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8 de julio de 2020

Una perspectiva distinta de la convencional amplía nuestro conocimiento del mundo.



El pintor francés Adrien Dauzats (1804-1868) fue ante todo un esteta de la imagen percibida, un fotógrafo del Arte. Para él la composición de una obra debía representar parte de la realidad, sin fingir nada. Pero, al mismo tiempo, debía ser original esa visión parcial representada porque, de ese modo, los ojos que la vieran comprenderían que nada de lo que existe o se representa tiene una única o monolítica visión de su existencia. Cuando al final de su vida aceptase el pintor ilustrar con sus imágenes orientales una edición en Francia de Las mil y una noches, acabaría falleciendo antes de terminar todas las obras. Madame Aldema se lo había abonado ya todo antes y quedaron sin finalizar algunas. Esto supuso un litigio con sus herederos, ya que el pintor había dejado en su testamento su clara voluntad de no entregar nunca una obra inacabada. Pero para Dauzats era más importante la finalización de su perspectiva que la visión completa de algo. Este planteamiento estético es interesante para trasladarlo ahora a uno psicológico, social o personal. ¿Hace la visión global de un asunto más bien a su comprensión que la definición clara de una parte determinada del mismo? Es seguro que el conocimiento no es nunca completo, esto es importante afirmarlo. Pero, no siempre una visión general hace mejorar el conocimiento real de algo más que una esmerada visión parcial de lo mismo, ésta ahora mucho más detallada, perfilada, matizada o resaltada que el todo. Tiene esto que ver algo con la medida del hombre... Cuando vemos la obra La gran Pirámide de Giza, ¿no estamos comprendiendo mejor el sentido geométrico y el tamaño tan regular de sus piedras escalonadas? Cuando vemos la obra Interior de la Mezquita de Córdoba, ¿no estaremos descubriendo las verdaderas dimensiones de la altura de sus arcos o la disposición tan original de sus arcadas superpuestas ahora junto a una bóveda adyacente? 

Pero no es solo conocimiento, es una suerte de inspiración intuitiva que nos llevará a entender la totalidad sin necesidad de visionarla. ¿Hace falta ver todo el universo para maravillarnos con él o para entenderlo mejor, que solo observar, por ejemplo, una bella luna llena a través de una ventana infinita? El Arte alimenta el espíritu y no  tanto el cerebro. Y el espíritu hace que lo que veamos ahora se nos represente suficiente. La perspectiva es una actitud por la cual dejamos de mirar las cosas por el mismo lado de siempre. Pero también es una forma por la que el mundo se nos representa distinto, más asequible, más clarividente, más sosegado incluso. Es casi lo mismo que cuando los filósofos fenomenólogos hablan de la epojé, el poner entre paréntesis las cosas. Es abandonar toda referencia que nos distraiga, nos condicione o nos mediatice el juicio. Es como una hoja en blanco, como una visión sin adulterar. Las cosas suelen, y más en nuestra época, estar relacionadas o asignadas a algo nada más las vemos o escuchamos. Es la homogeneización de las cosas. Estamos tan acostumbrados a eso que nuestra visión general de las cosas no varía un ápice de todo lo que percibimos. El Arte como el del pintor Dauzats nos revela la grandeza de la perspectiva diferente. ¿De qué sirve esto? Quizá sólo para comprender que nada tiene un solo modo para poder aprehenderlo. Pero, claro, hablamos del mundo no de los seres humanos. Para los seres humanos no sirve esto exactamente. El Yo del ser humano no es dable a ser perspectivado... ¿Por qué? Pues porque es maleable, es consciente de ser analizado y engañará. Es como en las máquinas de la verdad, que no pueden definir sin error el aserto o no de una afirmación subjetiva. Los seres humanos no somos susceptibles de comprender mejor desde perspectivas diferentes, salvo que la honestidad brille sin fisuras entre nuestra actitud personal. Pero esto es imposible, en el ser humano eso es imposible. No así en el mundo, que no varía sustancialmente y sí puede una construcción o una obra ser analizada o visionada desde diferentes puntos sin desmerecer el sentido final.

¿Hay más verdad en una obra, sea la que sea, que en un ser humano? Sí. Pero definamos la palabra verdad. Una posible definición es que sus partes se ajusten siempre a la totalidad, bajo cualquier circunstancia. No entremos en otras posibles definiciones. En este caso, en un ser humano eso es muy improbable. Cualquier circunstancia hace que la parte que veamos o percibamos de un ser humano no sea siempre correspondiente a la realidad de su ser. El cambio es la causa. Es cierto que el cambio puede ser natural, cambiamos de aspecto físico, pero, también, puede no serlo: fingimiento social o interesado, o fragilidad personal, o cualquier susceptibilidad inevitable. No es más esto que una realidad, no es ninguna crítica. Por eso el conocimiento del ser humano particular, del individuo, no del género humano en general, será siempre una ciencia inconclusa. Ninguna perspectiva ofrecerá ningún conocimiento más allá del que el propio ser desee ofrecer. Es más, este puede ser hasta distorsionador si es incluso tan liberal como el que hoy en día navegará por el mundo social virtual iconográfico. Todo lo que exponemos sin temor es inversamente proporcional a nuestra realidad más inconfesable. Todo en el ser humano lleva siempre un atisbo de interés y éste no dejará que aflore verdad alguna bajo sus aparentes y amables expresiones. Por eso la perspectiva no sirve para conocer toda la realidad del mundo, sólo la de una parte. ¿Es esa parte la más importante? Es importante conocerla porque también es utilizada por los seres humanos para defender o atacar posiciones interesadas. Tal vez sea esta relación del ser humano con el mundo la única cosa de él que importe conocer. Porque la verdad individual del ser humano no es necesaria para llegar a comprender el mundo ni sus cosas; siempre, claro está, que esa individualidad no dañe o trastorne a los demás o al mundo, entonces sí es cuestionable. ¿De qué nos sirve saber el tatuaje íntimo de una persona? ¿De qué nos sirve saber lo más íntimo de alguien, o si quiere dar a conocer alguien algo muy personal de sí mismo? La perspectiva diferente de las cosas que es preciso conocer es solo aquella que afecta a la vida en general de las cosas, a la naturaleza o al mundo.

(Óleo La gran Pirámide de Giza, 1830, Museo Metropolitan Gallery Art de Nueva York; Cuadro Interior de la Mezquita de Córdoba, 1860, Museo Goya, Castres, Francia; ambas obras de Arte del pintor orientalista francés Adrien Dauzats.)

5 de enero de 2018

La evolución emotiva del Arte o cuando el pintor avanza en su determinación emotiva de Belleza.



El siglo barroco había sido el mayor productor de creadores artísticos habidos en la historia. ¿Qué habría sucedido para que fuese así? Pues, tal vez un mayor acercamiento a las clases populares, tanto de los observadores como de los creadores de ese Arte. La Iglesia además favorecería extraordinariamente a la Pintura como una actividad profesional de comunicación sagrada y poderosa. Y muchos de sus acólitos pintores, clérigos o frailes, abundaban con sus talentos artísticos en el deseo de satisfacer un prurito -acercarse a algún tipo de éxtasis sensual- que en la rigurosidad de sus votos religiosos les estaría vedado en lo carnal. Así que se acercaron a la Pintura y disfrutaron de su alarde -saber pintar- con la satisfacción poderosa que de una belleza sagrada pudiera una mente desatada y fértil llegar a conseguir. Fue el caso de Bernardo Strozzi (1581-1644), un franciscano de Génova que a los diecisiete años terminaría profesando en un convento capuchino de Italia. Pero diez años después, justo al fallecer su padre, el convento le permitiría salir para poder así cuidar a su madre. Y decide entonces pintar, ganarse la vida pintando cuadros, donde su emotiva sensibilidad le permitiese además mostrar aquella sagrada belleza aprendida de antes. Y entonces pintará para ganarse la vida a la vez que también para ganar su alma, ésta más necesitada ahora de belleza que de liturgias sosegantes. Sin embargo, sería acusado en Génova de pintar sin estar asociado al gremio de pintores. Entonces en la república de Génova no se permitía pintar sin formación ni estar asociado a un gremio. Para cuando su madre fallece el convento le requeriría de nuevo. Pero, ya no desearía volver a los rezos para calmar su espíritu atribulado, solo desearía pintar para encontrar, con la extraordinaria fuerza emotiva que le proporcinaría el Arte, al mismo dios de antes ahora entre las suaves sombras de su pintura. Escapa de Génova a Venecia -otra república entonces más tolerante- para poder seguir plasmando sus anhelos estéticos tan sensuales. Pero ya no pintando como lo hacía antes. En Venecia aprende a utilizar los colores para hacer ahora otra cosa diferente. La tenebrosidad del norte de Italia la suavizaría Strozzi de tal modo que su pintura fue una grata sorpresa incluso para los enamorados del estilo de Caravaggio. Fue el estilo tenebrista del maestro pero, ahora, con los suaves, emotivos o detallistas matices venecianos de aquellas sombras coloridas y tan sentidas de antes.

