20 de octubre de 2020

La negación participa más de la esencia del Arte que la afirmación rudimentaria.


Cuando el ser humano descubrió la negación empezó a utilizar un rasgo muy propio de lo humano o inteligente de su especie. Así el Arte, reflejo sublime de la humanidad simbólica, alcanzaría su mejor representación estética cuanto mejor llegase a plasmar en sus obras esa sensación abstracta de preclara actitud negativa. El Arte, como lenguaje simbólico, crea una manifestación del mundo que incide en su grandeza, en su belleza o en su mensaje inspirado. Pero el ser humano empezó ya antes con su lenguaje hablado, escrito o dibujado a componer sentidos diferentes al propio natural del mundo de las cosas. Y comenzó a negar, algo ésto inexistente en la naturaleza. Porque todo en el mundo natural es afirmación: las cosas son o no son, y ambas determinan una afirmación, aunque sea una negativa gramatical a veces su sentido. Cuando decimos, por ejemplo: hoy no ha llovido, no es una negación sino una afirmación negativa. Pero la negación entendida ahora con un sentido diferente, como una actitud y no como un opuesto a lo afirmado, empezó a ser una realidad cuando el ser humano alcanzó a crear mundos imaginados o sistemas simbólicos que le permitieron crear ficciones posibles, existencias virtuales o pensamientos divergentes. A través de ese mundo simbólico creado el ser humano podía adoptar además una visión ajena a sí mismo y llegar incluso a comprenderla. Por eso surgieron los sistemas filosóficos y las religiones, para poder comenzar a negar la evidencia. Fue negación cuando el primer hombre llenó de víveres o recuerdos materiales las tumbas de sus fallecidos. Fue negación cuando se rebeló ante la tiranía o ante la injusticia más inhumana. Fue negación también cuando compuso sus primeros versos primigenios: negaba así el dolor o la inanidad de sentirse ajeno a la vida. 

Negar fue un cambio en el proceso creativo del hombre, pues con ello se enfrentaba al mundo lastimoso de lo afirmativo. La repulsa llegaría a sofisticarse incluso con el modo abstracto en el que el mensaje se transmitiría. Para el Arte fue a veces algo físico, por ejemplo cuando con la perspectiva renacentista negaba el pintor su imposibilidad de poder representar la vida real. Pero también espiritual, con esa otra forma no física de poder representar las cosas emotivas o incomprensibles. Para el creador del Arte la sutilidad de la representación negativa fue un sentido eficaz para llegar a distinguir, por ejemplo, al artesano o grabador del genio pictórico más sublime. Ahora se podía expresar algo más que una simple representación física de las cosas del mundo. Y empezó el Arte a perfilar un sentido intelectual o metafísico que le llevaría a ser una de las pocas manifestaciones artísticas más sutiles de la historia. Es junto a la poesía el modo de negar que el ser humano pudo realizar sin caer demasiado en la idolatría. Porque la negación es también una virtualidad de lo ideológico. Negamos cuando empezamos a creer en algo. Por eso el Arte, que es una forma con la que el ser humano expresa  sentimientos, consiguió su más elogioso sentido cuanto más alcanzara a representar la negación en sus obras. La negación como actitud digna ante las trastornadoras fuerzas de la naturaleza o del poder infame de la afirmación. Porque cuando a Sócrates le condenan a morir los jueces de Atenas, lo que le llevó a la muerte fue precisamente la terrible afirmación de una injusticia. El pintor neoclásico francés Jacques Philippe Joseph de Saint-Quentin compuso su obra  La muerte de Sócrates con el gesto preciso de su negación. Pero, ¿qué negaba el filósofo por entonces? No negaba sus acusaciones, no negaba su sentencia, no negaba sus principios, lo que negaba era la posible traición a sí mismo. Cuando le sentenciaron a muerte, los jueces atenienses le ofrecieron a cambio el exilio, pero el filósofo griego no aceptó esa salida, la negó, ya que suponía reconocer así su delito. 

