23 de septiembre de 2014

La evanescencia de la emoción en la vida frente a la perennidad de la emoción en el Arte.



Podemos enfrentarnos a la emoción en el Arte con la certeza de que no nos abandonará, desgarrada, luego de que acabe agotada por la propia esencia fugaz de su naturaleza. Algo que, sin embargo, sí sucederá con la emoción destinada a la vida. Pero en el Arte no porque la emoción en el Arte no se agota en sí misma, ya que no existe de igual modo a como subyace -más bien que existe- la emoción en la vida. Porque en la vida subyace la emoción más que existe. Se encuentra en la vida la emoción al pairo de los vaivenes de las cosas veleidosas, de aquello que es la vida contingente en sí misma, algo conflictivo, sorprendente o azaroso. Pocas mujeres han habido filósofas en la historia, una de ellas lo fue Anne-Louise Germaine Necker, más conocida como Madame de Staël (1766-1817). En el año 1796 escribiría su obra Acerca de la influencia de las pasiones en la felicidad de los individuos y las naciones. El convulso momento que le tocó vivir, la Revolución francesa, fue el marco social inspirador que le serviría de contraste para afrontar sus reflexiones sobre la infelicidad humana. Para Madame de Staël la felicidad es un concepto idealizado para tratar de conciliar con ella los elementos tan contrarios de la vida. Por ejemplo para tratar de conciliar la esperanza y el temor, o la actividad y la quietud, o la gloria y la calumnia, o la grandeza y la falsedad, o el amor y la inconstancia. La ambición es una pasión egoísta que llevará al uso de cualquier cosa para satisfacer los fines más personales. Esa emoción egoísta se sobrepone a veces por encima de los valores sociales o políticos y acabará triunfando sobre otras pasiones afines menos demoledoras. La piedad, como una cualidad más social que individual, la destacaría Madame de Staël por entonces -pleno momento de violencia social revolucionaria- como un valor para la reconciliación entre los franceses, dadas las experiencias tan terribles vividas después de las heridas de la Revolución. Pero, sobre todo, trataría ella de explicar algo tan moderno como es la insatisfacción producida por la emoción en los humanos. En su obra literaria nos dejaría escrito este pensamiento agudo y demoledor: Nada hay más penoso que el instante que sucede a la emoción; el vacío que deja tras de sí nos causa mayor infelicidad que la privación misma del objeto cuyo deseo nos excitaba antes; lo más difícil de soportar para un jugador no es haber perdido sino dejar de jugar.

John William Godward (1861-1922) nació en un hogar victoriano de clase media con profundas convicciones y ambiciones materiales y sociales. En un lugar así, tan ausente de espiritualidad vital y artística, vería la luz uno de los seres más imbuidos de un sentido clásico de Belleza, de una forma genuina de contemplar la vida con una permanente, emotiva, trascendente, sugestiva, sensual o prodigiosa manera de hacerlo. Luego de enfrentarse a su familia para no ser un exitoso empleado de finanzas más -como lo eran su padre y hermanos-, se marcharía a la artística y sublime Roma donde se consagraría a lo más inalcanzable para él en la vida: plasmar la belleza emotiva de lo inasible. Una belleza emotiva guarecida ahora entre los trazos de su creación artística tan sublime. Porque la belleza emotiva es algo posible de conseguir y mantener tan solo con el Arte, al menos con aquel Arte armonioso, bello y sensible que él había aprendido de sus neoclásicos maestros. Pero nacería el pintor inglés en el momento más equivocado de todos. Su espíritu no supo asimilar el rechazo de una sociedad vertiginosa que evolucionaba demasiado rápido hacia el abismo de una fealdad estética: por entonces el advenimiento del Arte más moderno, el Dadaísmo, frente al más bello y amado Arte clásico. El día 13 de diciembre del año 1922, en su estudio 410 de Fulham Road, al sudoeste de Londres, sería hallado muerto el pintor de la belleza a causa del monóxido de carbono inhalado de un pequeño hornillo indiferente, un instrumento tan mortífero que el propio artista manipularía desbordado y perdido por la infame vida desatenta. 

