23 de marzo de 2018

La perspectiva como una emoción continuadora, evolucionadora, de historia, cultura y sentido artístico.



Clamado de introspección y atávico sentimiento ancestral para mirar desde la cueva acogedora y poderosa el ser humano, curioso y sensible, promovería su deseo de comprobar y aprehender el mundo fascinante que se le presentara a sus ojos. Y desearía entonces fijarlo en su memoria. El Arte es posible que fuese la incipiente transformación de una realidad evanescente en una conformación indeleble. Pero cuando lo fascinante se desea elogiar artísticamente en todas sus maravillosas formas y contrastes, el ser agente procurador de esa belleza buscará conformar la imagen grandiosa desde el mejor encuadre para verlo. Sin embargo, ¿qué sentido tiene hacerlo sin manifestar toda la estética traducible y comprensible de una belleza grandiosa? El escorzo en el Arte es una forma de distorsionar la imagen comprensible o natural de un objeto armonioso. El escorzo es un extraordinario modo de elaborar una representación artística concreta. Pero, sin embargo, las formas identificables de la naturaleza del objeto representado no serán asimilables en el sentido habitual comprendido por una mente esquemática. Los pintores han conseguido embelesar nuestros ojos ante la expresión diferente, pero artística, de una representación voluntariamente distorsionada. Habitualmente del cuerpo humano ha sido el escorzo una técnica utilizada por el Arte, pero, ¿y de los objetos artificiales creados por el hombre?

No es razón hacerlo de una belleza que solo puede ser objetivada desde sus perspectivas más armoniosas. ¿Perspectivas más armoniosas?, ¿cuáles son esas? Aquellas que descubren en una creación artificial la más completa y mejor sinfonía de sus formas más significativas. El escorzo en general es un trasunto, es una excusa, es una recreación accesoria de algo más sublime. Tiene un contexto, pues no presentará únicamente la imagen principal de lo objetivado, sino más cosas. Por eso existe el escorzo, para articular así una narración. Entonces las diferentes partes conforman un todo ante la rara imagen escorzada, sea protagonista o no de la obra.   Pero, cuando lo que se desea es representar la armoniosidad de un conjunto estético, de un objeto bello producido por el hombre -lo que tiene menos sutilidad y más proporción-, es preciso albergar su imagen entre las mejores angulosidades de una bella visión estereoscópica. Salvo cuando lo que se desee vislumbrar sea otra cosa. Entonces la genialidad sustituirá a la grandeza...  El pintor desconocido Giuseppe Bernardino Bison (1762-1844) marcharía muy joven con su familia a Venecia, en donde aprendería las formas estéticas de su Academia reconocida. Pero entonces, finales del siglo XVIII, la pintura no era ya en Italia una forma lucrativa de vivir, así que se dedicaría a la escenografía y a la decoración de castillos para nobles de Padua. A comienzos del siglo siguiente empezaría a pintar para los advenedizos más prósperos de una nobleza empobrecida. Compuso entonces paisajes con una panorámica propia del vedutismo, la tendencia artística de sus maestros venecianos -Canaletto, Guardi- que destacaba así una visión escenográfica o prodigiosa de un mero paisaje urbano.

En su vejez acabaría Bison en Milán, donde seguiría componiendo obras y decorados para la aristocracia vetusta, aunque no tendría ya mucho éxito ante los gustos transformables de la estética por entonces, muriendo pobre y desconocido en el año 1844. Pero, unos trece o catorce años antes, en la setentena, se inspiraría el pintor en la plaza del Duomo milanesa para componer su obra Vista de la catedral de Milán desde un soportal arqueado. Aquí necesitamos conocer el título de la obra para identificar el escenario retratado. La imponente catedral milanesa, el Duomo, es una maravillosa construcción gótica producida por el hombre en las postrimerías del medievo y desarrollada durante casi seiscientos años. Su decoración gótica es maravillosa, con multitud de pináculos y cresterías elaboradas, elementos estéticos que precisan de una magnífica proporcionalidad para ser elogiosos. Y es la armoniosidad de sus proporciones y detalles la que producirá la belleza más sublime a su gran estructura arquitectónica. Su fachada pentagonal, enarbolada de suaves torres chapiteladas que enmarcan cresterías elaboradas, muestran la mejor y más fascinante decoración producida por el gótico. Es precisamente la fachada la sublimación más artística de cualquier construcción catedralicia, sea gótica o no. Sin embargo, el pintor italiano no la destacaría en su obra sino que la escorzaría. Así perdería su rasgo identificativo más destacado. Sólo en una narración visual, es decir, en una descripción estética de más cosas, es como únicamente tendría sentido componerlo de ese modo original. 