En el año 1632 se atrevería a pintar una leyenda bíblica donde con su estilo acompañase ahora una devoción menos divina. El tema era el alivio curativo provocado de un hijo a su padre. Según el libro bíblico de Tobías un joven encuentra un nuevo amigo camino de su casa, pero no es un ser humano sino un ángel. Éste le ayudará a buscar esposa y a poder remediar enfermedades. De regreso a su casa curaría a su padre, el cual había sido cegado por los excrementos de un ave maliciosa. Entonces usará la hiel de un pescado que el ángel le había recomendado para sanar el mal. En la escena iconográfica barroca aparecen Tobías, el ángel -arcángel Rafael-, el padre de Tobías y la esposa de éste. También un perro y el pescado curativo. Así realizaría Strozzi en el año 1632 su obra La curación de Tobías, la primera de las tres obras que compuso -no sé si más- y que se encuentra en el museo Hermitage de San Petersburgo. En esta obra del Hermitage observamos las sensaciones que el pintor tuviera entonces para plasmar su obra: el dramatismo realista -caravaggista- tan desgarrador en el semblante tan rudo y desolado del enfermo, el rostro tan imperturbable de su esposa, ahora displicente o desdeñosa, y, por último, el gesto tierno del ángel, aquí más dirigido hacia el enfermo que hacia el inexperto curador. Tres años después el pintor genovés llevaría a cabo la misma composición, pero ahora con algunas modificaciones emotivas. Es la misma obra, Curación de Tobías, pero en el año 1635 Strozzi pinta otra cosa diferente. En esta obra, ubicada en el Museo Metropolitan de Nueva York, el pintor varía el sesgo sentimental en el gesto del enfermo y modificaría las semblanzas emotivas de los otros personajes. Ahora Tobías está más inquieto y menos seguro ante el ojo del enfermo, en esta ocasión el izquierdo, en donde deposita la hiel medicinal. Su padre no demuestra ya la realista actitud de antes, con aquel gesto doloroso frente al terrible tratamiento. Ahora parece entregado a su curación con un ánimo más sentimental, con unos rasgos humanos más espirituales que físicos. Su esposa también es aquí otra mujer, aparece ahora como una persona más entregada al sentir tan doloroso de su esposo. Además el ángel cambiará de posición en esta nueva composición evolucionada del artista.   Ahora se acerca a su discípulo espiritual, a su alumno y amigo, para apoyarle, aleccionarle y dirigirle así mejor en su operación curativa. 

Pero todavía Bernardo Strozzi llegaría, nueve años después, a componer otra nueva versión de la misma obra. Tiene muy clara la composición y no cambiará nada de aquello que compusiera años antes. Todo volvería a hacerlo igual que antes: el ángel, aún más cerca de Tobías; la esposa, decidida a compartir con su marido su gesto de pasión; y Tobías, con la misma mano atendiendo el mismo ojo de su padre. Pero, entonces, ¿qué es lo que, en su evolución emotiva, el pintor sensible hace ahora, sin embargo, para completar tal hazaña evolutiva? Bernardo Strozzi, en su última obra, la del año 1644 (ubicada en el Museo del Prado), idea ahora una ligera sensación muy diferente plasmada en el rostro lastimero del enfermo. Y diseña así un gesto algo diferente a los de antes, no es ni el tan doloroso del año 1632 ni el tan sosegado del año 1635. Ahora, en el año 1644, Strozzi pintará el semblante enfermo del padre de Tobías con el gesto -apenas apreciable- de un alma sensitiva muy entregada a su curación. De un alma que descubre ahora, sosegada e indiferente, el resultado del buen hacer cariñoso y saludable de su hijo. Toda una evolución muy emotiva y humana en el itinerario artístico, tan tenebroso y aséptico, de aquellos duros, realistas y creativos años.

(Óleos del pintor barroco italiano Bernardo Strozzi: Curación de Tobías, 1632, Museo Hermitage, San Petersburgo; Tobías curando la ceguera de su padre, 1635, Museo Metropolitan de Nueva York; La curación de Tobías, 1644, Museo del Prado, Madrid.)

18 de noviembre de 2017

El Arte como una creación compositiva extraordinaria, con gestos, colores o perspectiva de belleza.



Para amar el Arte hay que comprender la geometría artística de la belleza. Porque la belleza puede existir aislada y la geometría puede ser equilibrada, pero tan solo en el Arte se combinarán ambas para hacer ahora algo muy especial que brille a nuestros ojos. ¿Existe alguna cosa creativa en el mundo que pueda separar, sin alterar nada, el sentido del mensaje del mensaje del sentido? El mensaje, el sentido... Porque no es lo mismo el sentido del mensaje que el mensaje del sentido. En el Arte ambas cosas se darán. Pero, sin embargo, será el mensaje del sentido lo que más persistirá o destacará en una obra de Arte. ¿Qué es el mensaje del sentido? Aquí manejaremos ahora la doble significación de la palabra sentido, por un lado finalidad y por otro sentimiento. Porque en el sentido del mensaje es la primera acepción, la finalidad, el significado usado. En la segunda, en el mensaje del sentido o de lo sentido, es, sin embargo, el sentimiento. Pero, ¿qué es más definitivo o relevante en el Arte, la finalidad o el sentimiento? Es evidente que el sentimiento. Pues la finalidad, como lo enunciara el filósofo Kant, no es una característica esencial de la estética, ni, por tanto, del Arte. Así que nos quedará el sentimiento. Es decir lo que se siente ante una expresión artística determinada, en este caso ante la imagen compositiva de una obra de Arte como la del pintor italiano Massimo Stanzione, su óleo del año 1635 El Nacimiento del Bautista anunciado a Zacarías.

El mensaje aquí está claro: según el evangelio, un ángel se aparece a Zacarías, levita judío de Jerusalén, para anunciarle que su mujer -de avanzada edad- se quedaría encinta y daría a luz un niño al que debían llamarle Juan. En pleno Barroco contrarreformista la escuela italiana de Stanzione, verdaderamente una escuela completa de toda la pintura barroca italiana de la primera mitad del siglo XVII, acabaría utilizando un mensaje teológico para llegar a componer obras de Arte de una sentimentalidad maravillosa. Sus colores son prodigiosos en esta obra suya, ya que resaltarán decididos entre la clásica alineación de monótonas tonalidades óleo-terrosas. Porque vemos ahora ahí ocres, azules, encarnados y verdes. Vemos rostros también, unos personajes aislados en una composición única que lleva la mirada del observador desde un ángel a la figura de espaldas de una mujer. Personaje éste en el primer plano de la pintura que, ahora, difícilmente subirá el escalón que matiza la horizontalidad más genial del encuadre inferior de la obra. Perspectiva interior y perspectiva exterior... Seres humanos, muchos seres humanos ahora en la obra, casi no podremos saber cuántos con certeza hay ahí. Sin embargo, toda esa multitud no deslucirá el encuadre compositivo fundamental de la obra barroca. Y estos son aquí el ángel, la mujer de espaldas, Zacarías y la joven de perfil que, ahora, mira decidida la sagrada escena prodigiosa. El resto, que existe, que está ahí, tan solo será aquí justificado apenas frente al labrado maravilloso del querubín de una pila.  

Massimo Stanzione (1585-1658) se inspiraría en todos los grandes creadores italianos que le antecedieron. Por eso él no acabaría nunca de definirse en ningún estilo concreto. Sin embargo, Stanzione conseguirá hacernos descubrir siempre la belleza en todas sus creaciones. Porque retrataría la belleza destacada de un Caravaggio, de un Carracci, de un Reni, de pintores italianos del Barroco temprano que supieron combinar belleza con innovación, gestos dramáticos con maneras sutiles, o colores perfilados con tonalidades llenas de emoción. Sus obras consiguen llevar la belleza del sentimiento a un nivel superior a cualquier otra característica estética o ética en el Arte. Algo que superaba la arrogancia -aquel necesitado mensaje artístico- que algunos creadores hicieron -o intentaron hacer- de una cualidad, sin embargo, apenas muy existente en sus grandiosas obras. Porque el Arte es lo único que procede del sentimiento y va a parar al sentimiento. Ver las obras de Stanzione es comprender hasta qué punto reunir elementos dispares en un conjunto artístico es la mayor grandeza que se pueda realizar para entender que, una determinada combinación plástica, no es más que una excusa para llegar a expresar la belleza más necesitada, la más armoniosa o la más sentida.

(Óleo El Nacimiento del Bautista anunciado a Zacarías, 1635, del pintor barroco Massimo Stanzione, Museo del Prado, Madrid.)

9 de julio de 2017

La luz más poderosa del desierto, esa recordada en el atávico inconsciente de la evolución humana.