En la vida, queramos o no entenderlo así, la emoción humana es casi siempre un medio muy sutil y eficaz para tratar de conseguir algún fin deseado por alguien, sea el que sea. El Arte, a cambio, tomará frente a la emoción una posición muy particular y distante, una por cuanto ésta constituirá solo un objeto en sí mismo, pero nada más que eso, un objeto estéticamente más, sin idealización ni solvencia o preponderancia efímera alguna. El Arte no necesitará sentir ensalzado o aumentado su propio sentido cuando termine la emoción que exprese con su alarde primoroso, como, a cambio, sí sucederá siempre en la vida de los hombres. Porque para el Arte no existe limitación, ni temporal ni espacial, para poder llegar a sentir la emoción que exprese indiferente. Para la vida, sin embargo, la emoción es el comienzo de una secuencia vital inevitable y poderosa, un itinerario de un proyecto mucho más grande -prosperar generacional o socialmente a costa de lo que sea, incluso de la propia felicidad personal- que aquel propio sentimiento que se había precisado para sentirla. Simplemente, esto es lo que sucede con la frágil emoción en la vida de los seres humanos. Pero, no así en el Arte, algo que, sin embargo, hallará siempre su sentido excelso en la propia, exclusiva y ferviente emoción, a la vez instantánea y permanente. El grito emocional de la vida es muy breve, se agotará en sí mismo muy pronto, sin embargo. El del Arte se prolongará eterno, pues concentra en ese álgido momento -el que refleja la obra artística- todo el propósito, el genio y el impacto más íntimo y profundo que, sin embargo, la vida no contendrá nunca para siempre.

El ser humano necesita del Arte porque no hallará nunca satisfacción completa tan solo con la vida, algo demasiado simple y vulgar, siempre preocupada de sí misma y de sus cosas, sin gusto, sentido ni espiritualidad. Lo concreto, lo banal -también lo efímero-, excitarán a la vida siempre; lo inseguro, lo misterioso, lo permanente o lo fervientemente emotivo, sin embargo, pertenecerán al Arte eternamente. Es la manera genuina de sentir la emoción, a diferencia de la vida, lo que llevará al Arte a perpetuarla y a no defraudarla, a reencontrarse con la bella emoción cuando el ser la necesite, en el momento preciso en que el ser la necesite... A ver, en definitiva, nuevas sensaciones emotivas a cada ocasión de visionar el Arte sin espanto. La vida ama lo material y perecedero; el Arte ama lo inmaterial y lo eterno. Una diferencia esencial entre la vida y el Arte es que éste último solo piensa en el ser humano. Pero, a cambio, la vida solo piensa siempre en sí misma, en perpetuarse a costa de las emociones, en propagarse genéticamente a pesar de las mismas, en promocionarse a costa de lo bello; también en dar para recibir pronto, en emocionar condicionando al sujeto, en alejarse luego, desdeñosa, cuando termine por entender que su gesto sublime, esa emoción tan deslumbradora que sintiera alguna vez, no pueda ya mantenerse tanto tiempo. En el Arte no. En el Arte sus imágenes de belleza mantendrán siempre la emoción con la promesa de elogiarnos cada vez que la busquemos anhelosos. Porque en el Arte no existirá nunca ningún instante posterior a la belleza... Algo que en la vida sucederá siempre pues sus emociones nos retirarán pronto, desafectas, sus fragancias alegres, placenteras, fervorosas o amorosas. La Belleza -la emoción de la belleza- con el Arte siempre estará ahí para nosotros. No existirá en el Arte ningún vacío después de la belleza. Tan sólo podrá existir la libertad de dejar de querer mirar o de sentir alguna vez sus escondidas, misteriosas o veladas, emociones absolutamente sempiternas.

(Todos óleos del pintor neoclásico John William Godward: Detalle de su obra Venus anudándose una cinta en su cabello, 1913; Obra completa Venus anudándose una cinta en su cabello, 1913; Cuadro Joven con vestido amarillo drapeado, 1901, Colección particular; Obra Pensamientos lejanos, 1892; Óleo Belleza clásica, 1908, México.)

16 de septiembre de 2014

La Belleza es la lucha interior por resguardar el recuerdo primero más maravilloso y efímero.



Para celebrar la conquista del reino de Granada, producida en el año 1492, los Reyes Católicos Fernando V e Isabel I decidieron erigir un templete en Roma sobre la colina donde la tradición afirmaba que el apóstol Pedro había sido crucificado. Años antes, en 1480, los mismos monarcas españoles habían patrocinado la construcción de una iglesia -San Pietro in Montorio, un edificio renacentista- en esa misma colina romana, llamada desde siglos antes colina del Janículo. Esa colina romana, situada al sur de la colina Vaticana, no fue un lugar muy afortunado en la antigüedad ni en los siglos posteriores del medievo. Situada a las afueras de Roma, más allá de las antiguas murallas servianas, parte de la colina fue consagrada en los albores de la cultura latina a una diosa de la fuente del Janículo y de las aguas que abundaban en la parte más boscosa de su inclinada ladera. Furrina era una diosa latina de la paz social, y castigaba a todos aquellos que por entonces pudieran perturbarla. Cuando las costumbres de Roma cambiaron a peor, se relajaron moralmente, como sucediese luego con su aviesa y relajada política imperial, se dejaría de adorar a dicha diosa latina. Simplemente, se acabaría temiendo que ella lanzara su furia terrible y mortal contra Roma. Era mejor dejar de adorarla que arriesgarse a sufrir su ciega venganza.

