6 de marzo de 2018

Cuando el color de la luz es el escenario más decisivo y justificado de una representación artística.



Cuando el pintor romántico Turner estaba en su lecho de muerte cuentan las leyendas que pronunciaría esta última frase lapidaria: Dios es el sol.  Y lo es...  Para los seres humanos es la fuente de la vida y la vida misma; para los paisajistas como Turner era la única razón de pintar. Pero en el Arte no es el sol únicamente el sentido de su razón de ser. Es la luz. La emisión de cualquier luz o fuente luminosa que, no solo producida por el sol, sea manifestada por el maravilloso efecto electromagnético de, por ejemplo, una llama en combustión. Y esa luz es la que ahora veremos en esta extraordinaria obra neoclásica del año 1817. La veremos reflejada con los diferentes matices de color que sabemos que la luz puede producir en un recinto oscurecido. ¿Qué es primero en esta obra, el sentido de un acecho a un dormitorio nocturno o el sentido poderoso de una luz tan seductora? La realidad es que Pierre-Narcisse Guérin (1774-1833) consiguió una excelente composición lumínica no superada en otras obras de esta leyenda. Daba igual que la leyenda de Clitemnestra y Agamenón exigiera una noche; también pudo ser una siesta vespertina... Pero, no, en este caso era preciso resaltar dos escenarios divididos en la obra y, además, crear una sensación de duda silenciada por las sombras. Y para esto último la luz artificial debía reflejar entonces poderosa.  El pintor no muestra en su obra la fuente de luz, solo la luz, y en el plano principal no hay luz sino penumbra, aunque la suficiente ahora como para ver la vil intención de ella.

En el Arte los detalles son importantes. Por ejemplo, si no tuviese Clitemnestra el cuchillo asesino en su mano derecha, ¿qué podría también representar su imagen? Un deseo erótico claramente. Solo por ese pequeño detalle -el no incorporar el cuchillo en el lienzo- nos podría confundir toda una leyenda. Agamenón, el personaje dormido, es el marido de Clitemnestra. Ella desea terminar con su vida porque se ha enamorado de Egisto, que lo anima aquí a llevar la intención a un hecho. Pero el Arte aquí -y su creador- buscan resaltar ahora la duda. Este es el mensaje ilustrador y clásico de la sabia mitología helénica: aún podemos cambiar nuestra elección.  Esto es lo que le interesa al Arte: que nos enseña y alecciona a sentir una emoción salvífica ante las cosas demoledoras del mundo. El pintor detiene y fija la escena artística en ese instante, los demás instantes no interesan para nada. Sabemos por la leyenda que ella asesinó a Agamenón, un personaje que no era un héroe glorioso ni un modelo de hombre. Pero en el Arte lo importante no es la leyenda que cuenta una mitología, lo importante es el sentido inspirador que nos produce la sensación de comprobar, ante las luces y las sombras, que siempre hay un instante para dudar y poder elegir luego así otra cosa.

Es la sutil escisión psicológica que produce el Arte a veces. Y en esta obra neoclásica lo es además por la grandiosidad artística de los efectos poderosos de la luz. Cuando al pronto vemos la obra no vemos un crimen ni un planeamiento de tal barbaridad; lo que vemos es la maravillosa reflexión óptica de la luz amarillenta de una llama que ahora, sin embargo, no veremos. Un sentido añadido de aquel clásico mensaje moralista. Los efectos para el Arte son más importantes que la acción en sí, incluso que su causa. Porque los efectos nos deslumbrarán, pero no los ojos sino el alma interior de nuestra conciencia. Y el pintor Guérin lo consigue aquí prodigiosamente. Vemos incluso una sombra en el suelo tras la cortina plisada que ignoramos, e ignoraremos para siempre, qué es lo que la produce. También vislumbramos algo la poderosa llama detrás de la sugerente cortina plisada. Porque debe ser poderosa la llama que la causa, aunque no la veamos, pues sus efectos en el cuerpo dormido de Agamenón son muy señalados en la obra. Además es muy importante que se vea este personaje con claridad: Agamenón es el objetivo criminal. Para que la duda de ella sea elogiosa hay que ver muy bien el sujeto motivador de la misma. No se duda ante lo que no se ve, como no se paraliza nadie fácilmente ante la invisibilidad de un objetivo a malograr. Sin embargo, distinto es verlo claramente. Porque ahora sí se detiene el ánimo ante la visión, sin aristas, de un posible mortal equivocado... Pero la luz no solo detiene al personaje de Clitemnestra, también a nosotros, que ahora no vemos un crimen desolador sino una obra de Arte. Una obra extraordinaria de contrastes de luces y de sombras que seducen, atraen y condicionan a cualquier espectador que lo aprecie.