La acuarela en el Arte no ha sido una técnica muy utilizada para eternizar encuadres prósperos de permanecer fijada su belleza en una imagen sostenida para siempre. Y esto es así porque la técnica de la acuarela, a diferencia de otras -especialmente el óleo-, no conseguiría favorecer mucho ni tanto los contrastes de tonalidades diferentes y mantener, a la vez, vivos los colores ante la exposición rabiosa de una luz solar muy poderosa. No ganaría la elección de los pintores esa técnica en la gran mayoría de sus obras. Salvo en un pintor inglés muy desconocido, alguien que, en los años de la búsqueda oriental más compulsiva -finales del siglo XIX y comienzos del XX-, recorriese los paisajes áridos del norte de África y Oriente medio para fijar, obsesivamente, la luz deslumbradora más sobrecogedora de un escenario lleno de tanta belleza desértica. De una belleza reflejo de una luz solar fuertemente mono-luminosa. Una luz donde los ojos no tuvieran lugar más que para maravillarse el poco tiempo que sus pupilas pudieran soportar entornadas, frente a los incisivos matices poderosos de un decolorado y, sin embargo, ferviente amarillo colorista.

¿Qué llamada interior fuerte y extraña no acusaría en los europeos la sensación de un paisaje tan familiar e íntimo, entre los atávicos recuerdos filogenéticos de un pasado tan emocionante? Porque el pasado de la humanidad europea está muy relacionado con dos de las civilizaciones más grandiosas de la historia: la mesopotámica y la egipcia. Y estas influencias se encuentran en el ADN inspirador más oculto de los europeos, el que llevará cargado luego, en la memoria pre-inconsciente, sus esencias artísticas más creativas o espontáneas. Además de enardecer así, con ese recuerdo genuino tan visible, parte de la propia emoción de reencontrar las raíces luminosas de un lejano pasado originario. Es así como está reflejada aquí -en la acuarela de un desierto ardientemente desolado- la luz más poderosa que el sol pueda dispersar por una geografía tropical llena ahora de llanuras arenosas o de rocas aisladas invisibles, o de montañas apenas superadas por un viento superficial que, desapasionado, buscará refugiarse así de su sentido terrenal tan displicente o lastimoso. Porque es de ese modo como el viento del desierto huirá descolocado de un calor tan sofocante, de una luz tan deslumbrante o del poder arrebatador de un mediodía tan luminoso. Y buscará entonces el viento, como los mismos seres que acompaña ajenos, la noche bajo cuya capa nocturna descansará, silencioso, en un prolongado momento sin la luz aterradora que lo propiciara antes sin tapujos. Porque entonces ya no existirá una luz solar así, tan favorecedora de vida tenebrosa, con un reflejo tan indecoroso como para no hacer, con él, otra cosa más que desplazar la vida bajo una gentil y oscura sombra poderosa. Es en la noche del desierto cuando el reflejo lunar represente ahora, sin color ni fulgor solar o tonalidad definida y poderosa, el momento más deseado para sentir el descanso visual tan necesitado bajo la égida salvífica del refugio de una sombra.

A comienzos del siglo XX, aproximadamente sobre el año 1909, un pintor inglés desconocido, Augustus Osborne Lamplough (1877-1930), compuso su acuarela Caravana de camellos beduina. Con su obra representaría el pintor la imagen absoluta del poder del espacio sobre cualquier otra consideración, sea ésta temporal, metafísica o antropológica. Porque en ella está representada ahora la luz más poderosa del desierto justo en el momento más intenso del reflejo de su mayor radiación solar, cuando el sol está justo en el cenit más incisivo y perpendicular de su extravío astral. Entonces la luz se difumina en el espacio sin capacidad de albergar ningún contraste merecido, sin destacar siquiera el celeste atenuado y amable de un cielo otrora cómplice o rendido. La tonalidad se vuelve ahora aquí única, de un único y radiante color amarillento, atenuado incluso por la falta viva de fulgor pero, sin embargo, absolutamente vivo y tenebroso. El viento y los seres vivos se envuelven entonces en un solo cuerpo ante la inflexible radiación ultravioleta. Pero, sin embargo, la iconografía encierra una sensación emotiva que se emancipará de la obtusa o lastimera sensación hostil tan espantosa. Esta sensación la producen aquí los seres humanos, unos personajes que habitan, recorren, viven o se enfrentan a la dura irritación de un escenario sofocante. En la imagen sosegada de la caravana beduina el pintor expresa el sentido antropológico de una bendición inteligente ante las crueles contingencias de una radiación tan poderosa. Ahora, el hombre se enfrenta así a la luz infame con el paso y las defensas calculadas para poder encarar la dureza hostil de un espacio inhabitable.

Hay lugares inhóspitos en la Tierra: helados, selváticos, montañosos; pero, sin embargo, solo el paisaje luminoso, desolado y desértico marcará en el inconsciente de algunos humanos, en este caso causado por los europeos vagabundos que marcharon de África hace milenios, el sentido poderoso de un emotivo y atávico recuerdo ancestral. De aquel paso por el desierto en la evolución que su sentido vital errabundo tuviese en las latitudes anteriores al advenimiento de su destino en el continente europeo. ¿Qué si no fue el afán que esos pintores decadentistas o modernistas buscaron y fijaron con el reflejo tan poderoso del hostil escenario de un paisaje desértico? Son las raíces más emotivas así como los ancestrales orígenes inconscientes los que hacen anhelar el color, las formas, el sentimiento o la vaguedad más efímera que llevarán a desear plasmar, eternas, las imágenes concebidas por un recuerdo vital tan persistente. Y el pintor inglés Augustus Osborne lo dejaría fijado para siempre. ¿Para siempre? ¿Para siempre, en un soporte artístico tan poco favorecedor a lo permanente? Sí, porque el sentido de permanencia lo consiguió el pintor inglés a pesar de su técnica. Porque era entonces reflejar la luz del desierto de una forma que solo la acuarela consiguiese expresar de ese sutil modo tan artístico: con el sentido más brillante y a la vez más evanescente. Porque el matiz de la luz solar de ese momento desértico no durará, no estará esa luz delimitada por una unidad de tiempo terrestre que llevase a visionarla lo bastante como para poder asirla con detenimiento. No, ahora la luz de ese instante terrestre desértico está difuminada ahí, está desentonada, errabunda, pero, sin embargo, muy poderosa.  No, no hay más que un instante difuminado de luz inasequible ahora ante una radiación desolada tan feroz y desatenta. Por eso mismo la acuarela fue la opción artística elegida más apropiada para poder fijar el color de ese desierto. Esta técnica artística fue la mejor elección para ese momento tan vibrante y, a la vez, tan poco colorido. Un momento vital así, tan poderoso como fugaz, tan monocorde como definitivo, tan insoportable como ávidamente deseoso, o tan liviano como atroz, lúcido o impenitente.

(Acuarela del pintor inglés Augustus Osborne Lamploudhg, Caravana de camellos beduina, c.a. 1909, Colección Privada.)

17 de junio de 2017

Cuando el Arte no es más que belleza, pura belleza, nada más que belleza...



La belleza no es algo demasiado definible... ¿Qué es exactamente? El concepto se difumina aún más cuando nos adentramos en sus orígenes filosóficos. Porque la Belleza fue sinónimo de bien, de ser encumbrado, de bondad manifiesta... Un sinónimo solo, una analogía, pero no exactamente lo mismo. Porque las cosas por el hecho de ser o de existir no significan que sean bellas, que posean belleza. Desde sus inicios la belleza en el Arte había sido un elemento necesario en su sentido finalista más estético, fuese éste el que fuese, ético, social, mítico o religioso. En ocasiones, tan solo la belleza en el Arte como un elemento más añadido, como una parte decorativa o representativa más de lo especialmente querido expresar en la obra artística. Pero, en otras era lo fundamental, lo exclusivo, lo único, lo expresamente creado para ser representado así. Cuando la belleza es lo único que se refleja o evidencia en una obra de Arte la percibiremos de inmediato. Nada mediatizará entonces la belleza. Porque es una percepción directa esa semblanza estética tan modeladora de equilibrio y grandeza estéticas. En ella no interviene ahora ni la reflexión, ni el pensamiento, ni la metafísica. Son obras de Arte donde lo representado es ahora Belleza, nada más, sólo belleza. En esas obras de Arte, a diferencia de las que precisan una reflexión o encierran un mensaje, la percepción de la Belleza nos llegará pronto y, del mismo modo, nos abandonará pronto también. La belleza no durará más que la misma efímera percepción abrumadora del momento. La belleza, entonces, nos cansará o nos aturdirá. El famoso síndrome de Stendhal tiene algo que ver con todo eso. 

Sin embargo, necesitaremos esa Belleza aunque solo dure un momento. Precisamente, la Belleza está relacionada mucho más con el tiempo que con el espacio. Debe durar poco para ser manifiesta plenamente. De hecho la duración de esa percepción estética, su magnitud temporal, es inversamente proporcional a la Belleza: cuanto más duración menos belleza... Sólo la obra de Arte que extiende sus representaciones a motivos intelectuales trascendentes, filosóficos, sociales o históricos, y además dispone de belleza, puede entonces hacerla durar más, pero tan solo aparentemente. Porque la belleza estará subsumida ahora en el sentido reflexivo de la obra. No durará más la belleza -dura lo mismo-, lo que sucede es que tardaremos más tiempo en comprenderla. Porque pensaremos, reflexionaremos y dedicaremos ahora más tiempo a entenderla: tanto la obra como la belleza. Se tardará más tiempo porque ahora la belleza está intrincada dentro de la obra representativa de Arte, porque estamos apreciando ahora otras cosas a la vez, estamos asimilando o pensando en las diversas cosas que, iconográficamente, nos absorben ahora nuestros sentidos perceptores. Todos ellos, los psicológicos y los intelectuales, pero, también los de belleza. 

