El rescate de la bella joven maniatada y forzada a sucumbir ante el mal, había sido una mitología recurrente en todas las épocas y culturas de la humanidad. El mito griego lo contaba con la gesta del héroe Perseo y su bella rescatada Andrómeda. La leyenda es tan antigua como la mitología: una bella joven es obligada a sacrificarse a causa de la hybris -la humana vanagloria imperdonable por los dioses- de su madre -Casiopea- por presumir de la belleza de su hija -Andrómeda- ante las bellas nereidas del dios del mar Poseidón. Pero no es ella ahora la víctima directa de los dioses, éstos solo desatarán el horror en el reino de su padre Cefeo, el cual consulta pronto al oráculo para saber qué hacer para calmarlos. El oráculo le aconseja entregar a su hija Andrómeda a los dioses, sacrificarla a Poseidón atándola a una roca frente al mar tormentoso. En el mito antiguo, sin embargo, no había ninguna llamada a su rescate, nadie se atrevería entonces a eso, ni se le ocurriría; tampoco habría una búsqueda anterior de una belleza..., una belleza ahora a rescatar ante las fuerzas malignas de los designios contingentes. Nada de todo eso obligaría entonces a que existiese un héroe antes de que exista, incluso, una posible rescatada.
Porque el héroe griego Perseo únicamente
pasaba por allí. Su objetivo no era otro que luchar contra las gorgonas y
los enemigos de su herencia materna. Él es el héroe más grandioso de la
mitología helena. Un ser sin debilidades ni errores, sin atropellos, sin
falsedades, sin omisiones, sin vanaglorias, sin deseos equivocados, sin
necesidades especiales, sin complejos; sólo el héroe sin condiciones, el héroe
que lucha desde los dos aspectos de su propia existencia: su mitad divina
-hijo de Zeus- y su mitad humana, agnegada y eficiente -la
de la bella y mortal Dánae-. De regreso por conseguir la cabeza
de la Medusa -arma terrible y poderosa-, Perseo ve a Andrómeda
atada y gritando frente a las olas poderosas del mar. Y entonces
decide rescatarla. Esta curiosa circunstancia llevaría a los dos a unirse
luego para siempre. De hecho, la historia excelsa de ambos es eternizada en
dos grupos de estrellas refulgentes en el cielo, dos luminarias estelares que recordarán la belleza elogiosa de sus vidas: las
constelaciones de Perseo y Andrómeda.
Sin embargo, hay otra leyenda de rescate, la medieval de los caballeros errantes o andantes, personajes inspirados que trataban de luchar contra los feroces seres que
atormentaban, violaban o vejaban a las bellas doncellas de sus reinos. Pero aquí no es como en el mundo clásico de antes. Aquí la belleza
enajenada, representada ahora por la joven dama atropellada, es la búsqueda
en sí misma. Una búsqueda que, desde antes incluso de ser ella
ultrajada, el caballero medieval -un héroe no accidental, al
contrario que Perseo- lleva en su propio sino vital desde siempre y que
incluye tanto deseo como destino personal por alcanzar un objetivo tan sublime. El Arte nos ayuda ahora a comprender la dicotomía estética y ética entre
las dos figuras legendarias del héroe rescatador: el medieval y el clásico.
El gran pintor barroco Rubens comenzaría su obra Perseo liberando a
Andrómeda pocos meses antes de morir. De hecho la obra hubo de ser
finalizada, al dejarla inacabada el creador flamenco, dos años después por
otro pintor flamenco seguidor suyo: Jacob Jordaens (1593-1678).
En la obra barroca vemos a Perseo
vestido con los ropajes guerreros de la época del pintor -habitual en la pintura Barroca-, es decir, con la armadura de refinados engarces articulados o exquisitos acabados de metal bruñido, elementos sofisticados de protección sólo para destacados militares. Se ven aquí prendas de los tejidos de moda del tiempo del pintor: como la
capa, la camisa o el faldón bajo renacentistas, vestimentas que
humanizan y modernizan además al guerrero y al héroe. Vemos a Andrómeda
desnuda -propio de la representación iconográfica de la mujer rescatada-,
muy voluptuosa, entregada decidida por completo a su salvador. Que
sonríe al ser liberada y demuestra así, con su gesto afirmativo, el
sentimiento inevitable de amor ante la presencia inesperada de su héroe.
Ambos se miran y se acercan -la pierna derecha de él roza segura la
izquierda de ella-, y hasta el pequeño dios Cupido -el dios de
la unión irrefrenable- aparece en la imagen como enlace seguro ante
dos seres encontrados ahora, curiosamente, sin un motivo anterior que los hubiese unidos.
