Sin luz no hay Arte. El Arte compone la luz y la luz compone, a su vez, al propio Arte. Son lo mismo. Pero, sin embargo, para el Arte la luz no es sino un elemento más ahora (tal vez el más importante), en estas obras, de su conjunto artístico. No viene dada (la luz) con solo poder iluminar una obra de Arte, sino que el pintor deviene en su creación ahora a la luz como una forma más; un cuerpo plástico que contrasta aquí, a su vez, con otras formas representadas para elevar, así, el conjunto estético a lo más excelso de una imagen artística grandiosa. Lo sublime verdaderamente del Arte estará compuesto de luz, de su existencia o de su ausencia, en las diferentes partes del conjunto artístico de una obra de Arte. Por esto cuando admiramos una creación pictórica al pronto, cuando la miramos ahora asombrados, extrañados así, gratamente ahora, por alguna expresión destacable de su iconografía, ésta estará ocasionada, con toda seguridad, por alguna luz compuesta así de ciertas formas sutiles adheridas a la composición final de la obra de Arte. Es, así, la extrañeza del Arte... ¿Cómo puede ser casi tocado, sentido, no sólo visto, sino geometrizado casi, tan sólido ya como una piedra o una forma física cualquiera, ese elemento plástico ahora tan poco tangible, tan etéreo, tan frágil o inconsistente, por otra parte, como es la propia luz compuesta en un lienzo? El Neoplatonismo del filósofo Plotino desarrollaría la teoría de que la Belleza es invisible, que se encuentra intrínseca en la vida, no en las formas en sí. Que se manifiesta en expresiones sutiles provenientes de una luz que ilumina así a la materia. Porque además la forma sin luz no tiene Belleza. Solo el fuego, en la naturaleza, es el único elemento de ésta que tiene Belleza en sí mismo, porque el fuego luminoso no tiene forma propiamente pero, sin embargo, sí alguna expresión propia de ella, de la forma física. Plotino hizo suya una idea platónica asimilada al Uno primordial (unidad grandiosa) como era un gran foco de luz que emanaría en la tierra produciendo así la realidad completa y diversa. Todas las cosas, todas las formas, tienen luz... Sin embargo, la Belleza no se encuentra ahora en la forma en sí, sino tan solo en el resplandor causado por una luz en ella. Este cuerpo invisible (sutil contradicción) nos llevará, cuando la conjunción de una obra es compuesta así, genialmente con luz, a producir en nosotros, anhelantes sujetos ahora de Belleza, el efecto emocional estético y gratificante de una extrañeza. ¿Qué será eso tan extraordinario, tan extraño, que no alcanzaremos a definir, pero que percibiremos, subyugados, ante la visión sublime de parte de una determinada obra de Arte?
Todo eso surgió al final del Manierismo y principios del Barroco. En ese choque artístico brutal, donde la Belleza fue zaherida entonces, con gusto pero zaherida, el Arte descubriría la maravillosa excusa de la luz para poder representar ahora sombras expresivas, pero también formas sin forma..., algo que pudiera incluir un elemento decisivo en la creación artística, un gesto producido ahora, no ya en el objeto artístico, en el propio cuadro, sino en el sujeto perceptor, en el observador final asombrado de un cuadro, como es ahora una extrañeza... Y esa extrañeza producida no era más que el reflejo poderoso de la extrañeza compuesta por el elemento de luz creado en el cuadro. Empezaremos en España de la mano de un pintor conocido especialmente por una temática artística que él iniciaría casi, el Bodegón. Este género artístico no se consideraba entonces (siglo XVII) elevado ni excelso en el Arte: pintar alimentos aislados, desordenados, sin vida, sin sentido, consideraban entonces los teóricos del Arte que no se podría valorar como gran Arte. ¿Qué hizo especialmente para la extrañeza entonces Juan Sánchez Cotán (1560-1627)? Utilizó entonces la luz, y, a veces (como en este caso), además otras cosas... En este bodegón compuesto por Cotán, entre los años 1600 y 1602 y actualmente expuesto en el Museo de Arte de San Diego, podremos observar el extraordinario sentido de la luz ahora como un referente plástico más dentro de la sutil composición artística. La obra Bodegón (Bodegón con membrillo, repollo, melón y pepino) de Sánchez Cotán es una creación que permite observar aquí el gran genio decisivo (de decisión, de algo elegido claramente en el lienzo) de un pintor asombrado así por la perspectiva, por la luz, por el orden