Pero, sin embargo, aquí no hay narración, no existe un motivo principal, histórico, social o representativo, para ser objetivado en la obra frente a cualquier otra cosa añadida, por grandiosa que sea. Es ahora solo el paisaje urbano de una parte muy delimitada de la grandiosa plaza milanesa, sesgada además por la perspectiva limitada de una galería porticada. Pero, sin embargo, la perspectiva de la obra encierra ahora una emoción cultural e histórica muy determinada. Hay varios contrastes en la visión acotada de esta representación. Por un lado el sublime solapamiento de dos estilos arquitectónicos: el gótico y el neoclásico. Las columnas de los arcos del soportal presentan un capitel corintio propio del estilo más clásico. El propio arco del soportal neoclásico, de medio punto, está destacado en la obra por el encuadre de tres de ellos -tres, el sentido numérico más primoroso de una proporción estética-, y se enfrenta ahora al arco ojival alargado de un conjunto de cuatro arcos góticos -menos proporcionalidad estética- de la insigne pared lateral de la catedral milanesa. Tradición y desarrollo, cultura y evolución, sintonía y vértigo... El paso aquí de una encrucijada en el Arte, así como en la vida, muy destacada por entonces (comienzos del segundo tercio del siglo XIX): el advenimiento de un Neoclasicismo arrollador. Más para un pintor o creador -decorador, escenógrafo- que viviera los últimos momentos de un estilo artístico en la historia. No hay que olvidar que la escena neoclásica es más estimulante que la gótica, la escena, aunque no los detalles. 

La obra de Arte -¿romántica, clásica, vedutista?- de Bison es una alegoría del sentido más histórico y cultural -civilizador- de Europa. Todo lo que vemos en la obra de Arte son creaciones del ser humano, son artificios o construcciones de la civilización del hombre y su desarrollo a lo largo de la historia. Por no haber nada natural, no existe paisaje que altere la visión de una cultura humana, salvo el cielo azul de la obra. El creador debía destacar la emoción de esa visión cultural, no solo la pintoresca de una edificación grandiosa. Por eso se situó dentro de la galería porticada para componer su obra original. Era un homenaje a la evolución de la belleza artística, era un homenaje a la cultura que la sostuviera y a los seres que la procuran, admiran o transmiten. Era un homenaje al Arte,  al Arte que sabría destacar la visión emotiva frente a la práctica, la estética de un encuadre subjetivo frente al objetivo grandioso de lo más principal. Porque en esta obra de este pintor dieciochesco, educado en la tradición rococó de paisajes utilitarios, vendría a solazarse ahora un ingenio de emoción teñido de un cierto romanticismo vetudista. Había que plasmar una visión urbana y había que destacar un paisaje de civilización grandioso, pero, al mismo tiempo, había también que emocionarse situando la perspectiva dentro de una oquedad que destacara lo cercano ante el aparatoso fondo cultural e impresionante. Pero, sin embargo, fijándolo todo ahora como si el motivo lo fuera sin brillo, sin fulgor, sin entusiasmo... 

(Óleo Vista de la catedral de Milán desde un soportal arqueado, alrededor de 1830, del pintor italiano Giuseppe Bernardino Bison, Colección Particular; Fotografía actual del Duomo, la catedral de Milán, con la galería porticada a la izquierda de la imagen, Plaza del Duomo, Milán, Italia.)

16 de marzo de 2018

Rembrandt, el mejor pintor del mundo, o la imposibilidad de no sentir nada al mirar.



