20 de febrero de 2022

La belleza imperceptible es la que existe antes de haberla percibido, cuando el ánimo emotivo comprende ya lo que ve.


 No hay belleza sino en la mirada detenida, en la mirada que no fracciona sino que completa cosas, en la mirada en que las cosas individualmente no existen, sino que forman parte de un sentido mucho más grandioso o más amplio. Cuando nos desesperamos con la vida, por ejemplo, es porque aislaremos del universo que nos rodea aquello que nos impacta primero, equivocadamente; es así lo que nos atrae hacia el oscuro temblor de lo ofuscado por la atención incompleta de las cosas, esa atención que se origina por nuestra percepción más ingenua, la más fugaz o la más impaciente. Percibir es una forma de elegir entre vivir o morir. Sólo cuando elegimos vivir la percepción es auténtica, es clarificadora, se muestra intacta además ante los errores de la memoria o de lo pavoroso. En la segunda mitad del siglo XIX surgió en Francia un curioso movimiento naturalista en la pintura. Era un realismo estético matizado de un cierto temblor existencial; un temblor social, personal, universal y recreado o narrado tanto histórica como personalmente. No siempre los pintores se ubican completamente en su tendencia artística. Es una especie de excusa tenerla para crear luego otra cosa, lo que el ánimo artístico les lleve a componer sin encorsetamientos. Fue el caso del pintor francés Jean-Charles Cazin (1841-1901). De joven, el pintor aprendería en París del maestro Lecoq de Boisbaudran a observar bien, muy detenidamente, las cosas en su memoria, a mirar antes, minuciosamente, todo lo que luego tuviera que pintar. Lecoq le enseñaría a pintar entonces de memoria, a observar y mantener así, en su mente artística, las cosas que viese en la naturaleza antes de plasmarlas luego en el lienzo artístico. En el año 1883 pinta entonces su obra El Arcoíris, una composición absolutamente sorprendente de naturalismo paisajista. ¿Qué sentido tuvo glosar una de las visiones más maravillosas del cielo, el arcoíris, de ese modo tan atenuado, tan simple, tan elemental, tan limitado ahora? En su paisaje rural solo vemos un camino, una casa orillada a éste, una herramienta solitaria alejada de todo, un cielo poderoso aterido de nubes coloridas y un atisbo fraccionado de un bello arcoíris desolador...  No hay seres vivos, sin embargo, en la obra. Apenas vemos unas pocas flores amarillas al borde del sendero y, algo más lejos, unos árboles hundidos que enmarcan, tal vez, la visión fugaz de un diluido ahora fenómeno atmosférico. La composición del conjunto estético, donde solo el cielo es favorecido en el espacio iconográfico, revelará el sentido final de lo expresado realmente. Porque no es la soledad del camino, no es la abandonada estancia de un hogar cerrado, no es la desesperada visión de un espacio sin vida lo que el pintor quiso expresar en su emotiva obra naturalista. Porque el cielo, además, es ahora aquí un cielo compungido de obtusa belleza. Un firmamento que, luego de una tormenta fugaz, aparece ahora expresado de extraños matices distintos con la panorámica parcial añadida de una liviana refracción provocada por un tímido sol y unas pequeñas gotas de agua. 

