2 de mayo de 2015

El conocimiento puro, metafísico e inmortal frente al perentorio, inconsecuente, engañoso o fútil.



El pintor flamenco Joachim Patinir (1480-1524) fue uno de los que mejor utilizaría el Arte para comunicar metafóricamente el sentido del universo. Gracias a su modo sensible de pintar nos seducirá la mirada con su profusa forma de componer y colorear un lienzo. Y para eso el paisaje es el mejor escenario posible: ni un interior, ni un retrato, ni una ciudad ni una cosa. Solo un paisaje grandioso, con horizonte, un cielo, montañas, agua, animales, plantas, rocas, seres... Los colores dejan ahora claro las sensaciones que deberán experimentar los que observen cada parte del lienzo: el azul, en su escala más alta, será la bendición de lo soberbio; luego seguirá el blanco, después el verde esperanzador, para seguir con un verde más oscurecido; y aún más tarde llegará el marrón, para seguir después con el tétrico negro y, luego, finalmente, acabar con un mínimo ardiente tono enrojecido. En ese orden el creador desarrollará su universo cromático-dialéctico (el dualismo del bien y del mal en el universo). Pero, sin embargo, el creador en su obra renacentista, en su maravilloso Arte metafórico, no será radical ni maniqueo. Los colores además, como los seres, como toda cosa descubierta en el mundo, serán ahora circunstanciales, pasajeros, fenomenales; serán todos ellos aquí aparentes, temporales o efímeros.

Porque lo verdaderamente importante en ese universo pictórico de Patinir es otra cosa: lo que no se ve. El mejor cuadro es aquel que pintará mejor lo que no se vea. Como en el mundo. El filósofo alemán Schopenhauer (1788-1860) establecería su propia teoría filosófica del Arte. Viene bien ahora para comprender algo el Arte y su forma de interpretarlo. Escribía el pensador alemán en su obra El mundo como Voluntad y Representación: Cuando erguido por la fuerza del espíritu uno desiste de limitarse a la razón, cuyo último objetivo es la relación para con la propia voluntad, no considera ahora el dónde o el cuándo o el por qué o el para qué de las cosas, sino única y exclusivamente el qué. Tampoco se interesa por lo abstracto o por la conciencia de las cosas sino que, en lugar de eso, consagra todo el poder de su espíritu a la intuición, enfrascándose por entero en ella y dejando que quede colmado por la serena contemplación del objeto natural, se trate de un paisaje, un árbol, una roca, un edificio o cualquier cosa. Y entonces uno se pierde en esos objetos íntegramente, esto es, se olvida de su individuo concreto, de su voluntad personal y sólo sigue como puro sujeto, como nítido espejo del objeto. Es como si éste -el objeto- estuviese ahí solo, sin nadie que lo perciba y, por tanto, no se puede disociar del ser que lo intuye, sino que ambos devienen en uno. Así la conciencia se ve ocupada y colmada por una única imagen intuitiva y lo que se acaba conociendo no es ya una cosa singular (concreta, pasajera) sino la idea, la forma eterna (su esencia). Y justo por ello lo asombrado no es ya el individuo, pues se ha perdido en tal intuición, sino un puro sujeto de conocimiento, avolitivo, indolente y atemporal.

¿Cuántos pintores conseguirán hacer o expresar con su Arte lo que escribió el pensador alemán? Patinir es de los pocos creadores que lo logran. Y su obra maestra El paso de la laguna Estigia es un ejemplo maravilloso para verlo. Ahora es aquí la mitología cristiana y grecorromana la que viene a ayudar al pintor en su creación artística renacentista. Aunque más bien la romana que la griega. Porque los griegos antiguos no creían en el infierno como un lugar malvado para sufrir las almas eternamente. Ellos pensaban que habría un oscuro lugar de tránsito del que todo procedía y al que todo retornaba -el Érebo-. Para los héroes, sin embargo, sí que existirían lugares terrenales apartados o privilegiados donde poder vivir una felicidad eterna. Fueron los romanos quienes utilizaron luego el sentido del dios griego Hades -deidad de la Tierra interior, de lo que se oculta debajo- para idear un lugar tenebroso y penitenciario. Este cambio se produjo durante el Imperio romano de Augusto (en el siglo I) y fue su mejor poeta -Virgilio- quien glosaría ese hecho para llevar a cabo una transformación moralizante en la sociedad que el emperador Augusto deseara para su nuevo orden mundial. El Hades -el infierno- se dividía en tres zonas: los campos Elíseos, el Tártaro y los prados Asfódelos, según fueran héroes virtuosos -campos Elíseos- o malvados culpables -Tártaro- o un lugar intermedio (futuro purgatorio cristiano), los campos o prados Asfódelos, un sitio que permitiría al alma dirimir sus tribulaciones para encarar uno u otro camino final. 

