14 de julio de 2020

La inmortalidad no es lo mismo que la perennidad anhelada material de la substancia.



En la mitología grecolatina existió un personaje llamado Titón que fue hermano del rey de Troya Príamo e hijo de la bella y hermosa Estrimo. Su extraordinaria belleza hizo que se fijara en él la diosa Eos, representación de la estrella Aurora del Sol. Los dioses y los humanos podían convivir a veces, era una forma en la que aquéllos se distraían de la penosa realidad eterna de su aburrimiento. Y así fue como Eos se encapricharía una vez del bello Titón. Pero para poder estar juntos en la eternidad la diosa le pidió a Zeus la inmortalidad para Titón. Este era el único matrimonio posible entre los dioses y los hombres: la inmortalidad. Pero, como en la vida real, se olvidarían de la felicidad... En este caso de glorias eternas, Eos se olvidaría de pedirle a Zeus la juventud perenne para su amado. Imaginemos la situación: mientras Eos se mantenía permanente en su aspecto divino de belleza relumbrante, Titón, aunque inmortal, continuaría avanzando en su decrepitud inevitablemente. Cuando el pintor barroco napolitano Francesco Solimena (1657-1747) quiso crear su lienzo mitológico sobre esa leyenda, compuso una alegoría de la separación que llevaba a simbolizar el riguroso divorcio entre la vida y el tiempo. Ahora la vida era la diosa y su eterna belleza y el tiempo era la decrepitud que el paso de los años hacían en la materia y también en la belleza. Entonces, ¿es que hay dos clases de belleza? Sí, la belleza como idea y la belleza real. Cuando miramos la belleza en un cuadro es siempre la primera. Cuando vemos a veces brillar en el mundo la materia con belleza es siempre la real. En el cuadro de Solimena Titón debe situar ahora su mano entre el brillo refulgente de Eos y sus frágiles ojos envejecidos. Ya no podrá él mirar nunca más a su amada. La diosa acabaría convirtiéndolo en un insecto para siempre. 

La inmortalidad ha sido deseada por muchos humanos a lo largo de la historia. Los filósofos han escrito de ella y han glosado una forma de sutil emanación de aquella facultad divina. ¿Es la inmortalidad un premio inestimable? Para Titón no lo fue. Es de entender que fue feliz mientras duró su mortalidad y no lo fue mientras perduró su inmortalidad añadida. Lo hizo por amor, como se hacen casi todas las cosas estúpidas en la vida. ¿Compensaría la parte de inmortalidad que obtuvo frente a la mortal de los hombres? Es de suponer que no ya que el sufrimiento de la decrepitud prolongada no es un recuerdo agradable de la añorada juventud perdida. No es la inmortalidad es la juventud la cualidad virtual más valorada en la tesitura prolongada de la vida. Pero incluso ésta es condicionada a la facultad divina de algún poder complementario. ¿Cómo si no es posible vivir sin dejar de ser lo que se es, a pesar de disponer de eterna belleza? La vida no es duración es intención, no es permanencia es vivencia, no es satisfacción inútil sino compensación agradable después incluso de una derrota... Porque la derrota es en la vida igual que ésta: efímera. Y esta cualidad transitoria hace a la vida deseable mucho más que cualquier eternidad. Otra cosa es querer repetir más tarde. Pero eso es otra cosa. Repetir es más de lo mismo, aunque tenga alguna ligera diferencia. La capacidad de vivir mortalmente es una bendición más que una maldición. La forma en que los seres acepten su derrota (en las dos acepciones) es la forma inteligente de encarar la luz fulgurante que deslumbre los ojos de la mortalidad. Titón acabaría dejando de existir como Titón, aunque su materia se hubiese transformado en insecto. 

