Era el modelo más preciado y efímero que los creadores desearan impresionar con la imagen más grandiosa en un paisaje..., a veces colorido y a veces por colorear. ¿Qué mejor trasfondo para un paisaje impreciso que las nubes descoloridas de un cielo matizador? ¿Qué alarde mejor para un cielo donde contrastar así los objetos que el autor deseara eternizar en su obra? Contaría el director Martin Scorsese en su película El Aviador cómo su personaje protagonista, el inefable Howard Hughes, comprendiera entonces que, para filmar mejor aviones enfrentándose entre ellos, debía el cielo disponer de muchas nubes aterciopeladas para ser así un fondo idóneo y contrastable. Entonces contrataría Hughes a un meteorólogo para que las buscase allí donde estuviesen y conseguir un cielo cubierto por ellas. Un cielo así lleno ahora de capas nebulosas transformadoras de color, de la forma y hasta del temblor condensable de una bella imagen eternizada. Pero hubo un creador artístico que, cien años antes, perseguiría esos mismos instantes de un cielo animado por las formas, de un cielo caprichoso, raro, violento en ocasiones, pero de un cielo maravilloso siempre. John Constable, el mejor paisajista inglés que se anticipara a los impresionistas franceses, trataría de comprender entonces los cúmulos, los nimbos y los cirros para hacer de ellos un reflejo muy especial en sus obras. Las nubes, algo que de por sí no es previsible ni condicionado ni muy conocido su fluir. Y escribiría el propio pintor inglés en su diario: Hoy, 5 de septiembre de 1822; hora: diez de la mañana; mirando hacia el sudeste, viento fuerte del oeste. Nubes muy luminosas y grises en rápida carrera sobre un estrato amarillo, aproximadamente a media altura del cielo. Y continuaría el pintor escribiendo: Busco en el mediodía. Viento muy veloz. Efecto brillante y fresco. Nubes que se mueven muy rápido. Apertura muy brillante al azul.
Cuenta una leyenda -que es posible que sea verdad- que a los antiguos vikingos del norte europeo ni siquiera sus cielos cubiertos de nubes les evitaban orientarse en su navegación. Para esto debían saber ellos antes dónde se hallaba el sol, algo imposible cuando las nubes impiden ver al ojo humano qué hay detrás de ellas, incapaz el ojo humano de poder filtrar la luz polarizada. Pero hubo un sabio maestro vikingo llamado Sigurd que disponía de una maravillosa piedra solar, de un talismán con el que obraría prodigios y con el que vería más allá de un cielo encapotado. La leyenda cuenta cómo el rey vikingo Olaf le pide a Sigurd su mediación para descubrir el sol oculto ahora entre las nubes. Entonces Sigurd toma su piedra, que no era más que un cristal polarizador -una forma transparente de calcita-, y, dirigiéndola hacia un cielo cubierto, la hace rotar hasta hallar con ella la dirección de la luz desconocida. El maestro vikingo terminaría localizando al sol y permitiendo a sus drakkars -poderosas naves vikingas- orientarse en los difíciles y duros mares septentrionales. Con la fotografía hemos llegado a fijar realmente la maravilla atmosférica que son las nubes, algo sin embargo siempre evanescente, sinuoso y etéreo entre los cielos. Con las imágenes fotográficas fijaremos el momento de ser ellas mismas -las nubes maravillosas- lo que en ese momento son -y que luego no volverán a ser eso mismo-, y así podremos comprobar que aquellos pintores de entonces no se desviaron mucho de una realidad visual atmosférica tan fascinante. Los colores que las fotografías actuales llegan a reflejar pueden parecernos tan irreales ahora como existentes lo eran, sin embargo, en la paleta de aquellos pintores de entonces. Porque entonces esos colores ya existían -¡como existen hoy!-, y fueron así capaces aquellos pintores de verlos sin poder más que pintarlos. Porque las nubes, cosas inasibles y efímeras, nos descubrirán siempre la extraordinaria capacidad que tienen de ser, ahora como entonces, los mejores encuadres formales de una naturaleza inesperada, pródiga, reluciente y sublime.
