La mitología siempre encumbraría a los adivinos. Es así como sus autores -los poetas griegos- glosaron sus fantásticas historias legendarias: antecediendo los hechos para contarlos luego con credibilidad. La profecía, ¿qué sentido tiene creer en ella?, ¿acabaremos creyendo que algo vaya a suceder o acabaremos viviendo lo creído a pesar de que, realmente, no suceda nunca? El caso es que las leyendas griegas ejercieron un fascinante modo de representar en el Arte iconos premonitorios. Uno de ellos fue un personaje femenino que, en principio, nada de sabiduría vetusta y experimentada -como si lo fuera Tiresias- tendría para acreditarse en el consagrado poder de la adivinación. Casandra fue una bella joven sacerdotisa del dios Apolo que vivía en la asediada ciudad de Troya. Una hermosa troyana -hija del rey Príamo- que, al llegar por primera vez al templo, Apolo quiso entonces poseerla. Pero ella ahora le pide algo a cambio de entregarse: el don de la profecía, un poder extraordinario, sin embargo, para una simple sacerdotisa. Pero los dioses del Olimpo eran un poco ingenuos: le ofreció Apolo el don antes de que Casandra se entregase. Ella se arrepintió después y el dios no pudo deshacer lo hecho. Los dioses no podían desdecirse pero sí decidir luego hacer otra cosa para fastidiar. Apolo ahora, despechado, la condenaría a que todo lo que ella supiese antes -lo que es la premonición- nunca nadie terminase por creerlo.
El Neoclasicismo fue la tendencia pictórica más elaborada, correcta, estudiada y proporcionada de la historia. Cuando surgió a mediados del siglo XVIII lo que hizo fue retomar las consagradas virtudes del clasicismo grecorromano y las ideas del Renacimiento. Pero lo hizo apoyado en una teoría estética compuesta de filosofía, geometría, belleza, elementos que el hombre dispusiera en su sabiduría -entonces la Ilustración- para glosar la imagen más conseguida, más perfecta y más completa. Es decir, que disponía esta tendencia clásica de más de dos mil años de conocimientos estéticos desde que el ser humano había perseguido la idealización de una expresión plástica para fijar una imagen, algo que luego -durante el Renacimiento- había llevado esa idealización al encuadre más sublime de una representación desde presupuestos clásicos. Y se habría determinado que el equilibrio, la armonía, la medida o la sobriedad estéticas eran valores ineludibles para expresar una representación artística en un lienzo. Y Francia fue el país donde ese anhelo clásico pudo fomentarse antes porque llevaban ya un siglo elogiando ese clasicismo tan consagrado. Y el sumo sacerdote de ese templo iconográfico tan clásico lo fue el pintor Jacques-Louis David. Y uno de sus muchos discípulos lo fue Jérôme-Martin Langlois (1779-1838), un pintor francés que colaboraría con David en grandes obras de Arte neoclásicas. En el año 1810 compone Langlois su obra de Arte Casandra implora la venganza de Minerva contra Áyax.
En esta obra observamos la sublimidad de la narración que todo Arte pictórico debía tener, algo que el Neoclasicismo hiciera especialmente brillar en sus creaciones. La leyenda nos sitúa en la Troya invadida por los griegos, Casandra está en su templo de Apolo desolada luego de haber sido asaltada por el fiero griego Áyax. ¿Es eso lo que vemos? Si ella era una adivina, ¿no pudo haberlo sabido antes de implorar su venganza y haberse salvado? Pero la narración pictórica lo deja claro: ella está desnuda, vejada, atada y atormentada mirando a la diosa Minerva -Atenea- para rogarle venganza por la infamia sufrida. Al fondo vemos a un guerrero griego -¿es o no es Áyax?- que la mira -parece que mira a Casandra- mientras trata de violentar a otras jóvenes troyanas. Esa mirada es aquí una metáfora del Arte, una curiosa sublimidad hecha hacia el Arte dentro de una obra. Es la sublimidad de la narración artística: así es como el Arte debía glosar la mirada anhelante. Pero, también podría ser el alarde premonitorio -por tanto dos momentos diferentes de tiempo en una misma obra- de la imagen de Casandra antes de que su asalto se hubiese producido. Pero parece que el guerrero la está mirando ahora, cuando ya había sido asaltada -ella está ahora atada y desnuda-, algo que, sin embargo, nos hace confundir el momento temporal y al personaje griego mismo. Pero esto -lo confuso de la imagen- es un sentido metafísico que se sublima en la obra para conciliar anticipación y hecho, dos cosas que determinan la incierta sabiduría premonitoria.
¿Pudo hacer algo Casandra antes para evitar su asalto? La adivinación, la premonición o el presentimiento, ¿pueden hacer algo más que agotar la energía vital de los seres anticipados? Porque de esa sabiduría premonitoria que no es aceptada por los otros, como fue el caso de Casandra, ¿qué sucede cuando el objeto de la premonición es uno mismo? El pintor, como el autor de la leyenda, nos ofrece una sabiduría fundamental: la premonición personal -no la que atañe a terceros sino a uno mismo- es en cualquier caso inútil y contraproducente. La infausta Casandra sufrió dos veces: antes y durante de su experiencia. Su suplicio fue doble. ¿No pudo mejor ella enfrentarse dedicando todo su esfuerzo a tratar de minimizar o evitar o superar los graves momentos del infortunio? No solo no lo hizo sino que además debía saber antes lo que su enemigo la obligaría a padecer. De no haberlo sabido se hubiese evitado sufrir anticipadamente. Un incisivo filósofo rumano, Emil Cioran (1911-1995), dejaría escrito lo siguiente sobre la mítica Casandra: Bien mirado es más agradable verse sorprendido por los acontecimientos que haberlos previsto. Cuando uno agota sus fuerzas en la visión de la desdicha, ¿cómo afrontar la desdicha misma? Casandra se atormenta doblemente: antes y durante el desastre; mientras que al optimista se le ahorran los tormentos de la presciencia.
(Óleo del pintor neoclásico Jérôme-Martin Langlois, Casandra implora la venganza de Minerva contra Ayax, 1810, Museo de Bellas Artes de Chambéry, Francia.)
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