En la atribulada historia, tan desconocida, de la gesta colonizadora de América muchos héroes sucumbieron ante la fuerza incongruente de un destino inconcebible. Para el Arte nunca es fácil expresar la negación en las representaciones históricas tan reconocidas. ¿Cómo llegar a conseguir expresar ser fiel a lo histórico y a la negación? Porque no hay negación cuando todo es aceptado, es unánime o es universalmente reconocido. La negación es una rebeldía, la negación es un artificio creado para poder romper la inercia de la vida, para, con ella, alcanzar también a responder a un enigma existencial muy poderoso. Las víctimas caen siempre de ambos lados, pero sólo la representación más sublime consigue llegar a significar la intención más perfecta de la verdadera negación. Para cuando los españoles al mando de Francisco Pizarro obtuvieron la victoria ante el decadente imperio Inca, las maravillosas fragancias de sus tesoros ilusorios y reales cegaron a algunos conquistadores ante el poder engrandecido del gran héroe. La ambición, la codicia y la deslealtad llevaron entonces a la ignominia y al crimen más detestable: el de los propios compañeros de armas. Para cuando la encerrona fue inevitable, el cuerpo acribillado con heridas blancas quedaría inerme en el frío suelo de la estancia. Nadie se atrevió del todo a terminar el crimen, y Pizarro se aferró entonces a sus manos invencibles para poder así, in extremis, tratar de salvar su inútil agonía. De este modo fue como el pintor español Manuel Ramírez Ibáñez compuso su lienzo La muerte de Francisco Pizarro, con la negación dolorosa ante la infamia o ante la defenestración perversa de la felonía. Todo lo que no había podido conseguir el enemigo en la batalla, en el asalto o en la lucha cruenta ante otras armas. El pintor reproduce en su obra el momento flagrante que no es, sin embargo, paradigma alguno de heroicidad o de grandeza elogiosa. Todo lo contrario, de vergüenza incluso. Por eso aquí el Arte alcanza la verdadera consideración estética de lo que la actitud creativa debiera tener para serlo: la negación, ahora aquí tan subjetiva como histórica. Porque aquí solo la escena tenebrosa reivindica ahora una negación elogiosa, una tan artística también que el propio personaje no podrá conseguir al menos sin belleza...

(Óleo neoclásico La muerte de Sócrates, 1762, del pintor francés Jacques Philippe de Saint-Quentin, Escuela Nacional de Arte, París; Lienzo La muerte de Francisco Pizarro, 1877, del pintor español Manuel Ramírez Ibáñez, Museo del Prado, Madrid.)

15 de octubre de 2020

Van Gogh en Rubens o la esperanza cósmica trazada una vez sobre las oscuridades terroríficas de un sueño.


 La Pintura barroca de Rubens tuvo una vez la oportunidad de mostrar toda la crudeza que el Arte pudiera expresar en un cuadro. Porque en esa obra estaba la representación de un mito constituyente y también la fuerza incontenible de un maleficio despiadado, sangriento, cruel y mortífero. ¿Cómo pudo Rubens atreverse a hacer algo parecido? Es de reconocer la temeridad y el valor artísticos que el pintor flamenco tuvo entonces. Pero era un mito grecolatino fundamental y él un gran pintor para poder expresarlo. El escritor romano Ovidio lo contaba ya en su compilación de mitos y leyendas. Saturno, el primordial dios romano, fue un asesino porque había sido asociado desde hacía tiempo al maléfico dios griego Cronos. Pero, sin embargo, había sido una traslación mítica desafortunada ya que la mitología romana no había ideado nunca tamaña maldad para ninguno de sus dioses. El mito griego sí, Cronos fue un titán poderoso que se hizo dueño del mundo mutilando incluso a su padre Urano. De esta mítica mutilación surgiría Afrodita, la diosa de la Belleza griega. Pero no se conformaría Cronos con ser dueño del mundo, desearía serlo también de todo el universo. Para ello debía realizar un pacto con los demás titanes poderosos. Ese pacto le daría el poder máximo en el cosmos. Pero, a cambio, él no debería tener nunca descendencia. Así fue como el dios Cronos acabaría devorando a sus hijos. La madre de ellos, Rea, idearía luego una treta para salvar a su hijo pequeño Zeus (Júpiter en la mitología romana): envolvería en sus pañales una piedra dejando que Cronos se la tragase creyendo que era su hijo. Así lo salvaría. Esta fue la mitología que prosperaría en el relato cultural que Ovidio, un romano más atrevido que Rubens, dejase escrito gracias a su elogioso verso descriptivo. Así fue como Saturno se transformaría en un monstruo. Porque no lo había sido nunca antes, sin embargo. Saturno era el dios romano de las simientes, de los cereales y de las viñas. Se representaba con la hoz del segador o con la podadera del viñador. Pero todo eso fue transformado por la hábil pluma de un poeta satírico. Ovidio fue en Roma un famoso escritor por haber sido el mejor guionista de telenovelas de entonces. El público quería sus entretenidas historias y leyendas porque retrataban la misma realidad sórdida que el mundo reflejara en sus vidas sin belleza. 

