Cuando el Romanticismo balbuceara en el Arte con sus perfiles y trazos el mundo necesitaba urgentemente entonces, comienzos del siglo XIX, un nuevo sentido de ruptura, de diseño, de composición, de expresión o de sentimiento estético revolucionario. Y así surgieron grandes creadores que entendieron que el Arte debía ser una cosa muy distinta a lo de antes. El Romanticismo fue así el Arte moderno de comienzos del siglo XIX. Pero, incluso fue también mucho más que Arte... Llegaría a revolucionar no solo el Arte sino la sociedad, sus planteamientos impregnaban también la filosofía, el pensamiento, la literatura y la forma de vivir o relacionarse con el mundo. Y ese sesgo cultural y social llevaría al Romanticismo a ser una diferente forma de expresión artística, nada clásica y totalmente opuesta a lo que había sido el Arte desde que comenzara su andadura en el Renacimiento. Uno de sus más significativos representantes lo fue Eugène Delacroix. Este creador francés transformaría por completo la forma de pintar entonces. Y estamos en los años de la década de 1820. Sus colores, como los del pintor Turner, transformarían la forma en que el observador identificara cada cosa con su tonalidad natural. Ahora, en el Romanticismo, los colores reflejarían otras cosas añadidas a la materialidad de lo que representaban sus tonalidades en un lienzo. Los trazos románticos de Delacroix (1798-1863) no perfilaban las figuras con el delineado clásico de antes. Porque no fue la representación plástica clásica lo que primaría en el Romanticismo genuino. Entonces era solo el esbozo estético de un sentimiento lo que el pintor genuinamente romántico deseaba expresar con cada pincelada pasional de su tendencia.
Pero el Romanticismo no revolucionaría tan solo el trazo artístico, también el sentido de la vida que expresara con él. ¿Qué sentido tiene ésta? Para los románticos como Delacroix el sentido vital es lo importante, no es posible crear una obra romántica si no tiene un claro sentido existencial. Es decir, si no se acerca al sentido romántico de la vida, que para las personalidades románticas es una sutil metáfora sagrada de la escena motivadora del paraíso perdido... Y, ¿dónde estará ese paraíso? En los paisajes misteriosos, alejados, naturales, vírgenes, puros o incorruptibles del oriente espiritual. Para Europa el desarrollo del sentido espiritual de occidente estaría conectado al oriente. Ahí, en las lejanas llanuras desérticas y desoladas del sur y el este del mediterráneo, se encontrarían las estribaciones del mítico paraíso perdido del ser humano. Y Delacroix se lanzaría a componer en sus obras ese escenario y a sus románticos pobladores. Por entonces -no ahora- el mundo árabe representaba la pureza, la integridad del ser frente a su entorno natural, la majestuosidad de los principios frente a la arbitrariedad del mercado industrial, o la grandiosidad del desierto frente a la opacidad oscura de la sociedad europea industrialmente desarrollada. Representaba el exponente primitivo de la cultura europea, de aquella cultura primigenia de la que provenía la occidental.
En el año 1854 el pintor romántico compuso su obra Jinete árabe. Para los románticos como Delacroix la figura de un caballo unida a un hombre era la metáfora sagrada de la espiritualidad más consagrada de un sentimiento. Porque es su figura la simbología representada del alma del hombre, compuesta en su obra ahora como un ente veloz e indomable que, sin embargo, acabará siendo domesticado gracias a las premuras insobornables de su sagrada nobleza. Y el escenario desértico, metáfora de aquel paraíso perdido idealizado, culminará con la composición de los dos elementos que representaban el sentido romántico del mundo: el ser humano como materialidad y pesadumbre, y, por otro lado, el ser equino -animado, veloz, alado y puro- como un símbolo de inmaterialidad y resorte espiritual animado y divinizado. Ambos se complementan ahora en la escena romántica de Delacroix. No pueden existir el uno sin el otro, como no pueden existir el ser humano sin su alma. Ese sentimiento es representado por los románticos de la generación de Delacroix con el rasgo innovador de la estética revolucionaria de sus inicios: con los perfiles apenas esbozados en sus trazos artísticos románticos..., sin aquel equilibrio clásico del Arte consagrado de antes. La pintura romántica de Delacroix fue una revolución en el Arte entonces, una transformación estética que acabaría malograda, sin embargo, apenas diez años después de haber compuesto esta obra. ¿Por qué? Porque todo imperio, político, estético, artístico, filosófico, etc., tenderá siempre a alcanzar, tarde o pronto, las metas de su culminación malograda.