Porque esta obra de Arte clásica dispone además de una composición cromática magnífica. Comienza a la izquierda del lienzo, cuando la oscuridad protege a los cómplices; continúa luego en el centro, cuando la cortina translúcida determine así una tonalidad más pronunciada. Y pasa luego más a la derecha, a la parte más iluminada de la obra. Pero la maestría del pintor hace representar estos tres escenarios concatenados en tres planos ahora de perspectivas diferentes, cada uno de ellos más alejado del espectador. Pero no acaba así la sensación lumínica. En el plano final una ventana presenta ahora la luz mortecina de una luna que tampoco veremos, pero que cierra ahora aquí el círculo de luces de un escenario sobrecogedor. Toda esa magistral estructura artística lumínica nos distrae del motivo esencial de la obra. ¿Esencial un asesinato? ¿Es ese el motivo esencial, un vil crimen, en esta neoclásica obra? No. El motivo ese es solo aquí una extraordinaria excusa para el Arte. Por un lado para mostrar la sensación emotiva de un momento de tensión dubitativa y, por otro, para recrear la maravillosa justificación cromática de componer diferentes escenarios en uno. Escenarios de luces, de sombras, de reflejos, de brillos, de transparencias...

(Óleo neoclásico sobre lienzo del pintor francés Pierre-Narcisse Guérin, Clitemnestra duda antes de matar al dormido Agamenón, 1817, Museo del Louvre, París.)

1 de marzo de 2018

El Arte no se vive, se admira desde lejos, por eso no decepciona ni cuestiona nada.



La Fenomenología es una parte de la Filosofía que tratará de acercarnos a la verdad del mundo. ¿La verdad? ¿Qué es eso? Eso, para resumir, fue el gran error de esa filosofía. Pero fue, sin embargo, una tendencia del pensamiento occidental muy decisiva e influyente, ideas que se desarrollarían con fuerza a lo largo del siglo XX en diferentes escuelas o formas de pensamiento. Una de ellas lo fue el Existencialismo. La vivencia es fundamental para acercarse a la verdad, según aquel pensamiento fallido, pero lo único importante es lo que el individuo vive en su existencia, según el Existencialismo. Por lo tanto, la Fenomenología y su ahijado rebelde, el Existencialismo, básicamente, consideran la vida como una extraordinaria posibilidad realizable..., o no. Es decir, que podremos acercarnos a la verdad de lo que pensamos, deseamos o actuamos sin más dificultad que el límite de nuestra existencia. Esto, salvando otras cuestiones que ambas tendencias del pensamiento han supuesto, ha provocado que desde la Revolución Industrial -mediados del siglo XIX- el ser humano haya tratado de realizar sus anhelados sueños de una u otra forma. El famoso apelativo "vivir el sueño americano" proviene precisamente de las grandes posibilidades de desarrollo que el boom económico de los Estados Unidos consiguiera a comienzos del siglo XX. Mero panfleto publicitario para albergar así las incoherentes vidas personales de los miembros menos afortunados de la sociedad.

