asdrúbal utilizaría para hacerse con la alianza numidia. Ese enclave bereber estaba dividido en dos. En una parte gobernaba el viejo numidio Sifax; en otra el más joven y legítimo heredero Masinisa. Sin embargo, la fiereza, la experiencia y los apoyos que Sifax poseía llevaron a los cartagineses a ofrecer la mano de la bella Sofonisba. El romano Escipión trataría también de convencer a Sifax de que se aliara con Roma, inútilmente. La pasión había triunfado poderosa. Así que Masinisa, aliado de Cartago, pero ahora ofendido por la alianza con su oponente, pronto se uniría a las poderosas tretas de Roma.

Cuando se enfrentan en las planicies norteafricanas ambos ejércitos, acaban ganando las tropas de Masinisa y Escipión. Sifax y su esposa Sofonisba fueron hechos prisioneros por Masinisa. Fue entonces cuando éste vio por primera vez la arrebatadora belleza de la joven cartaginesa. Su alianza con Escipión le obligaba a entregarla a Roma como rehén. Pero no pudo, no pudo hacerlo. Y la historia lo contaría de varias y diferentes versiones, tantas como las emociones o sensaciones especiales que cada autor tuviera. Los poetas italianos del Renacimiento compusieron una de las tragedias más inspiradoras del nuevo teatro que comenzara a representar un drama por entonces. Pero los pintores tampoco pudieron resistirse ante esa romántica leyenda. Giovanni Francesco Barbieri, conocido como El Guercino (1591-1666), fue un pintor del barroco italiano que conseguiría aunar todas las tendencias pictóricas con un único motivo estético: con su dramatismo cromático más fascinante. Así compuso su obra Sofonisba en el año 1630, basada entonces en la trágica forma de morir de la bella y joven heroína cartaginesa.

Porque Sofonisba se encontraba, cuando Masinisa fue a arrestarla, o ante una pasión -no muy segura- o ante la lealtad a su patria -Cartago, no Numidia-, o ante la defenestración al ser llevada a Roma como esclava. Masinisa cede a su pasión y la toma como esposa, a pesar de ser una afrenta para Roma. Sin embargo, debía dar explicaciones a Escipión. Pensó que éste le comprendería. Pero el general romano entendió que si Sifax cayó en las sinuosas redes desleales de una pasión poderosa, supo que Masinisa no iba a ser menos con la suya. Así que obliga a Masinisa a entregar a Sofonisba. El rey numidio, resignado, le hace llegar a ella un veneno para que pueda vencer un destino tan innoble. En su obra barroca, el pintor italiano ofrece la imagen de una mujer que, decidida y orgullosa, después de beber su mortífera bebida mira, sin fijar su mirada, al cruel destino desatento que la desolada vida le había puesto por delante. El claroscuro de la obra está más cercano a su mirada, pero los colores de su ropa, sin embargo, lo están ahora más a la bebida venenosa. Su figura cercena aquí la diagonal del cuadro para buscar el triste semblante, medio oscurecido, de un rostro ahora inconmovible. Un rostro alejado así del nefasto recipiente que ahora, desdeñoso, habría tomado ella sin querer para servir como excusa maravillosa a los dramaturgos o creadores que, siglos después, la venerarían eterna y bella entre sus épicos relatos, tragedias o cuadros.

Otro lienzo con la imagen de una mujer, en este caso desconocida sin historia, sin leyenda y sin vida, recrearía una vez la imagen renacentista de una belleza siglos después. El pintor británico Henry Howard (1769-1847) compuso en el año 1827 su lienzo Muchacha florentina. Aficionado a los retratos y a la historia, quiso el pintor inmortalizar la figura y la belleza de sus antiguos admirados creadores renacentistas. Tomando como modelo a su propia hija, el pintor inglés nos presenta el correcto, perfecto y bello retrato de una hermosa joven florentina. Pero, nada más. Trata el pintor incluso de acercarse a los colores renacentistas, y consigue engañarnos incluso. ¿Es un retrato decimonónico o de comienzos del siglo XVI? Porque no hay pasión, no hay trasfondo ni desgarro, no hay otra cosa más que la ausencia de aquel matiz que los creadores consiguen a veces llevar a sus obras. Uno de aquellos poetas que glosaran la figura de Sofonisba escribiría convencido que así como lo expresó fue como la joven cartaginesa verdaderamente actuó y no de otra. Cuando el enviado de Masinisa le entregó el veneno para que ella lo tomara, ésta terminaría pronunciando lo siguiente, según ese poeta: Acepto el regalo de bodas y no me desagrada si es lo máximo que el esposo puede ofrecer a su esposa; pero dile lo siguiente: yo habría tenido mejor muerte si no me hubiera casado el mismo día de mi funeral. Con la misma altivez con la que había hablado cogería la copa venenosa y, sin la menor vacilación, la apuraría, impávida y segura, dirigida ahora hacia su boca. Como el matiz, como aquel pequeño matiz a veces de las cosas...