Es una sensación imposible de no padecer al mirar esta obra. Sí, padecer. Porque se nubla el raciocinio al confundirse uno ahora pensando que lo que ve es una pintura y no una cosa real. A pesar de la irrealidad vaporosa de la escena, a pesar de la distancia temporal y cultural para un observador actual. Y esto es así entre otras cosas por la sutil composición de esta obra de Rembrandt: una obra medida, simple y muy elaborada. Veamos una de las grandezas de este genio del Arte: el fondo de sus obras. ¿Qué hay ahí? Nada. No hay nada detrás del contenido de alguna de sus obras. Como en esta. Pero, ¿cómo se puede crear una obra de Arte con un fondo neutro, tan desolador, y, al mismo tiempo, ser tan necesario para su resultado? Por el juego de matices elegido para ese fondo que destacará, sin desentonar ni deslucir, el motivo principal de la obra. Para ello además hay que exagerar la textura de la elaboración de todas las cosas representadas. Por ejemplo, el manto que recubre el atril del estudiante, las contadas -se pueden casi contar- hojas del libro abierto, y, luego, las vestimentas de ambos personajes. Rembrandt compone una escena de aprendizaje, no hace falta decir mucho para llegar a saberlo, ni su título siquiera. Es la alegoría más convincente de la sabiduría magistral de un enseñante. Porque no es un comprador -el joven atildado- que analiza ahora un libro para elegirlo; no es tampoco un usurero -el viejo maestro- indicando la cantidad debida a un posible deudor. Es sobre todo lo que sentimos cuando vemos la extraordinaria mano con la que señala el viejo personaje.

Dos personajes que interactúan en un retrato. Pero para no ser tan simple la obra, ¿cómo lo hace el pintor? Fijémonos bien. El tutor o maestro es desplazado, por ejemplo, de la orientación del eje del libro para que ahora el alumno pueda ver bien su contenido. El joven alumno recibe así, como un inmenso receptor anónimo de conocimiento, el sentido primoroso de una sabiduría extraordinaria. En su obra de Arte, Rembrandt nos ofrece además una sensación de amor humano muy especial. Lo es porque lo hace -ofrecer el maestro esa sensación educativa tan afectuosa- desde la humildad candorosa de un gesto de sabiduría con una gran vistosidad iconográfica. La figura del maestro en la obra es ahora como una aparición; de hecho, parece surgir su figura de la nada desde el fondo neutro o monocolor; es como si no estuviera ahí...  El joven ni siquiera percibe su presencia, tan absorto y concentrado está en lo que mira. Como nosotros... Porque así es como el Arte -epígono aquí en la figura representada del maestro- nos presenta la sabiduría que encierran las formas de una creación artística: sin modificar nuestra relación subjetiva con el propio objeto artístico. Con ello nos señala, como lo hace el Arte más sublime, la trayectoria de lo que precisa ser mirado para llegar a ser entendido... Gesto y vistosidad, dos cosas que veremos en esta obra de Arte barroco. El gesto, entregado y sensible, de un ser -el maestro- que orienta sin trastocar nada de lo que enseña. Es el gesto hierático, sagrado y detenido, del que está ahora -el alumno- conectando con la verdad. Pero también está la vistosidad de los elementos decorativos representados en toda la obra, la de todos ellos. 

Para que los ojos se abran a la verdad es preciso que sean abiertos por completo. El Arte de Rembrandt sabe de esto. Es algo automático, no podremos evitar asombrarnos ante la belleza representada tan conseguida. Concentraremos aún más nuestra capacidad de poder percibir la impresión con la mirada. Pero, hay que saber dirigirla como se hace aquí: con la mano amiga y sabia que, precisa y segura, ayudará a iluminar a nuestros ojos maravillados. Esto es lo que el Arte intenta hacer siempre con sus obras. Y Rembrandt lo consigue, y no solo con la mano sino con el fondo neutro o con las figuras tan elaboradas y sus complementos: el tocado, la vestimenta de los personajes, el libro o el manto ribeteado de un atril decorado. Y ahora nuestros ojos están dispuestos a mirar ávidos de sutil belleza representada. Y podremos comprender ya, como lo hace el becario del cuadro. Es una alegoría de la enseñanza más sublime, pero, también es una metáfora de lo que nos ofrece el Arte. Al mirar la obra la comprendemos pronto, pero, ¿la comprenderemos bien? Se precisa amor, belleza, concentración y curiosidad para conseguir obtener la mejor relación Arte-observador. La misma que para obtener la mejor relación sabiduría-aprendiz. ¿Qué cosa representa aquí la curiosidad?: la mirada del joven alumno. ¿Cuál la concentración?: el fondo monocromático tan acogedor. ¿Qué la belleza?: la maravillosa elaboración de la textura, los colores y las figuras tan extraordinarias. ¿Y el amor, qué lo representa en la obra?: la mano; la mano dirigida, la mano entregada, sin dogma, sin fuerza, sin desatino, solo afablemente manifiesta.

(Óleo barroco Joven becario con su tutor, 1630, del pintor holandés Rembrandt, Museo Paul Getty, California, EEUU.)