El Arte no se deja vencer por nada que no tenga que ver con su objetivo único y último: expresar una conciencia inconcebible para nadie. Porque el Arte es la mayor voluntad egocéntrica que existe. Y lo es porque no va dirigido a nadie en concreto sino a todos. Y todos es el motivo más desdeñoso que pueda existir, ya que, ¿quién es todos? En este pronombre tan indefinido radica el sentido tan impersonal que el Arte ofrece con sus alardes estéticos. Es la humildad más aleccionadora que cualquier cosa pueda ofrecer a un individuo. Porque la cosa que vemos expresada en un cuadro sólo nos engañará si esperamos que algo de lo que expresa vaya dirigido a nosotros, el pasivo observador subjetivo del cuadro. ¿Cuál es entonces el sentido de observar un cuadro? No hay sentido alguno, sobre todo si el observador se mantiene perceptivo en un papel proactivo ante el mismo. Para que el Arte consiga su efecto el perceptor del Arte debe olvidarse de sí mismo. Sólo así el Arte consigue su objetivo indistinto. Por eso el Arte es la mejor ayuda en procesos neuróticos donde el ego del individuo domina su existencia, hasta el punto que la impide vivir con mesura. Al existir una entidad más egocéntrica y una voluntad tan poderosa, el observador del Arte consigue abstraerse en una experiencia que le devuelve una impresión donde el sujeto perceptor acabará absorbido por el afán tan desconocido de la obra. Hay algo siempre en una obra que nos dejará ofuscado ante las múltiples interpretaciones de la misma. Entonces, trataremos intuitivamente de acercarnos a la verdad de lo que vemos. Pero es imposible, ninguna verdad se alumbra en la vinculación impersonal de ese virtual acto perceptivo. Aun así, creeremos en ello. Nos dejaremos llevar por esa fruición antropológica que hace al ser humano necesitar creer en parte de lo que observa.
A partir del siglo XVII el Arte se transformaría desde las formas sofisticadas y alejadas de la realidad expresadas en el Renacimiento y el Manierismo. Luego, cuando el Barroco llegó para tratar de salvar al hombre de su angustia estética, el Arte alcanzaría a representar con sutileza y cercanía lo que antes había logrado representar con altivez, artificialismo o belleza. Cuando el pintor florentino Giovanni Martinelli quiso homenajear el Arte con un lienzo barroco novedoso, llevaría el retrato de una hermosa mujer a una composición alegórica misteriosa. ¿Cómo armonizar el naturalismo de Caravaggio con el preciosismo de un acabado clásico? El Arte era todo eso, y su obra debía disponer de todas esas cualidades tan demandadas entonces. Sencillez, belleza, sofisticación y naturalidad. Así fue como el pintor florentino compuso su Alegoría de la Pintura. Pero, ¿qué clase de alegoría pictórica representa este retrato femenino? Las formas de poder entender una alegoría van desde las cosas que aparecen en un lienzo hasta la forma en que las mismas aparecen en él. Aquí la forma alegórica asociada con el Arte tiene que ver con el desdén iluminado que hace que una obra sea una admiración inalcanzable para nadie. Sin embargo, está ahí para nosotros, podemos visualizarla tanto como queramos para poder así ver cada alarde, manera, posición, mensaje o sutileza de sus formas. Pero, nada de lo observado llegará a ser dominado por la conciencia de un observador anheloso. Esta es la fuerza motivadora que todo Arte valorable tiene para permanecer eterno ante cualquier espectador necesitado de sentido.
Porque el sentido en el Arte es imposible obtenerlo. No existe. La alegoría del pintor barroco consigue ahora ese efecto tan sutil de imposibilidad perceptiva en la mirada torcida e indeterminada de la bella modelo. ¿A quién está mirando? A nadie. Pero aquí el pintor quiere ir más allá con ese alarde iconográfico tan definitivo. Ella, la representación alegórica de la Pintura, está ahora mirando hacia la nada más absoluta de misterio. Como el Arte. Como el desdén más poderoso que Arte alguno lleve a cabo desde las formas estéticas de su dominio. Porque nosotros, los que miramos admirados el sentido de belleza estética, dejaremos que ese instante permanente desplace nuestro ego y nos acerque así a un sentido universal donde no haya voluntad, ni individualidad ni subjetividad alguna. Todo un poderoso momento efímero que nos hace olvidar de nosotros mismos y consigue llevarnos hacia el origen último de toda expresión artística. Un lugar donde la voluntad no existe porque es asimilada a un ámbito de percepción subyugante donde las formas dejan de ser lo que son para mostrar ahora otra cosa distinta. La Pintura es una experiencia casi mística, y por eso el pintor busca aquí la expresión menos relacionada y más absorbente con la que llegar a conseguir expresar ahora un rostro enigmático. El mismo que la Pintura consigue cuando nos aleja tanto de nosotros como de lo que vemos. Y esta indeterminación dejará en la mente del que observa la sensación de que la conciencia estética no es ninguna cosa definida sino la más incierta expresión que una representación universal pueda llegar a conseguir de una experiencia vivida.
(Óleo Alegoría de la Pintura, 1635, del pintor barroco Giovanni Martinelli, Galería de los Uffizi, Florencia.)
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