5 de octubre de 2012

La sinuosa vida retratada entre dos paisajes sin ruptura, o el maravilloso enigma de Giorgione.



Cuenta el historiador de Arte -y pintor del siglo XVI- Giorgio Vasari en su libro Vida de los mejores creadores sobre el pintor del Renacimiento Giorgione: Mientras Giorgione atendía a honrarse a sí mismo y su patria en el mucho conversar que hacía para entretener a sus amigos, se enamoró de una mujer y mucho gozaron el uno del amor del otro. Ocurrió que en el año 1510 ella se contagió de la Peste, pero Giorgione, ignorante de su enfermedad, siguió tratándola y acabó contagiándose él mismo. De forma que, en poco tiempo, a la edad de 33 años pasó a la otra vida no sin dolor de sus amigos que le amaban por sus virtudes.  En el año 1504 la peste asolaría Venecia y sus terribles efectos acabarían por llevarse a miles de personas en la región de la Serenísima República. Entonces Giorgione (1477-1510) se decide a realizar una de sus últimas obras de Arte, Tramonto (Puesta de sol), un paisaje tan enigmático como casi todas sus obras renacentistas. Pero este alarde artístico fue sobre todo un homenaje a las víctimas de esa cruel enfermedad infecciosa. Los paisajes no eran a comienzos del siglo XVI un motivo principal para las obras clásicas de Arte. Pero aquí el gran creador veneciano pintaría lo que, para él, debería ser la mejor representación de la vida por entonces: un paisaje con los colores luminosos del cielo y del mar venecianos, de la vida maravillosa y prodigiosa. Sin embargo, toda esa vida maravillosa la reflejaría el pintor ahora detrás de lo que la atormentaba por entonces: la sórdida y tenebrosa enfermedad aún desconocida, una mortífera y despiadada amenaza que arrasaba a los seres humanos en un mundo que desconocía por completo su remedio.

Es por lo que el escenario más cercano, el primer plano de la obra, es ahora aquí el más oscuro y tenebroso, lleno de dolor y sufrimiento pero también de virtudes humanas muy compasivas. En un primer plano aparece la figura joven de un santo medieval, san Roque. Él está ahora sentado recibiendo las atenciones curativas de otro santo, san Gotardo, un monje vagabundo al que se invocaba por entonces para sanar ciertas enfermedades. Pero san Roque sería también un personaje adscrito a los venerables hombres santos dedicados a la curación. Aquí es ahora invocado realmente contra la peor de las epidemias que existieron por entonces: la Peste. Siempre era este santo representado herido en su pierna izquierda por el mal infecto que pretendía remediar. En los años treinta del siglo XX se realizaron análisis de algunos cuadros de Giorgione para confirmar su verdadera autoría. En esta obra se realizaría una restauración de una parte de su extremo lateral derecho, por entonces muy deteriorada. Consecuencia de esa limpieza apareció un nuevo personaje ahora en el cuadro: la figura apenas esbozada de un san Antonio Abad oculto, justo a la derecha de san Jorge y su caballo, entre las rocas de una cueva. Así que, a partir de entonces, se le cambiaría el título a la obra de Giorgione...  San Jorge luchando contra el dragón sería el tercer santo mencionado en la obra renacentista (dejando afuera del título a la menor figura del monje Gotardo). Esta fue, san Jorge, la figura iconográfica fundamental para enfrentarse al terrible mal desconocido, al dragón más infecto, al más feroz y sanguinario mal, al más oculto de todos los males o al más misterioso de ellos: la enfermedad pavorosa y sanguinaria de la Peste.

Pero Giorgione no quiere, sin embargo, reconocer ni plasmar en su obra de Arte solo ese mal en todo lo que represente en su creación renacentista. Su intuición le hace enmascarar la enfermedad ahora  con el dulce y sosegado paisaje del fondo de la obra, detrás justo del paraje confuso, desconsiderado, enigmático y sórdido del primer plano de la misma. Pero, tampoco tanto porque no hay una frontera muy clara entre un paisaje y otro. Porque la terrible enfermedad no distinguiría nada, no habría fronteras para ella, a todos alcanzaría por igual con su mal infecto. Por esto el pintor renacentista sublimaría la escena con el enigma y la confusión más serena de un misterio incomprensible. ¿Qué misterio es ese? Pues que la vida maravillosa continúa y continuaría luego a pesar de todo... Que las cosas desastrosas pasarán y que entonces los colores de la vida volverán -no se han ido incluso- a relucir como antes y como siempre lo hicieron. Que todo pasará. El pintor veneciano plasmaría entonces su inspiración artística en un paisaje tan aséptico como inmortal, tan sórdido y tan bello como esperanzado... Pero, sin embargo, la genialidad tan inspirada de Giorgione llegaría luego hasta justificar su obra con su propia vida malograda. Cinco años después de terminar la obra de Arte, fallecería el pintor renacentista de la misma enfermedad infecciosa que tratara apenas de ocultar en su pintura misteriosa, entregando así su propia creatividad a lo que él mismo supuso por entonces como algo muy sinuoso, muy taimado y vilmente engañoso. Algo, la terrible enfermedad mortífera, del todo natural como la vida misma, sin embargo, muy propio de ella, muy vivo y desdeñoso, pero, a la vez, algo muy cruel,  muy desconsiderado y totalmente misterioso.

(Óleo Paisaje con San Jorge, San Roque y San Antonio -Tramonto-, 1505, del pintor veneciano del Renacimiento Giorgione, National Gallery, Londres.)

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