No hay nada mejor que el Arte para visualizar las grandes cuestiones de la vida. Los pintores del Barroco como Solimena sabían que estas alegorías mitológicas comprendían gran parte de los temores de los hombres. De sus miserias, de sus decepciones, de sus limitaciones, de sus fracasos. Incluso para haber llegado a ser amante de los dioses y deudos de su inmortalidad. ¿Para qué, después de todo, haber llegado a disponerlo? Aunque también se podría hacer otra pregunta, ¿no es al final la vulgar vida humana la misma que podamos disfrutar todos ante el posible azar de la existencia? La corona de flores le está siendo colocada ahora a la diosa por un ángel mítico, no a él. Es a ella, solo a ella, la gloria eterna. Con ese gesto simbólico el pintor hace ver la inútil pretensión de querer ser dioses e inmortales en el mundo. Es inútil toda vanagloria ya que la decrepitud es asaltada a todos los seres humanos con independencia de la suerte ocasional que, una vez, tuviesen de ser admirados por los dioses. Pero, aún es más deplorable tal anhelo endiosado, ya que la dilatada existencia artificial de los alardes materiales añadidos a la vida por una inmortalidad aparente, no es comparable con la sutil fragancia pasajera de una vida mortal, pasional, evanescente y auténtica. ¿Qué recuerdo le quedaría a Titón de una amante inconmovible? ¿Cómo se puede acompañar y disfrutar hacia el tiempo a un ser que habita donde el tiempo no existe? La vida pasajera que realza su majestad precisamente por su cualidad efímera, hace a la vida ser un valor eterno de belleza. Pero ahora, sin embargo, de aquella otra belleza, la belleza idealizada, la no real, la que solo se matizaría poderosa entre las formas inmateriales de un Arte tan perenne. 

(Óleo Aurora despidiéndose de Tithonus, 1704, del pintor tardo barroco Francesco Solimena, Museo Paul Getty, California.)

8 de julio de 2020

Una perspectiva distinta de la convencional amplía nuestro conocimiento del mundo.



El pintor francés Adrien Dauzats (1804-1868) fue ante todo un esteta de la imagen percibida, un fotógrafo del Arte. Para él la composición de una obra debía representar parte de la realidad, sin fingir nada. Pero, al mismo tiempo, debía ser original esa visión parcial representada porque, de ese modo, los ojos que la vieran comprenderían que nada de lo que existe o se representa tiene una única o monolítica visión de su existencia. Cuando al final de su vida aceptase el pintor ilustrar con sus imágenes orientales una edición en Francia de Las mil y una noches, acabaría falleciendo antes de terminar todas las obras. Madame Aldema se lo había abonado ya todo antes y quedaron sin finalizar algunas. Esto supuso un litigio con sus herederos, ya que el pintor había dejado en su testamento su clara voluntad de no entregar nunca una obra inacabada. Pero para Dauzats era más importante la finalización de su perspectiva que la visión completa de algo. Este planteamiento estético es interesante para trasladarlo ahora a uno psicológico, social o personal. ¿Hace la visión global de un asunto más bien a su comprensión que la definición clara de una parte determinada del mismo? Es seguro que el conocimiento no es nunca completo, esto es importante afirmarlo. Pero, no siempre una visión general hace mejorar el conocimiento real de algo más que una esmerada visión parcial de lo mismo, ésta ahora mucho más detallada, perfilada, matizada o resaltada que el todo. Tiene esto que ver algo con la medida del hombre... Cuando vemos la obra La gran Pirámide de Giza, ¿no estamos comprendiendo mejor el sentido geométrico y el tamaño tan regular de sus piedras escalonadas? Cuando vemos la obra Interior de la Mezquita de Córdoba, ¿no estaremos descubriendo las verdaderas dimensiones de la altura de sus arcos o la disposición tan original de sus arcadas superpuestas ahora junto a una bóveda adyacente? 

