Fue el filósofo Kant quien distinguiría la sensualidad de la belleza. Distinguió así las cosas que son recibidas por los sentidos, que son propias de ellos y deleitan o placen por igual, de aquellas otras que únicamente se perciben por el intelecto. Estas últimas -las del intelecto que perciben belleza- son reelaboradas dentro de un lugar autónomo -¿espíritu?- sin condicionamientos materiales ni terrenales -intereses, fines, necesidad- de ninguna clase. Y de esa estética que surgiría entonces -siglo XVIII- se puede distinguir, por ejemplo, el placer estético -sensualidad- de la belleza estética -espiritualidad-. Eso vino a situar cada concepto en su lugar y elevar aún más el Arte a una categoría superior a la que tenía antes. De llevar el Arte a un estatus mayor a cualquier otro motivo o causa de posibles sensaciones o experiencias estéticas placenteras, esas que los humanos pudieran obtener también, sin embargo, en este mundo tan atrabiliario y desposeído de belleza. Impresiones o experiencias que se puedan además percibir ante el fragor de otras cosas diversas de la naturaleza, de otros elementos de la vida que, por ejemplo, pudiesen ofrecer también armonía, equilibrio, estímulo, arrobamiento, seducción o belleza.
Es un poco confuso todo esto porque, ¿sentiremos el mismo placer siempre o serán placeres distintos..., los del Arte y los de la vida? Así de confuso fue durante toda la historia hasta que llegó Kant. Por eso el Renacimiento no pudo antes más que ofrecer un revulsivo grandioso de experiencias místicas (emociones involuntarias y sensuales frente a lo expresamente sobrenatural) ante la contemplación del Arte más físico para poder acceder a la Belleza. Por eso el Barroco utilizaría luego el Arte para inspirar sensaciones de identificaciones placenteras -muy sensuales y terrenales-, pero ahora con unos mensajes espirituales trascendentes, lo que promovería la Contrarreforma católica para endulzar su doctrina y hacerla aún más accesible a la gente. Sin embargo, todo el Arte posterior al filósofo Kant -desde el Romanticismo del siglo XIX hasta el Surrealismo y la Modernidad- pudo justificar la sensualidad con niveles más elevados estéticamente -más intelectuales-, pero, a cambio, menos viscerales -menos sensuales o fisicos- con las formas estéticas convencionales; es decir, con los sentidos estéticos menos predispuestos a lo emocional que nace de lo más sensual. Ha sido este un periodo artístico -desde el siglo XIX hasta la actualidad- donde más se reelaborarían intelectualmente los conceptos representados, sobre todo los sensuales. Unas ideas estéticas que separarían el placer sensitivo de otro tipo de placer, un placer intuitivo, éste más desarrollado intelectualmente, más sofisticado o más alejado de lo sensual para entender al mundo o al hombre. Para comprender la Belleza de otra forma a como antes se hiciera, aislada ahora de sus principios originales más clásicos y separada de su sola sensación más sensual. Llevada entonces de ese modo al concepto más moral que se pudiera, o al más histórico, social, psicológico o existencial del mundo.
Acteón fue un personaje mitológico malogrado en la leyenda griega. Llevado por su fruición deseosa y sensual de admirar la belleza desnuda de la diosa Diana -Artemisa griega-, se entregaría a la audaz intención de hacerlo una vez a pesar de profanar los deseos de la diosa de no ser vista desnuda ante ningún mortal. Al descubrir a Diana así, tan bella y desnuda, no pudo Acteón más que detenerse, acercarse y mirarla llevado por una pulsión despiadada de curiosidad. Su propia vanidad también contribuiría a dejarse llevar por ese deseo..., ¿qué belleza no dispone de semejante actitud ante otra? Pero, la diosa no le perdonaría esa afrenta jamás. Lo transformaría añadiéndole la cornamenta propia de los ciervos, esos mismos animales que él, como cazador avezado, perseguiría sin descanso. Luego, hasta sus propios perros lo devorarían creyendo que era una presa más a abatir. En esta mitología se refleja la oposición entre la contemplación de la Belleza divina -de la mística, de la elevada, de la que lleva al sujeto a querer satisfacer la parte más espiritual de su ser- y la materialización física de esa Belleza, de verla ahora sensualmente con todo su esplendor terrenal. El Arte lo expresaría con la desnudez sensual y voluptuosa que el pintor manierista Giuseppe Cesari (1568-1640) lograse en el año 1606 con su obra Diana y Acteón. Es por esto que el Arte es lo único que puede conciliar Belleza sensual con Belleza espiritual. Porque no es posible traspasar los elementos sensuales de nuestra propia naturaleza y acercarlos así a la divina emoción de lo espiritual. Es imposible; son esferas muy diferentes. Únicamente el Arte es capaz de lograrlo. ¿Cómo lo hace? Pues desde sus formas estéticas peculiares y ajenas a lo real... Porque la esfera estética (entendida y explicada racionalmente desde el siglo XVIII) no puede ser llevada nunca al ámbito de la realidad. Porque, como la imaginación, el ámbito estético es totalmente irreal, no tiene nada que ver con la vida real de los seres materiales.
Ante la contemplación de la maravillosa obra del pintor Jean-Jacques Henner (1829-1905), Magdalena penitente, podemos ahora acercarnos a la manera en que el Arte es capaz de entrelazar en otra esfera los dos mundos separados y enfrentados sin remedio: el mundo de la sensualidad y el mundo de la espiritualidad. Porque en el Arte sí alcanzaremos a vislumbrar parte de esa virtualidad estética tan imposible... Es la combinación de intelecto y sentido la que nos llevará a enjuiciar, sin confusión, error o connotación parcial alguna, la propia representación que de la belleza más sensual sea capaz de trasladarse a una estética diferente... De poder sublimarla y alcanzar ahora otra belleza estética -espiritual- muy distinta. Aunque sea esto percibido levemente, fugazmente. Aunque con la Belleza no haya otra salida ahora más que la suprema virtud elevada de lo inasible..., es decir, de lo más trascendente, de lo más misterioso, de lo más emotivo o de lo más imposible en el mundo.
(Óleo del pintor Jean-Jacques Henner, Magdalena penitente, 1878, Museo de Bellas Artes de Mulhouse, Francia; Obra El sombrero negro, 1900, del pintor impresionista británico Philip Wilson Steer (1860-1942), Tate Gallery, Londres; Lienzo del mismo pintor británico, El espejo, ca. inicios siglo XX, Galería de Arte de Aberdeen, Escocia; Óleo del pintor manierista Giuseppe Cesari, Diana y Acteón, 1606, Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría.)
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