17 de marzo de 2017

El pintor más barroco de los renacentistas: Andrea del Sarto o la naturalidad del color.



Si en este maravilloso lienzo renacentista quitáramos ahora los sutiles nimbos, el cáliz sagrado y el pequeño tarro de esencias, ¿qué habría representado finalmente de sagrado en esta obra? Tan solo su propia grandeza artística universal. Estamos en el año 1523, pleno momento del Renacimiento más clásico y poderoso de Florencia, y los pintores renacentistas debían componer sus obras con el estilo hierático y solemne que sus maestros, los genios que habían inventado el Renacimiento, les habían enseñado mucho antes. Pero algunos discípulos, como el genial -pero poco conocido- Andrea del Sarto (1486-1531), se inspiraron entonces en algo diferente apenas percibido o apreciado por su suave composición estética: hacer que la naturalidad de sus colores completaran un escenario amable y sin excesos dramáticos, lleno de una efusiva, serena y sensible verosimilitud. Porque fue además en el año 1523 cuando el pintor italiano se refugió en un monasterio de la población toscana de Borgo San Lorenzo, a treinta kilómetros de Florencia, para huir de la peste que abatía a la ciudad de los pintores. Y allí, al cuidado de las monjas de la camáldula, se inspiraría el pintor renacentista para crear una Piedad asombrosa. Pero, ahora no, ahora no puede ser ésta como otras piedades, como la realizada por ejemplo siete años antes por su maestro Fray Bartolomeo (1472-1517). Porque, a diferencia de Bartolomeo, son ahora seres muy humanos los personajes que vemos en la obra de 1523, con sus gestos demasiado reales o verosímiles como para conferir otro aspecto que no sea el de la naturalidad más vulgar por el hecho de atender ahora a un ajusticiado, cualquier simple hombre derrotado incluso, que acabase de morir o no, serenamente, en su cadalso.

Pero, sin nada más, incruentamente además. Eso es lo único que puede adscribírsele a Del Sarto de su peculiar tendencia clásica: la aséptica limpieza sagrada de un escenario muy humano. Porque todo lo que vemos es demasiado humano. Lo que ahora vemos es una recreación de Belleza en todos y cada uno de los elementos y detalles que una naturaleza humana componga, satisfecha de sí misma, sobre una imagen sagrada para describir, a cambio, una representación muy humana. ¿Para qué se crearon los colores? Para que el pintor florentino Andrea del Sarto los utilizara en sus serenas obras melodiosas. Esa atenuación de los colores principales que manifiesta los hace en sus obras más vibrantes incluso. Y los hace así porque comparten con los demás colores, con los terrosos, con los celestes o con los perfilados de sus figuras necesitadas y orgullosas, el sentido más estético de una reivindicación artística tan sutil como evanescente. Para cosificarlos incluso, para hacer de los colores el objeto más universal que pudiera hacerse de unos reflejos luminosos con los que representar la mejor composición de una vida y su esperanza... Porque eso es lo que son, lo que nos dicen, lo que expresan los colores de este maravilloso creador renacentista: unos reflejos motivadores de vitalidad y esperanza. Pero lo que se descubre también al visualizar con ojos escudriñadores la obra de este pintor florentino es otra cosa, una sensación de paz, de sosiego y serenidad apenas percibida del todo en su obra.

Es imperceptible por el hecho de no haber nada ahí objetivamente que nos ofrezca, sin embargo, algún símbolo o representación concreta que exprese algo de eso. No, no lo hay. No hay nada físico, material, visible ahí que represente algo de eso en la obra. Esta es parte de la grandeza del pintor. Porque nada concreto pintaría él ahí para eso. Salvo una cosa: lo que se transpira ahora desde la atmósfera absoluta y completa del cuadro. Es de pensar que el refugiarse en el monasterio de la crueldad, del dolor, del pesar, del sufrimiento y de la enfermedad pavorosa que el mundo de fuera de sus muros conllevara, hiciera entonces que el pintor se inspirase de una fragancia que le llevase a querer transmitir, o, mejor dicho, no que le llevase sino que él mismo lo sintiera, y así lo dejase reflejado el pintor en su obra. Serenidad sobre todo pero, también, placer luminoso por el suave y encantador reflejo de unos colores que nutren, decididos, ahora el espíritu inquieto de cualquiera. Pero luego están los gestos, los movimientos paralizados y fijados de los seres humanos representados en la imagen iconográfica. En esta extraordinaria obra renacentista los gestos de todos y cada uno de sus personajes están calculados ahí, están hechos así para calmar, para entender, para admirar, para sentir, para esperar, para vivir, para decir algo con ellos sin decirlo... Ellos, los gestos humanos, nos dicen ahora lo mismo que los colores: que la diferencia y el contraste de las cosas no dejarán de tener un sentido justificado y sereno en este mundo, que es la visión que tengamos de las cosas lo que hace que sean o no una cosa u otra. Que todo debe atesorarse con el desdén propio que su sentido intemporal implique de las cosas.

Por eso mismo no hay dolor ahí, no hay sangre, no hay tonos que desequilibren así el armonioso sentido, tan implícito, entre los colores y las formas maravillosas de este cuadro. La naturalidad de este pintor florentino le hace distinguir ahora lo humano de lo sagrado, lo sencillo de lo sofisticado, lo terrenal de lo celestial. Y por todo eso, y su composición agradecida y amable, le hace adelantarse casi un siglo a los creadores que luego, con el Barroco naturalista, consiguieran conciliar ternura con pasión, dramatismo con belleza o trascendencia con humanidad. La grandeza en el Arte a veces no es tan reconocida por el hecho simple de no destacar la obra en algo que el ojo del espectador no consiga alcanzar a ver físicamente. Y esto es lo que le sucede a esta obra y a este pintor: que su grandeza no está tanto representada en cosa alguna física especialmente. Que Andrea del Sarto no se preocuparía nunca de eso. Que pintó lo que sintió mientras hacía su obra tan poco proferida... Y ese sentimiento no es a veces tan visible como otras cosas que, fijadas o reflejadas claramente en un lienzo, establezcan o determinen a cambio detalles muy plausibles de un reconocimiento artístico más elogioso o relevante. Porque, como se ve en esta obra de Arte renacentista, la creación del pintor florentino fue desarrollada sutilmente entonces entre las suaves, fragantes, inapreciables o serenas expresiones de un matiz coloreado de unos planos llenos de belleza, de suaves gestos llenos de belleza..., pero de una belleza ahora también llena de promesa, de sentimiento sublime, de esperanza y de sentido vital.

(Óleo Pietá (Piedad), 1523, del pintor renacentista Andrea del Sarto, Palacio Pitti, Florencia; Cuadro renacentista del pintor Fra Bartolomeo, Pietá, 1516, Palacio Pitti, Florencia.)

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