Así que, durante el largo periodo medieval, la colina del Janículo quedaría totalmente abandonada por Roma. Fue en el Renacimiento cuando empezaron a construirse villas por su alrededor, y la leyenda de haber sido aquel el lugar donde san Pedro fuese martirizado llevaría a consagrar ese emplazamiento a su memoria. Con unos ochenta metros de altura sobre el nivel del mar, desde la colina del Janículo se puede observar el maravilloso decorado del complejo arquitectónico Vaticano, con su enorme basílica y su cúpula renacentista, una obra de Arte maravillosa diseñada por el mismo arquitecto que levantase aquel pequeño templete homenaje al martirio de san Pedro, el artista del Renacimiento que fuese Donato Bramante (1444-1514). Aquel templete representaba por entonces la belleza perfecta, la clásica y perfecta belleza donde la circunferencia perfecta de su estructura clásica, soportaba su perfecta y armoniosa cúpula renacentista. Fue rodeado el edificio de unas columnas toscanas -un estilo dórico romanizado- que concentraban, en tan pequeño edificio clásico, toda la grandiosidad y belleza del Renacimiento. Y es ese extraordinario monumento clásico el que, entre otros muchos, aparece maravillosamente incluido en la película italiana La grande Bellezza. Porque es desde ese curioso lugar romano -la colina del Janículo- donde comienza la película a mostrarnos la belleza más sugerente, la más deslumbrante y hermosa belleza de la fragante y eterna ciudad de Roma.

¿Qué gran belleza es la que el director Paolo Sorrentino quiere hacernos ver en su extraordinaria película? Porque, de pronto, dejamos de ver los maravillosos paisajes romanos y las deliciosas esculturas clásicas, de fragancia equilibrada o de música de dioses, para asombrarnos ahora con el disruptivo cambio de una fiesta moderna, mundana, avasalladora y frívola. Y entonces el Arte tiene que venir a ayudarnos a comprender.  Porque, realmente, la Belleza es aquí ahora el Arte, o, mejor aun, es como el Arte. Es decir, la Belleza es lo recreado por el ser humano para representar bellamente lo que antes, en otros momentos abandonados, no pudo atrapar ni aprehender de nuevo y para siempre. La palabra Arte conjuga la raíz latina del término artificio, por lo tanto es un tipo de maniobra creativa para hacernos ver algo diferente o distinto a lo que es la realidad dolida, degradante o efímera de la vida. Algo que querríamos de antes, y lo deseamos aún, pero que ahora, cuando lo comprendemos mejor por padecerlo, no es más que aquello tan idealizado que antes recordábamos perdidos. Porque los seres humanos no podremos dejar de crear o sentir cosas bellas que nos alejen de la sensación de vacío. Unos lo conseguirán con su trabajo, alguna tarea ideal, convencional, repetitiva o codiciosa; otros con la entrega, la compasión o la experiencia del sufrimiento, y algunos otros con la contemplación o la fragancia, con la nostalgia o el recuerdo. Pero todos buscarán en algo la Belleza, una sensación que no es más que la inquietud íntima por tratar de no perder el recuerdo de una juventud, sin embargo, ya perdida para siempre.

