7 de agosto de 2020

La fuerza irresistible de lo opuesto o el triunfo ineludible de Kairós.

 

Los antiguos griegos describieron el tiempo de tres formas distintas con tres entidades o dioses diferentes. Una de ellas era la eternidad, cuya representación mítica la hacían con el dios Eón; otra era el tiempo dividido, el tiempo cronometrado, Cronos era su divinidad; pero había otra, la tercera y última, que era verdaderamente fascinante ya que los griegos fueron los primeros que intuyeron la importancia del momento trascendental, del momento propicio, del instante más revelador, único e irrepetible. A ese momento especial le denominaron Kairós.  Cuando el Manierismo estaba desapareciendo como tendencia artística  en los inicios del siglo XVII a consecuencia del arrebatador Barroco, el pintor alemán Hans von Aachen (1552-1615) compuso su obra Pan y Selene. Estos dos personajes mitológicos representaban para los griegos dos cualidades muy opuestas y contradictorias. Pan era uno de los semidioses más terrenales, voluptuosos, calamitosos e incontrolados de la Arcadia. Selene era la diosa lunar, tan pura y luminosa como el satélite subyugante y poderoso al que hacía referencia. Para el semidiós lujurioso el atractivo de Selene fue irresistible. Hizo todo lo que pudo para seducirla, hasta tratar de modificar sus propias burdas maneras, sus bestialidades o su fiereza incontrolable. Ella era una diosa enamoradiza, desaparecía y volvía, como su astro brillante, para encandilar a los hombres terrenales y sentir la pasión que su temporalidad solo algunas veces le brindase. Para ambos seres míticos la oportunidad de Kairós era la única forma de vivir su deseo, ya que éste era insostenible de otra forma para ellos, ninguno tendría otra ocasión más que la noche... Pan no podría descubrirse más que en la noche ocultadora; Selene no sabría otra forma de poder hacerlo que entonces. Ni la eternidad ni el periodo normal de una vida servirían para unir a estos dos seres incapaces. ¿Era la imposibilidad de otra cosa en ambos casos lo que les uniría? Por eso Kairós vino a comprenderlos. Y la iconografía del Arte barroco a sustentar esa posibilidad efímera además. Como su sentido filosófico, Kairós es el dios del tiempo del Arte. Por ejemplo para los cristianos posteriores a la filosofía de Grecia, Kairós representaría entonces el tiempo de Dios, ese momento inapreciable y salvador que justificaba su teología.

Pero, y en el Arte, ¿cuál será el tiempo representado, cuál es el tiempo que se representa de los tres en una pintura? Tendemos a veces a pensar en la eternidad por identificar Arte con permanencia. Pero la eternidad de Eón es el no tiempo, cuando éste no existe ni para negarlo. Y el tiempo de Cronos es el tiempo pasado o es el tiempo presente o es el tiempo futuro. No, decididamente el tiempo del Arte es mejor el representado por Kairós. En el Arte lo que vemos reflejado en una obra es la intención efímera más estética de un solo instante merecedor. El creador expone siempre su momento de gloria, aunque éste solo sea, estéticamente, un mero instante a veces muy desmerecedor. Sin embargo, los pintores exponen siempre el único momento prescindible que no puede ser destinado a la muerte. En la vida esto solo se produce en la imaginación ya que nada hace que el tiempo pueda ser sustituido por nada, ni siquiera por la pasión más ardorosa. Kairós no desplaza el tiempo ni lo paraliza ni lo transforma, solo lo describe, lo califica o lo narra de una forma especial, y para esto la imaginación es el arma más eficaz que mente alguna pueda tener en este mundo. No vivimos las cosas las imaginamos mientras las vivimos perplejos. La perplejidad nos impide asimilar nada, por eso la imaginación acude a salvar ese momento único. Y Kairós santificaba, con su divinidad pagana, el instante temporal que apenas durará la intención del hecho. Para el filósofo francés Deleuze el fenómeno de Kairós es ese momento único y especial que no está ni siquiera en el presente, sino que está siempre por llegar o que ya ha pasado, que nos sobrevuela... Por esto la imaginación es el único referente válido que tenemos, tanto si se manifiesta como si no. Para eso también fue creado el Arte, para dominar el instante desde la distancia, ya que, como la incertidumbre física, no podremos saber bien una dimensión si determinamos otra...