Pero también en otras sociedades y en otros ámbitos de la vida, no solo el económico, se llegaría a padecer el poderoso influjo seductor de esos pensamientos. Para el ser humano construir la vida es, generalmente, un complejo mecanismo de insatisfacción. Pero es precisamente por querer construir la vida por lo que la fatalidad de lo obtenido, finalmente, llevará a la frustración. La sabiduría, a cambio, consistirá en no querer construir nada sino tan solo en vivir lo construido. Hay una gran diferencia y tiene que ver con vivir más que con construir. Pero vivir sin pretensiones, sin complejos, sin objetividades precisas, sino con una sosegada, ligera y armoniosa forma de hacerlo. Es realizarse sin un plan articulado, sin un continuo objetivo determinado. Como el Arte. Porque en la composición de una obra artística, por ejemplo, no hay un plan ideado con una premeditación subordinada a un objeto ajeno a un sentimiento. Y si lo hay no es Arte. Cuando vemos la obra Nacimiento de Venus del extraordinario pintor neoclásico Bouguereau, ¿qué vemos ahí?: ¿un objeto concreto?, ¿una realización completa de algo, incluso del propio pintor?, ¿una manifestación de existencia o de pensamiento? No, nada de eso. La obra terminará en sus bordes físicos y en su estética primorosa. ¿Hay alguna verdad ahí? Ninguna. Por eso el Arte, algo que no se vive, ni siquiera por su autor, no conllevará asociación con fenomenología alguna, es decir, no pretenderá albergar nunca ninguna realidad o verdad física, mental o pasajera. Ahí estará comprendido por oposición parte de lo que aquel fenómeno es: algo pasajero.  Si acaso, el Arte se acerca más a lo que el filósofo Kant ideara con el concepto contrario al fenómeno, el nóumeno, la cosa en sí, o la esencia de las cosas. Pero, sin embargo, en el Arte, a diferencia de la filosofía, la teología, la mística, etc..., no existe nada más que sentimiento. Esto, en definitiva, es lo que hace al Arte un extraordinario motivo para sustituir cualquier sistema de autorreflexión humana, venga de donde venga. No podemos vivir nada de lo que el Arte nos presenta desdeñoso. Lo sabemos, además. Porque el sentimiento artístico proviene de una sensación y no de un deseo. Y esa sensación no está fuera de uno mismo. Pero tampoco está del todo dentro, ya que para que exista deberá verse...

Lo admiramos -el Arte- como admiramos un paisaje o un bello atardecer. No es algo nuestro, no nos pertenece, no forma parte de nuestra existencia. Ni siquiera si poseyésemos el cuadro y nadie más lo pudiese ver sería nuestro. Pero, a diferencia de un paisaje, el Arte sí está para nosotros siempre. Aunque no lo esté. En eso sí se acerca algo a la Fenomenología: como una intuición poderosa o como una aprehensión de algo...  Pero no de una idea sino de un sentimiento, lo que lo distingue extraordinariamente de ese influyente pensamiento. En el cuadro de este pintor francés vemos una representación idealizada de Belleza, de Amor y de Vida placentera. Como sus maestros clásicos, Bouguereau compone a la diosa Venus emergiendo del mar con la voluptuosidad más deseosa del mundo. La vemos y la deseamos... Pero, ¿la deseamos realmente? No, porque no existe ahí como deseo. El Arte no la representa para eso. Por eso la idealiza de Belleza por un lado y, por otro, nos la permite ver. Está y no está ahí, y acabaremos comprendiendo esa leve contradicción. La comprenderemos más cuanto más equilibrio, composición, sutilezas, detalles, fragancias o contrastes bellos de color consiga el creador elaborar en su obra. No está ahí para hacernos mejores ni peores, ni para conseguir algo físico, ni para calmar, ni para pensar siquiera. Está ahí para sentir una emoción de belleza, de equilibrio o de grandeza inconsistente. Es por lo que el Arte como fenómeno no materializará una idea de una sensación sino que provocará una sensación de una idea. No decepciona, por tanto. Porque cuando una sensación se transforma solo en una idea intuitiva, y no en un hecho, no hay manera de malograr nada.  El escritor israelita Amos Oz escribiría en una ocasión: La única manera que hay de que un sueño siga siendo completo, esperanzador y no decepcionante, es que nunca intentes vivirlo; un sueño cumplido es un sueño decepcionante. La decepción está en la naturaleza de los sueños.  Todo lo contrario del Arte, que nunca es ni será un sueño, sino la sensación, a veces no vivida, de un sentimiento.

(Óleo Nacimiento de Venus, 1879, del pintor neoclásico francés William-Adolphe Bouguereau, Museo de Orsay, París.)