El poeta español Manuel Altolaguirre (Málaga, 1905 - Burgos, 1959) nos dejaría escrita la impresión lírica que puedan inspirarnos también las nubes en la vida. Ahora con la tinta literaria y la semblanza poética que, sin embargo, plasmarían también en los bidimensionales efectos los propios pintores en su Arte:
Oh libertad errante, soñadora,
desnuda de verdor, libre de venas,
arboleda del mar, errante nube;
si en lluvia el desengaño te convierte,
la forma de mi copa podrá darte
una pequeña sensación de cielo.
Vuelve a la tierra, oh mar, vuelve a la vida,
a las cadenas de los largos ríos,
a las prisiones de los hondos lagos;
vuelve afilada a penetrar mil veces
angostos laberintos vegetales.
¡Oh libertad, tus puertas son heridas!
No las quieras abrir, sigue encerrada
en la sedienta piel no te sostenga
el inclinado cauce del torrente.
Todo sueño que es nube se deshace.
Vuelva a brillar el sol, pues la blancura
de esa ilusión de libertad celeste
es tan sólo una sombra hecha jirones.
No sueñe más el agua, y tenga vida
en la savia o la sangre, tenga sólo
en mí su libertad, libre en mis lágrimas.
Cuando el pintor John Constable siguiera obsesionado con entender lo que sus ojos no alcanzan a comprender con su Arte, continuaría persiguiendo él esas formas volátiles y caprichosas a través de los campos y campiñas inglesas. Entonces volvería a escribir el pintor en su diario itinerante: Sería difícil citar un paisaje del cual el cielo no fuera la clave, la escala y el órgano esencial del sentimiento. El cielo es fuente de luz en la Naturaleza y lo gobierna todo, inspira incluso nuestras observaciones cotidianas más corrientes acerca del tiempo. La dificultad de los cielos es muy grande en la pintura, tanto en la composición como en la ejecución; porque si son brillantes, no han de acaparar la atención sino que ha de pensarse en ellos como último plano; no ocurre así con los fenómenos o efectos celestes accidentales, los cuales atraen siempre de modo muy particular la atención. Como las nubes...
También la poetisa polaca Wyslawa Szymborska (1923-2012) supo entender la dificultad de comprender todo aquello que uno no se detiene a mirar despacio en un mundo turbulento. Como las nubes...
Vamos tropezándonos con la realidad
de las ciudades,
sorteando las hendiduras del cielo,
sin mirar casi nunca las nubes,
sin mirar, casi nunca, los cielos.
de las ciudades,
sorteando las hendiduras del cielo,
sin mirar casi nunca las nubes,
sin mirar, casi nunca, los cielos.
(Óleo de John Constable, Estudio de Nubes, 1822; Fotografía de un cielo con nubes en la sabana africana; Cuadro Naufragio de Pablo, 1690, del pintor Ludolf Backhuysen, Alemania; Fotografía Mar de Nubes, del autor alejandrojdiaz.wordpress.com, 2011, Canarias, España; Óleo Holandeses embarcando en un Yate, 1670, Ludolf Backhuysen, Museo de Arte de Cincinnati, EEUU; Pintura Ballena en la playa de Schevenigen, 1663, del pintor Cornelis Beelt, Museo Schwerin, Alemania; Fotografía del cielo de Ille aux Cerfs, Isla Mauricio, 1996, foto de F. Ossing; Fotografia de cielo nocturno, Asturias, España; Óleo Cristo en una tormenta en el mar de Galilea, 1695, Ludolf Backhuysen; Cuadro de John Constable, Tormenta inminente en la bahía de Weymouth, 1820; Cuadro Buques en alta mar, 1684, Ludolf Backhuysen, Minnesota, EEUU.)
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