3 de diciembre de 2015

El existencialismo, el clasicismo y el costumbrismo, finalmente, se cargaron el Arte.



El Neoclasicismo acabaría con el Arte. Las formas perfectas del equilibrio perfecto o del rigor más calculado -lo que fue el clasicismo puro en el Arte- fueron las singladuras por donde caminaron los pintores del Renacimiento para conseguir obtener la imagen perfecta. Y lo consiguieron. Pero algunos creadores posteriores de entonces, sin embargo, intuyeron que el Arte no podría ser tan sólo eso... Por esto el Manierismo tuvo luego tanto éxito y, a la vez, fue tan incomprendido. ¿Cómo admirar algo que no estaba correctamente pintado, que no reflejaba la realidad tal y como era en ninguna de sus manifestaciones, ni estéticas, ni éticas ni de ningún otro sentido? Se quiso después volver de nuevo a lo correcto, regresar a lo de antes, pero, ahora, de pronto, surgió poderoso el Barroco para calmar ambas contradicciones estéticas: pintar según la Naturaleza y dejar de pintar tan rigurosamente perfecto todo, tanto el trazo como el gesto como la proporción, todo, menos el sentido... Pero el clasicismo volvería de nuevo otra vez en los siglos XVIII y XIX. Nada, que el ser humano no podía dejar de reproducir la Naturaleza tal y como era visible a sus sentidos; verla así, fielmente fijada en un lienzo como para verse el propio ser humano así mismo también: perfecto, correcto, terminado, sintetizado en todas sus formas. Lo primero que se cambió por entonces fue el sentido no la forma, las obras de Arte en la segunda mitad del siglo XIX perdieron el sentido de antes, aquel de lo excelso representado de la vida, aquello como una cosa merecedora de serlo siempre, como eran los eternos principios clásicos, las grandes ideas cinceladas en piedra o los grandes valores adornados de heroísmo.

Pero en el siglo XIX las costumbres, las sencillas cosas de la vida cotidiana, sustituyeron aquellos grandes sentidos de antes para ser reflejados en un lienzo artístico. Y también llegaría la revolución industrial a la reproducción de la imagen. La fotografía vino a ocupar el objeto y el medio por el cual antes se trataba de reflejar la Naturaleza. Así que a finales del siglo XIX el ser humano normal, el existencial, aquel ser que vivía, sufría, padecía y moría en un mundo sofocante, tomaba ahora el relevo de los grandes personajes clásicos, aquellos seres de antes que, con sus gestos heroicos, míticos o elegíacos, inspiraban las grandes escenas mostradas en las bellas, impactantes y sugestivas obras de Arte. Porque se podía cambiar el paisaje -de las campiñas rocosas de Da Vinci a los acantilados románticos del siglo XIX-, se podía cambiar también el ropaje -de las faldas drapeadas renacentistas a los corpiños neoclásicos del siglo XVIII-, se podía cambiar del mismo modo la virtud -de la muerte por la patria a la muerte por amor-, pero lo que no se podía cambiar nunca era el sentido, el único sentido que tuvo, tiene y tendrá el Arte... Y todo cambió entonces definitivamente para el Arte.  Cuando le encargaron en el año 1528 para una capilla de una iglesia de Florencia un descendimiento de Cristo al pintor manierista Pontormo (1494-1557), realizaría este pintor una obra muy diferente a todas las vistas antes y después. Absolutamente distinta a lo que se había hecho -y sobre todo se haría después- de una escena tan icónicamente sagrada como esa. ¿Qué gestos, rostros y colores son esos para reflejar tan piadosa representación iconográfica? ¿Qué hace ese apóstol agachado de esa forma tan ridícula -mirando al espectador tan irrespetuosamente-, cargando el sagrado cadáver de Cristo? Sin embargo, es uno de los descendimientos más geniales y artísticos que se hayan hecho jamás.

