Cuando el Arte español alcanzara su mejor sentido estético fue en dos momentos históricos de cierta semejanza sutilmente creativa. Se situaron estos alardes estéticos en las segundas mitades de esos siglos sublimes, los dos siglos más gloriosos, además, que la historia de España tuviese en el mundo. Es de entender que su Arte reflejase entonces esa eventualidad culminadora. Aunque la historia social y política no corresponda exactamente con la cultural casi nunca, esos dos momentos históricos establecieron, sin embargo, el mayor grado de realización artística llevado a cabo en España en cada uno de esos dos estilos tan extraordinarios habidos en el Arte universal. Esos estilos fueron el Manierismo y el Barroco, pero ahora ambos ya en su fase final, cuando el desarrollo del estilo de su pintura llegaría a lo máximo que por entonces pudiera así elaborarse... sin caer en otra cosa distinta. Porque la evolución artística es tan sutil como engañosa, ¿hacia dónde se va en una tendencia artística? Los pintores desean componer sus obras con dos cosas generalmente: perfección y avance. El avance es la perfección llevada algo más allá. Pero la perfección no puede avanzar, por definición: es perfecta. Sería entonces casi como una cierta esquizofrenia artística vertiginosa. Si una creación se sostiene en sus elementos estéticos donde la belleza ya no se puede forzar más, ¿por qué el creador entonces decide ir un poco más allá, a riesgo de zaherir la perfección alcanzada? Debe ser una tentación irrefrenable esa, debe ser la autoconfianza también de dominar ya una expresión determinada, la capacidad de crear belleza desde la nada, lo que deberá llevar a los autores artísticos a la imposible resistencia devocional hacia la transgresión estética más anhelada... ¿Cuál es esa transgresión estética tan querida? La de forzar el sentido convencional más extendido entonces, la de traspasar ya el ámbito de lo admitido hasta entonces. Pero ahora haciéndolo de manera que no se perciba demasiado todo eso, que sólo se insinúe, que sólo se muestre sin mostrar, que se plasme sin ningún relieve consistente que lleve a deslucir, en los ojos del que lo mire, el mejor modo de componer un Arte que no tenga más fronteras que la de su propia creatividad.
La obra manierista del gran pintor Luis de Morales (1510-1586) La Virgen de la Leche, compuesta sobre el año 1565, es una muestra extraordinaria del mejor sutil erotismo místico realizado en el Arte español. Sólo cuando los conceptos estéticos se tienen claros es posible percibir la belleza sin confusión ni desatino. El sentido estético en el Arte es el resultado de todas las variables estéticas que se articulan en una composición determinada. En esta maravillosa obra manierista hay un espacio estético que formará además parte relevante de esas variables estéticas. Es el aislado encuadre espacial de dos figuras solitarias que, sobre un fondo oscuro necesario, aparecen ahora unidas en una pose de extrema comunicación sedentaria. Ese fondo inerte es ahora la mayor expresión de intimidad precisa para poder transmitir la comunicación mística y erótica más sutil que una imagen, sagrada además, pueda tener en el Arte. Fue una de las composiciones más recreadas del Renacimiento el gesto artístico de amamantar María a su pequeño bebé. Las obras de Arte de entonces, del siglo XV y principios del XVI, habían mostrado el pecho descubierto de la madre en sus lienzos artísticos. Pero tiempo después, a partir de la mitad del siglo XVI, se fue abandonando esa estética evidente por considerarla por entonces muy indecorosa. Así surgiría el erotismo realmente, como aquella práctica estética que sólo insinuase el sentido pero que no evitase del todo su finalidad primorosa. La forma tan conseguida y delicada que el pintor español alcanzó para transmitir una comunicación tan tierna y sutil, no ha sido obtenida jamás después en una obra sagrada como esa. El pequeño bebé está ahora asiendo con su mano izquierda el grácil velo transparente de su madre en un gesto poderoso de atracción y deseo irresistibles, ambos impulsos muy naturales, sin embargo, para un ser tan desvalido que necesite urgentemente alimentarse. Con su otra mano buscará así la forma de acercarse al pecho necesitado, ahora éste ya cubierto por la belleza colorida de un tejido prodigioso. Pero, luego estará la mirada tierna y asombrosa de María, un gesto aquí tan perceptivo como la sumisión tan querida de ella ante un deseo vital tan vigoroso como insinuante. ¿Hay alguna forma mejor de transmitir un sentido erótico profundo donde la voluntad de dos seres sea ya tan aceptada, sentida y precisa?