A finales del año 1864, diez años después de que pintara Delacroix su obra árabe, el pintor romántico francés Eugène Fromentin (1820-1876), influido artísticamente por Delacroix, compuso su lienzo romántico El simún. Pero ahora, en su obra de Arte romántica, no existirán ya, sin embargo, ninguna de aquellas características estilísticas o estéticas o románticas tan genuinas que su maestro alcanzase a conseguir. ¿Qué habría pasado? Pues que el Romanticismo no pudo mantener su pasión plástica efusiva tanto tiempo como alcanzara a conseguir en esencia con la genialidad de su impronta tan desgarradora. Pero, ¿fue sólo una causa estética entonces? No, pues las tendencias artísticas no se pueden desligar de las tendencias sociales. El mundo a partir del año 1860 cambiaría de un modo radical en la historia de Europa. Pero, como todos los cambios decisivos, no sería una transformación brusca ni rápida, todo se produciría lentamente y el Arte pasaría de revolucionar sus trazos, sentimientos y colores para regresar al clasicismo efectista de siempre. Porque el clasicismo simbolizaba ahora además una tendencia más tranquilizadora para la época que aquel gesto tan erizado o revulsivo de antes. Pero, sin embargo, eran románticos también estos nuevos pintores. Cambiaron solo la forma y la manera en que la materialización de una imagen era expresada en un lienzo. Pero no el espíritu romántico, aquel sentimiento que llevaría también ahora a combinar el estímulo específico de aquel rasgo romántico por excelencia -la ferviente emoción de un sentimiento universal- con, sin embargo, los perfectos y aplaudidos trazos clásicos más equilibrados, seguros y serenos, del Arte universal.
Así compuso Eugène Fromentin su obra romántica El simún, una metáfora de la forma en que el Arte soportaría el viento envenenado -lo que significa simún- de la veleidosidad estilística o tendenciosa tan cambiante de la historia. También el pintor Fromentin combina los hombres con sus caballos, al ser con su espíritu o alma, pero ahora, sin embargo, a cambio de la tranquilidad y la calma -no estéticas sino formales- de la obra de Delacroix, el romántico Fromentin llevaría su escena romántica a la representación de un poderoso viento del desierto, el simún, un terrible fenómeno tormentoso de arena que maltrata los seres que se exponen a sus efectos. Como el Romanticismo de Delacroix y sus excesos estéticos, cromáticos o compositivos lo fueran para el joven pintor. En la obra de Fromentin se representa -formalmente- una tormenta de arena muy poderosa, desolada y terrible, pero, sin embargo, no hay ahora -estéticamente- ni desolación, ni agresión, ni descalabro alguno en la imagen romántica. El sesgo romántico está en la obra pero, a cambio, habría algo más que la complementaría entonces. Había sentimiento romántico, por supuesto, pero también brillantez compositiva, acabado perfecto y combinación magistral de colores y formas clásicas. La sociedad europea comenzaría a transformarse esquizofrénicamente por entonces. Porque no dejaría de existir el sentido revolucionario, pero, por otro lado, la sociedad occidental buscaría también un cierto sentido de tranquilidad y sosiego luego de los años de revueltas de la primera mitad del siglo XIX. Y en ese intervalo histórico el Arte prosperaría de nuevo, bajo los suaves o armoniosos alardes clásicos de aquel sentido fervoroso tan espiritual. Ese sentido que unos pintores desorientados alumbraran, sin embargo, medio siglo antes con sus obras tan diferentes o tan revolucionarias.
(Óleo del pintor francés Eugène Fromentin, El simún, 1864, Colección particular; Obra del pintor romántico Eugène Delacroix, Jinete árabe, 1854, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid.)
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