18 de abril de 2011

Entre un hombre y un Dios, entre una historia y una leyenda, entre una descreencia y una fe.



Después de que Judea fuese arrasada por los romanos dirigidos por Tito Flavio en el año 70 d.C., los judíos entonces huyeron en todas direcciones. Muchos de ellos hacia el Mediterráneo, lo cual les llevaría a occidente, lejos de allí. Es por lo que esas comunidades hebreas de Judea se asentaron en la Galia, en Italia o en la Hispania romanas. Con los años se integraron en esos pueblos de occidente y en su historia, formando parte de ellos. Pero nunca dejarían de practicar y expresar sus creencias rabínicas o talmúdicas. En el reino catalano-aragonés del rey Jaime I se llevaría a cabo en el año 1263 una de las primeras disputas más conocidas de la historia entre el judaísmo y su antagonista -y heredera- creencia cristiana. Aunque, según cuenta la historia, la primera de esas disputas se habría celebrado algunos años antes en París. Los que propiciaban este tipo de enfrentamiento eran los cristianos conversos -antiguos judíos que se habían convertido al cristianismo-, por un lado, y los rabinos judíos por otro, éstos más acostumbrados a la polémica o al ejercicio de la sabiduría.

Así que en el año 1263 el rey aragonés permitió que se celebrara en Barcelona la famosa disputa sobre Jesús. Invitaron al rabí Moshe Ben Nahma y al converso cristiano Pablo Cristiani, conocedor también del Talmud o el libro de las enseñanzas y sabiduría hebreas. En esa famosa disputa el rabino trataría de exponer que los sabios judíos que escribieron el Talmud lo hicieron después de la destrucción del Templo de Jerusalén, es decir, a partir del año 70 d.C. Que este importante escrito hebreo relataba en uno de sus libros la vida de un personaje judío al que se le llamó Ieshú, y que viviría en el año 90 antes de la era cristiana. Que fue Ieshú hijo de un amor adúltero entre una judía llamada Miriam y un soldado romano. Que la madre tuvo que ocultar el origen de su hijo para no ser culpada ante los suyos y evitar que fuese un bastardo. Y que Ieshú, por causa de un cruel rey de Judea -Janeo, monarca hebreo que reinó entre el 103 a.C. y  el 76 a.C.-, tuvo que huir a Egipto con su maestro, el Rabí Perajiá, en donde Ieshú se iniciaría en la brujería y en la idolatría de ese pueblo norteafricano.

Años después, de vuelta a Israel con el Rabí, pararon ambos en una posada y allí, a causa de una confusión con unas palabras pronunciadas por su maestro, Ieshú sería amonestado por el Rabí Perajiá. Desde entonces trataría Ieshú de disculparse frente al Rabí. Sin embargo éste aún no aceptaría la disculpa. Un día fue a disculparse Ieshú cuando el Rabí estaba en medio de una plegaria, entonces éste le hizo una señal de que esperase, pero Ieshú lo interpretó como que seguía negándole la disculpa. Salió Ieshú muy airado y levantaría con su mano una piedra, comenzando así a adorarla en un gesto claro de idolatría. Desde ese momento frecuentaría la magia y trataría de atraer a muchos hebreos a sus nuevas ideas idólatras. Luego el Rabí fue a buscarlo para perdirle que se arrepintiese. Pero Ieshú le contestaría: No, he aprendido de ti que aquél que peca y ayuda a pecar a otros no tiene derecho a arrepentirse. La verdad es que la enseñanza del Rabí no fue esa, Ieshú la malinterpretaría. La verdadera enseñanza del Rabí decía: ... que Yavéh no le ayudaría a arrepentirse, pero que si la persona decidía hacerlo por si sola, aun a pesar de que le resultara mucho más difícil, Yavéh le perdonaría.