Esta visión del cielo no es entonces lo suficientemente poderosa aún como para colmar el sentido estético grandioso de un esplendoroso paisaje de belleza. Porque no hay tampoco un sentido panorámico de belleza ocasionado por la visión maravillosa que un arcoíris poderoso debiera tener para serlo. Pero, sin embargo, no es eso lo que percibiremos luego, cuando, asombrados, dediquemos el tiempo suficiente para comprenderlo. Nos llevará a pensar otra cosa la visión estética que nos presente la obra en su conjunto, no sólo la visión física sino, sobre todo, la emotiva... ¿Será, entonces, la memoria? ¿Será aquella forma de crear que el pintor aprendió de su maestro inspirado para percibir mejor lo acontecido? El recuerdo instilado de lo visto antes matizará luego el sentido final de lo alcanzado a ver, de lo visto antes de ser fijado en el lienzo... o en la emoción solícita. ¿Sucederá lo mismo con lo percibido del mundo en el caso que nuestro ánimo nos infunda, desprotegido ahora, un cierto temblor hiriente de nuestra percepción de él? Porque el sentido de lo que percibiremos inicialmente es una parcialidad que nos llevará a componer una visión condicionada, absolutamente parcial y equivocada del mundo. No bastará entonces para alcanzar una gratificación estética, mental o psicológica, de lo percibido del mundo. En su obra naturalista el pintor consigue expresar la realidad inmediata, no la mediata, y obligando así a ver ésta tiempo después gracias a la impresión tan emotiva de una memoria prolífica. De este modo el pintor conmocionó y sorprendió, desprevenidos, a los que fuesen capaces de esperar el tiempo suficiente como para alcanzar una belleza distinta, una no manifiesta sino recordada, secundaria, pero profunda y emotiva. Este es el sentido estético naturalista aquí, un cierto temblor emotivo de algo que habría de expresar, junto a la belleza del paisaje, una belleza completada que conllevará latente luego de ser asumida en la memoria emotiva de un inspirado sujeto receptor. Así es en la vida también, tal vez, cuando el fragor obtuso de lo real nos obligue a lo mismo añadiendo ahora la percepción emotiva de las cosas. Unas cosas que llevarán su tiempo ser comprendidas del todo, ahora sin error, sin asperezas, sin desesperación, sin desalojos ingratos, sin distancias, sin certezas tampoco; sin ningún sentido demoledor de áspera belleza desolada que, rauda, vagabundeará sin tino por el anhelado paisaje inspirador de nuestros recuerdos más íntimos. 

(Óleo El Arcoíris, 1883, del pintor francés Jean-Charles Cazin, Museo de Arte de Cleveland, EEUU.)

17 de febrero de 2022

La creación de Arte es una muestra de la volátil aquiescencia entre lo que es valioso y lo que no lo es.

 



No hay una reglamentación universal y matemática de lo que es valioso o no en el Arte. El estudio y análisis de obras de Arte es una muy acertada terapia también para la complejidad personal ante la valía o la estima subjetiva de los propios seres. Nos absuelve de la desesperación, de la inquina personal ante las atronadoras voces sagradas de la grandiosidad humana. También ante el hecho de no tener otra razón de ser que existir, que ser lo que se es, a pesar de no haber obtenido del mundo la primorosa o elogiosa referencia ante la eternidad de lo bendecido por la historia o por los otros. Hay dos cosas que son un misterio en el mundo creativo: la verdad de lo elogioso y la falsedad de lo que no lo es. Para romper con esta dicotomía de lo obsesivo habrá que buscar la autenticidad. Esto es, hoy por hoy, lo valorable, lo que no se deja llevar por la moda, la propaganda, el sesgo o la basura indefinida de lo cultural. Pero, ¿qué es lo auténtico? Puede ser lo creado que expresa armonía, fuerza, contraste, realidad representativa y una respuesta emotiva en quien lo percibe. Sin embargo, hay una variable que no está ahí incluida y determina la más significativa explicación al porqué una cosa es valiosa o no: la contemporaneidad de lo creado con la tendencia social imperante. Porque es la tendencia social la que justifica el mundo. Y lo hace además a posteriori casi siempre. Pero, ¿qué es la tendencia social? Para no extendernos, es la doctrina publicada de la fe en algo. En este caso una creación artística. Los que la promueven son los mesías de esa fe. No es que la fe no exista en otros casos, es que esa, y no otra, es la que primará sobre las demás. Estamos en una situación histórica que, con la perspectiva de los años, veremos las obras que una vez fueron modernas, vanguardistas o punteras con el distanciamiento suficiente para empezar a ser agnósticos con ellas. No ateos, agnósticos. Es decir, podemos creer en todo pero no especialmente en nada. Y, entonces, la autenticidad volverá, tal vez, sobre sus pasos ateridos...