Entre los años 230 y 220 a. C. un rey griego de la antigua Pérgamo, Atalo I, mandaría componer en bronce una escultura helenística que recordara la victoria de su reino frente a las bárbaras tribus germanas de los gálatas. Esas tribus eran pueblos celtas que habitaban en la antigua Galia europea y que luego se desplazaron hacia el este. Años más tarde los romanos copiarían la escultura helenística en mármol blanco, como con tantas obras griegas clásicas ellos harían. Y acabaría la escultura tiempo después perdida tras las asoladas pisadas del declive del imperio y de los oscuros siglos subsiguientes. La impactante escultura helenística representaba a un guerrero gálata, o galo, con un realismo y una belleza extraordinarios. Su figura perfecta estaba esculpida completamente desnuda, sin nada más que cubriese su cuerpo que un pequeño torque o collar que rodeaba el cuello de su estatua. Así es como la escultura griega, sentada y solitaria, mostraba al gran héroe vencido, al ser humano que lo había perdido todo, pero que, ahora, no se resistiría al vacío de dejar de ser, de no ser nada. La escultura clásica fue erigida por los vencedores -los griegos- y representaba, sin embargo, el gesto más sublime y bello admirado por éstos. Sus heridas las soportaba el vencido galo moribundo con estoicismo, tratando el héroe malogrado de luchar contra su destino, consiguiendo no perder ni la apostura ni el recuerdo ni el pudor ni su sentido. Apoyaba el gálata orgulloso la mano firme contra el muslo, antes fuerte y poderoso, pero ahora malherido, derrotado y vencido por el mundo. Pero, entonces, como queriendo no perder el sentido de su vigor ni de su grandeza, ni de su momento más maravilloso y efímero, permanecería así, sin abatir, decidido y orgulloso, eternamente así para nosotros. Porque todas las miradas solícitas al querer verlo experimentarían aquel mismo anhelo complaciente y poderoso, ese de admirar, eternas, toda aquella belleza malherida, sufrida  y perdida para siempre...

(Detalle de la escultura romana Galo o Gálata moribundo, de una copia griega del periodo Helenístico, siglo III a.C. Museo Capitolino, Roma; Fotografía de la actriz italiana Sabrina Ferilli; Óleo del pintor inglés Richard Wilson, 1713-1782, Roma, San Pedro y el Vaticano desde la colina del Janículo, 1753, Tate Gallery, Londres; Fotografía actual de Roma desde la colina del Janículo; Cuadro del artista italiano Giovanni Paolo Panini, Capricho romano con la columna de Trajano, el Coliseo, la escultura de Gala moribundo, el Arco de Constantino y el Templo de Cástor y Pólux, 1734, Museo Thyssen, Madrid; Escultura de Gala Moribundo, Museo Capitolino, Roma; Templete de San Pietro, Colina del Janículo, Roma; Imagen fotográfica de una vista de Roma desde la colina del Janículo; Escultura del Marforio, estatua parlante romana representando al dios Océano, siglo II, d.C., Museo Capitolino, Palacio de los Conservadores, Roma; Fotograma de la película La Gran Belleza, 2013.)

11 de septiembre de 2014

El sentido de la justicia o el prejuicio inmoral sobre cómo debe ser un cuadro.



El Renacimiento nació entre otras cosas de la ruptura, de la inmoralidad, de la violencia, de la lucha o del ansia de poder. Es curioso, las grandes cosas suelen nacer así, quizá sea una terrible contradicción, aunque la realidad histórica lo certifica siempre. Para que las grandes cosas sean llevadas a cabo -progresen- en lo ignominioso deben cohabitar, además de con los atrevidos, insensibles, oportunistas o cínicos seres, con otros seres muy extraordinarios. Esos seres virtuosos se encuentran entre las simientes azarosas de un mundo desatento, inmisericorde e injusto, pero, sin embargo, ahora del todo genial, absolutamente genial y extraordinario. En Italia se dieron las ventajas político-sociales que harían que pequeñas localidades-estados fuesen dirigidas por grandes familias nobiliarias. Familias liberales que habían adquirido un poder no visto antes. Todo comenzó en el siglo XII con el enfrentamiento entre el Imperio Sacro-Romano de Occidente -reminiscencia del antiguo imperio romano y del de Carlomagno- y la Iglesia Católica -heredera de aquel imperio y sus estructuras de poder-. Italia fue el escenario más combativo y allí se encontraba además Roma, la ciudad que se convertiría en el centro de la Cristiandad. Nunca dejaron los papas y sus cardenales que el poder imperial ejerciera sus influencias terrenales en suelo itálico.