desordenado y por la geometría... Su composición nos asombra mucho, hay en ella una extrañeza que se percibe ligeramente, pero que existe, en el orbe limitado del cuadro. El pintor español elige aquí cosas, elementos artísticos diversos expresados en formas, luces, posición, sentido... Enmarca el pintor, primeramente, el conjunto de productos en una pequeña cámara protectora de temperatura (cantarera), lo que produce además oscuridad y un escenario concreto. Luego dirige desde un lado izquierdo frontal el foco de luz interior (artificial, no natural) que iluminará por completo, sin producir sombras, a algunos elementos del conjunto (el membrillo y el repollo). Para esto debe situar esos dos elementos a la altura suficiente como para que el ángulo de reflejo luminoso no proyecte ahora en el suelo limitado de la cantarera la sombra correspondiente de ellos dos. Los cuelga ambos, pero, ahora, uno más alto que el otro. El resto de elementos (melón y pepino) están posicionados en el suelo cuadrilátero de la cantarera. ¿Qué sentido tiene repetir el elemento melón, en este caso una porción cortada del mismo, para completar parte del conjunto? La creación artística tiene sus peculiaridades, sus extrañezas... No pinta Cotán la porción de melón paralela al melón cortado por la mitad, sino ahora incidente a éste, opuesto el eje de la imagen de la forma de la porción en el sentido del otro. Aquí la sombra proyectada del melón sobre su porción cortada creará una forma artística... Y, por último, el pepino es compuesto así para crear a su vez otras sombras, tanto ahora la de la perspectiva propia de su sentido en el suelo de la cantarera, como la de la que se crea al sobresalir aquel del suelo de ésta, y que formarán, a su vez, las dos sombras un ángulo recto imaginado. Finalmente, se creará el genial sentido geométrico sobrevenido del conjunto de los elementos vegetales: una curva hipérbola formada desde el extremo superior izquierdo del membrillo hasta el inferior derecho del pepino. Cinco elementos iluminados (número impar) que se sitúan así, de ese modo extraño, para crear este conjunto tan sorprendente dentro además del vulgar tema del bodegón en la historia del Arte.
Un año antes o en el mismo tiempo (1601) el gran creador italiano Caravaggio compuso su genial obra naturalista (barroca) La vocación de san Mateo. Siete figuras (número impar) comprenden aquí el conjunto artístico del cuadro barroco. Hay también ángulo (geometría) aquí; para representarlo el pintor elevará dos figuras humanas y sentará a cinco. Sin embargo, es ahora la luz, no las figuras, quien predominará en la geometría artística sorprendente del cuadro. Una luz, en este caso natural, aunque parece artificial, es aquí la protagonista emergente, la extrañeza del cuadro. Debe ser el atardecer el momento temporal representado, cuando ahora el sol está posicionado más bajo en el horizonte. Y la luz entrará no por la ventana que vemos, orientada tal vez al sur, sino por una puerta a espaldas de los personajes levantados (Jesús y Pedro). Esta luz es ahora muy poderosa pero limitada, tiene forma y creará formas. Pero no es lo único (como en la anterior obra barroca) que produce extrañeza, sorpresa... Aquí, ahora, son también las manos. Todos los personajes representados las muestran. Al menos una. No hay diálogos verbales, no hay voces aquí, solo gestos, unos elementos pictóricos que transmiten aquí la comunicación precisa de la obra sagrada. El diálogo se origina, equilibradamente, desde la derecha con las manos derechas de Jesús y Pedro, y se contesta a la izquierda con la mano izquierda de Mateo. Como la luz, se creará una dirección de diálogo donde la perspectiva se compone aquí de dos formas artísticas necesarias: el rayo de luz y las tres manos que señalan. La sombra y la luz se complementan así, además, equilibradamente; no como antes, en el Bodegón de Cotán, que solo la luz poderosa reinaba sobre las pequeñas sombras aisladas. Aquí, la luz y la oscuridad se oponen y resisten mutuamente. Es el tenebrismo de Caravaggio frente al luminismo de Cotán. Tienen aquí, con el pintor milanés, un sentido no solo estético sino doctrinal: el misterio oculto de la verdad iluminará la mentira infame de un oficio avieso (san Mateo era recaudador de impuestos antes de convertirse). La extrañeza es aquí sublime, es magistral en esta obra barroca naturalista, porque ahora la luz no nos dirá mucho más que la oscuridad...