En la obra de Aachen vemos el instante mágico del momento imaginado e irrepetible de una seducción erótica. La fuerza atrayente es irresistible porque el momento es irrepetible. Esta es la característica de Kairós, su irrepetibilidad. Ahora podemos entender la sutil diferencia entre Eón y Kairós. En Eón la vivencia es imperceptible, no se es consciente de nada porque no hay una medida para referenciarlo: la eternidad no fluye, permanece sin contraste, sin límites, sin enfrentamiento ni ausencia. En Kairós existe porque fluye, porque hay límites, porque nos enfrentaremos pronto a la realidad inequívoca de lo irrelevante... Entonces deberemos sublimar el instante o con la oportunidad o con la imaginación o con el Arte. Hans von Aachen lo hizo con el Arte y consiguió una obra fascinante. Incluso consiguió unir dos tendencias tan opuestas como eran el Manierismo y el Barroco. En el año 1605 pintar como sus maestros ya no era la opción más moderna. Pero en su obra Aachen alcanzaría a combinar un estilo con el otro. El gesto manierista de las manos y el cuello de Selene contrastan con su cadera barroca y el cuerpo tan naturalista de Pan. El Barroco había llegado para romper la imaginación, o la sutileza, frente a la pasión y el alarde más realista de las cosas. Sin embargo Kairós dominaba, con su fuerza poderosa, la simulación de un instante que el Arte hacía vibrar además con las formas encontradas de dos estilos diferentes. Uno que acabaría para siempre y otro que empezaba a sembrar la ilusión por hacer del instante una forma más familiar o cercana. ¿Es que ahora podíamos dejar de sentirnos ajenos a lo representado en una obra? Esta era la virtual intención estética del Barroco. Pero también fue su maldición. Porque ahora la distancia era dominada frente a la fragancia. ¿Es que Kairós sería vencido finalmente en el Arte? El momento de mayor divinidad de Kairós fue representado en su mayor pureza en el Manierismo. Sin embargo, las demás tendencias posteriores mantuvieron aquella pureza, a pesar de sacrificar la fragancia por la cercanía. Aun así se prolongaría la fragancia hasta la llegada del Arte Moderno a principios del siglo XX. Porque la forma de entender aquel instante tan sagrado sólo era dominada por el influjo de Kairós. Para este concepto clásico el equilibrio más armonioso no era su virtud más elogiosa. Kairós unirá dos mundos en un solo momento, pero tienen que ser dos mundos muy diferentes, totalmente opuestos, tan opuestos que sus propios sentidos dejen de serlo para convertirse ahora en un ferviente instante de deseo y de gloria.

(Óleo Pan y Selene, 1605, del pintor manierista alemán Hans von Aachen, Colección privada.)

29 de julio de 2020

El riesgo del Arte es convertir los sentidos en un objetivo y no en hacerlos un medio para alcanzar la pureza.



Los sentidos fueron descubiertos gracias a ellos mismos, al usarlos sin ser conscientes de su utilización, al ser utilizados sin pensar que ellos pudieran servir para alcanzar otras cosas distintas. Se apropiaron de ese modo de una realidad mediadora inevitable y de una utilidad sacrosanta a medida que se usaban como un fin en sí mismo. Eran el puente indestructible que uniría, satisfecho, la naturaleza con el sentimiento. Pero fue más indestructible ese vínculo cuando este último, el sentimiento, aún no habría sido transformado en un lamento ni en una imposibilidad, sino en una fuerte intuición inspiradora. Porque el sentimiento llegaría a ser otro sentido antes de que se deteriorara entre sufrimientos o banalidades, uno muy distinto y tan útil como los otros cinco que captaran la mera realidad objetiva. Servía, sorprendentemente, para defenderse, para aliarse o para progresar, como aquéllos, pero, además, también serviría para percibir sin mirar o para llegar a entender alejándose ahora de las mismas cosas percibidas. También para empezar a comprender que, más allá de los sentidos, habría otras cosas poderosas que, aunque intangibles, reforzaban la vida y sus valores más permanentes o más satisfactorios o más necesitados. Pero no como un fin con los sentidos sino como una mediación estética. ¿Qué sentimos al percibir la imagen que los sentidos nos transmiten cuando admiramos la belleza inmediata que recibimos del Arte? Este es el error de los sentidos: inmediata. El Arte es un mediador no un finalizador de belleza. Esta es la mejor enseñanza que se pueda ofrecer a los primeros que quieran acercarse al Arte para comprenderlo. La enseñanza no es lo percibido sino lo sentido, y lo sentido no tiene en el Arte nada que ver con sufrimiento ni frivolidad sino con emoción inteligente.