Como el emperador era coronado por la Iglesia y firme defensor de ella, no podía enfrentarse directamente con el papado. Tampoco el papa debía luchar claramente en los campos terrenales...  Así que ambos bandos utilizaron a los nobles para que defendieran sus egoístas intereses. Estas acabaron siendo las luchas entre los gibelinos -partidarios del sacro imperio germánico- y los güelfos -partidarios de los papas-. Luchas que dieron poder a esos nobles italianos y les dieron además independencia, aunque sin llegar a ser estado propio. Fueron unos oportunistas que sus patrocinadores -el imperio y la iglesia- utilizaron para ejercer influencia en Italia. Por entonces todo valdría: la lucha moral en el campo de batalla pero, también, la inmoral llevada a cabo con asesinatos, venganzas, asaltos o supremacía violenta. Hasta en el Arte...  Este se usaría como algo más que un mero alarde artístico. ¿Cómo podía el noble de un pequeño estado -Florencia, Ferrara, Milán, Venecia o Mantua- demostrar que era un señor mejor que sus vecinos, que era un ser digno de poder ostentar -sin serlo porque el imperio no les otorgó nunca el cetro real- reconocimiento, grandeza o florecimiento social? Y se movieron los señores muy bien en ese tiempo cultural nuevo -Renacimiento-, donde el impulso de progreso era una justificación de sus formas y deseos políticos.

Una de esas grandes familias italianas lo fue el ducado de Ferrara. Hércules de Este fue el duque de Ferrara entre los años 1471 y 1505. Lucharía contra Venecia para tratar de alcanzar más gloria para su ducado. Pero no pudo obtenerlo. No llegó a conseguirlo en una de las batallas más duras que sufriera su ducado -La guerra de Ferrara entre los años 1482 y 1484-, una guerra en la que tuvo que ceder territorio y perder ventajas económicas. Para resarcirse el duque ante el mundo no se le ocurre otra cosa que fomentar las Artes patrocinando todo tipo de  artistas. Ahí empezó un deseo compulsivo por buscar en el Arte el prestigio que no pudieron hallar en la guerra. Tuvo varios hijos, tres destacaron en la historia: la inteligente Isabel de Este, la bella Beatriz de Este y el mecenas y futuro duque Alfonso de Este (1476-1534). Alfonso se casaría con la célebre Lucrecia Borgia. Sus hermanas, mayores que él, acabarían siendo marquesas y duquesas consortes: Isabel lo fue de Mantua y Beatriz de Milán. Las dos hermanas fueron retratadas por Leonardo da Vinci. Una de ellas, Isabel, posiblemente enamorada platónicamente del genial artista florentino. Ellas fueron mujeres representativas de una época que revolucionaría la forma de ver y entender el mundo. Pudieron permitirse ser diferentes a otras aristócratas europeas, porque sus ventajas sociales y culturales -las ciudades-estados eran las más relajadas en costumbres y libertades- fueron superiores a las que podían gozar cualquier infanta francesa, inglesa o española. Dos artes brillaron por entonces, la literaria y la pictórica. La literatura influyó en la forma en cómo se debía ver el mundo. No fue la pintura la que empezó por tener una visión renacentista de la vida, fue la literatura, que utilizaría a la pintura para representar bellamente esa visión.

Así surgieron poetas y escritores que dirigieron con sus ideas la manera en que los mecenas deseaban ver esas imágenes. Representaciones que sus patrocinados -los pintores- fueron capaces de plasmar con las nuevas técnicas renacentistas: el óleo, la perspectiva, el escorzo, el paisaje, el retrato...  Curiosamente, sería la Iglesia la que empezaría primero a utilizar esas ventajas estéticas en sus encuadres sagrados. Hasta que llegaron luego los filósofos y escritores neoplatónicos que se inspiraron en el mundo clásico para descubrir las viejas narraciones o los antiguos tratados. Uno de los más curiosos escritores del Renacimiento lo fue Mario Equicola (1470-1525). Él llevó la metafísica griega y la literatura latina a un compendio actualizado para mostrarlas a un mundo nuevo en pleno cambio, donde la mujer alcanzaría además un nuevo estatus representativo de esa nueva sensibilidad ante las costumbres, las ideas o las visiones del mundo. La estricta moral de la iglesia se atenuaría después de años de firmeza medieval. Había que encontrar otra forma de espiritualidad, y el Neoplatonismo fue la mejor opción, ya que combinaba trascendencia con filosofía y flexibilidad clásicas; aunque, también con mucho rigor estético y ético, algo que incluía nuevas formas de rigor: por ejemplo, el mejoramiento del hombre, su libertad de creación o  el tener una visión amplia de las cosas, trascendente, pero también inmanente.

