17 de febrero de 2022

La creación de Arte es una muestra de la volátil aquiescencia entre lo que es valioso y lo que no lo es.

 



No hay una reglamentación universal y matemática de lo que es valioso o no en el Arte. El estudio y análisis de obras de Arte es una muy acertada terapia también para la complejidad personal ante la valía o la estima subjetiva de los propios seres. Nos absuelve de la desesperación, de la inquina personal ante las atronadoras voces sagradas de la grandiosidad humana. También ante el hecho de no tener otra razón de ser que existir, que ser lo que se es, a pesar de no haber obtenido del mundo la primorosa o elogiosa referencia ante la eternidad de lo bendecido por la historia o por los otros. Hay dos cosas que son un misterio en el mundo creativo: la verdad de lo elogioso y la falsedad de lo que no lo es. Para romper con esta dicotomía de lo obsesivo habrá que buscar la autenticidad. Esto es, hoy por hoy, lo valorable, lo que no se deja llevar por la moda, la propaganda, el sesgo o la basura indefinida de lo cultural. Pero, ¿qué es lo auténtico? Puede ser lo creado que expresa armonía, fuerza, contraste, realidad representativa y una respuesta emotiva en quien lo percibe. Sin embargo, hay una variable que no está ahí incluida y determina la más significativa explicación al porqué una cosa es valiosa o no: la contemporaneidad de lo creado con la tendencia social imperante. Porque es la tendencia social la que justifica el mundo. Y lo hace además a posteriori casi siempre. Pero, ¿qué es la tendencia social? Para no extendernos, es la doctrina publicada de la fe en algo. En este caso una creación artística. Los que la promueven son los mesías de esa fe. No es que la fe no exista en otros casos, es que esa, y no otra, es la que primará sobre las demás. Estamos en una situación histórica que, con la perspectiva de los años, veremos las obras que una vez fueron modernas, vanguardistas o punteras con el distanciamiento suficiente para empezar a ser agnósticos con ellas. No ateos, agnósticos. Es decir, podemos creer en todo pero no especialmente en nada. Y, entonces, la autenticidad volverá, tal vez, sobre sus pasos ateridos...

La expresión de lo armonioso es una característica artística con la que casi todos estaremos de acuerdo. Sin armonía no hay nada que valorar artísticamente. Aunque cierto Arte abstracto excesivo haya cuestionado esta sentencia armoniosa en sus creaciones. Pero no se trata de alcanzar toda la armonía del mundo, sino solo aquella que sea precisa para poder valorarla. La fuerza expresiva es la variable que el Arte Moderno, por ejemplo el de Cezanne, dispone entre las cosas que lo hacen valorable. El contraste es fundamental para el sentido de la forma y del contenido, es una variable moderna y antigua, puede verse tanto en Rembrandt como en Van Gogh. La realidad de lo representado es lo que choca con la abstracción artística. Sin realidad, aunque sea mínima, no es posible referenciar nada representable. El Arte para ser auténtico necesita de la representatividad de lo que es, aunque esto no sea exactamente así como se vea luego. Y por último la emotividad. Sin sentir emoción en lo que vemos no merece ser nada visto. Todo lo percibido que nos llega debe ser originado por una emoción que lo representado nos haga sentir también. Y todo eso, sin embargo, no servirá de nada para ser reconocido en la historia del Arte. La fe, la fe es lo que falta. Pero la fe quién la determina. Porque no es tan sencillo arbitrar un argumento artístico creíble, formas o partes de algo que justifiquen un resultado valorable o exitoso. Las causas que originan una relevancia cultural histórica son múltiples y se deben dar todas además a la vez, o poco tiempo después. Al final, el sentido de lo valioso es tan relativo que no merece la pena debatirlo. Así de irónico es el asunto de la valoración en el mundo, sea de Arte o de otra cosa. Los intereses creados seguirán planteados, y muy poderosos, frente a la volátil aquiescencia de lo valioso en el mundo.

A mediados del siglo XIX se comenzó en Francia a valorar la pintura creada al aire libre. Se denominó Plenairismo al resultado de componer pinturas con la luz natural y no en el interior de un estudio. Se inició así un impulso al paisaje natural, con sus contrastes naturales, con sus iluminaciones naturales, con sus resultados naturales ante las formas complejas de la naturaleza. De aquí surgió el Impresionismo poco después. Se crearían además escuelas temporales para clasificar el Arte creado así, como lo fue el Círculo de Plenairistas de Haes, un grupo de pintores españoles que, al amparo de su maestro Carlos de Haes, compusieron obras de paisajes con el estilo natural propio de la creación al aire libre. Uno de ellos lo fue el pintor madrileño José Jiménez Fernández (1846-1873). Alumno de Haes, llevaría la obsesión plenairista a niveles de calidad que se comenzaron a vislumbrar en las exposiciones nacionales de sus obras. En el año 1873 decide el pintor madrileño viajar a la sierra del Escorial para hallar esas muestras de belleza natural que, para él, tuvieran ese efecto emotivo que el Arte debía tener. Como consecuencia de su estancia en El Escorial enferma de pulmonía falleciendo a los veintisiete años de edad. Una malograda vida artística que, desgraciadamente, nunca pudo demostrar lo que pudo ser y no fue. Poco antes de eso creó su obra Estudio de Paisaje. En ella vemos todas las características que una obra de Arte debería tener para ser auténtica... Salvo una cosa: la fe. Sin fe el mundo no consigue valorar ni emocionarse. Y no lo hizo nunca con este pintor, más allá tal vez que con algunas obras que tuvieron el goce de ser resguardadas, sin realce, entre las paredes menos elogiosas del insigne gran museo de su ciudad.

(Óleo Estudio de Paisaje, 1873, del pintor español José Jiménez Fernández, Museo del Prado, Madrid; Óleo Campo con amapolas, 1888, del pintor Vincent Van Gogh, Museo Van Gogh, Amsterdam (Fundación Vincent Van Gogh).)



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