La otra imagen de rescate, la del
pintor prerrafaelita -tendencia que admira y elogia la edad media- John
Everett Millais (1829-1896), representa el rescate medieval del caballero
andante, del guerrero cortesano o del noble personaje que, a cambio del
héroe de la antigüedad clásica, sí que busca rescatar a su
heroína. Aquí los papeles se cambian: ella es ahora la heroína de
él. Porque él solo es aquí un caballero errante que buscaba, deseaba o
anhelaba a ella desde mucho antes de encontrarla. La figura del caballero
andante es originada en la Edad Media (siglos XI y XII). Y lo fue
entonces por las combinaciones de tres características de la sociedad medieval,
cosas mediatizadas por una cristiandad fortalecida que llevó a la
época un sentido más espiritual o trascendente. Por un lado, es el soldado
que debe luchar para salvar a la cristiandad del infiel, en este caso el musulmán
impenitente y avasallador. También es el cortejo y el respeto por la dama,
por la mujer como símbolo de lo más sublime, un objeto sagrado que determinaría incluso su propio sentido
existencial. Por tanto, un sentido de
amor trascendente, de sentimiento espiritual que el ser sublima
para alzarse ahora ante lo material o terrenal de la vida. Algo que llevaría al caballero medieval a justificar su fuerza
ante la lucha y ocasionaría, además de esa espiritualidad, la oportunidad de favorecer un eficaz amor
más sensual o terrenal en este mundo. El caballero
errante es garante además de los oprimidos -de las doncellas, los
huérfanos, las viudas- frente a la malicia pecaminosa de otros
caballeros o seres desalmados, no como él.
La obra de Millais es interesante
porque retrata un mundo medieval a la vez que lleva también a expresar, de modo subliminal, la sociedad tan reprimida del pintor. Detalles como el sentimiento amoroso existente en el momento en que
se elabora la pintura, una sociedad decimonónica muy reprimida en afectos y en sexo. Pero además también como reflejo de una espiritualidad medieval extraordinaria (el siglo XII fue uno de los siglos más espirituales de la
historia). Aquí el caballero viste la armadura completa de un guerrero
medieval, solo vemos de él el rostro y las manos. Y así, protegido y
respetuoso, se acerca el caballero a su dama, una mujer vejada y magullada por unos sanguinarios asaltadores que no aparecen en la obra. La bella mujer
desnuda se muestra atada al tronco de un abedul, una gruesa figura material
que se interpone aquí -representación de la represión sexual decimonónica-
como una infranqueable barrera entre una dama deseosa y su anhelante caballero inhibido.
Ella no mira aquí, como sí lo hacía la rescatada en la versión clásica, a su rescatador. Todo lo contrario, oculta su mirada, avergonzada de ser hallada así, de este modo tan humillante. Sin embargo, la espiritualidad de
la representación -o el pudor del momento- no deja esconder el deseo más oculto: el anhelo
sexual del caballero por su bello
objeto rescatable. Algo que él mismo deseaba desde mucho antes de ser el
objeto rescatado un sujeto rescatable. Porque a diferencia de Perseo -que solo mira las ataduras de Andrómeda-, el
caballero medieval mira aquí a ella claramente. La mira con cierto temor vago, con cierta suspicacia indefinible, algo que no puede evitar el caballero ante la confusión que el propio objeto de deseo le produce: la dualidad
de un ser -la tímida y voluptuosa dama rescatada- que representa aquí tanto al
mundo trascendente -la belleza sublime, eterna y perseguida- como
al mundo terrenal, sensual o más humano del deseo más erótico y ferviente.
En su fascinante novela El lobo estepario
(1927), el escritor Hermann Hesse nos relata también esa dualidad
de amor trascendente y deseos terrenales: Mientras nosotros estábamos
abismados calladamente en los juegos afanosos de nuestro amor,
perteneciendo el uno al otro más íntimamente que nunca, se despedía mi
alma de María y de todo lo que ella me había significado. Por ella aprendí a
entregarme infantilmente en el último instante al jugueteo de la superficie,
a buscar las alegrías más fugaces, a ser niño y bestia en la inocencia
del sexo, un estado que en mi vida anterior sólo habría conocido como
excepción rara, pues la vida sensual y el sexo habían tenido para mí
casi siempre el amargo sabor de la culpa, el gusto dulce, pero
timorato, de la fruta prohibida ante la cual debe ponerse en
guardia un hombre espiritual. Ahora Armanda y María me habían enseñado este
jardín en toda su inocencia; agradecido, había sido yo su huésped; pero
pronto se hacía tiempo ya para mí de seguir andando, resultaba demasiado
bonito y demasiado confortante este jardín. Seguir aspirando a la corona de la
vida, seguir purgando la culpa infinita de la vida, era lo que me
estaba reservado. Una vida fácil, un fácil amor, una muerte fácil,
no eran cosas para mí.
(Óleo del pintor prerrafaelita inglés John
Everett Millais, El caballero errante, 1870, Tate Gallery, Londres;
Óleo barroco del pintor Rubens, finalizado por Jacob Jordaens, Perseo
liberando a Andrómeda, 1642, Museo del Prado, Madrid.)
1 comentario:
Espléndida descripción de ambas obras con todo tipo de detalles.
Me ha llamado la atención el oleo que comenzó Rubens y terminó su seguidor Jacob Jordaens. Este detalle me recuerda cierta lectura en la que ando enfrascada y dejando volar la imaginación, reflexiono sobre la cantidad de obras que quizás se atribuyen a un autor, cuando pudieron ser realizadas por discípulos de sus mismas escuelas.
Un abrazo.
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