20 de octubre de 2012

Renacer, volver a ser otro, ese es el auténtico renacimiento, algo que Arte alguno nunca podrá conseguir.



En el bíblico paraíso terrenal habitarían todo tipo de especies animales, fieras o no. Aunque, también cada cual obedecería a su propio instinto equilibrado o a su buen hacer biológico... o espiritual. Y así de bien funcionaría todo hasta que, de pronto, algo muy grave sucediera por entonces. Una de aquellas especies de aquel paraíso, una de las aves más extraordinarias habidas jamás, de colores brillantes y destacados, anidaría además beatífica y candorosa en lo alto de un espléndido rosal de ese paraíso. Pero poco después todo ese mundo idealizado se trastornaría por el descalabro fatal de un equilibrio inexistente. Porque cuando el hombre y la mujer eligieron -azarosos- ser libres y hacer su propia voluntad fueron condenados, inapelablemente, a abandonar de inmediato el edén paradisíaco. Y entonces un ángel flamígero con su espada decidida e insensible acompañaría, impasible, a los dos seres al final del paraíso. Pero de la invencible espada de ese ángel brotaría una chispa peligrosa, un rayo llameante que prendería fatalmente el inseguro nido de aquel ave extraordinaria. Ardería entonces todo el nido y lo que dentro de él había. Pero, por haber sido tan piadoso, por haberse negado a tomar parte en aquella perdición paradisíaca, a este ave desgraciado se le concedieron varios dones. El más importante acabaría siendo una inmortalidad peculiar: poder renacer siempre de las desprendidas cenizas de su sacrificio. Cuando sintiera que llegaba el momento de morir volvería a crear su nido confiado, colocaría en él su nuevo huevo, y, tres días después, empezaría a arder todo su cuerpo como entonces. El ave Fénix se consumiría así, de nuevo, por completo. Luego, del huevo inusitado renacería el mismo ave antes consumido, siempre ahora único, siempre permanente y siempre redivivo.

Para el ser humano su mundo personal no se limitará solo a los acontecimientos de su pasado, sino que deberá incluir también las enormes posibilidades de un futuro por vivir. Porque éste está ahí siempre para nosotros. Aunque no lo sepamos aún. Sin embargo, es nuestro antes de que exista. Debemos proyectarnos hacia él porque esa proyección es lo que nos hace, entre otras cosas, humanos y nos distingue de las demás especies terrenales. Lo que nos diferencia de sólo existir, de sólo habitar o de sólo vegetar. No debemos perder nunca esa sensación renacedora. Si lo hacemos estaremos condenados al despiadado pasado insidioso, a su poder subyugante, engañoso y devastador. El historiador y mitólogo francés Pierre Grimal dejaría una vez escrito esto: La leyenda del Fénix concierne a la muerte y al renacimiento de esta ave. Es única en su especie y no puede reproducirse como las demás. Cuando siente aproximarse su fin comienza a acumular plantas aromáticas y fabricará su nido. Hay dos versiones mitológicas: una que dice que se prendería fuego a su olorosa pira y que de sus cenizas surgiría un nuevo ave; otra que el Fénix se acuesta en el nido y muere impregnándolo en su propio semen. Entonces nace el nuevo ave y, recogiendo el cadáver de su padre -su otro yo de antes-, lo encierra en un tronco hueco que transporta hacia la ciudad de Heliópolis y lo deposita en el altar del Sol. Una vez alcanzado el altar del Sol el ave planea afuera a la espera que se presente un sacerdote. Cuando ha llegado el momento, éste sale del templo y compara el aspecto del ave con un dibujo representado en los textos sagrados. Sólo entonces comienza a quemar el cadáver del viejo fénix. Terminada la ceremonia el joven fénix reemprende el vuelo hacia Etiopía, donde vivirá alimentándose de incienso hasta el término de su existencia.

Al final de su vida el escritor ruso Dostoievski escribiría una novela fascinante y sorprendente, desgarradora a la vez que sensible, demasiado humana para todos o demasiado real para nosotros: Los hermanos Karamazov (1880). Dostoievski incluía siempre en sus relatos una aguda observación psicológica y moral, amén de una atrayente narración genial e inevitable. Pero conocía como pocos la auténtica naturaleza humana de la que estamos hechos. El escritor ruso opinaba que uno de los principales problemas de la sociedad de su tiempo (pleno siglo XIX) era la pérdida del valor espiritual y de su sentido en el mundo. Sostenía que los seres buscan la salvación en la obsesiva ideación de recrear un paraíso material fundado en la impasible razón o en la insensible voluntad. Temía el novelista que la falta de espiritualidad llevara a una tiranía tanto personal como colectiva. Su propia vida le había enseñado que sólo mediante el sufrimiento y la virtud quedaría el alma de cualquier ser purificada. En una de las ocasiones más dramáticas y esclarecedoras de la novela uno de los hermanos protagonistas, Dimitri Karamazov -un ser atormentado acostumbrado a sufrir a pesar de sus buenas intenciones-, se enfrenta a un juicio por el asesinato de su padre. Es injustamente acusado -con la prueba aviesa de un malévolo ser que le envidia- solo por una emoción intencional (su padre era un personaje cruel y despiadado con el cual él siempre se enfrentó), pero no por un hecho real (jamás haría daño a nadie, ni siquiera a su cruel padre). Entonces se dirige al tribunal inflexible y frío de su jurado diciendo, más o menos, algo así: ¡Aún quiero vivir, aún siento unas enormes ganas de vivir! He cometido injusticias, he pagado y pagaré por ello. Pero soy inocente de lo que se me acusa, yo no lo he hecho. ¡Castíguenme por mis propios delitos! Porque, sin embargo, ahora lo comprendo todo: sin castigo no hay salvación y sin salvación no hay renacimiento.

(Cuadro surrealista de Salvador Dalí, Niño geopolítico observando el nacimiento del hombre nuevo, 1943, Museo Salvador Dalí, San Petersburgo, Rusia; Grabado del antiguo Egipto con la representación del Ave Fénix; Fresco de Miguel Ángel, Expulsión del Paraíso, 1484, Capilla Sixtina, Roma; Aguafuerte del creador Paul Klee, Fénix anciano, 1905, Múnich, Alemania; Representación medieval del Ave Fénix; Pintura del pintor alicantino Ramón Pérez Carrió, Fénix, 1988; Óleo del pintor ruso Vasili Perov, Retrato de Fiodor Dostoievski, 1872.)

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