(Óleo impresionista de Camille Pissarro, Louveciennes, 1871, Colección Particular; Óleo impresionista -con un matiz posimpresionista- de Paul Cézanne, Louveciennes, 1872, Colección Privada; Cuadro del pintor británico Henry Howard, Muchacha florentina, hija del artista, 1828, Tate Gallery, Londres; Lienzo del pintor barroco El Guercino, Sofonisba, 1630, Colección Privada.)
 

3 de marzo de 2012

La mixtificación del destino y los caminos azarosos, algo voluntario, encontrado y decidido.



Elegir es, verdaderamente, el único destino real del ser humano. Lo hacemos siempre, aun cuando no creamos estar haciéndolo.  Es como cuando vamos por un camino elegido por conocido de antes, pero que éste ahora nos dirige, ajeno y caótico, hacia un lugar inesperado y distinto. Porque generalmente caminamos por senderos existentes, conocidos de antes, pero desconocidos ahora por ser nuevo para nosotros. Un sendero entonces aturdidor por momentos, ansioso en otros, pero ignorado ahora del todo por desconocer hacia dónde nos dirija su camino. Pero, sin embargo, es este ahora  el camino elegido, sólo éste el que, ahora, hemos elegido sin saberlo. Porque a veces no elegimos sino la dirección, es decir, la orientación hacia dónde la brújula indique su demora, pero nada más. Nunca sabremos el destino real y definitivo, ese concreto o ese querido -por elegido acaso de antes- pero que, luego, posiblemente será muy distinto al final. Otras veces sí sabemos adónde nos llevan las pisadas o huellas utilizadas de antes. Aunque éstas ahora no nos prometan nada, ni sirvan siquiera para regresar o para volver a retomarlas. Pero es que lo único importante es el camino en sí. Lo importante es andar, caminar e ir hacia adelante, hacia un final que aún no existe pero que es el que, definitivamente, acabará siendo luego.

En todos los senderos vitales elegidos hay siempre, existe de hecho, una justificación absoluta para admirar, para recordar, para desear, para enmendar, para..., ¿qué más da? Lo seguro es que todos los caminos nos dejarán surcar sus rémoras y disquisiciones: nos maltratarán a veces y otras hasta nos maravillarán. Cualquier elección será valiosa en sí misma porque cualquier elección elegida será la perfecta. Porque elegir es lo mismo que vivir, y, si vivir es algo perfecto, elegir también lo es. Elegir es lo que hacemos siempre, aunque a veces creamos no hacerlo al no elegir. Pero, ¡no nos engañemos!, nada de lo que elijamos finalmente será aquello que entonces, antes, queríamos ilusionados. Quizá porque nada de lo elegible fuese algo que nos mereciéramos. Recorrer el camino, llegar al cruce, mirar a ambos lados, ¡y elegir!, esto es todo lo que nos pide la encrucijada de la existencia. Porque luego, cuando hayamos elegido, sólo habrá que caminar y caminar. Es tan simple, bendecido, extraordinario, alentador o natural como eso. Porque cualquier sendero ocultará siempre sus singladuras y traviesas, sus curvas y sus afanes, tras la sombra de algún recodo incómodo, traicionero o deslumbrante. Todos los caminos ocultan sinrazones, todos también esperpénticas bajadas y sinuosas subidas. Todos nos cansarán o nos acomodarán, nos amarán o nos decepcionarán. ¡Qué más da! Lo único importante es que nos sirvan para vivir o que nos ayuden de algún modo -muchas veces oculto- a vivir lo inesperado. Porque todos ellos nos sirven para descubrir, para acudir o para sentir... Para sentir, finalmente, que hemos, alguna vez, elegido.

(Cuadro Camino y colinas con castaños, 1978, del pintor español Godofredo Ortega Muñoz; Óleo Orillas del Marne, 1864, del pintor impresionista Camille Pisarro, Escocia; Pintura de Paul Cezanne, Camino Forestal, 1906, USA; Óleo de Vincent Van Gogh, Camino de Montmartre, 1886, Amsterdam; Cuadro de Dalí, El camino a Port Lligat, 1923; Óleo Camino a Louveciennes, 1870, del pintor impresionista Monet, Particular; Pintura del pintor estadounidense Edward Hopper, Carretera en Maine, 1914; Cuadro del pintor español Godofredo Ortega Muñoz, 1905-1982, Cruce de Caminos, 1980)

1 de mayo de 2009

Triunfo del Impresionismo: ¡La Luz y el Color!



El Impresionismo fue realmente el impacto emocional más instantáneo de un conjunto visual en el ojo de un espectador sorprendido...  En este cuadro de Camille Pissarro (1830-1903) veremos la luz de una mañana brillante en un invierno nevado como si fuera un maravilloso y luminoso amanecer estival. Esta técnica pictórica de la luz impresionada, unida al útil color vibrante y etéreo de su paleta, hizo de esa tendencia  artística una de las más elaboradas y permanentes -continúa ahora igual su valor y estima- de toda la Historia del Arte.