La evolución de la que ya no pudo más el Arte que reinventarse, acomodándose así a una transformación vertiginosa, se produjo poco antes de la Revolución francesa y del advenimiento del Romanticismo. Para ese momento la nómina de los pintores de la historia había conquistado ya el sublime Arte de componer la imagen grandiosa. Todo se habría logrado ya, por tanto nada se podría hacer ahora sin añadir algo más a su ingenio, además de la iconografía más conseguida y obtenida así en una obra de Arte. Salvo la emoción, o el sesgo sentimental, o el alarde social, añadidos ahora así por el artista... Porque el siglo XVII y XVIII fueron la culminación por etapas de aquel extraordinario modo de pintar que surgió ya en el Renacimiento. Y para comprender mejor esto expongo aquí la pintura compuesta por un pintor francés en la segunda mitad del siglo XVIII, Un templo en ruinas. La fecha de la realización de la pintura no la he podido descubrir, pero es posible situarla entre 1770 y 1788, es decir, cuando el Neoclasicismo resurgía poderoso luego de un apaciguado y fallido modo de crear con el Rococó. Pero el Prerromanticismo también lo hacía. Lo que sucede es que en el Prerromanticismo se suelen meter muchas obras no del todo definidas por un estilo concreto y argumentado. El caso es que Pierre-Antoine Demachy (1723-1807) no ha pasado a la gran historia de la pintura porque nunca consiguió hacer más que o repetirse o poder llegar siquiera a emocionar con su extraordinario, sin embargo, Arte desubicado.
Pero en su obra Un templo en ruinas, sin embargo, estará todo el Arte de la historia. Está la belleza clásica más maravillosamente pintada; está el paisaje inspirador, apenas modelado por las aberturas de un templo ruinoso; está la celebración histórica de la cultura y la civilización grecorromanas; está la grandiosidad frente a unos seres humanos ahora empequeñecidos por la belleza... Está la composición perfecta y los claroscuros luminosos más conseguidos por una luz aquí dominada. El dominio sería, tal vez, la mejor palabra para describir la hazaña de este pintor: el dominio sobre la perspectiva, sobre la luz, sobre las formas, sobre la proporción, sobre el concurso racional del desequilibrio entre la fuerza nuclear de lo construido por el hombre y el hombre mismo. Ahora, aparecen esos mismos hombres aquí empequeñecidos ante la grandiosidad arquitectónica, aunque ruinosa, de una obra de Arte más que de una construcción habitable y sagrada. Sin embargo, el pintor no se ubicaba más allá de su saber artístico clásico. Aunque el Prerromanticismo era un hecho, este pintor no se definía aún como romántico. Por otro lado, el pintor francés vivía los momentos iniciales de la Revolución y, aunque no podemos saber la fecha de la obra, el preludio de un cambio social tan enorme como fue la Revolución francesa. ¿Estaría presagiado aquí ese cambio por las ruinas de un templo consagrado? Esta sería, de existir alguna, la única connotación anticipada en la pintura de lo que sería una transformación que llevaría a la ruina muchas de las sagradas construcciones -no solo artísticas- conseguidas en la cultura occidental.
Luego de eso llegaría el Romanticismo, que acogería estas obras con un entorno emotivo y evanescente que transformaría por completo el Arte de pintar. Y triunfaría en la historia, a diferencia de otros estilos parecidos que no llegaron a consolidarse (como el caso de la pintura de Giovanni Battista Tiepolo). Y triunfaría porque el entorno emotivo fue impulsado además por poetas, filósofos y escritores, algo de lo que los pintores se aprovecharon maravillosamente. Y que llevaría el germen de la modernidad, apenas desarrollado. Y el Arte cambiaría ya por completo. Porque sería culminado con obras como esta de Demachy, donde la perfecta línea, la extraordinaria luminosidad frente al escenario, ahora en ruinas, construido por el hombre, habían conseguido llegar a su más logrado modo de ser representado. Pero la Revolución cambiaría todo eso, cambiaría así el sesgo ingenuo de los pintores clásicos: ahora el horror habría desfigurado la simple grandeza o la belleza en aras de un mundo diferente. Por eso el Romanticismo triunfaría también al amparo incongruente de una desazón existencial consecuente. Ahora ya no se pintaría con la sagrada perfección proporcional a las medidas o a las combinaciones clásicas más encumbradas de belleza. Porque luego, en el Romanticismo posterior a la obra de Demachy, la emotividad y el sentimiento añadieron así otras cosas para poder llegar a admirar ahora, por ejemplo, un paisaje sin nada, o una ruina, o un escenario construido y aposentado solo para el hombre.
(Óleo Un templo en ruinas, mediados del siglo XVIII, del pintor francés Pierre-Antoine Demachy, Colección Privada.)
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