Pero cuando la belleza no es más que lo que ahora vemos representado, cuando la belleza es en sí misma lo único que, ahora, veremos representado en una obra, entonces la sensación placentera de belleza nos aturdirá poderosa. Nos llegará muy pronto y nos abrumará de tal modo que la querremos atrapar de inmediato -esa sensación de placer- con todas las relaciones de miradas que la propia obra nos ofrezca, despiadada, ante nosotros. Pero acabará muy pronto todo eso. No terminará porque se agote la belleza, ésta no se agota nunca en sí misma, terminará porque veremos la belleza y acabaremos acostumbrados a la belleza... Ésta no nos descubre nada nuevo, sólo admiraremos ahora lo que, de otra forma, ya sabríamos antes de su grata existencia. Es una admiración continuada, no un descubrimiento. Por eso mismo no interviene el intelecto ahora. El intelecto interviene solo cuando la belleza está relacionada con otras cosas diferentes. Pero, sin embargo, cuando es única, cuando sólo la belleza está ahora ante los perceptores primitivos de nuestra sensación más original, entonces es cuando la identificaremos de inmediato, y, entonces, nos será placentera y elogiosa. Y el trasvase o movimiento de energía -como en la dinámica de los procesos físicos- es ahora directo y rápido en el ser receptor de belleza, no padeciendo éste más que el tiempo preciso para recordar. ¿Recordar, el qué? Pues la belleza consustancial a nuestra conciencia más primitiva, a nuestros primigenios principios intrincados con nuestra esencia vital, ahora así representada. Algo que nos es familiar y necesario y poseemos en nuestro cerebro desde siempre; algo, la belleza, que no necesitaremos tiempo para acostumbrarnos a ella o para asimilarla. Sí, en cambio, para admirarla. Pero la admiración durará tan poco como la poca distancia que exista entre nuestro sentido visual más primitivo y el motivo radical o principal de cualquier belleza.

(Óleo del pintor neoclásico alemán Jacob Philipp Hackert, Paisaje con el palacio de Caserta y el Vesubio, 1793, Museo Thyssen, Madrid; Lienzo Joven desnuda de espaldas, 1831, del pintor neoclásico francés Alexandre-Jean Dubois-Drahonet, Colección Privada.)

4 de mayo de 2017

Cuando la escultura sublimaría, una vez, a la pintura en su ámbito.



¿Qué fue antes la escultura o la pintura? Es de suponer que la pintura, ahí están las paredes trogloditas del Paleolítico superior. Pero pronto el ser humano moldearía el barro de la tierra para imitar formas con ello. Es la mayor recreación posible de las formas, cuando ahora la tridimensionalidad de la naturaleza alcanzará toda su perspectiva real y natural. Pero la escultura es, sin embargo, artísticamente inferior a la pintura por su limitada sublimidad narrativa. ¿Cómo narrar algo con la sutileza necesaria para emocionar, inspirar o enseñar, solo describiendo ahora formas limitadas y acotadas en el espacio y en el tiempo artísticos? Aunque la pintura tenga también limitaciones creativas, siempre podrá expandirse mucho más que la escultura gracias a manejar dos formas puras de la intuición, la representación sensible del espacio y la del tiempo. Pero hay algo donde la escultura glosaría su virtualidad mejor que ningún otro Arte: la capacidad para la representación fidedigna de un cuerpo, humano o no. Y esto mismo es lo que apreciaremos en esta pintura del pintor y escultor británico John Macallan Swan (1847-1910). 

Como metáfora de la prevalencia por el artista de un Arte sobre otro, en su lienzo Las Sirenas destacaría Swan claramente la figura de la mujer desnuda ante un espacio pictórico ahora poco agraciado. Porque es virtualmente la escultura pintada de una mujer de espaldas, con sus brazos sobre la cabeza, con su pose cincelada, con su sintonía espacial -la única intuición estética que realzará la escultura-, con su materialidad soberbia ante un fondo ahora difuminado y deslucido. Porque la visión del creador logra suplantar aquí el espacio de una escultura para poder ahora pintarla en un lienzo. Pero solo puede hacerlo con la delimitada forma más destacable de la modelo: la espalda de la sirena. Todo lo demás es despreciado por el pintor. Porque pinta él no lo que ve sino más bien lo que sus manos perciben -como escultor- que debe ser ahora representado. Y a pesar de la plasmación de belleza sublime de una forma fidedigna -lo que se obtiene en la escultura-, el pintor no conseguirá llevar esa perfección sublime del todo a su trabajo. Pero no es por él, realmente, la causa de esto. Es porque la pintura no consigue exactamente imitar la capacidad que la escultura tiene para modelar con rigor el cuerpo humano. En la mano derecha de la sirena apreciamos la falta de naturalidad en su dorso. Pero esto es consecuencia de la perspectiva en el Arte pictórico, algo que en la escultura no existe. No hay perspectiva en la escultura, solo realidad natural. Porque la perspectiva es en la escultura siempre la que tenga el sujeto observador no el creador. En la pintura no, en la pintura la perspectiva la tiene que ofrecer el pintor necesariamente del objeto observado. 

Aun así, el pintor-escultor John Macallan Swan consigue realizar una extraordinaria obra de desnudo. Una obra de desnudo sosegada, brillante, naturalista, antropomórficamente perfecta. Incluso nos emociona la dificultad para desenredarse ella el maravilloso collar de perlas de su pelo. Una sutil excusa en la pintura para poder componer ahora sus brazos alejados del cuerpo. El pintor-escultor no se prodigaría mucho en estas obras de Arte, se especializaría más en animales, concretamente felinos, obras que no dejarían mucho a la imaginación. Pero aquí, en algún momento de finales del siglo XIX, creó este bello lienzo mitológico para plasmar la grandeza de la escultura pintada en una obra. Otros pintores lo habían hecho también, pero solo Swan alcanzaría a definir la silueta de una mujer desnuda lo menos integrada posible en el lienzo -lo que es la esencia de la escultura-. Porque ella parece estar ahí sola, desplazada absolutamente de toda narración, contexto o interactuación con el resto de la obra. Sin nada más ahora que su belleza anónima, distante, desconsolada, aislada. Ajena a todo lo que pueda ser otra cosa que ajustarse -inútilmente- su manejado collar entre los suaves cabellos de su cabeza. Porque podremos extraer hasta su figura incluso de ahí: abstraerla ahora del espacio que ocupa en la obra pictórica y llevarla al pedestal de una escultura clásica. Y seguirá igual de completa en nuestra memoria, mostrando así también la serena belleza de una perspectiva diferente. Una belleza que ahora podremos solo imaginar desde los diferentes ángulos que unos ojos virtuales dirijan, fascinados, a una estatua.

(Óleo Las Sirenas, finales del siglo XIX, del pintor academicista inglés John Macallan Swan, Museo Nacional de Ámsterdam, Rijksmuseum.)

26 de abril de 2017

El Arte no imita la realidad sino que trata de mejorarla.



En el Museo del Prado hay un retrato excelente del año 1894 de una infanta española -Paz de Borbón, hija de Isabel II-, una obra que sirve para admirar al gran retratista alemán que fue Franz von Lenbach (1832-1904). Pero los retratos a finales del siglo XIX y principios del XX no tendrían ya mucho sentido: la fotografía había alcanzado su liderazgo en plasmar la imagen retratada. Sin  embargo, un año antes de fallecer, el pintor tuvo la osadía de realizar una obra de Arte haciendo justo lo contrario. Ahora crearía el retrato de él y su familia en un óleo donde fijaría el mismo instante y la misma composición y los mismos efectos de una fotografía. Como obra de Arte es original: nunca se había autorretratado una familia observando agrupados hacia un mismo objetivo, en este caso la lente de una cámara. Algo que era necesario para encuadrar la limitada placa fotográfica. El pintor elige hacer un retrato de familia no como Velázquez lo hiciese en Las Meninas, ante un espejo, sino ahora componiendo la misma imagen fotográfica en un lienzo artístico. Aquí hay dos aspectos artísticos a considerar. Uno la creación artística propia y otro el alarde -absolutamente audaz- de copiar una instantánea fotográfica en una obra de Arte.

No podemos disociar una cosa de otra. Porque si no supiésemos que existe una fotografía causa del lienzo, podríamos tener una impresión estética muy distinta de la obra. Porque de haber sido la obra de Lenbach un acto original imaginado, es decir, objeto de un impulso creativo de pintura, el autorretrato del pintor y su familia habría sido una curiosa, ingeniosa, creativa y original obra de Arte. Porque todos los miembros retratados en la pintura están ahora mirándonos fijamente en una posición entregada y activa de comunicación con el observador (posición imprescindible en una fotografía). Un alarde creativo de vinculación y cercanía al observador no realizado nunca de ese modo en una pintura. Pero se trataba además de una fotografía familiar y todos debían salir lo más agrupados posible. En la fotografía se aprecia ahora la sorpresa, la estupefacción, la tensión de la espera -los posados requerían largo tiempo de exposición-, la incomodidad, la artificialidad de los gestos, la realidad sufrida de un momento determinado -no tanto de un instante- de gran verosimilitud retratista. Porque así éramos los seres humanos cuando nos situábamos ante la exposición forzada, objetiva y real, de una fotografía en el pasado.