Lo que sucede es que la emoción causa de la belleza solo es estimulada cuando la percepción de algo es justificada con la armonía que representa. Sin armonía no hay emoción. Otra cosa es la percepción de información estética, que puede condicionar la armonía a otros conceptos más intelectuales o más abstractos. Pero cuando la armonía es conciliada con la belleza es cuando el Arte tiene más sentido en su mediación. Un cuadro abstracto de Miró no requiere tanto esfuerzo de emoción para distinguir la mediación con lo mediado. Es un Arte que no deviene dudas en ese sentido, la percepción pasa directamente a la pureza del mensaje sin añadir emoción. Pero un cuadro como Judía de Tánger, del orientalista francés Charles Landelle, precisa ahora ejercer el sentimiento intuitivo más estético para alcanzar a transitar por el puente de la mediación y no del fin de los sentidos. La belleza aquí es un medio extraordinario ahora para vincular formas con mensaje, sentidos con realidad, pero, a la vez, maneras o gestos o miradas o semblantes con vida, misterio, pasión o irrealidad. Hay que enseñar más en el Arte clásico que en el Abstracto para entenderlo. Porque lo inmediato no es el substrato del Arte, y ese engaño sutil de la belleza inmediata en el Arte clásico produce confusiones o descréditos que es preciso dilucidar bien para poder comprenderlo. Cuando observamos a la joven judía retratada por Landelle no es la representación de su bello perfil lo único que el Arte nos transmite, aunque sea éste el utilizado aquí para llegar a aquello que desconoceremos del cuadro. Entonces la belleza se nos convierte en un aliado del sentimiento. Para hacer esto hay que dejar de percibir la inmediatez de las formas para captar ahora una especie de sentido mediado, uno que nos lleve a desgranar las relaciones estéticas y consiga finalmente alcanzar, con la nueva percepción sentida, la pureza. 

La pureza entendida como una percepción distinta, clarificadora, como una captación mental separada de añadidos prejuiciosos o afectados por una materia representada con referentes del todo inservibles para aprehender aquélla. Porque la intención estética final del Arte es conseguir percibir una emoción transmitida para tratar de comprenderse a uno mismo y al mundo. La interpretación en cada obra de Arte será más acertada o no, esto no es lo importante, sí lo es si es más sentida o no, porque el sentimiento y su emoción estética son la única realidad apercibida que tenga sentido en una representación artística de belleza. Pero de una belleza que no es más que una excusa, una mediación, una formalización de proporciones que buscará un atajo en el sentimiento para llegar así a la pureza. Cuando el pintor francés David se decidiera a pintar un retrato de Napoleón, le pidió al primer cónsul de Francia que posase para él. Pero Napoleón se negaría a posar para nadie, menos para un cuadro. El pintor Jacques Louis David, el mejor pintor neoclásico de Francia, aún así le insistió. ¿Posar?, ¿para qué?, le contestó Napoleón, ¿Cree que los grandes hombres de la Antigüedad de quienes tenemos imágenes posaron? A lo que le interpuso el pintor, perspicaz: Pero Ciudadano Primer Cónsul, le pinto para su siglo, para los hombres que le conocen y le han visto, ellos querrán encontrar una semejanza. Entonces Napoleón, sin dudar, le dijo al pintor: ¿Semejanza? No es la exactitud de los rasgos, una verruga en la nariz, lo que da semejanza. Es el carácter el que dicta lo que debe pintarse... Nadie sabe si los retratos de los grandes hombres se les parece, basta que sus genios vivan allí.  Sin querer, el que años después alcanzara a ser emperador de Francia, acabaría pronosticando una teoría del Arte que tendría que ver con la belleza, con los sentidos y su fin más genuino.

(Óleo Judía de Tanger, 1874, del pintor orientalista francés Charles Landelle, Museo de Bellas Artes de Reims, Francia; Lienzo Napoleón cruzando los Alpes, 1802, del pintor neoclásico Jacques-Louis David, Museo del Palacio de Versalles, Francia.)