29 de julio de 2020

El riesgo del Arte es convertir los sentidos en un objetivo y no en hacerlos un medio para alcanzar la pureza.



Los sentidos fueron descubiertos gracias a ellos mismos, al usarlos sin ser conscientes de su utilización, al ser utilizados sin pensar que ellos pudieran servir para alcanzar otras cosas distintas. Se apropiaron de ese modo de una realidad mediadora inevitable y de una utilidad sacrosanta a medida que se usaban como un fin en sí mismo. Eran el puente indestructible que uniría, satisfecho, la naturaleza con el sentimiento. Pero fue más indestructible ese vínculo cuando este último, el sentimiento, aún no habría sido transformado en un lamento ni en una imposibilidad, sino en una fuerte intuición inspiradora. Porque el sentimiento llegaría a ser otro sentido antes de que se deteriorara entre sufrimientos o banalidades, uno muy distinto y tan útil como los otros cinco que captaran la mera realidad objetiva. Servía, sorprendentemente, para defenderse, para aliarse o para progresar, como aquéllos, pero, además, también serviría para percibir sin mirar o para llegar a entender alejándose ahora de las mismas cosas percibidas. También para empezar a comprender que, más allá de los sentidos, habría otras cosas poderosas que, aunque intangibles, reforzaban la vida y sus valores más permanentes o más satisfactorios o más necesitados. Pero no como un fin con los sentidos sino como una mediación estética. ¿Qué sentimos al percibir la imagen que los sentidos nos transmiten cuando admiramos la belleza inmediata que recibimos del Arte? Este es el error de los sentidos: inmediata. El Arte es un mediador no un finalizador de belleza. Esta es la mejor enseñanza que se pueda ofrecer a los primeros que quieran acercarse al Arte para comprenderlo. La enseñanza no es lo percibido sino lo sentido, y lo sentido no tiene en el Arte nada que ver con sufrimiento ni frivolidad sino con emoción inteligente.

Lo que sucede es que la emoción causa de la belleza solo es estimulada cuando la percepción de algo es justificada con la armonía que representa. Sin armonía no hay emoción. Otra cosa es la percepción de información estética, que puede condicionar la armonía a otros conceptos más intelectuales o más abstractos. Pero cuando la armonía es conciliada con la belleza es cuando el Arte tiene más sentido en su mediación. Un cuadro abstracto de Miró no requiere tanto esfuerzo de emoción para distinguir la mediación con lo mediado. Es un Arte que no deviene dudas en ese sentido, la percepción pasa directamente a la pureza del mensaje sin añadir emoción. Pero un cuadro como Judía de Tánger, del orientalista francés Charles Landelle, precisa ahora ejercer el sentimiento intuitivo más estético para alcanzar a transitar por el puente de la mediación y no del fin de los sentidos. La belleza aquí es un medio extraordinario ahora para vincular formas con mensaje, sentidos con realidad, pero, a la vez, maneras o gestos o miradas o semblantes con vida, misterio, pasión o irrealidad. Hay que enseñar más en el Arte clásico que en el Abstracto para entenderlo. Porque lo inmediato no es el substrato del Arte, y ese engaño sutil de la belleza inmediata en el Arte clásico produce confusiones o descréditos que es preciso dilucidar bien para poder comprenderlo. Cuando observamos a la joven judía retratada por Landelle no es la representación de su bello perfil lo único que el Arte nos transmite, aunque sea éste el utilizado aquí para llegar a aquello que desconoceremos del cuadro. Entonces la belleza se nos convierte en un aliado del sentimiento. Para hacer esto hay que dejar de percibir la inmediatez de las formas para captar ahora una especie de sentido mediado, uno que nos lleve a desgranar las relaciones estéticas y consiga finalmente alcanzar, con la nueva percepción sentida, la pureza. 

La pureza entendida como una percepción distinta, clarificadora, como una captación mental separada de añadidos prejuiciosos o afectados por una materia representada con referentes del todo inservibles para aprehender aquélla. Porque la intención estética final del Arte es conseguir percibir una emoción transmitida para tratar de comprenderse a uno mismo y al mundo. La interpretación en cada obra de Arte será más acertada o no, esto no es lo importante, sí lo es si es más sentida o no, porque el sentimiento y su emoción estética son la única realidad apercibida que tenga sentido en una representación artística de belleza. Pero de una belleza que no es más que una excusa, una mediación, una formalización de proporciones que buscará un atajo en el sentimiento para llegar así a la pureza. Cuando el pintor francés David se decidiera a pintar un retrato de Napoleón, le pidió al primer cónsul de Francia que posase para él. Pero Napoleón se negaría a posar para nadie, menos para un cuadro. El pintor Jacques Louis David, el mejor pintor neoclásico de Francia, aún así le insistió. ¿Posar?, ¿para qué?, le contestó Napoleón, ¿Cree que los grandes hombres de la Antigüedad de quienes tenemos imágenes posaron? A lo que le interpuso el pintor, perspicaz: Pero Ciudadano Primer Cónsul, le pinto para su siglo, para los hombres que le conocen y le han visto, ellos querrán encontrar una semejanza. Entonces Napoleón, sin dudar, le dijo al pintor: ¿Semejanza? No es la exactitud de los rasgos, una verruga en la nariz, lo que da semejanza. Es el carácter el que dicta lo que debe pintarse... Nadie sabe si los retratos de los grandes hombres se les parece, basta que sus genios vivan allí.  Sin querer, el que años después alcanzara a ser emperador de Francia, acabaría pronosticando una teoría del Arte que tendría que ver con la belleza, con los sentidos y su fin más genuino.

(Óleo Judía de Tanger, 1874, del pintor orientalista francés Charles Landelle, Museo de Bellas Artes de Reims, Francia; Lienzo Napoleón cruzando los Alpes, 1802, del pintor neoclásico Jacques-Louis David, Museo del Palacio de Versalles, Francia.) 

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