El mito de Saturno devorando a sus hijos lo creó Ovidio de una antigua asociación de este dios romano con el cruel dios griego Cronos. Grecia había sido la primera que llevara la crueldad a sus mitos para exorcizar la vida humana tan desolada. Roma se desolaría más tarde, sin embargo, ahora ante tanta barbarie y tanta tragedia gratuita. Había necesitado Roma una mitología y la griega era la mejor para consolidar la fundamentación de unos dioses en su cultura y en su vida. Así se hizo con algunos dioses griegos que tuvieron su identificación con los romanos. Pero para Saturno, sin embargo, fue un despropósito. A parte de que santificaba una desolación para cualquier tradición familiar y religiosa, la crueldad de la abominación de Cronos/Saturno era demasiado para la sensación optimista y sagrada que Roma tuviese de sus dioses o de su sentido moral de la historia. Cuando el gran pintor flamenco se decidiera a realizar su obra para una de las estancias reales de la corona española, el gran creador barroco diseñaría antes un boceto de la misma. En uno de esos bocetos que se conservan no estaban dibujadas las tres estrellas que ahora sí aparecen grandiosas y claramente pintadas en el óleo de Rubens. Esa indeterminación iconográfica entre el boceto y el lienzo es una premonición maravillosa de la grandeza estética que tuviera luego uno de los mejores pintores del mundo. Porque al final Rubens comprendería que la mejor muestra de romper con la condenación despiadada de esa leyenda era simbolizar al dios primordial con la fructífera inspiración universal de un mensaje ahora de esperanza... Y pintaría tres estrellas fulgurantes sobre la escena terrorífica de ese acontecer inevitable. Representan en el cielo la manera en que el planeta Saturno era por entonces divisado: con la sensación de tres estrellas desplegadas entre su brillante alineada forma estelar (no se conocían aún los anillos de Saturno).

Aun así, Rubens compuso su mito clásico con la dureza de la visión más trágica de un filicidio titánico. No hay piedad ni razón ni designio sagrado en la leyenda. Sólo crueldad maléfica justificada por el sentido primigenio de una genealogía mítica. Pero, sin embargo, el pintor barroco quiso destacar la fuerza simbólica de unas estrellas brillantes que ahora sobrevuelan alumbrando el conjunto estético con un sentido distinto. Fue una premonición y un prodigio, todo un alarde metafísico de gnosis mística iconográfica. Doscientos cincuenta años después de Rubens un pintor desesperado no dejaría de pintar estrellas poderosas y brillantes que harían matizar sus lienzos con el desgarrador contraste de una vaga esperanza. Así, Van Gogh haría con ellas una coreografía estética llena de luz y de fuerza psicológica muy poderosa. Toda una recreación estética de un cosmos estrellado para llevar un atisbo de ilusión a la desmadejada y sombría alma de los hombres. Para eso existiría el Arte también, para transmitir un deseo o un alarde simbólico lleno de esperanza. Con esa iconografía marginal o grandiosa dos pintores, tan alejados en la historia, tuvieron una vez la fortuna de poder transmitir el mismo mensaje sagrado de esperanza... Cualquier representación estética de un mito no es más que la visión particular que de esa leyenda tenga los ojos de quien lo perciba. Cuando Roma quiso finalmente cambiar su mitología y recuperar parte de aquella elogiosa que antes tuviera, otro poeta romano, Virgilio, crearía por entonces una leyenda distinta de Saturno. Ahora el dios maltratado por sus hijos, expulsado ya del Olimpo griego, encontraría refugio en Roma y perpetuaría, tras el reino de Jano, los bienes sagrados de la edad de Oro y de una civilización perfecta. Los romanos entonces quisieron definitivamente salvar a Saturno. Como Van Gogh quisiera para el ser humano también hacer con sus estrellas o como Rubens hizo finalmente con Saturno. Con el Orfismo, esa filosofía-religión mística cargada de esperanza salvífica, los romanos acabarían transformando al titán despiadado y maléfico en un rey bondadoso y justo, creando definitivamente así, desde una serena sabiduría tan próspera, la mítica universal más brillante de una nueva edad dorada y poderosa.

(Óleo barroco Saturno devorando a sus hijos, 1638, Rubens, Museo del Prado, Madrid.)