21 de mayo de 2018

El Barroco español fue un escenario romántico diluido, algo que se adelantaría en emoción dos siglos al Romanticismo.



La historia se anticiparía ya una vez en el siglo XVII español, cuando los creadores entonces -poetas y pintores- alcanzaron a sentir en España -ejemplo de un cierto laboratorio histórico de grandeza difuminada- la emoción tan deteriorada de una magnificencia muy alejada del mundo. Se anticiparon a una emoción que sucedería siglos después, cuando el Romanticismo atrajese la visión deteriorada del sentimiento elusivo de una grandeza inexistente en el mundo. Porque la grandeza no existiría, no habría existido nunca, ni siquiera cuando la cantasen los poetas latinos antes de que la historia los sublimase luego entre nostalgias. Los románticos fueron los primeros que descubrieron el carácter humano tan sensible al sentimiento desvaído del mundo. ¿Los primeros? No, los primeros no, porque existieron ya hombres atrevidos que, siglos antes, alcanzaron a describir las rémoras emocionales de un mundo desalojado de vana grandeza histórica. Cuando el pintor del barroco español Francisco Gutiérrez Cabello (1616-1670) descubriese la belleza de la idealización de una escena primorosa, alumbraría a mediados del siglo XVII la imagen estética fantasiosa de un mundo imposible: pintaría una obra que combinaba la leyenda bíblica de José con la grandeza sublime de la galería inexistente de un gran palacio imaginado. Lo haría además recreando la visión de un lugar sagrado encumbrado de obras de Arte mitológicas. 

Nada de coherencia histórica o legendaria, nada de grandeza real o de fidelidad a ninguna esencia existente en la historia. Todo lo imaginaría el pintor español al amparo de una leyenda bíblica utilitaria. En su obra no fue la leyenda lo que más representó. Los personajes bíblicos apenas son una parte mínima, el resto es magnificencia escenográfica del propio Arte, obras expuestas en la pared de un edificio imaginado sobre el que no existe más que una excelsa fantasía iconográfica. Siglos después el romántico español Jenaro Pérez de Villaamil compuso su imagen del interior del monasterio de San Juan de los Reyes de Toledo. Compuso la misma magnificencia arquitectónica que Gutiérrez Cabello hiciera antes, pero ahora, en el Romanticismo del XIX, Villaamil realzaría la grandeza de algo existente sobre las ruinas históricas de un mundo ya inexistente. Misma amplitud de galerías verticales, misma primorosidad de Arte visual, misma sensación estética al minimizar la vida efímera de los hombres frente a la grandiosidad eterna de un Arte emocionante. Así, también se encumbraría la misma fantasía ejercida siglos antes por los creadores barrocos españoles. En 1837 Pérez de Villaamil pinta otra obra romántica imaginada, Manada de toros junto a un río al pie de un castillo. Nada es existente en la realidad de lo representado, ni ese paisaje existe ni el castillo idealizado en la colina tampoco, como Gutiérrez Cabello hiciera siglos antes con la visión de un excelso palacio inexistente.

Las ruinas fueron glosadas por el Romanticismo, pero el Barroco español lo haría también, aunque sesgadamente, entre sus óleos por entonces insensibles...  ¿Es que la sensibilidad sólo debía expresarse siempre con la fervorosidad de un mundo emocional claramente evidenciado en sus formas? Porque en el año 1630 el mundo emocional no estaba ni descubierto -estéticamente- ni sus emociones encumbradas eran tan vigentes. Aun así, el pintor Francisco Collantes compuso en el año 1630 su obra Visión de Ezequiel, la resurrección de la carne. Es curioso que los pintores españoles de un barroco difusamente emocionado recurriesen a la mitología de lo profético. ¿Sería tal vez eso, premonición sensible, lo que alumbraría el sentido artístico de esos creadores tan arrollados por la emoción intangible de un sentimiento tan vano por entonces? Porque nada haría presagiar en el mundo emociones tan desgarradoras todavía. Pero, sin embargo, el mundo de entonces, la sociedad del fallido imperio español tan desarrollado en contradicciones como en incertidumbres, sería el caldo de cultivo exclusivo que favorecería, anticipadamente, las sensibles emociones de una estética humana tan demoledora. Esa experiencia vital crearía una impronta en el inconsciente colectivo hispano que llevaría a recordar, doscientos años después, el sentido olvidado de un poderoso latido artístico ya predispuesto, sin embargo, de emociones tan poéticas como icónicas sentimentalmente. Por eso fue España un país tan visitado por los románticos europeos, ávidos de inspirarse en una tendencia emocional donde el Arte fuese el motivo inspirador más decisivo para una especial grandeza estética. Ya que ésta, la grandeza, solo fue posible desde la óptica artística más extraordinaria de belleza, nunca desde la cruda realidad histórica. No existiría en otra cosa que no fuese la sutil memoria de las cosas bellas, expuestas sólo por el deseo de eternizar un primoroso sentimiento de grandeza. Pero solo un sentimiento no una realidad. Solo una emoción no una continuidad, ni histórica, ni brillante ni grandiosa.

(Óleo José mostrando a su padre y sus hermanos al faraón, Siglo XVII, del pintor barroco español Francisco Gutiérrez Cabello, Museo del Prado; Cuadro romántico, Interior del monasterio de San Juan de los Reyes de Toledo, 1839, Jenaro Pérez de Villaamil; Lienzo del mismo pintor romántico español, Manada de toros junto a un río al pie de un castillo, 1837, Museo del Prado; Óleo Visión de Ezequiel, resurrección de la carne, 1630, del pintor barroco español Francisco de Collantes, Museo del Prado; Cuadro romántico del pintor británico David Roberts, Ruinas de la catedral de Elgin, siglo XIX.)

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