El Hades se idearía como un lugar subterráneo lleno de ríos, lagunas, prados, orillas y rocas ígneas. El Éstige fue un río situado en el Tártaro adonde las almas eran transportadas por un barquero, Caronte, un anciano tenebroso que impediría que los vivos pudieran volver a embarcar. Luego dirigía las almas a la entrada de un submundo aún más oscuro, guardado además por un perro terrible de tres cabezas -Cancerbero-, un submundo que era el lugar donde las almas sufrirían los castigos causados por sus terribles faltas. Fue fácil desde el mundo romano elaborar luego -al advenimiento del Cristianismo- una teología cristiana adaptada a esa escatología. Y desde el mismo sentido pagano idear un cielo cristiano -lo que era el Elíseo-, un infierno -el Tártaro- y un purgatorio -los prados Asfódelos-. Y con el conglomerado renacentista de ambas mitologías el pintor Patinir elaboraría su obra de Arte. ¿Fue una obra moralizante? ¿Fue una obra tétrica? ¿Fue una obra de un concepto final definitivo? ¿Qué cosas hay en esta obra que disuadan a los seres que vean el cuadro de ser pecaminosos? Porque el lugar al que se dirige el barquero es un bosque verdecido de árboles frutales, pájaros hermosos y una maravillosa orilla con una ensenada apaciguada y tranquilizante. En su barca Caronte transporta  ahora el alma, representada como una figura humana muy pequeña, hacia donde ella misma mira sosegada y segura. ¿Es una elección propia del alma ir hacia allí? Si no es así, ¿tomada entonces por quién? Parece que, con su propio cuerpo, Caronte impide al alma mirar hacia el otro lado, hacia el opuesto lado del Paraíso sagrado. ¿Es una decisión tomada solo por el alma? ¿El alma decide entonces hacia dónde quiere ir?

Es fácil comprobar en el lienzo de Patinir cómo los ángeles de la izquierda, situados en la orilla del Paraíso verdadero, están ahora tratando de que el alma se dirija allí, hacia donde ellos están. Vemos a uno subido en un montículo que mueve ahora sus brazos para avisarle. ¿Bastará eso para avisar al alma? No, no tiene mucho sentido porque el alma parece estar ya decidida, mirando ahora curiosa y satisfecha la parte derecha del cuadro, la orilla sosegada del Hades donde se sitúa el purgatorio de los prados asfódelos. Un lugar encantador y seductor, un sitio confuso pero que prepararía, con temporalidad limitada, el paso luego hacia el lugar deseado finalmente. Pero eso es aquí lo descriptivo, lo fenomenológico, lo que se ve. Pero no es así la verdad real porque oculta la obra el paraje abrupto, oscuro, tenebroso, marrón, negro o rojo, que se verá al fondo de la derecha del cuadro. Un animal disforme (mitad perro, mitad cabeza de mono) que aparece en la parte inferior derecha del cuadro, debajo y oculto por árboles frutales, es un demonio infame que espera que el alma, como terminará haciendo, se confunda ahora con todo lo que vea. Pero no ve el alma lo que sí estamos viendo ahora nosotros, los seres que hemos alcanzado, con el visionado de la obra de Arte, un conocimiento puro, un saber nada aparente. Y el sintético sentido de todo esto es que cualquier elección no llevará más que a un mismo lugar, el origen y el final de todo, ese lugar que envuelve un mismo trayecto infinito...  Lo demás es experiencia, sufrimiento, engaño y olvido. La fuente que se ve al fondo, en el paraíso verde-azulado de la izquierda del lienzo, es ahora la fuente blanquecina del río Leteo, una prodigiosa fuente cuyas aguas míticas tienen el poder de hacer olvidar el pasado y, por lo tanto, de conceder a los seres la eterna juventud deseada.

El pintor renacentista debía transmitir el mensaje conocido, el mensaje racional, aquel que la moral del momento obligaba a disponer con su doctrina inflexible. Pero, sin embargo, Patinir va más allá de eso y consigue anticipadamente lo que el filósofo alemán insinuara siglos después: que el verdadero conocimiento no es el que vemos aparente y directo, no, es el que las cosas nos transmiten con sus preclaras y conocidas sensaciones (en el caso de la obra de Arte sensaciones iconográficas, con símbolos figurativos, colores metafóricos o mitologías descriptivas y tendenciosas). El conocimiento auténtico será el que nos llegue por la vía más introspectiva de una bella imagen grandiosa o de un paisaje sugestivo y misterioso. Con la decidida elección que es transmitida por la serena figura de un alma tranquila sin atisbo de ser un espíritu atormentado por la desgarradora vida que su pasado le hubiese condenado a tener. Por eso la fuente del Leteo mana sus aguas aquí solitaria, ajena y abstracta, justo en el límite más azulado del paraíso sagrado de la izquierda del lienzo. Nada ni nadie podrá dejar de ser -de tener memoria- ni de perder la única cosa que le conecte con su individualidad pasajera...  Porque nada importará nunca más que nada para alcanzar la auténtica conciencia, esa que llevará al sujeto a conseguir el conocimiento esencial, el más eterno, el más puro, el más difícil, o el menos asequible.

(Óleo El paso de la laguna Estigia, 1520, del pintor flamenco Joachim Patinir, Museo del Prado; Fragmento de la misma obra, Patinir, 1520, Museo del Prado, Madrid.)

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