20 de julio de 2020

Habláis a maravilla; pero he bajado al pozo tenebroso en el que, según Heráclito, estaba oculta la verdad.



¿Oculta la verdad? Ésta, la verdad, estará a sueldo a tiempo parcial y equidistante casi siempre entre dos de las posiciones más opuestas de la vida. Antes de que dos de los más grandes filósofos griegos atenienses (Platón y Aristóteles) contrastaran física y metafísicamente sobre el mundo, dos presocráticos, Demócrito y Heráclito, habían representado dos actitudes humanas muy distintas ante la forma de encarar la verdad y los misterios del mundo. Heráclito había vivido poco antes (540-480 a.C.) y Demócrito poco después (460-370 a.C.), pero sus visiones del mundo trascendieron luego tanto filosófica como legendariamente. En el año 1628 el pintor holandés Hendrick ter Brugghen (1588-1629) decidió fijar, en dos óleos barrocos distintos, las dos actitudes más características de ambos pensadores presocráticos. Heráclito no des-oculta la verdad, la sublima; Demócrito es un precientífico que alcanzaría una teoría fascinante donde, ajustada, situará expuesta la verdad... El primero intuye el caótico equilibrio dinámico del mundo; el segundo alumbraría una interpretación organizada y clarificadora de un cosmos a la medida y con sentido para el mundo. Para Demócrito el mundo práctico es comprensible y todo lo demás no importará. Para Heráclito el mundo es incomprensible y esta cualidad junto con todo lo demás es lo importante para entenderlo. Uno, Demócrito, es un optimista; el otro es un pesimista... Pero, sin embargo, sabemos que esa bipolaridad acomodaticia no es más que un reflejo más de dos de las posiciones enfrentadas de la vida. El Arte barroco lo entendió y compuso así dos obras separadas pero con un mismo y un único sentido: ya tengas una u otra posición el mundo sigue siendo un incurable estúpido

Demócrito ríe sin parar viendo las diferentes formas de un mundo que él comprende azaroso y necesario; estará para él el universo organizado siempre en pequeñas esferas diminutas, estructura que, sin cesar, rigen tanto lo que hay como lo que no. Lo demás que no sea inmediato a su sentido no importará. Es el dogmatismo científico, es la autocomplacencia del que entiende la estructura de lo que hay pero nada más; no se quiere ir nunca más allá porque ello supondría cuestionar su teoría magnífica que lo justifica todo y lo abarca todo. Ese es el prejuicio científico, algo que, sobrevalorado, obvia la vida y sus misterios más ocultos. Heráclito llora melancólico (se observa en el lienzo de Brugghen las pequeñas lágrimas que brotan en sus mejillas) al vislumbrar con sus pensamientos atrevidos la oposición de unas fuerzas que, necesarias, condicionan siempre al mundo con su devenir inevitable. Todo cambia y nada permanece, ni siquiera la estructura aparente de las cosas existentes en un universo incomprensible... El asolado Heráclito es representado con la imagen humana del iluminado que sabe, sin saber por qué lo sabe, que el mundo, más tarde o más temprano, acabará cambiando. Pero, claro, cambiando, ¿para qué, para lo bueno, para lo malo? El filósofo pesimista no puede aclararlo ya que no hay para él una progresión sino un cambio. Cuando se progresa se cambia, por supuesto, pero no todo cambio es una progresión. Y lo único que existe es el cambio, sea el que sea, solo y siempre el cambio. Demócrito no plantea el cambio, ni lo cuestiona ni lo deja de cuestionar, para el filósofo optimista el mundo está claro en su estructura y en su azar. La única ley es la de la estructura, no la del azar. El azar no es una ley para él. ¿Qué es el azar? Una característica del mundo, una cualidad menor del mundo, absolutamente imprevisible, pero existente hasta determinarlo.

Demócrito señala con su dedo en la obra de Brugghen hacia la imagen del atribulado Heráclito. Las dos obras fueron compuestas para verse juntas, de lo contrario no son comprensibles ni creíbles. Así están ambas dos en el Rijksmuseum de Amsterdam. Por eso la imagen de Heráclito da la espalda a la de Demócrito. Para aquél el mundo no puede ser fácilmente comprendido ya que nada permanece. Fue el primero que se atrevió a negar un principio lógico fundamental del mundo: el principio de no contradicción. Una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo, dice este principio. Pero, Heráclito lo desmiente, él dice que sí... Y esto es absolutamente radical y reaccionario. Hay que alejarse mucho de la posición en cuya perspectiva el universo sea visible para alcanzar ahora a vislumbrar otra visibilidad distinta, otra cosa diferente. Esto sólo lo hacen o los locos o los grandes. Han pasado más de dos mil quinientos años y ambos pensamientos siguen vigentes, y, lo más curioso, rozando la verdad... Uno, el de Demócrito, llegaría a anticipar la teoría de los átomos y la estructura de éstos; otro, Heráclito, está siendo revisado, poco a poco, para llegar a entender ahora que las cosas del mundo pueden tener otro sentido distinto: la filosofía de los procesos o la armonía con la Naturaleza (el Logos), en cuya subordinación por el individuo consiste la virtud y es, según Heráclito, donde se encuentra la verdadera libertad. Pero fue el Arte barroco quien, hace ya cuatrocientos años, comprendería que la verdad estaba en la relación y en la armonía de ambos pensamientos y no en su oposición insoluble. En parte ganaría Heráclito con su armonía de los contrarios. Para este filósofo racionalista presocrático el mundo es una realidad de opuestos que se necesitan y que, en su lucha enfrentada de contrarios, alcanzarán a mantener un equilibrio universal gozoso que, paradójicamente, luego casi nunca durará ni permanecerá del mismo modo que antes.

(Óleos barrocos del pintor holandés Hendrick ter Brugghen, Demócrito y Heráclito, 1628, Museo Rijksmuseum, Amsterdam.)

No hay comentarios: