25 de agosto de 2020

Lo no admisible acaba llegando y entonces el gesto compensa apenas un instante la obtusa realidad.



La pintura histórica fue casi una tendencia artística en el último tercio del siglo XIX en España. Los pintores buscaban el éxito en los certámenes de Arte que primaban un estilo historicista que realzaba aún más el hecho artístico. Uno de esos pintores lo fue Manuel Gómez-Moreno González. De origen granadino, comprendió que su ciudad tenía los ingredientes idóneos para plasmar en un lienzo el impacto legendario más romántico que pudiera encontrar en la historia. En el año 1880 compone su obra Salida de la familia de Boabdil de La Alhambra. La historia nos cuenta los sucesos y vivencias de los pueblos y de los seres humanos que los representan. Estos son los protagonistas que, de alguna forma, producirán con sus vidas ese reflejo inspirador de instantes emotivos que determinarán los momentos más trascendentes de la historia. Serán como unos polichinelas entre las sinuosas aguas del cauce de los grandes acontecimientos. Cuando la guerra de Granada llegara a su fin en el año 1490 con la rendición de El Zagal, tío de Boabdil, que se había refugiado en Almería, al año siguiente los Reyes Católicos sólo se limitaron a asediar la fortaleza de la Alhambra en Granada, en donde Boabdil, el último descendiente de la dinastía nazarí, continuaba inútilmente resistiendo. Con el tratado de Granada de noviembre de 1491 se establecieron las condiciones de la capitulación nazarí. Dos meses después, el último rey de Granada abandonaba el palacio granadino para siempre. El pintor español reflejaría en su obra un momento muy inspirado, un instante estético que todo creador buscará en su intuición para poder plasmar una emoción en una obra artística.  

Porque poco tiempo antes el reino granadino no se podía imaginar que ese acontecimiento tan definitivo pudiese llegar a suceder. Sobre todo para Boabdil, que había sido engañado por las fuerzas cristianas en Lucena durante la primavera del año 1483. Entonces había sido capturado, pero los castellanos lo liberaron a cambio de un rescate y de una promesa de vasallaje, lo cual había sido una costumbre entre ambos bandos durante siglos. Pero, ahora, los Reyes Católicos no estaban por hacer lo mismo de siempre. Era más inteligente liberarlo que no hacerlo, ya que el reino nazarí estaba por entonces muy dividido entre Boabdil y su tío el Zagal, hermano éste del anterior sultán el rey Muley Hacén, y destronado por Boabdil un año antes. Esas luchas internas granadinas favorecerían a Castilla, así que liberar a Boabdil fue una estrategia en la determinación de obtener la rendición de Granada tiempo después. Sin embargo, para nada el joven rey pensaba entonces que las cosas fueran a dirigirse por ese trágico y definitivo camino. No era pensable para él, ya que, si había sido liberado, qué sentido tendría no mantenerlo como un reino vasallo, lo que había sido desde siempre una costumbre. Pero las cosas no permanecen como siempre, y lo no admisible una vez dejará de serlo para transformarse, luego, en una mueca trágica ante los acontecimientos irremediables de una senda insoslayable. Para la composición de su obra, Gómez-Moreno decide pintar la escena a las puertas de las estancias reales del palacio granadino. Y entonces el cortejo privado de Boabdil marcharía por la estancia engalanada hacia el patio de Comares, donde ahora sus sirvientes esperarían para partir hacia el exilio. Así fijaría en su lienzo el pintor ese histórico momento en el que la familia real dejaría la Alhambra granadina para siempre.

Pero son los gestos los que el pintor decide componer con la vinculación psicológica de los personajes conocidos de la historia. Y el instante reflejado en la escena histórica abunda ahora en tópicos, mitos o semblanzas que, sobrepasados, alcanzarán a reforzar el sentido más romántico de la historia. Pero, sin embargo, el artista español consigue hacerlo además con credibilidad estética; su Arte llevará a convencer iconográficamente lo que, históricamente, nunca sabremos de cierto si aquellos  gestos humanos fueron o no verdaderos.  Ahora el principal protagonista de la historia granadina no se ve siquiera claramente. Porque la figura principal de la obra, la personalidad que, hierática y enhiesta, abandona solemne ahora la estancia palaciega no es Boabdil sino su madre, la princesa Aixa. Ella es la que dirige una mirada despreciable a los que, según ella, no supieron defender a su hijo con todo el esfuerzo o la inteligencia debidas. Su hijo, el joven Boabdil, está ahora de espaldas, abrazando a uno de sus fieles servidores de palacio. Para la representación decimonónica la fidelidad de la historia es ahora lo de menos. ¿Cómo si no hacer una escena para que el mensaje artístico obtenga una gratificación tan estética? Cuando la historia tiene que ser representada en un instante, lo que toda pintura consigue hacer en un único momento estético, debe elegir la emoción ante cualquier otra cosa relevante, y ésta puede darse incluso aunque no sea más que una tendenciosa forma de hacer historia porque, ahora, ¿cómo podemos saber que no haya sucedido eso mismo, aunque no sea para nada muy correspondiente con la realidad psicológica de los personajes? La emoción estética cumple casi siempre con dos realidades artísticas inevitables. Primero, que justificará artísticamente la escena histórica, y, segundo, que nos llevará a reflexionar sobra la debilidad o la fortaleza de los personajes retratados. Pero, también conseguirá otra cosa más, la más importante de todas en el Arte: que nada de lo sucedido es ni más ni menos relevante que la propia vida, sino tan solo ahora una mera circunstancia estética más en la oscura e insignificante estela de los acontecimientos.

(Óleo La salida de la familia de Boabdil de La Alhambra, 1880, del pintor español Manuel Gómez-Moreno González, Museo de Bellas Artes de Granada.)

20 de agosto de 2020

El Arte es la alegoría más desdeñosa, esa que obvia todo lo que no sea el Arte mismo.



 El Arte no se deja vencer por nada que no tenga que ver con su objetivo único y último: expresar una conciencia inconcebible para nadie. Porque el Arte es la mayor voluntad egocéntrica que existe. Y lo es porque no va dirigido a nadie en concreto sino a todos. Y todos es el motivo más desdeñoso que pueda existir, ya que, ¿quién es todos? En este pronombre tan indefinido radica el sentido tan impersonal que el Arte ofrece con sus alardes estéticos. Es la humildad más aleccionadora que cualquier cosa pueda ofrecer a un individuo. Porque la cosa que vemos expresada en un cuadro sólo nos engañará si esperamos que algo de lo que expresa vaya dirigido a nosotros, el pasivo observador subjetivo del cuadro. ¿Cuál es entonces el sentido de observar un cuadro? No hay sentido alguno, sobre todo si el observador se mantiene perceptivo en un papel proactivo ante el mismo. Para que el Arte consiga su efecto el perceptor del Arte debe olvidarse de sí mismo. Sólo así el Arte consigue su objetivo indistinto. Por eso el Arte es la mejor ayuda en procesos neuróticos donde el ego del individuo domina su existencia, hasta el punto que la impide vivir con mesura. Al existir una entidad más egocéntrica y una voluntad tan poderosa, el observador del Arte consigue abstraerse en una experiencia que le devuelve una impresión donde el sujeto perceptor acabará absorbido por el afán tan desconocido de la obra. Hay algo siempre en una obra que nos dejará ofuscado ante las múltiples interpretaciones de la misma. Entonces, trataremos intuitivamente de acercarnos a la verdad de lo que vemos. Pero es imposible, ninguna verdad se alumbra en la vinculación impersonal de ese virtual acto perceptivo. Aun así, creeremos en ello. Nos dejaremos llevar por esa fruición antropológica que hace al ser humano necesitar creer en parte de lo que observa. 

A partir del siglo XVII el Arte se transformaría desde las formas sofisticadas y alejadas de la realidad expresadas en el Renacimiento y el Manierismo. Luego, cuando el Barroco llegó para tratar de salvar al hombre de su angustia estética, el Arte alcanzaría a representar con sutileza y cercanía lo que antes había logrado representar con altivez, artificialismo o belleza. Cuando el pintor florentino Giovanni Martinelli quiso homenajear el Arte con un lienzo barroco novedoso, llevaría el retrato de una hermosa mujer a una composición alegórica misteriosa. ¿Cómo armonizar el naturalismo de Caravaggio con el preciosismo de un acabado clásico? El Arte era todo eso, y su obra debía disponer de todas esas cualidades tan demandadas entonces. Sencillez, belleza, sofisticación y naturalidad. Así fue como el pintor florentino compuso su Alegoría de la Pintura. Pero, ¿qué clase de alegoría pictórica representa este retrato femenino? Las formas de poder entender una alegoría van desde las cosas que aparecen en un lienzo hasta la forma en que las mismas aparecen en él. Aquí la forma alegórica asociada con el Arte tiene que ver con el desdén iluminado que hace que una obra sea una admiración inalcanzable para nadie. Sin embargo, está ahí para nosotros, podemos visualizarla tanto como queramos para poder así ver cada alarde, manera, posición, mensaje o sutileza de sus formas. Pero, nada de lo observado llegará a ser dominado por la conciencia de un observador anheloso. Esta es la fuerza motivadora que todo Arte valorable tiene para permanecer eterno ante cualquier espectador necesitado de sentido. 

Porque el sentido en el Arte es imposible obtenerlo. No existe. La alegoría del pintor barroco consigue ahora ese efecto tan sutil de imposibilidad perceptiva en la mirada torcida e indeterminada de la bella modelo. ¿A quién está mirando? A nadie. Pero aquí el pintor quiere ir más allá con ese alarde iconográfico tan definitivo. Ella, la representación alegórica de la Pintura, está ahora mirando hacia la nada más absoluta de misterio. Como el Arte. Como el desdén más poderoso que Arte alguno lleve a cabo desde las formas estéticas de su dominio. Porque nosotros, los que miramos admirados el sentido de belleza estética, dejaremos que ese instante permanente desplace nuestro ego y nos acerque así a un sentido universal donde no haya voluntad, ni individualidad ni subjetividad alguna. Todo un poderoso momento efímero que nos hace olvidar de nosotros mismos y consigue llevarnos hacia el origen último de toda expresión artística. Un lugar donde la voluntad no existe porque es asimilada a un ámbito de percepción subyugante donde las formas dejan de ser lo que son para mostrar ahora otra cosa distinta. La Pintura es una experiencia casi mística, y por eso el pintor busca aquí la expresión menos relacionada y más absorbente con la que llegar a conseguir expresar ahora un rostro enigmático. El mismo que la Pintura consigue cuando nos aleja tanto de nosotros como de lo que vemos. Y esta indeterminación dejará en la mente del que observa la sensación de que la conciencia estética no es ninguna cosa definida sino la más incierta expresión que una representación universal pueda llegar a conseguir de una experiencia vivida.

(Óleo Alegoría de la Pintura, 1635, del pintor barroco Giovanni Martinelli, Galería de los Uffizi, Florencia.)