La expresión de lo armonioso es una característica artística con la que casi todos estaremos de acuerdo. Sin armonía no hay nada que valorar artísticamente. Aunque cierto Arte abstracto excesivo haya cuestionado esta sentencia armoniosa en sus creaciones. Pero no se trata de alcanzar toda la armonía del mundo, sino solo aquella que sea precisa para poder valorarla. La fuerza expresiva es la variable que el Arte Moderno, por ejemplo el de Cezanne, dispone entre las cosas que lo hacen valorable. El contraste es fundamental para el sentido de la forma y del contenido, es una variable moderna y antigua, puede verse tanto en Rembrandt como en Van Gogh. La realidad de lo representado es lo que choca con la abstracción artística. Sin realidad, aunque sea mínima, no es posible referenciar nada representable. El Arte para ser auténtico necesita de la representatividad de lo que es, aunque esto no sea exactamente así como se vea luego. Y por último la emotividad. Sin sentir emoción en lo que vemos no merece ser nada visto. Todo lo percibido que nos llega debe ser originado por una emoción que lo representado nos haga sentir también. Y todo eso, sin embargo, no servirá de nada para ser reconocido en la historia del Arte. La fe, la fe es lo que falta. Pero la fe quién la determina. Porque no es tan sencillo arbitrar un argumento artístico creíble, formas o partes de algo que justifiquen un resultado valorable o exitoso. Las causas que originan una relevancia cultural histórica son múltiples y se deben dar todas además a la vez, o poco tiempo después. Al final, el sentido de lo valioso es tan relativo que no merece la pena debatirlo. Así de irónico es el asunto de la valoración en el mundo, sea de Arte o de otra cosa. Los intereses creados seguirán planteados, y muy poderosos, frente a la volátil aquiescencia de lo valioso en el mundo.

A mediados del siglo XIX se comenzó en Francia a valorar la pintura creada al aire libre. Se denominó Plenairismo al resultado de componer pinturas con la luz natural y no en el interior de un estudio. Se inició así un impulso al paisaje natural, con sus contrastes naturales, con sus iluminaciones naturales, con sus resultados naturales ante las formas complejas de la naturaleza. De aquí surgió el Impresionismo poco después. Se crearían además escuelas temporales para clasificar el Arte creado así, como lo fue el Círculo de Plenairistas de Haes, un grupo de pintores españoles que, al amparo de su maestro Carlos de Haes, compusieron obras de paisajes con el estilo natural propio de la creación al aire libre. Uno de ellos lo fue el pintor madrileño José Jiménez Fernández (1846-1873). Alumno de Haes, llevaría la obsesión plenairista a niveles de calidad que se comenzaron a vislumbrar en las exposiciones nacionales de sus obras. En el año 1873 decide el pintor madrileño viajar a la sierra del Escorial para hallar esas muestras de belleza natural que, para él, tuvieran ese efecto emotivo que el Arte debía tener. Como consecuencia de su estancia en El Escorial enferma de pulmonía falleciendo a los veintisiete años de edad. Una malograda vida artística que, desgraciadamente, nunca pudo demostrar lo que pudo ser y no fue. Poco antes de eso creó su obra Estudio de Paisaje. En ella vemos todas las características que una obra de Arte debería tener para ser auténtica... Salvo una cosa: la fe. Sin fe el mundo no consigue valorar ni emocionarse. Y no lo hizo nunca con este pintor, más allá tal vez que con algunas obras que tuvieron el goce de ser resguardadas, sin realce, entre las paredes menos elogiosas del insigne gran museo de su ciudad.

(Óleo Estudio de Paisaje, 1873, del pintor español José Jiménez Fernández, Museo del Prado, Madrid; Óleo Campo con amapolas, 1888, del pintor Vincent Van Gogh, Museo Van Gogh, Amsterdam (Fundación Vincent Van Gogh).)