A principios del siglo XVI fue encontrado en Roma el torso de lo que parecía una estatua en mármol de la época helenística. Tiempo después sería datado como una copia romana del siglo I de un original de Apolonio de Atenas del siglo II a.C. Fue un hallazgo extraordinario para entonces, cuando el Renacimiento había elogiado tanto la Belleza clásica de perfección y proporción estéticas. Sin embargo, estaba deteriorada, fragmentada, incompleta. ¿Qué representaba?, ¿quién representaba? No había manera de conseguir idear ningún personaje ni saber qué conjunto suponía. Parecía un luchador sentado, pero podía ser cualquier otra posición o acción la que representara. Lo que sí mostraba era la perfección de las formas anatómicas del torso de un hombre. El Renacimiento, que sustentaba la idea primaria de exaltación del hombre como figura principal de la creación, acabaría rendido ante la belleza, la armonía y el acabado conseguido en piedra que el fragmento hallado mostraba, a pesar de su deterioro. Es seguro que Miguel Ángel estuvo en ese hallazgo y comprobase la grandeza de los griegos ante tamaña creación. Tuvieron que pasar más de trescientos años para que una cosa y la otra fuesen unidas por el Arte. El pintor francés Jean-León Gerôme se inspiraría en el torso de Belvedere que viese en Roma para su obra El Torso de Belvedere es mostrado a Miguel Ángel. Pero el pintor, tan académico y clásico en su trabajo, imaginaría una escena irreal para su cuadro. Ahora la realidad y el Academicismo se divorcian en la composición de una Belleza perfecta. La escena representa un anciano escultor, Miguel Ángel, que, sin poder ver, es ayudado por un niño a tocar la piedra. Sin embargo, Miguel Ángel nunca acabaría ciego, a pesar de sus molestias visuales, y el hallazgo del torso sucedió cuando el famoso artista era joven, en la época del papa Julio II.
La pintura glosa mejor el tacto que la vista. Esta era la forma en que el pintor podría sublimar mejor un fragmento de algo que no era más que un trozo incompleto de piedra. ¿Qué Belleza podía ser compuesta de algo que no era completo? Ninguna. No podría ser representada la belleza ahí. En los años en que el pintor compuso su obra, mediados del siglo XIX, la filosofía de Hegel era un revulsivo intelectual poderoso contra toda idea de fragmentación del mundo. La totalidad es superior a la cosa, el todo es más importante que la parte. Así que, ahora, qué sentido podía disponer una representación de una parte que, además, no implicaba más que destrucción, deterioro o fragmento. El pintor lo idea entonces, seguramente en Roma, al ver el torso fragmentado y asocia la parte hallada con el maestro Miguel Ángel. Tenía que pintar el torso, pero ¿cómo hacerlo? ¿Con Miguel Ángel mirando solo? ¿Qué mirar cuando es solamente un fragmento? Con esta pintura podemos reflexionar sobre el sentido de mirar lo fragmentado, lo que no puede ser admirado sino solo en parte. No tiene caso en la acción de la Belleza. Menos en el periodo academicista al que pertenecía el pintor. El Academicismo glosaba la perfección en sus formas completas no fragmentadas. No estamos en el Romanticismo, que podía hacer de una parte una ruina elogiosa. Ahora es el sentido absoluto de composición completa del mundo, lo que Hegel defendía desde su filosofía absoluta. Así que no había otra forma más que idear una acción imaginada para justificar la representación pictórica de un pedazo esculpido de piedra. Para justificar su representación tenía que sustituir la mirada por el tacto. El tacto no es posible ejercerlo en el conjunto sino solo en una parte de la forma. Esta limitación del tacto la hacía idónea para darle sentido a la representación de una parte, deteriorada, de una obra clásica perfecta.
El pintor francés imaginó a Miguel Ángel ciego tocando el torso perfecto del estilo clásico helenístico más elaborado de la historia. Sin embargo, no era posible que un ciego pudiera estar solo, sin dirección, ante unas obras almacenadas. Así que idea a un lazarillo que guia las manos del artista florentino. El niño dirige las manos del escultor para que pueda sentir el perfecto acabado de una obra tan extraordinaria. Con ello consigue el pintor además romper la fragmentación, ya que, al tocar una parte, un ciego alcanza a completar cualquier otra necesaria. Así acaba viendo el imaginado Miguel Ángel la escultura completa, gracias a sus manos y no a sus ojos. Es como se puede glosar mejor la Belleza incompleta, como se puede perfeccionar la sensación de algo que no está del todo terminado. La mejor forma también de enseñarla o aprehenderla. Es la única forma de completarla cuando está rota, cuando no es más que la parte de algo que existió y no volverá a ser como antes. No tiene sentido ya verla así, no puede ser representada en sus formas originales para ser vista en su totalidad grandiosa. No, ahora es otra cosa, es la idea, la parte que está, por su sentido de pertenencia, adherida a la verdad de lo que representa. La Belleza es idea más que forma material. Y esta idea puede fortalecer cualquier parte de un conjunto fragmentado. Sólo pudo el pintor magnificar la Belleza incompleta usando lo que más pudiera suponer para completarla. Lo que justificase la representación de algo que nunca más volvería a ser Belleza... A menos que pudiera recomponerse o, como en este caso, vislumbrarse a través del tacto emotivo de unas manos maestras.
(Óleo El Torso de Belvedere es mostrado a Miguel Ángel, 1849, del pintor Jean-León Gerôme, Museo de Arte Dahesh, Nueva York; Fotografía del Torso de Belvedere, siglo II a.C. Apolonio de Atenas, Museos Vaticanos, Roma.)
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