El pintor no hizo una copia exacta de esa imagen fotográfica, sino que desarrollaría su propia visión de lo que de una fotografía pudiera representarse en una creación determinada. Y así podemos apreciar en la pintura cómo varía el vestido de su hija mayor -en la obra de Arte es más hermoso y equilibrado que en la fotografía-, cómo transformaría también su gesto, para nada la estupefacción, el cansancio, la sorpresa o la rigidez de su imagen vista en la fotografía. La hija mayor del pintor aparece esplendorosa en la pintura, mejorada extraordinariamente por el Arte. Es ella pero, no es la misma de antes... También suceden esos detalles en el propio pintor, el cual reluce en la pintura más joven, más seguro y menos entumecido que en la placa fotográfica. En la pequeña hija se observa una leve sonrisa en la obra de Arte que en la fotografía no se apreciaba. En la fotografía hay como un suave ademán de cierta temeridad en su mirada. Todos en la pintura mejorarán. Hasta los trazos impresionistas del encuadre hacen de la obra un extraordinario retrato de familia muy sugerente y original. ¿Original? No, realmente original no. Ya no lo era. Fue una copia, y esa particularidad evitará en la pintura el sentido de creatividad total, lo que es el hecho de obtener una imagen desde la única y exclusiva intuición de la mente del pintor, algo que no es una de las virtudes de este retrato de familia. Pero todo lo demás sí lo fue. Con su obra demostraba el pintor alemán la grandeza del Arte. Por eso el Arte no imita nunca la realidad sino todo lo contrario: nos enseña la mejor actitud y la mejor combinación del mundo -también la mejor belleza- para con nosotros mismos y nuestra imagen.

(Óleo Autorretrato del pintor y su familia, 1903, del pintor alemán Franz von Lenbach, Galería Lenbachhaus, Munich, Alemania; Fotografía del pintor Franz von Lenbach y su familia, 1903, del blog Imágenes fotográficas antiguos y clásicos, de Servatius.)

29 de septiembre de 2016

Lo importante no es hacer, es volver a hacer; lo importante no es amar, es volver a amar...



Cuando los judíos seguidores de Moisés rechazaron la ley que éste les entregara en el Sinaí como reflejo sagrado de una alianza con su dios, el elegido pueblo hebreo dio la espalda entonces a la ley, rompió esa alianza y Moisés rompería esa ley. Y la rompió Moisés entonces no para dejarles sin ninguna, no; la rompió para, con sus trozos, construir ahora otra nueva ley. Pero, sin embargo, esta ruptura fue positiva ya que así permitiría crear otra nueva alianza con ella. De hecho, los judíos no dejaron de romper la ley con sus críticas, sus comentarios incesantes o el cuestionamiento de su aplicación. Los judíos no se conformaron entonces con una simple -única- lectura de la ley, sino con una re-lectura continua. Porque lo importante no es leer, sino releer; no es hacer, sino hacer una y otra vez; lo importante no es amar, sino volver a amar...

La historia de la relación de Vincent van Gogh (1853-1890) con el Arte es la historia de una ruptura y un volver a hacer constantemente, también con su atormentada vida, hasta el final. Los inicios del pintor holandés en el Arte son oscuros, como su propio estilo de pintura inicial lo fuera. Nunca se planteó él verdaderamente pintar. Quiso ser otra cosa, o no supo realmente qué ser. Dibujar sí dibujaba desde pequeño, pero como una afición, como un desahogo o como una actividad secundaria. Su relación con el Arte fue muy temprana, sin embargo, ya que comenzaría a trabajar en una galería de Arte que comerciaba cuadros holandeses con clientes europeos. En el año 1873, con veinte años, viaja a Londres como agente de la galería y entonces allí, en una pensión londinense, descubriría por primera vez el duro y amargo desazón del amor juvenil. Dos años después viaja a París y descubre el maravilloso color de las pinturas impresionistas. Vuelve a Londres y se refugia ahora en la religión y en la Biblia. En el año 1877 regresa a Holanda y, dos años más tarde, trabaja como misionero en las duras y difíciles regiones mineras de Flandes. Allí se enfrentaría consigo mismo y con su sentido más radical de la vida. Fracasa en su misión evangélica y, aconsejado por su hermano Theo, comienza a pintar. Sus primeras composiciones artísticas las realiza a los veintiocho años, en el año 1881. En solo nueve años, verdaderamente, van Gogh compuso la mayor y más extraordinaria obra de Arte jamás habida en la historia artística contemporánea.

En la obra pictórica de van Gogh hay un impulso por conseguir acercarse un poco más cada vez al prurito decepcionante de la vida. Él, como todos los seres aventajados en traspasar las fronteras de lo consciente, sabría que tendría que tratar de hacerlo con su Arte, a pesar de sospechar, inevitablemente, que sus intentos transgresores tan solo servirían para dilatar, un poco más cada vez, el final de un sin-sentido vital insuficiente. Su producción artística se incrementaría notablemente en el año 1885, realizando muchas obras en ese y en los siguientes años, hasta el fatídico 29 de julio de 1890. En el año 1885 realizaría en Holanda su creación Los comedores de patatas, una de sus primeras obras importantes. Su necesidad de reflejar lo mismo que se siente cuando se viven las cosas que los demás viven, le hará pintar esas mismas cosas de una forma que, ahora, reflejaría más incluso lo que él mismo siente que lo que sienten los demás. Aun así, no desentonaría nada en el reflejo veraz y artístico de lo que él haría o representaba.  Sin embargo, no llegaría nunca a ser -ni a hacer- lo que él anhelase verdaderamente con su vida. En el año 1886 llega a París de nuevo, luego de once años después de haberla conocido antes. Pero ahora solo ya como un pintor, como un fiel amante convencido del único amor que él necesitaba.

Y en el París más impresionista y neoimpresionista del mundo descubre otros genios y otras formas de Arte. Y entonces retrata personas más que paisajes o cosas. Y tratará de encontrar el alma perdida de las cosas -¿la suya, la del mundo?-, incapaz de haberla hallado nunca antes. Pero, no. Aún no. Y entonces viajará al sur de Francia y descubrirá la luz. Y brillará con su alma torcida pero deseosa de atrapar otra vez la vida. Inútilmente. Pero no, aún no. Y se revuelve en sí mismo y en su decepción ingrata. Y luego regresará a París, y, por fin, llegará luego a Auvers-sur-Oise, al norte de la capital francesa. Y ahí, entre los tibios paisajes desolados, descubrirá la falta total de su sentido artístico y existencial. Y no hace aún, sin embargo, otra cosa más que fijar ese sin sentido denodadamente entre los trazos desesperados que plasma ahora un artista perdido. ¿Pero, qué son esos trazos desmoralizados entre las maravillosas composiciones de aquel año 1890, el terrible año final de su malograda vida? ¿No hay ahí como una revelación, como un descubrimiento maravilloso fatalmente intuido? ¿No es ahora más que el final de aquel hacerse él mismo a sí mismo, algo que, como todos los demás, terminaría por buscar él anheloso sin saberlo? La hija del dueño de la pensión Ravoux, el lugar donde se alojaba van Gogh aquel verano del año 1890 en Auvers-sur-Oise, llegaría a relatar la muerte del gran genio del Arte:

"Como todos los días, Vincent van Gogh volvía al mediodía para almorzar y descansar de su larga jornada de trabajo. Pero aquella tarde volvió a salir. Y a la hora de la cena no regresaría, algo extraño porque no lo había hecho nunca, ya que se acostaba muy temprano para madrugar pronto. Hacía calor y nos sentamos a la puerta de la pensión. Entonces lo vimos, vimos la figura de un hombre tambaleándose, caminando como embriagado. Era van Gogh, que, con su cuerpo agachado y turbado, se dirigía hacia nosotros lentamente. Al llegar a la puerta le pregunté ¿señor Vincent, qué le ha pasado? Ah, nada, que me he herido. Siguió hacia dentro y subió a su habitación. Entonces le oímos gemir y mi madre instó a mi padre a que lo viese. ¿Qué le pasa?, le preguntó mi padre. Se volvió y le enseñó una herida oscurecida y ensangrentada en el vientre. ¿Pero, qué ha hecho? Me he disparado un tiro, esperemos que no haya fallado."