Cuando el pintor italiano Vittorio Matteo Corcos (1859-1933) se instalase en París crearía su obra realista Conversación en el Jardín de Luxemburgo. En ella el pintor modernista retrata una escena de género -escena normal y corriente de la vida social- donde dos elegantes mujeres parisinas están sentadas en un grandioso jardín, conversando tranquilas ahora de cosas vanas e intrascendentes. La perfecta silueta del rostro de una de ellas podría competir aún con las blanquecinas y desmejoradas imágenes fotográficas de entonces.   Pero cuando en el año 1881 el pintor de género Miguel Carbonell Selva (1855-1896) quiso representar una obra de Arte según sus ideales más poéticos compuso entonces una genial e innovadora pintura: Musa calmando la tempestad, también llamada Safo arrojándose al mar. Aquí el pintor español vuelve a retomar aquel sentido del Arte que defendía lo ideal, lo esencial, lo más inspirado en grandes metáforas con señalados elementos simbólicos que pudieran hacer pensar, reaccionar o sentir emociones muy elevadas o trascendentes. La pintura de Carbonell, aun teniendo cierto tono clasicista, utilizaría técnicas innovadoras -modernistas- en los trazos imperfectos de, por ejemplo, unas rocas desteñidas o con las singladuras artísticas, acogedoramente curvadas, de unas olas encrespadas por un arrojo pasional delicadamente romántico.

El pintor del barroco italiano Francesco Furini (1603-1646) combinaría siempre belleza con originalidad, sentido con sorpresa y erotismo con finura. En su obra clásica de Arte, como en todas las iconografías de esa mitología clásica, se representan tres famosas musas que en el mundo greco-latino acompañan siempre a la diosa Venus. Dos de ellas miran al espectador de frente o perfil, la otra siempre de espaldas. Es precisamente la espalda lo que mejor pintaría este curioso -y clérigo- pintor italiano. Nos viene a decir el sutil creador barroco: la espalda de una mujer contiene más secretos y belleza misteriosa que toda su evidente imagen principal. Contrasta este lienzo barroco trescientos años después con la obra correcta del desesperado -por no poder encontrar aquel sentido del Arte- y, sin embargo, delicado pintor John Singer Sargent (1856-1925). En su obra del año 1882 Calle en Venecia nos muestra el encuentro de dos amantes que, con gestos displicentes, no representan mucho apasionamiento expresivo entre sus formas ahora pasionalmente contenidas. Tan sólo la estrecha perspectiva de la calle consigue, hábilmente, alguna melodramática fuerza compositiva misteriosa.

Cuando el pintor realista ruso Vasili Perov (1834-1892) quiso plasmar su duro mundo eslavo tan injusto y cruel, utilizaría entonces su virtuosismo Arte perfecto para retratar las escenas más cotidianas, normales y corrientes de su conocido y realista mundo tan desolador. Porque, ¿cómo denunciar la difícil vida existencialista de unos seres tan poco afortunados y maltratados socialmente con aquellas grandes ideas de antes, por entonces -año 1870- no muy valoradas o reconocidas ya en el Arte? Donde lo único que, tal vez, se consideraba de valor estético en la Rusia decadente eran los famosos iconos bizantinos de la antigüedad.  Así que, desde mediados del siglo XIX, el mundo, por entonces tan convulsionado, descreído, industrializado, desamparado, desolado y profusamente clásico, dejaría para siempre de crear Arte como había sido creado hasta entonces. Y nunca más volvería. Y tan solo ahora nosotros -en nuestra realidad actual tan profusamente plástica-, tímidamente, volveremos a mirar de nuevo, acaso con distancia, acaso con cierto anhelo pasajero, con alguna ligera incomprensión, o con algún especial y profundo fervor estético, todas aquellas extraordinarias, bellas, inspiradas, maravillosas y necesitadas imágenes clásicas de antaño.

(Óleo del pintor Vittorio Matteo Corcos, 1892, Conversación en el Jardín de Luxemburgo; Cuadro Calle en Venecia, 1882, del pintor John Singer Sargent; Lienzo Las tres Gracias, c.a. 1630, del pintor Francesco Furini;  Obra Musa calmando la tempestad o Safo arrojándose al mar, 1881, Miguel Carbonell Selva, Museo del Prado, Madrid;  Oléo del pintor realista ruso Vasili Perov, Pajarero, 1870; Detalle del cuadro manierista Descendimiento de la Cruz, 1528, Jacopo Carrucci, conocido como Pontormo, iglesia de Santa Felecita, Florencia; Óleo Descendimiento de la Cruz, 1528, Pontormo, Florencia.)

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