El último cuadro que nos seduce, ahora por su luz poderosa y su extrañeza luminosa, es la obra de un pintor luminista del siglo XIX español, Manuel Ussel de Guimbarda (1833-1907). Radicado en Sevilla entre los años 1867 y 1886, pintaría como sus colegas de la Escuela de Alcalá de Guadaíra, al aire libre. Los luministas de esta escuela pictórica eran realmente así plenairistas, como aquellos impresionistas o paisajistas franceses que idearon pintar ya fuera de los estudios. El pintor nacido en Cuba buscará, sin embargo, ahora más la luz que otra cosa en esta obra. Y lo consigue además en el lugar (una calle de Sevilla) donde la luz incidirá aún más (tal vez lo valorase por su natal luminosidad caribeña) que cualquier otra cosa retratada de un paisaje andaluz. Aquí la extrañeza es esa verosimilitud de elementos plásticos que la luz obtiene sin mucho esfuerzo para que el pintor se limite a retratarla gozoso. Como en el Bodegón de Cotán (a diferencia del cuadro de Caravaggio), aquí el foco de luz proviene de un ángulo superior izquierdo que, muy poderosamente, incidirá en el escenario callejero de un cruce de calles sevillano. Los colores están aquí matizados, difuminados casi en la totalidad del paisaje urbano por el poderoso sentido luminoso de una luz solar extraordinaria. Una luz cuyas sombras no hieren ahora nada del conjunto, solo estas son creadas aquí para acompañar, como un elemento iconográfico más, al verdadero protagonista del cuadro, que no serán las vendedoras de rosquillas sino la luz, la inmensa, desafiante, iluminadora, creadora, vivificante y dura luz, clarificadora aquí además de todas las cosas... Ella, la luz, es la que da sentido a la obra y producirá aquí la extrañeza. ¿Qué extrañeza? La de crear todo lo demás que ella no pueda crear, ahora sin la ayuda de un pintor iluminado, para dar así sentido iconográfico a una composición guiada por ella misma, por la luz natural de una mañana que, en este caso, veremos más que cualquier otra cosa en la representación de nueve figuras (otro número impar si elegimos incluir al bebé dentro de su madre) que acompañarán aquí, de ese extraño modo, la fuerza poderosa de un luminismo-plenairista extraordinariamente compuesto en un cuadro costumbrista.
(Óleo sobre lienzo Bodegón con membrillo, coliflor, melón y pepino, del año 1602, del pintor español Juan Sánchez Cotán, Museo de Arte de San Diego, California; Óleo La vocación de san Mateo, 1601, del pintor Caravaggio, Iglesia de san Luis de los Franceses, Roma; Óleo sobre lienzo Vendedoras de rosquillas en una calle de Sevilla, 1881, del pintor español Manuel Ussel de Guimbarda, Museo Colección de Carmen Thyssen-Bornemisza, Málaga.)
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