Luego llamaron al doctor Gachet y éste comprobaría la dificultad de extraer la bala. Decide entonces esperar a ver los resultados de la herida. El pintor se encuentra tranquilo y sin dolor, y pide permiso al doctor para fumar su pipa. Éste accede y le dice que espera salvarlo. Pero van Gogh le responde: Entonces lo volveré a intentar. ¿Qué habría conseguido hacer o padecer el genial creador holandés para llegar a pensar de ese terrible modo? Su obra. Su repetida, obsesiva, anhelante y desesperada obra. Y lo volvió a intentar, pero ya no pudo más. De aquella sensación tan profunda para un ser tan especial quedarán sus últimos trazos artísticos, cargados ahora de un impulso vagamente eterno. Ya no hay nada más para entenderlo, tan solo el color desestructurado y maravilloso del entorno limitado y completo de su obra. Todos los trazos estarán ahí, sosteniendo, en cada tono y pincelada, el resto de los otros, de todos los demás, de los deslavazados y de los que no. Y todo ello para tratar de comprender por qué se encuentran ahí, aprisionados, esos trazos relacionados ahora sin otra cosa más que con ellos mismos. Para justificar entonces el porqué existen o el porqué viven o el porqué hacen lo que hacen así, en sus obras. Como el sin sentido de algunos seres y de sus emociones, como el regresar de nuevo hacia la duda o como el rehacer la vida en cada caso.

(Óleos pictóricos todos de Vincent van Gogh: Primeros pasos, después de Millet, 1890, Museo Metropolitan, Nueva York; Muchacha en la carretera, 1882, Museo Flora, Suiza; Campo de amapolas, 1890, Gemeentemuseum D.H., La Haya; Puesta de sol en Montmayour, 1888, Museo van Gogh, Amsterdam; Comedores de patatas, 1885, Museo van Gogh, Amsterdam; Vista de Amsterdam desde la estación central, 1885, Fundación Boer, Amsterdam; El jardín del doctor Gachet en Auvers, 1890, Museo de Orsay, París; Ramo de flores en un florero, 1890, Museo Metropolitan, Nueva York.)

18 de marzo de 2015

El escenario romántico, ese que no importa otra cosa excepto la emoción.



El pintor más romántico de todos tal vez lo fue el francés Theodore Géricault (1791-1824). Su corta vida estuvo contenida de elementos propios de la pasión, de la huida, del desasosiego, del regreso o de la rebeldía. Tuvo que abandonar Francia urgentemente, por ejemplo, a consecuencia de una inapropiada relación con una tía suya a la que, al parecer, habría dejado embarazada. Viaja a Italia, recorre y ve sus paisajes y las obras de Arte de su admirado Miguel Ángel. Durante los años 1816 y 1817 visita Florencia y Roma y se inspira entonces para componer un grandioso lienzo que nunca acabaría. Regresa después a París y pinta sólo aquello que su ánimo romántico le pide. No vivió nunca de la Pintura gracias a su linaje, a cambio pudo realizar las obras de Arte que quería sin dejar que opinión ni menoscabo social le condicionase. Pintaría La balsa de la Medusa (el desastre de un naufragio que humilló a Francia a principios del siglo XIX) a pesar del rechazo que las autoridades francesas tuvieron a publicar la terrible tragedia. No dudaría en hacer con su tendencia romántica crítica social sobre los desposeídos o los marginados, algo que el Realismo subsiguiente llevaría a representar en el Arte tiempo después.

 Géricault compone en su estudio de París, durante el año 1818, dos obras con dos momentos recordados de su viaje a Italia. En estos paisajes Géricault describe algunos elementos iconográficos con los que expresar un sentimiento que contenga el espíritu romántico. Primero un río, el cauce de una ribera tranquila y sosegada, no de rápidos ni cascadas violentas. Seguidamente un puente sobre el río, un acueducto inspirador o unos arcos que lo sobrepasen. Luego unas elevaciones montañosas, unas cordilleras a la vez cercanas y lejanas a nosotros. No sirven para expresar un paisaje romántico ni una llanura, ni una meseta, ni siquiera un valle estimulante. También son necesarias edificaciones, pocas, pero algunas, sobre todo castillos, torreones o ruinas son precisas en la imagen romántica. No bastan, ni se requieren, casas, hogares sencillos o cabañas rústicas en sus obras sentimentales. Un elemento imprescindible es un cielo no despejado o cargado de nubes inofensivas, poderosas y envolventes que destaquen así las siluetas de sus bordes. Otro elemento vital de un paisaje romántico es la luz. Pero una luz ahora que no solo ofrezca vida a los colores o a las formas, sino que sea una luminosidad corporal para señalarse reflejada entre las cosas que transforme: los perfiles de los árboles, de las piedras, de los fuertes o de las sombras atenuadas que dibuje en la tierra. Una luz solar que no sabemos muy bien de dónde proviene, es decir, que el sol no debe verse apenas en la obra. No podemos más que notar sus efectos, nunca, sin embargo, ver su halo poderoso brillar desasosegado. Por último, pueden estar en el paisaje romántico algunos seres humanos, pero éstos no interesan o no importan mucho, porque no están ahí por nada especial, ni no especial, tan sólo para justificar con sus figuras sombreadas el maravilloso paisaje.

De ese modo compuso Theodore Géricault estas dos obras de paisaje romántico. Una, Paisaje con Acueducto, otra, Paisaje con tumba romana, ambas pintadas en el año 1818. El primer cuadro es un atardecer, el segundo un amanecer.  Y es así porque la luz del sol al atardecer es más poderosa, más brillante o más desgarradora. Es esa luz de un resplandor tan llameante que, contra todas las demás cosas representadas, su luminosidad se perfila poderosa entre sus inclinados rayos creadores. Así es como aparece en la primera obra, donde vemos la luz en su parte izquierda amarillear poderosa. En el otro lienzo la luminosidad es más suave, más agradecida, benefactora o salvadora de sombras, algo que, luego, con la elevación del sol matutino, acabará venciendo poco a poco las recónditas esquinas más ocultas a su luz. Todos estos elementos se precisan para llevar a cabo un paisaje romántico, un espacio pictórico donde recrear el sentido artístico de lo romántico y no tanto para contar alguna cosa, o describir algún paisaje, o relatar alguna leyenda, o denunciar alguna calamidad. Tan solo para emocionar con ese espíritu que de su luz, la de la mañana o la de la tarde -nunca un paisaje romántico es al mediodía-, pueda componerse sobre un escenario tan bello como efímero. Porque el escenario romántico no solo buscará retratar un espacio sino también un tiempo. Las dos cosas son inevitables. Como la inutilidad poderosa de lo que representan, como la grandiosidad limitada de las cosas, como la innecesaria esperanza de sus formas, o como la irrelevancia universal de lo vivido.

(Las dos obras del pintor romántico Theodore Géricault: Óleo Paisaje con acueducto, 1818, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York; Óleo Paisaje con tumba romana, 1818, Museo de Bellas Artes de París.)

4 de marzo de 2015

Cuando la memoria del recuerdo puede retener más vida y sentido que la propia realidad.



En esa nebulosa gruta de los recuerdos deslavazados, en esa misteriosa recreación de los momentos o  de los sentimientos ya pasados o de las emociones registradas tras una visión alcanzada ya de antes, puede haber más fidelidad a la realidad sentida de la vida que la propia realidad. Porque entonces los colores, las distancias, los reflejos, las sombras o la luz difuminada que habrían hecho sentir la imagen en la memoria se vuelven ahora magnificados y poderosos con la esencia tan emotiva de una inspiración sublime. Todos esos recuerdos se vuelven así decididos y redivivos para expresar la impresión más auténtica de todas las posibles visiones a percibir. Cuando el pintor francés Corot recorriese parte de Italia y Francia buscando los lugares más hermosos para plasmar sus paisajes, lo habría hecho siempre inspirado justo al lado y en el momento mismo en el que percibiera el paisaje. Así compuso Corot sus paisajes maravillosos que guardarían la armonía precisa que necesitara una imagen para convertirse en Arte. Así que buscando por las orillas del Sena conseguiría Corot encontrar la fragancia más emotiva de las luces mortecinas de un atardecer reflejado entre sus aguas.

Con su estilo personal, nunca adscrito a una sola tendencia artística, deslumbraría Corot los ojos de sus seguidores con la tenue inspiración de un incipiente Impresionismo. Pero, tan solo lo insinuaría por entonces. Porque para Corot (1796-1875) la sensación de la mirada debía siempre primar sobre cualquier otra cosa, incluso sobre el famoso instante impresionista. Para Corot no es la impresión lo importante sino la sensación. Y eso fue lo que le diferenció de los impresionistas que tanto lo admirasen. Y en ese deseo de sentir lo que viese, o de comprender con su emoción ayudado por sus ojos, Corot frecuentaría la bella región francesa de Picardía durante la realista década del año 1850. En un paraje próximo a Mortefontaine, sobre las orillas del río Sena, pasaría el pintor por entonces horas mirando los contrastes favorecedores del verde mortecino de los árboles reflejado ahora entre sus aguas. Y ya está, tan sólo eso, no haría más el pintor que mirar, sólo sintiendo así el paisaje. No fijaría en el lienzo aún las emocionantes sensaciones que esos mismos reflejos le produjesen entonces. Pasaron los años y no volvería el viejo pintor a retornar por esa orilla del Sena. No solo por los serenos paisajes vibrantes de Picardía sino por Mortefontaine, aquel idílico lugar del río Sena donde su mirada se dejara sentir entonces solo por la emoción y no por ningún artificio...