El Barroco fue un período histórico más que un estilo artístico ya que en él existieron diversas tendencias estilísticas diferentes. Al haber sido el período artístico más largo de la historia es de comprender que tuviese diferentes tendencias dentro del gran momento que supuso el Barroco en el Arte. Es difícil poder elegir en tan dilatado manantial de creatividad maravillosa una obra barroca que muestre alguna genialidad especial. Pero hay una que lo hace claramente. En el año 1679, cuando el siglo XVII empezaba a tener ese horizonte que hizo de esos años finales un momento histórico sublime por su avance científico, técnico, social e intelectual, un pintor español consiguió traspasar la frontera de lo admitido o conocido como Arte hasta entonces. Pero, al igual que Luis de Morales, no lo hizo sino con la sutileza y el prodigio equilibrado más artístico que se pudiera hacer entonces. En su retrato El duque de Pastrana, el pintor Juan Carreño de Miranda (1614-1685) no sólo compone el retrato de un noble español de finales del siglo XVII, sino que llegaría a conseguir el concierto estético más elaborado de asignación figurativa de unos colores ahora extraños, de unos trazos indefinidos o de unas mezclas poco naturales en una composición tan original para entonces. Es el avance pictórico más sublime que consiguiese el Barroco hacer por entonces. Si quitamos la figura del duque retratado, ¿qué nos quedará en la obra barroca? Un paisaje absolutamente impreciso para el sentido clásico del Arte, ¿no es un modernismo barroco ese que hiciera Carreño de Miranda por entonces? Las ramas del árbol se confunden ahora con las nubes insolentes de un cielo tan terroso como sus hojas apenas inapreciables. La figura del caballo surge como de un sueño pictórico detrás del retratado, enarbolando ahora un enjaezado sutil celeste y pequeño como el cielo efímero tan desolado que pintase su autor. No se distinguen sino su cabeza y sus cuartos delanteros en un alarde de sorpresa plástica sublime. Es ahora aquí la efusión expresiva de unos colores sin la definición perfilada que los hace contrastar o resurgir entre sus sombras figurativas. No, ahora no, ahora los colores hacen las formas estéticas desde la visión ¡tan impresionista! como, siglos después, una tendencia así llevase por fin las figuras de un paisaje a la historia del Arte. Era este el reflejo sutil de un avance que una sociedad llevara o quisiera llevar por entonces en la historia artística. ¡Qué diferencia con el retrato aséptico del caballero de la mano en su pecho de El Greco! El mundo estaba cambiando. España también. Fue un momento histórico (artístico, social, filosófico) que se malograría sin embargo. Y que España llevaría ya en el germen social de su difícil destino histórico. En el Arte europeo por supuesto, jamás se volvería a pintar así hasta que el Impresionismo lo lograse, casi doscientos años después. Fue un alarde artístico extraordinario que duraría tan poco como sus creadores pudieron dilatarlo sin desfallecer. Como la historia lo permitiera, también. Pero, no lo hizo... Esas solo fueron las grandezas sutiles tan efímeras de estas dos creaciones artísticas tan innovadoras en la historia de la estética que se pudieron hacer. Porque, además, si en algo el país que lo alumbrase se caracterizaría en la historia sería por eso: por ser el pionero en muchas de las cosas que el mundo, luego, se apropiase y desarrollase como si nunca antes hubiese sido vislumbrado o intuido por nadie.
(Óleo sobre tabla La Virgen de la Leche, 1565, del pintor manierista español Luis de Morales, Museo del Prado; Óleo sobre lienzo El duque de Pastrana, 1679, del pintor barroco español Juan Carreño de Miranda, Museo del Prado, Madrid.)