Continuaba el Talmud relatando que Ieshú llegaría a tener sus propios discípulos, unos cinco, y que entonces un tribunal judío lo encontraría culpable de idolatría, brujería y corrupción moral contra el pueblo de Israel. Que nadie se presentó a defenderlo y que sería condenado a dos penas de muerte de acuerdo a la Ley hebraica, apedreado y colgado después. En la víspera de la fiesta que conmemoraba la salida del pueblo israelita de Egipto, la Pascua hebrea, su cuerpo herido fue colgado de un madero hasta su muerte. Moshe Ben Namah reconoció entonces que el Cristo crucificado por los romanos ciento veinte años después no es el mismo relatado en el Talmud, pero que este es el único ajusticiado de ese modo que el Talmud relataba. Ben Namah opuso a los cristianos el argumento de que los sabios talmúdicos nunca creyeron en que el mesianismo de Jesús fuese tal, y así mantuvieron y siguieron con sus antiguas y propias creencias hebraicas. El converso Pablo Cristiani arremetió entonces con las diatribas del que está del lado de la razón y el Estado. Cuentan que el rey Jaime I le ofreció unas monedas al Rabí por las molestias y le llegaría a decir incluso: Jamás había visto a un hombre equivocado razonar tan bien como tu lo has hecho.

El teólogo alemán Karl Bultmann (1884-1976) culminaría unas teorías que se habían iniciado en el siglo XVIII para establecer la primera de las búsquedas del Jesús histórico. Unas teorías que se desarrollaron entre los años 1774 y 1953. Este teólogo y erudito alemán dijo en el año 1964: Todo lo que sabemos de Jesús cabe en una hoja de papel. La información que disponemos de Jesús sólo proviene de tres medios escritos: los Evangelios sagrados, los evangelios apócrifos y los testimonios históricos mínimos de Flavio Josefo (39-101), Plinio el joven (62-113), Tácito (55-120) o Suetonio (70-126). Flavio Josefo llegaría a mencionar claramente: le llamaban el Cristo y fue condenado a la pena capital por el procurador Poncio Pilato. El teólogo Bultmann, sin embargo, afirmaría que lo mejor sería la no-búsqueda, pues los evangelios no bastan para justificar al personaje histórico. De ese modo, defendería mejor el teólogo centrarse en el Cristo de la fe y no en el Jesús histórico. Unos veinte años después de la condena de Jesús de Nazareth, los cristianos consiguieron con Pablo de Tarso (10-67) una diferenciación absoluta con la antigua religión judaica. Este apóstol de Jesús helenizaría el mensaje cristiano primitivo pero, sin quererlo él probablemente así, el gnosticismo -influido por Platón y sus escuelas filosóficas posteriores- vino a condicionar bastante ese reciente cristianismo, una religión todavía entonces no aceptada por el orbe romano dominante.

La realidad fue que esa filosofía neoplatónica -el gnosticismo-, una filosofía mistérica y dualista, tuvo en algunos cristianos ilustrados de siglos posteriores una influencia de pensamiento que motivarían las primeras controversias sobre la realidad de Jesucristo. Así unos decían que Jesús sólo era Dios, que su cuerpo no era humano sino una representación fantasmal, y, por tanto, no pudo sufrir como un humano. Otros decían que era un simple ser humano elevado a una dignidad casi divina luego de su muerte. Los Concilios de Nicea (325) y Constantinopla (381) trataron de ordenar todas esas diversas tendencias en beneficio de una sola y triunfante idea: Jesucristo es eterno y consustancial con Dios, una sola persona y dos naturalezas. Nunca se ha podido demostrar su existencia real, tan sólo el Arte materializaría su rostro y plasmaría también su naturaleza más humana, esa misma forma expresa que llegaría más a la gente.  Forma que le haría y le hace, a diferencia del intangible e invisible Dios judío, mucho más creíble por ser más cercano, más tangible, más común y sufriente. Aquella interpretación de su naturaleza dual divina-humana fue toda una extraordinaria teoría provindencial, una teoría que el obispo Osio de Córdoba (256-357) consiguiera enfrentar al argumento monofisita del presbítero Arrio (256-336) en Nicea en el año 325. Desde entonces ha prevalecido aquella teoría de las dos naturalezas, y, así mismo, de un modo genial -en la acepción más fantástica del término genial-, pudo el cristianismo salvar la difícil cuestión que, sin embargo, ha continuado -y seguirá continuando- en la historia de las creencias: ¿quién fue, realmente, Jesús de Nazaret?

(Cuadro Cristo coronado de espinas, 1510, Lucas Cranach el viejo; Óleo del pintor catalán Joan Abelló i Prats, Jesucristo, 1955; Óleo de Georges Rouault, Cristo, 1938; Cuadro Cristo expulsando a los mercaderes del templo, 1600, El Greco; Cuadro Jesús ante el sumo sacerdote, 1616, Gerrit van Honthorst; Óleo Ecce Homo, 1510, Antonio Allegri.)

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