Porque sería luego, en el año 1864 y en su estudio parisino, donde el pintor francés recordara los sentidos colores y los bordeados perfiles de un paisaje fijado solo en su memoria. Habían pasado más de diez años desde que lo viera, así que en su estudio parisino no sería ya la mirada sino el sentimiento, no sería la luz vibrante sino su emoción, no sería ningún boceto sino su memoria quienes dejaran plasmada la visión de aquel maravilloso paisaje visitado de antes. Y los pintores impresionistas quedarían fascinados por ese acontecer del instante paralizado en el recuerdo.  ¿Cómo no comprender Corot que toda esa inspiración extemporánea era, según los impresionistas, la impresión más verdadera y no otra cosa? Eso mismo que perseguían los impresionistas y con lo que acabarían creando una poderosa tendencia. Pero, sin embargo, todo eso no fue entonces para Corot ni una impresión ni un deseo de tendencia, ni una fuerza inspiradora siquiera. Era solo la poderosa sensación de su recuerdo sensible, era solo la plasmación fiel que de una escena recordada pudiera luego su memoria recomponerla. Algo superior incluso a la recreada visión de unos ojos realistas motivados en el mismo momento y ante su propio escenario. Porque lo que Corot hizo en su estudio fue, verdaderamente, realizar Arte con sus manos. Aunque, no exactamente sólo con ellas. Sus manos solo le ayudaron en el proceso intuitivo de su memoria. Fueron sus recuerdos sentidos y emotivos de memoria, esos que seleccionan cosas y obvian otras, que matizan lo elegido y describen así, con formas emotivas de memoria, lo más importante o lo más necesario de recordar de un paisaje. Pero, también para plasmar lo que no pasaría entonces por sus ojos... Lo que sólo quedaría en su interior más profundo de una forma ahora vaga y vaporosa, con la emoción matizada por unas sensaciones transmitidas tan solo ya por el recuerdo. Esas sensaciones y emociones que un pintor avezado y laborioso, pero sensible, pudiera fijar en un lienzo con la imagen más conseguida, más sentida, más perseguida y más auténtica. 

(Óleo del pintor francés Jean-Baptiste Camille Corot, Recuerdo de Mortefontaine, 1864, Museo del Louvre, París.)

19 de enero de 2015

Los diferentes semblantes de una vida o las distintas vidas de una misma individualidad.



¿Cuántos somos realmente? ¿Cuántas identidades diferentes pueden asumir los seres en una única entidad a lo largo de su existencia? No es una cuestión esquizofrénica, ni patológica, ni desbordante, es tan solo la multiplicidad de facetas que los seres humanos puedan llegar a tener en una única existencia. No son tampoco las diferentes expresiones que el paso del tiempo transformará en las distintas imágenes de un mismo individuo con los años. No, es algo más etéreo, es aquello que pueda darse en el mismo momento en que seamos susceptibles de percibir las posibles facetas que podamos disponer. Algunos artistas de la historia crearon sus edades del hombre, distintas imágenes para expresar el paso del tiempo. Pero en esta obra de Arte lo que consigue el creador es  original: representar en diversas imágenes al mismo ser, en el mismo momento espacio-temporal, como si fueran entidades diferentes. ¿Cómo hacer algo tan imposible? Con la genialidad que solo el Arte permite. Con el matiz que las diversas composiciones figurativas expresen de un mismo ser en un lienzo. El creador impresionista norteamericano John Singer Sargent (1856-1925) lo consigue en su obra Cachemira de un modo original.

Idea el creador pintar a su sobrina Reine Violeta Ormond (1897-1971) vestida con un mismo chal de Cachemira, pero su figura aparece en diferentes plegamientos, ademanes, cubrimientos, gestos, posiciones y miradas distintas. Parece un grupo homogéneo que avanza en procesión de figuras clásicas, misteriosas o ensimismadas. Siete seres diferentes que representan siete sensaciones distintas aunque la modelo sea la misma persona. El pintor John Singer había nacido en Florencia de padres norteamericanos. Tuvo una hermana menor, Violeta (1870-1955), que acabaría teniendo seis hijos con el británico Francis Ormond. A casi todos los pintaría el creador impresionista. Pero a Reine la transformaría una vez en virgen vestal en esta obra sorprendente del año 1908. La creación tiene sus mentiras -como todo Arte- porque Reine tendría solo once años cuando sirve de modelo en la obra. El pintor consigue confundirnos al crear un plano sin fondo de contraste y sin otra figura que la misma joven repetida. 

Siete posiciones, siete gestos y siete dinámicas distintas donde, gracias al motivo representado -titulado como la obra-, el maravilloso chal de Cachemira, se puede mostrar la sutileza más genial y estética del sentido oculto de la obra. Es la misma personalidad retratada, sin embargo ésta sólo se ve bien, para identificarla claramente, en dos figuraciones posibles, y aun así parece distinta. El resto podrían ser otras de las restantes cinco vírgenes vestales que caminan perdidas. Es una senda imposible, porque son y no son la misma identidad. La modelo es posible que lo sea, pero lo representado son cosas diferentes. No puede ser la misma senda, en tan corto espacio, como para ser ella la misma persona. No es real el sentido de ese momento plasmado en el lienzo. El pintor consigue hacer una metáfora del sentido del Arte con el sentido de una obra. Es decir, llega a rozar el pintor impresionista el Simbolismo sin ser simbolista y sin proponérselo incluso. Es así como dejamos y no dejamos de ser el mismo individuo. Porque la variedad de seres que somos no es real, ni irreal, ni demostrable en sí mismo. Es solo un rasgo estético más de nuestra misteriosa vida contingente. Es solo una forma más de lo que somos, tan cambiante como el color del sol un mismo día. Sigue siendo el mismo sol, sigue siendo la misma luz, pero, a veces, con su reflejo poderoso de los distintos momentos del día, también su luz la veremos, en ocasiones, algo distinta...

(Todas obras del pintor John Singer Sargent: Cachemira, 1908, Los sobrinos del artista, Conrad y Reine Ormond, 1906; Calle de Venecia, 1882; La Carmencita, 1890.)

5 de enero de 2015

Todas eran ella o cuando la impresión nos hace rememorar la ausencia del cuadro.



Un veinticinco de febrero del año 1872 nacía en Portsmouth, Inglaterra, la joven modelo de arte Rose Amy Pettigrew. Sus padres eran unos humildes trabajadores de esa época difícil de finales del siglo XIX tan industrializado. Habían tenido trece hijos, pero Rose y sus hermanas Hetty y Lily destacarían por su belleza y dedicarían su juventud a ser modelos de pintores, algo muy bien pagado en el Londres finisecular. Muy pronto se marcharían Rose Amy y sus hermanas a Londres para trabajar modelando. En el año 1884, con solo doce años de edad, comienza Rose a posar para destacados artistas como el pintor prerrafaelita John Everett Millais. Pero en el año 1891 acabaría siendo la modelo artística más famosa de un impresionista británico muy peculiar. Un pintor que, a pesar de haber sido educado en el París más impresionista, terminaría creando su propio estilo pictórico particular. Conseguiría demostrar el pintor Philip Wilson Steer que el Arte es algo más que una tendencia conocida o estereotipada, es, sobre todo, una emoción particular llena de inspiraciones sorprendentes para todo aquel que alcance a descubrirlas.

Pero lo que consiguió este pintor una vez sería llevar su Arte a la más completa y universal sensación de impresión eternizada más anónima del personaje. Para nada necesitaría entonces de la extraordinaria belleza de la joven Pettigrew, para nada de sus facciones hermosas que habían llevado a ella y sus hermanas a modelar en el Londres más despiadado de aquel tiempo. En la obra Joven con vestido azul apreciamos a una mujer sentada ahora con una pose permanente... Una pose que reflejaba así todas las posibles poses de todas las posibles modelos imaginadas por un observador inspirado. Porque no es ahora ella nadie en concreto y serán así todas las posibles... En este sublime cuadro impresionista el creador buscaría entonces el momento artístico más permanente que su tendencia le propiciara componer. Porque es ese preciso instante ahora donde estamos percibiendo todos los rostros, todos los momentos o todas las posibles facciones de todas las posibles historias sentimentales habidas o por haber en el mundo...

Por eso mismo buscaría el pintor entonces crear una escena desnuda de identidad, sin los rasgos personales que delimitan la vida, la identidad o la persona concreta. El Impresionismo vino extraordinariamente bien para ayudar al pintor en eso. Es uno de los sentidos estéticos ahora, el paradigma emotivo más general representable, el que el pintor mejor conseguiría entender de su indefinida tendencia impresionista. Como en la poesía, asociaremos las emociones inspiradas de un verso a los rostros particulares recordados por nosotros. ¿Quién fue realmente aquella joven de azul? Sabemos que fue Rose Pettigrew, una modelo inglesa de Portsmouth nacida en el año 1872, pero, ¿es ella en verdad la que estamos viendo nosotros ahora? No. Son todas y ninguna. Todas las que alguna vez inclinaron así su rostro o lo fuera cubierto por un cabello poderoso o por un sombrero rutilante o por una perspectiva diferente. En otra creación suya del año 1888, El puente, el pintor Wilson Steer iría mucho más lejos. Aquí no necesitaría, posiblemente, de modelo alguna para hacerlo. Porque no es posible aquí ya más que imaginar las inmensas mujeres que puedan ser ella ahora, esa misma que está ahora aquí mirando el fondo descubierto y profundo del cuadro.

