17 de agosto de 2020

El verdadero sentido de la relatividad del mundo fue expresado por el Romanticismo entre rasgos de brumosidad.



¿Es ahora cuando vivimos en la modernidad? Porque ayer, al parecer, lo hacíamos en la antigüedad... Qué pensarían entonces los habitantes de esa antigüedad, ¿vivirían ellos así, tan antiguos, hundidos en la perspectiva tan poco moderna de sus meras apariencias? Cuando el pintor romántico Turner fue a Roma para encontrar el sentido que su visión del Arte tuviese admirando el clasicismo más encumbrado en la historia, hallaría que el decadentismo de un pasado estaba irremediablemente unido al sentido artístico más actual del mundo. Pintaría años después, de memoria, una visión que él tuviese del ruinoso foro de la antigua Roma desde una de sus colinas modernas. Al lienzo lo titularía Roma Moderna, Campo Vaccino, y en él aparecen pobladores contemporáneos, edificios construidos en la misma época del pintor así como el resplandor maravilloso de las antiguas construcciones ruinosas tan artísticas. En su visión romántica nada es ni más ni menos real que el sentido artístico de lo que finalmente expresaría en su obra. Por eso la brumosidad de su lienzo responde a una necesidad estética más allá de sus realizaciones estilísticas tan particulares: hay una eternidad o, mejor dicho, una atemporalidad que el sentido de la historia imprime siempre de la visión que el ser humano tenga de la vida. ¿Somos la modernidad de lo de antes? ¿El pasado, es decir, lo que se dio antes de ahora, dejará de tener sentido real por una agregación de sucesos que, ahora novedosos, harán a lo anterior prácticamente nada? El pintor compone su obra romántica con el componente tonal prevalente de su color más dominante. Para el ánimo romántico el mundo es monocolor porque nada que lo distinga tiene que separar el sentido de su forma, el momento de su fin o la causa de su efecto. La grandeza del pintor fue nombrar la obra con el calificativo de moderna para la antigua ciudad imperial. Era la forma en la que el concepto frente a la imagen hacía una clara distinción temporal. Tan ilusoriamente creado estaba el sentido estético de su composición.

Doscientos años después de su creación, la obra de Turner nos es, sin embargo, absolutamente arcaica. ¿Dónde está ahí la modernidad que él quiso expresar? No la vemos por ningún lado, como tampoco veremos el contraste estético entre luz y oscuridad propio de sus obras. La luz en la obra de Turner es tan poderosa que no se ve incluso, que no existe realmente porque está en todas y en ninguna parte. Consigue el pintor romántico en sus obras hacer de la luz una metáfora, una especie de sinsentido que aporte dimensiones, efectos, distancias o sublime deferencia de unas cosas sobre otras. No hay nada de eso en esta obra romántica, sin embargo. La disposición de las cosas está ahora sintonizada dentro de un único esquema de luz que no sustancia nada, sino que accidenta o añade partes similares de las cosas que, emergentes por su diferenciación, parecen separadas no porque lo estén sino porque el pintor así lo procura con sentido. Para nosotros, seres actuales, no hay nada de modernidad en lo que vemos. Es ahora un contrasentido estético... ¿Cómo pudo calificar de moderno algo que no lo es? Pero es que el sentido estético de la obra romántica no fue ese, no tuvo nada que ver con la modernidad ni con el tiempo actuante. Es ahora una dislocación de cosas que el Arte hace para enfrentarnos con una perplejidad representativa. La realidad no es absoluta y el mundo no puede ser definido nunca en un tiempo dado. Siempre hay momentos posteriores que hagan inútil el calificativo de moderno. Para un observador contemporáneo la visión desde el lugar en el que el pintor situó su paleta, es la visión de un panorama no correspondiente a ningún referente temporal del paisaje. La representación de un efecto estético creativo no alcanzará nunca a añadir información real de un hecho, sino solo a emocionarnos con el sabio acontecer de su incisiva inspiración estética. 

Y la inspiración del pintor romántico fue mostrar la incongruencia de separar en tiempos distintos la grandiosidad de una creación artística. La belleza sobrevive en el hecho representativo y sobrepasará el efecto temporal de su distancia. No hay diferencia entre admirar una belleza de entonces y de ahora. Del mismo modo que no hay contraste entre la luz del atardecer o del amanecer en un paisaje. No refleja la obra nada especial porque no existe para eso, no compone con sus apariencias visibles el sentido material de un momento definido por el tiempo. No es necesario para trasladar a la emoción del que mira la verdad de lo que significa temporalmente. El Arte romántico viene a recomponer las diferencias espacio-temporales, cosas que en sus lugares inamovibles son lo único que aparece sin fisuras a los ojos insensibles de lo definitivo. No hay nada definitivo, como no hay nada comenzado del todo. El todo es una dimensión extendida que supera las diferencias encontradas por el desamparo de verlas separadas, sin sentido artístico, sin reflejo de lo que una emoción sea capaz de expresar en una imagen conciliadora de belleza. De una belleza atemporal, incondicional o versada solo en los alardes estéticos que pueda una composición creativa hacer de una parte señalada de la historia o del hombre. Nada hay que el tiempo descubra sin los valores universales de belleza que puedan hacer de un paisaje una obra de Arte. El Romanticismo surgió de ese sentimiento tan especial sin límites. Pura sintonía idealizada de una realidad universal sin la motivación humana temporal tan sensible que lo represente. ¿Por qué el mundo juzgará las cosas desde la concepción temporal de su magnitud cronológica? ¿Hay más verosimilitud, estética o la que sea, en un presente que en un pasado? El pintor Turner quiso contestar a esa pregunta con la brumosidad de su estilo tan moderno para entonces. Cuando la obra fue expuesta en la Royal Academy sería acompañada de un verso de Lord Byron: Ha salido la luna y, sin embargo, no es de noche y el sol todavía reparte el día con ella.  Como el poema romántico la obra de Turner evocaría la sublimidad perdurable de Roma, un lugar que habría sido para los artistas menos un lugar físico que un lugar especial en su imaginación tan desbordante.

(Óleo romántico Roma Moderna, Campo Vaccino, 1839, del pintor inglés Turner, Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU.)


12 de agosto de 2020

El arrepentimiento es una virtud exclusiva de los dioses, no de ningún ser humano, cuya reflexión apenas cambiará...



Cuando el Arte quiso expresar la tragedia clásica más terrible de la mitología griega, Medea, recurriría o al Romanticismo de Delacroix con el acto cruel representado mientras se lleva a cabo, o a su contrario en el Arte, el Clasicismo, con en el momento justo del instante anterior al hecho trágico, cuando el ser aún divaga o piensa ahora en lo que acontecerá luego.  Pero también, como en todo acto humano, hay un periodo posterior al hecho, ese momento en el que el ser es consciente de sus consecuencias para él o para el futuro. El arrepentimiento es, sobre todo, una virtud personal, una profunda congoja interior que un individuo padece para sí mismo, para su realidad íntima con respecto a lo que ha hecho. Porque lo irremediable es imposible ya cuestionarlo, ni siquiera plantearlo como una redención posible frente a un futuro. Si lo que se dirime en la conciencia luego de cometer un hecho luctuoso es el futuro, es que el arrepentimiento no es interior sino exterior, calmará otras conciencias o el hecho material de lo que pueda suceder en otras ocasiones de inapropiado para el sujeto o su entorno. Pero no cambiará nada en lo más íntimo del individuo responsable. No habrá lección moral ni comprensión real de lo sucedido. Por eso el arrepentimiento no es nada en sí mismo, ya que no se puede volver atrás. Y toda reflexión posterior a un hecho puede cambiar apenas el gesto en una impostura inevitable que solo durará el tiempo necesario de la desolación. Hablamos de hechos realizados con premeditación, no de accidentes. Ese fue el caso de Medea. Terminaría con la vida de sus hijos consciente de ello, y por eso el Arte la representaría antes, durante y después... Pero sólo el después, el tiempo menos artístico de los tres, alcanzaría a llevarlo a cabo un desconocido pintor español en el año 1887. Menos artístico porque en el Arte los hechos consumados no tienen razón estética, no tienen trascendencia. O se dirime antes lo que sucederá o se describe emotivo el hecho mientras se produce. En uno hay grandeza: estamos aún a tiempo de cambiar, en el otro hay emoción dramática: se realiza el hecho y en su sacrificio actual está la tragedia realizándose. Pero, ¿y después, qué hay o qué sentido tiene?

Germán Hernández Amores (1823-1894) se había formado en la prestigiosa Academia de San Fernando de Madrid, pero también recibió el influjo de clásicos pintores franceses e italianos donde adquirió un sentido academicista tan romántico como realista. La cultura grecorromana y la tradición judeocristiana habían sido sus dos grandes temas para plasmar un lienzo artístico. En el caso de esta obra academicista, Hernández Amores busca en la mitología más trágica el relato de Medea y sus hijos malogrados. Pero, a diferencia de los clásicos antiguos, que privilegiaban el momento anterior a la tragedia, o de los románticos, que primaban mejor el instante mismo de la tragedia, el pintor español decide el tiempo donde ni la divagación reflexiva ni la actuación sangrienta tienen sentido. Aquí ya no hay celos, ni amor, ni pasión, ni orgullo, ni ambición, ni parálisis ni desgarramiento. Sólo distancia, solo ingratitud ajena, sólo lamento, sólo hundimiento personal que, sin embargo, podría llevar o no a la salvación o al enmascaramiento. Llevará a la salvación si el sentido de su gesto se corresponde con su interior más sincero de afirmación ante lo sucedido, algo inevitablemente realizado, aunque arrepentido desde la transformación personal del individuo, no desde la relación con el medio, con los otros o con su futuro. Por eso la mayor redención es auto-aniquilarse después (también la forma artística más llamativa para salvar la representación posterior de cualquier hecho), cuando no hay impostura en su gesto sino consecuencia honesta. Medea, según la mitología y sus relatos posteriores, no acabaría con su vida, vagaría por el mundo buscando la absolución, la comprensión o la paz perdida. En esta pintura de Hernández Amores se aprecia la huida posterior al hecho donde dragones o serpientes llevan a Medea en el carro de la muerte hacia un lugar imposible con la vida... Es ahora su gesto lo único que delatará su arrepentimiento. El pintor consigue expresar esa incertidumbre que el Arte en estos casos no lograría, sin embargo, llevar nunca a la genialidad artística. ¿Por qué? Porque no es creíble estéticamente que una venganza sea inmediatamente después contradicha.

Aun así, la obra dejaría abierta esa posibilidad tan humana del arrepentimiento interior más sincero, aquel que no tendría más sustancia de ser que ante uno mismo y sin que el resto del mundo influyese para nada en su realización. El pintor academicista consigue, sin embargo, una versión también romántica de su mitología. Por eso esta obra rezuma cierto eclecticismo artístico que va acorde con cierto eclecticismo moral. Esa fue, tal vez, la virtud iconográfica de su autor al atreverse a hacerlo así. Algo que los críticos o los admiradores de cierta pintura clásica no supieron ver en la obra entonces. O, como sucede a veces en el Arte, no toda representación artística es objeto afortunado de reconocimiento justo. ¿Es esta misma injusticia la que el sujeto actor de un hecho luctuoso llevará siempre cuando se produzca un arrepentimiento? En el Arte podemos ver la obra cuantas veces queramos y analizarla con todas las observaciones posibles, pero, y en el arrepentimiento, ¿alcanzaremos a vislumbrar su verdad? Esto es imposible. Porque el arrepentimiento no es un hecho estético sino ético. El pintor consigue su efectismo estético con su Medea porque la mirada que vislumbra el gesto de ella es la de los que ahora vemos el cuadro, no la de los que podamos juzgarla por su acto ante ella. Su gesto en lo estético es  ahora salvador para nosotros, no para ella; su gesto en lo ético sería solo salvador para ella si fuese honesto y auténtico. Es lo que representa para nosotros ahora lo que el cuadro consigue expresar con su efecto estético. Y lo que consigue es transmitir la congoja arrepentida que de un dolor tan inmenso solo pueda traducirse ahora con la empatía más estética. Vemos a Medea llevando en sus brazos el fruto de su desesperación y de su dolor mismos. Vemos su gesto convincente, a pesar de ser el mismo que cualquier arrepentimiento, posiblemente, solo llevara a serlo estéticamente. Pero, ahora no, ahora el pintor consigue transformarlo en una emoción que, llevada por lo estético, alcanzará una semblanza ética en la imagen de su expresión. Pero sólo en su expresión artística. El Arte no puede ir más allá. Con eso bastará. Así obtiene el Arte el fruto de su recompensa: ese arrepentimiento anticipado que, por ejemplo, cualquier posible observador llevase a bien sentir ahora al admirar, alejado, el sentido tan profundo de una obra como esta.

(Óleo Medea, con los hijos muertos, huye de Corinto en un carro tirado por dragones, 1887, del pintor español Germán Hernández Amores, Museo del Prado, Madrid.)