Pietro di Cristoforo Vannucci (1446-1523) pasaría a la historia del Renacimiento con el nombre de Perugino por haber nacido en Perugia, capital de la profunda, agreste y montañosa región italiana de Umbría. Pero realmente no nació en esa ciudad sino en Castello della Pieve, a unos treinta kilómetros de Perugia. Es junto a Leonardo da Vinci -coetáneo suyo- uno de los primeros en definir el Renacimiento en Italia. Fue aquella una época muy liberal y tolerante en el pensamiento y en las formas artísticas. Tanto como sus creadores quisieron o pudieron hacerlo. Y el Perugino es un ejemplo fundamental en el Arte para entender esto. En su obra Madonna con el niño entre san Juan y san Sebastián vemos ahora unos personajes sagrados en una escena algo más laica que piadosa, menos hierática que natural o más melancólica que trascendente. En las biografías que escribiera Vasari de los pintores del Renacimiento, el Perugino es criticado muy despiadadamente no solo como pintor sino como persona. Años después los críticos también consideraron que el Perugino no llegaba a un nivel de excelencia como para definirlo de gran maestro del Arte. Y todo por la repetida forma del pintor de componer siempre así los mismos rostros, los mismos gestos o la misma mirada.
Decía Vasari en su biografía del Perugino que solo se preocupó por amasar fortuna, que se caracterizó el pintor por su avaricia y su falta de fe. En aquellos años renacentistas no era nada escandaloso vivir sin fe; cada cual podría vivir y pensar como quisiera si podía vivir de lo que hacía, y el Perugino vivió muy bien gracias a sus encargos artísticos por toda Italia. Por eso el Renacimiento fue una revolución artística y vital extraordinaria, que no volvería jamás a vivirse en la historia. En este periodo del Arte no hay emoción, no hay fuerza, no hay tensión, no hay pasión, como lo hubiera, por ejemplo, un siglo después en el Barroco. Pero, sin embargo, sí hubo otra cosa: mirada, la mirada del Arte. A veces directa y a veces ladeada. A veces queriendo mirar a quien mira, otras, no mirando nada. Es la única emoción permitida, si es que es una emoción, que lo es aunque apaciguada, y que el Renacimiento urdiría con sus modelos para tratar de ofrecer equilibrio, mesura, elegancia, distancia, medida o fragancia. Y todo eso para poder representar la Belleza a través unos colores y unos gestos comprendidos por la diferencia que deberá existir entre crear algo y darle vida sin tenerla.
En uno de los frescos que pinta en la Sala de Audiencias del Collegio del Cambio en Perugia, un centro de finanzas de la época en el Renacimiento, el Perugino compone varias figuras en la pared artística. Entre ellas unas bellas sibilas legendarias. Y en una de ellas, la sibila de Tiburtina, reflejaría la mirada más bella que de un rostro sin vida pudiera pintarse, compuesto además en el temprano año 1500. En este fresco renacentista el creador vuelve a repetir el mismo semblante humano que sus críticos le reprochaban. Pero, no, ahora no. Para el pintor sin piedad y sin fe, llevado por entonces a una vida más material que espiritual -aparentemente-, la mirada no podía ser más que como él la pintara, enigmática, universal, profundamente humana. Y es que aquel Arte lo podía englobar todo, hasta el sin sentido de una mirada repetida sin otra representación más que la misma mirada de siempre.
En su obra Madonna del año 1493, el Perugino llevaría el rostro virginal de María a una belleza pagana que, años después, solo su discípulo Rafael conseguiría plasmar siempre en sus maravillosas y piadosas madonnas. Pero, sin embargo, en Perugino no hay piedad ni sagrada devoción metafísica. Sólo la asociación con otros personajes nos lleva a ubicar a la madonna con su papel sagrado o piadoso. En el detalle de su imagen aislada de la obra completa, sólo el níveo nimbo sagrado que rodea su cabeza nos recuerda su sagrado sentido religioso. Porque es ahora, sin embargo, la belleza de la imagen de su rostro, de su cuello, de sus cabellos trenzados o de su mirada la que la hace universal y muy humana. Todo aquel Renacimiento de sus inicios está aquí retratado en sus miradas... Como el de su obra María Magdalena, que parece que nos mira ella ahora aquí. ¿Nos mira, verdaderamente? Porque así es la mirada del Arte. Sin sentido, sin interés y muy distante. Toda mirada a veces es así. Y no es así por mirar sino por no hacerlo. Porque hacerlo, mirar, es mirar algo concreto, algo que está lejos de uno mismo, que es otra cosa concreta y diferente, una que puede ahora, sin embargo, ser mirada. Pero en el Arte no. En el Arte, o mejor dicho desde el Arte, ¿qué puede verdaderamente mirar? Nada. Nada puede mirar el Arte, sólo puede ser mirado, nunca mirar verdaderamente. Y así fue entendido por unos creadores geniales que vivieron en un momento único en el mundo, un tiempo que duró muy poco y que nunca más regresaría a la historia. Salvo en sus obras...
(Obra detalle del fresco Todopoderoso con profetas y sibilas, 1500, El Perugino, Collegio del Cambio, Perugia, Italia; Detalle del óleo Madonna con el Niño entre San Juan y San Sebastián, 1493, El Perugino, Galería de los Uffizi, Florencia; Óleo sobre tabla Madonna con el Niño entre San Juan y San Sebastián, 1493, El Perugino, Galería de los Uffizi, Florencia; Obra de El Perugino, María Magdalena, 1502, Galería Palatina, Palacio Pitti, Florencia,)
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