Y es que el Impresionismo fue una oportunidad maravillosa para glosar lo imaginado existente, es decir, no ya solo lo imaginado, como harían luego el simbolismo o el surrealismo, no, sino una imaginación de algo que sí existe, que ha existido o que puede existir en la memoria de todos y cada uno de nosotros. Que tiene una vida tan real como parece tener ahora detrás de esos colores o trazos -artificios pictóricos que lo ocultan- la figura ideada por nosotros, esos que ahora miramos, nostálgicos, el cuadro. Este es el regalo que nos hizo el Impresionismo y que creadores como Philip Wilson Steer (1860-1942) supieron llevar al lienzo en algunas de sus obras. Las miramos ahora y la personalidad que reflejan sin verse son para nosotros la única posible... Nosotros, los verdaderos creadores de la identidad de ese invisible rostro. No nos son ajenas y no tenemos siquiera que saber la historia detrás del cuadro. Nada de eso es necesario en el Impresionismo, cosas que sí pueden serlo en otras tendencias para llevar alguna Belleza realmente a la imagen representada en el cuadro. Pero, aquí no. Aquí no es preciso ni deseado eso para llegar a apreciar la belleza rememorada en el cuadro. Ésta sólo la veremos nosotros, sólo nosotros, ni el autor, ni la modelo, ni siquiera la propia obra satisfecha. Porque la vemos ahora con nuestra nostalgia fingida o con nuestro recuerdo ideado o con nuestra vívida imagen más deseada y sentida. Todas ellas atrapadas entonces entre la impresión rememorada de antes y la ausencia buscada en el cuadro.

(Óleo del pintor impresionista Philip Wilson Steer, Joven con vestido azul, 1891, Tate Gallery, Londres; Autorretrato de Philip Wilson Steer; Lienzo de Wilson Steer, La playa de Walberswick, 1889, Tate Gallery; Óleo de Wilson Steer, El puente, 1888, Tate Gallery; Retrato de Rose Pettigrew, 1892, Philip Wilson Steer; Retrato de Philip Wilson Steer, 1890, del pintor impresionista británico de origen alemán Walter Richard Sickert, National Gallery, Londres, el cual retratará a su colega pintor delante de un cuadro donde se vislumbrará difícilmente el retrato y la identidad de una mujer pintada.)

12 de octubre de 2014

Ternura y color, devoción, belleza, armonía y audacia en un desconocido eslabón decisivo en el Arte.



En la Italia del Renacimiento brillaría un nuevo feudo en los dominios vaticanos, Urbino. Fue el papa Eugenio IV quien nombraría a Oddantonio de Montefeltro señor de Urbino en el año 1443. Esta pequeña ciudad estado alcanzaría una gran relevancia cultural durante el Renacimiento pues un hermanastro de Oddantonio, Federico III de Montefeltro (1422-1482), llegaría a gobernar el señorío con gran esplendor artístico y cultural -tuvo la más grande biblioteca después del Vaticano y fue un gran mecenas en el Arte- hasta que le sucedió su hijo Guidobaldo. Pero en el año 1474 una hermana de Guidobaldo, Giovanna, se casó con un sobrino del papa Sixto IV -Giovanni de la Rovere- y acabaría siendo elevado el señorío de Urbino a ducado. Al fallecer Guidobaldo sin descendencia el ducado de Urbino pasaría entonces a Francesco Maria de la Rovere. Así hasta llegar a Francesco Maria II de la Rovere (1549-1631), el último duque de Urbino de la historia. A finales del siglo XVI colaboró el ducado de Urbino con los intereses españoles en Italia y en las luchas del imperio español contra el sultán otomano. A cambio, Felipe II protegería el frágil ducado frente a las ambiciones expansionistas del Vaticano. Cuando el rey Felipe II muere en el año 1598 su hijo, Felipe III, el nuevo monarca del inmenso imperio hispano, se casaba ese mismo año con la archiduquesa de Austria Margarita de Estiria (1584-1611), una gran aficionada al Arte.

La reina Margarita había oído hablar de un pintor de Urbino que usaba los colores de forma especial en unas composiciones muy novedosas y atrevidas.  En el año 1604 le insinúa la reina al embajador de Urbino, Bernardo Maschi, su deseo de poseer una obra de ese pintor tan extraordinario. El embajador se lo comunicaría al duque, y éste trataría de satisfacer el deseo de la reina como fuese. El maravilloso pintor era Federico Barocci (1535-1612), que se había formado con el artista veneciano Battista Franco. Este pintor veneciano le aportaría dos cosas a Barocci: el dominio del color -Venecia descubrió el poder de los colores- y el estilo manierista tan atrevido de Miguel Ángel. Pero, luego marcharía el pintor de Urbino a Roma en el año 1548, donde terminaría por adquirir dos cosas más que determinaron su Arte y su vida.

Una de ellas fue descubrir las obras de Correggio, un creador renacentista que utilizaba la técnica al pastel, técnica con la que Barocci conseguiría crear atmósferas tan bellas como etéreas en sus lienzos. Sin embargo, acabaría adquiriendo otra cosa en Roma que le condicionó por completo. En Roma vino a sospechar que otros artistas querían matarle por la envidia que despertaba su novedosa técnica artística. No se sabe cuál fue la causa real, si un veneno o una enfermedad intestinal, lo cierto es que su salud se agravaba y no conseguiría Barocci pintar más de dos horas diarias en su estudio. Se marcharía de Roma y pintaría desde entonces sólo en Urbino, aunque sin fijar el tiempo para la finalización de sus especiales obras tardo manieristas.

El duque de la Rovere no podía arriesgar perder las simpatías de la corte española esperando que el pintor terminara una obra. ¿Cómo resolverlo? El duque tenía una pintura del artista, que guardaba desde hacía tiempo como una joya inapreciable. La obra se titulaba El Nacimiento y era un lienzo de innovación compositiva, lleno de emoción, color, luces, sombras, ternura, devoción, inspiración y perfección manieristas. Llegó la obra a la ciudad de Valladolid en el año 1605 y hicieron lo posible para impresionar a la reina con el lienzo. Sabía el embajador que la corte española era muy crítica con obras de Arte extranjeras, así que al presentarla ante la reina desenrollaría él mismo el lienzo y mostraría la obra ante un foco de luz precisa para poder admirarla bien. Fue todo un éxito y la reina Margarita quedaría fascinada con la obra.

El Nacimiento tenía una composición muy novedosa y una audaz forma de representar una escena conocida. La Virgen, por ejemplo, aparece semi-erguida, en una inclinación sesgada desde un ángulo ligeramente alto. Los otros personajes conocidos no están en el plano principal. Los pastores detrás de una puerta y San José muy retirado. La estancia está iluminada por una fuente de luz que parece provenir de la cuna. El pintor consigue mezclar un sentido sagrado con otro profano en su obra, es decir, una devoción espiritual con rasgos muy humanos. Todas estas formas eran unas muestras incipientes de lo que sería pronto el estilo Barroco posterior. Utilizaría además los mismos colores sensuales que eran precisos para componer escenas profanas o mitológicas. Pero, también los gestos de los personajes son diferentes, y lo son por la manera como las figuras se comportan o sitúan de un modo ahora menos sagrado, tan humano o natural que no parecen seres divinos sino apenas simples humanos personajes, lo que la Contrarreforma prodigaría con eficacia...

(Óleos todos del genial y desconocido pintor manierista Federico Barocci, excepto el retrato de la reina de España, Margarita de Austria, realizado por el pintor español -aún más desconocido- Bartolomé González y Serrano, 1609, Museo del Prado, : Detalle de la cabeza de San Juan de la obra Entierro de Cristo, 1582; Pintura El Nacimiento, 1595, Museo del Prado; Obra Descanso de la huida a Egipto, 1570, Pinacoteca Vaticana; Lienzo La Madonna del gatto, 1575, National Gallery de Londres; Extraordinario lienzo de Barocci, Eneas huyendo de Troya con Anquises, su mujer y su hijo, 1598, donde aquí el pintor nos muestra el bagaje que el héroe latino, el que fundaría Roma, se llevaría ya de aquella Troya ahora destruida, su decisión, su herencia, con su padre Anquises en brazos, la sabiduría y los dioses -los que transporta ahora Anquises aquí dificilmente-, su mujer y su hijo Ascanio, su descendencia, Galería Borghese, Roma; Retablo Entierro de Cristo, 1582, iglesia de Senigallia, Italia; Detalle del mismo cuadro, donde se aprecia la figura tan humana de San Juan ayudando a portar el cuerpo de Cristo, Senigallia, Italia; Retrato de Francesco Maria II de la Rovere, 1573, Galería de los Uffizi, Florencia; Retrato barroco de Margarita de Austria, reina de España de 1599 a 1611, del pintor Bartolomé González y Serrano, 1609, Prado; Detalle de Eneas transportando a su padre Anquises huyendo de una Troya destruida, 1598, Roma; Autorretrato con rasgos barrocos del pintor manierista, ca. 1600, Salzburgo, Austria.)