Cuando el Romanticismo estaba en su mayor apogeo, durante los años treinta y cuarenta del siglo XIX, los pintores vivieron una gloriosa etapa de fervor popular hacia su pintura. Las emociones románticas se habían desatado desde hacía años, y los pintores buscaban relatos inspirados y épicos para poder crearlos en sus obras. Todo paisaje era un posible escenario romántico, pero lo era más si el paisaje mantenía una imagen del pasado que produjese una emoción atávica al visionarlo. Dos pintores tuvieron la oportunidad de expresar eso con el paisaje andaluz de aquellos años románticos. Uno británico y otro español, pero ambos con una diferente forma de representarlo. El paisaje romántico debía inspirar sensaciones por revivir de nuevo toda esa lejana emoción atávica, una emoción que, a cada visionado exótico de sombras y luces, pudiera hacer vibrar el alma oculta de las cosas. Sombras cercanas al espectador ansioso de emociones tenebrosas, y luces lejanas para hacer sentir una resplandeciente forma estética poderosa. En el paisaje romántico no hay ideologías ni hay historias; no hay intereses particulares ni generales; no hay joyas ni miserias; no hay alegrías ni tristezas; no hay virtudes ni glorias ni durezas..., sólo emoción romántica. Pero la emoción romántica no es percibida siempre del modo como el creador decide o quiere expresar. Sentirla no exige necesariamente una pasión dirigida o condicionada o calculada por el pintor. La emoción romántica es una sensación producida en el que ve por la inspiración pasiva de lo que percibimos sensible. Cuando vemos una belleza que nos emociona no es más que un sentimiento atávico oculto en nuestra memoria. Nacemos con ello, y, tras vivir cosas hermosas que sentimos como propias, llevaremos nuestra emoción -al encontrarlas de nuevo en la belleza- al sentido que tuvieron ellas antes de admirarlas ahora. Eso podemos sentir, inconscientemente, al visionar un paisaje romántico, aunque lo pintado no lo reconozcamos incluso. Todo lo representado en un cuadro no es un recuerdo nuestro en sentido estricto, pero, sin embargo, sentiremos algo especial que nos llevará a recordarlo. En el paisaje romántico sentiremos que lo que vemos ahora es, sin embargo, en parte algo nuestro.
La visión del castillo de Alcalá de Guadaíra expresada en estas obras es la mejor forma de poder entender el sentido estético de la emoción romántica. David Roberts (1796-1864) fue de los primeros pintores en viajar a países exóticos para encontrar su visión romántica. ¿Por qué en los países exóticos? Porque esos lugares evocan ese atavismo nostálgico e inconsciente de lo romántico. Lo atávico tiene que ver con el pasado y con alguna emoción olvidada. Las imágenes románticas debían reflejar las huellas del pasado, daba igual cuales fuesen o si eran reconocidas o no en nuestra memoria. Viajaría Roberts por Andalucía buscando esos lugares inspirados y eternos. Otra cosa que define la emoción del paisaje romántico es la falta de contemporaneidad, es decir, que da igual que sea o no el tiempo real aquel que se retrate. En este sentido, Roberts es fiel a la estética de la emoción romántica: retrata el escenario romántico como lo ve en el momento que lo crea, no como fue antes. El escenario romántico no deja de ser atávico por ser actual. Otra cosa es el momento temporal del día retratado. Las luces o sombras no son las mismas al atardecer o amanecer que en el cénit del mediodía. Y Roberts compone su lienzo en la hora del día en que sus personajes están ahora haciendo sus tareas diurnas. Al fondo de la obra surge la montaña y el castillo con una luz apaciguada perfilando su silueta. Eso es todo. La emoción está en la percepción subjetiva de la visión romántica de quienes lo admiren. El paisaje sucumbe ante los ojos de un ser emocionado por el contraste de la luz como por la nostalgia de la memoria, por la grandeza del misterio como por la brumosa espectacularidad romántica.
Jenaro Pérez de Villaamil (1807-1854) es el otro creador romántico que pinta también el mismo castillo sevillano. Pero el pintor español lo hace de otra forma y con otra perspectiva romántica. El mejor representante del paisaje romántico español del siglo XIX lo fue Perez de Villaamil, un pintor que no necesitaría recorrer el mundo para crear lo que su genio le procurase inspirado. Su visión del escenario del castillo, a diferencia de Roberts, no es contemporánea sino histórica. Pinta la visión romántica del Castillo de Alcalá de Guadaíra en su momento real, cuando los árabes vivían y trabajaban en Al Ándalus. Como el castillo no estaba conservado ni completo en el año 1843, el pintor compone una visión fantástica de la poderosa silueta de la fortaleza árabe. Donde había ruinas alejadas -como en el caso de Roberts- ahora pinta brumas elevadas y un paisaje luminiscente. Donde antes había sosiego tranquilizador ahora crea muchedumbre agitadora. Donde antes había una suave luz acrisolada ahora compone un poderoso y brillante fulgor. Pero, sin embargo, en ambas obras todo supone un único motivo romántico. Aunque la visión romántica sea diferente en los lienzos, no lo es, sin embargo, aquella emoción atávica romántica. Ambos escenarios cumplen con el sentido estético romántico: recordar nuestro atávico instante inspirador de emociones románticas. También nuestro vínculo estético con la vida, con la tierra, con su misterio, algo que el tiempo o el espacio no pueden hacer olvidar en nuestra emotiva memoria romántica.
(Óleo de Jenaro Pérez de Villaamil, Castillo de Alcalá de Guadaíra, 1843, Museo Nacional de Buenos Aires; Lienzo del pintor David Roberts, El Castillo de Alcalá de Guadaíra, 1833, Museo del Prado, Madrid.)
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