Pero no es solo conocimiento, es una suerte de inspiración intuitiva que nos llevará a entender la totalidad sin necesidad de visionarla. ¿Hace falta ver todo el universo para maravillarnos con él o para entenderlo mejor, que solo observar, por ejemplo, una bella luna llena a través de una ventana infinita? El Arte alimenta el espíritu y no  tanto el cerebro. Y el espíritu hace que lo que veamos ahora se nos represente suficiente. La perspectiva es una actitud por la cual dejamos de mirar las cosas por el mismo lado de siempre. Pero también es una forma por la que el mundo se nos representa distinto, más asequible, más clarividente, más sosegado incluso. Es casi lo mismo que cuando los filósofos fenomenólogos hablan de la epojé, el poner entre paréntesis las cosas. Es abandonar toda referencia que nos distraiga, nos condicione o nos mediatice el juicio. Es como una hoja en blanco, como una visión sin adulterar. Las cosas suelen, y más en nuestra época, estar relacionadas o asignadas a algo nada más las vemos o escuchamos. Es la homogeneización de las cosas. Estamos tan acostumbrados a eso que nuestra visión general de las cosas no varía un ápice de todo lo que percibimos. El Arte como el del pintor Dauzats nos revela la grandeza de la perspectiva diferente. ¿De qué sirve esto? Quizá sólo para comprender que nada tiene un solo modo para poder aprehenderlo. Pero, claro, hablamos del mundo no de los seres humanos. Para los seres humanos no sirve esto exactamente. El Yo del ser humano no es dable a ser perspectivado... ¿Por qué? Pues porque es maleable, es consciente de ser analizado y engañará. Es como en las máquinas de la verdad, que no pueden definir sin error el aserto o no de una afirmación subjetiva. Los seres humanos no somos susceptibles de comprender mejor desde perspectivas diferentes, salvo que la honestidad brille sin fisuras entre nuestra actitud personal. Pero esto es imposible, en el ser humano eso es imposible. No así en el mundo, que no varía sustancialmente y sí puede una construcción o una obra ser analizada o visionada desde diferentes puntos sin desmerecer el sentido final.

¿Hay más verdad en una obra, sea la que sea, que en un ser humano? Sí. Pero definamos la palabra verdad. Una posible definición es que sus partes se ajusten siempre a la totalidad, bajo cualquier circunstancia. No entremos en otras posibles definiciones. En este caso, en un ser humano eso es muy improbable. Cualquier circunstancia hace que la parte que veamos o percibamos de un ser humano no sea siempre correspondiente a la realidad de su ser. El cambio es la causa. Es cierto que el cambio puede ser natural, cambiamos de aspecto físico, pero, también, puede no serlo: fingimiento social o interesado, o fragilidad personal, o cualquier susceptibilidad inevitable. No es más esto que una realidad, no es ninguna crítica. Por eso el conocimiento del ser humano particular, del individuo, no del género humano en general, será siempre una ciencia inconclusa. Ninguna perspectiva ofrecerá ningún conocimiento más allá del que el propio ser desee ofrecer. Es más, este puede ser hasta distorsionador si es incluso tan liberal como el que hoy en día navegará por el mundo social virtual iconográfico. Todo lo que exponemos sin temor es inversamente proporcional a nuestra realidad más inconfesable. Todo en el ser humano lleva siempre un atisbo de interés y éste no dejará que aflore verdad alguna bajo sus aparentes y amables expresiones. Por eso la perspectiva no sirve para conocer toda la realidad del mundo, sólo la de una parte. ¿Es esa parte la más importante? Es importante conocerla porque también es utilizada por los seres humanos para defender o atacar posiciones interesadas. Tal vez sea esta relación del ser humano con el mundo la única cosa de él que importe conocer. Porque la verdad individual del ser humano no es necesaria para llegar a comprender el mundo ni sus cosas; siempre, claro está, que esa individualidad no dañe o trastorne a los demás o al mundo, entonces sí es cuestionable. ¿De qué nos sirve saber el tatuaje íntimo de una persona? ¿De qué nos sirve saber lo más íntimo de alguien, o si quiere dar a conocer alguien algo muy personal de sí mismo? La perspectiva diferente de las cosas que es preciso conocer es solo aquella que afecta a la vida en general de las cosas, a la naturaleza o al mundo.

(Óleo La gran Pirámide de Giza, 1830, Museo Metropolitan Gallery Art de Nueva York; Cuadro Interior de la Mezquita de Córdoba, 1860, Museo Goya, Castres, Francia; ambas obras de Arte del pintor orientalista francés Adrien Dauzats.)