Mario Equicola fue llamado a la corte de Mantua, donde Isabel de Este era la esposa del duque Francisco Gonzaga. Entonces ella empieza a conocer las ideas fascinantes que Equicola había recopilado. En el año 1510 el hermano de Isabel, Alfonso de Este, duque de Ferrara, se plantea construir un lugar lleno de obras que representen esas nuevas ideas. Poseía el duque su palacio y su castillo separados por unas decenas de metros. Cada vez que pasaba Alfonso de un lugar a otro debía ir por la intemperie, un sub-mundo -metáfora medieval- sórdido y lleno de barro cuando lloviese o de polvo cuando no. Así que Alfonso idea levantar un pasadizo cubierto en superficie, una galería con estancias que le permitiese -metáfora estéticamente renacentista- desplazarse sin desfallecer por la fealdad. Pero no podía estar un lugar así indecorosamente vacío. Una de las estancias que componía el pasadizo la manda construir de paredes de alabastro, un mármol blanco tan refinado que acabaría llamándose la estancia así: la Cámara de Alabastro.

Había que decorar con hermosas pinturas esas paredes, pero, ¿exactamente, con qué? Su hermana Isabel le recomienda imágenes que representen esas nuevas ideas de Equicola, un mundo nuevo para un lugar nuevo, una visión clásica -nunca vista en la historia medieval- y que los nuevos poderes progresistas y humanistas -aunque violentos y criminales en sus actos- debían tener para distinguirse del imperio o de la iglesia, o de los grandes reinos europeos, o de sus otros competidores en Italia. Las ideas fueron las clásicas neoplatónicas, pero, ¿cómo llevarlas a cabo en un cuadro? El tema elegido fue la mitología latina del poeta Ovidio y sus historias atrevidas. Mario Equicola establecería la narración a representar: una leyenda basada en la obra Fastos de Ovidio, relato escrito en plena época gloriosa del imperio romano. ¿Qué pintores podían llevarla a cabo? Los mejores de entonces. Alfonso de Este llama a los mejores pintores de Italia: a Rafael, a Fray Bartolomeo, a Giorgione, a Bellini.  Rafael era el más grande entonces, pero ocupadísimo en Roma; Bartolomeo era un dominico rústico, alguien que, aunque había hecho alguna obra mitológica para Alfonso, no conseguiría entender la nueva estética que Equicola sugería. Giorgione moriría pronto. Giovanni Bellini (1435-1516) fue la mejor opción. Era un pintor veneciano abierto a las nuevas tendencias del color y sus formas. Era un pintor consagrado, nacido en el año 1435, por tanto con experiencia de diversos estilos, tanto del antiguo como del moderno: el gótico y el renacentista. Pero, además era un creador muy inteligente. Fue capaz de volver a aprender de los jóvenes. Giorgione (1479-1510), con cuarenta años menos que él, fue el primer pintor veneciano que rompe las formas de pintar arcaicas. Lo hizo tan bien que Bellini no pudo más que reconocerlo y le seguiría en la manera de representar los personajes, ahora más humanizados. También le seguiría en el color, la perspectiva y una manera de componer lejos de la rígida, gótica y sagrada de antes.

La última creación que Bellini hiciera en su vida, la más profana, audaz y progresista de su vida, fue la que compuso para Alfonso de Este y su Cámara de Alabastro: El festín de los dioses. Representaba una leyenda mitológica de Ovidio. Pero, ¿cuál debía ser la escena de la leyenda o qué sentido había de darle a la obra? Ante la rígida moral que la iglesia propiciaba, Alfonso de Este, como muchos aristócratas renacentistas, estaba subyugado por ver la vida de otra forma, con más liberalidad, pero también con mensaje ético y estético aleccionador, es decir, con placer pero con justificación ética. La leyenda de Ovidio contaba una escena donde los más importantes dioses de la mitología -los mejores seres entonces, los más grandes y poderosos- están ahora juntos en una bacanal, un momento de delicia donde el vino y la molicie conjugan un sentido de la vida. Luego de la fatiga del placer, todos acaban dormidos. Todos, salvo uno, Príapo -dios de la fertilidad masculina-, el cual, personaje taimado, sensual y atrevido como era, trata ahora de violar a una bella ninfa dormida. Pero en ese mismo instante un burro, el asno mitológico de las leyendas de Ovidio, rebuzna indignado justo cuando Príapo intenta levantar el vestido de la joven. No, ¡eso no se permitiría! Y todos terminan criticándolo hasta expulsar a Príapo de la escena. Esta era una escena como nunca antes había sido representada. Los dioses aparecen como hombres corrientes, tanto que luego Bellini tuvo que colocarles atributos divinos para identificarlos, cosa que el pintor no quiso o no se le ocurrió hacer antes. Y vemos al dios Hermes sentado con un casco en su cabeza, o vemos a Dionisos -Baco en Roma- como un niño pequeño, detrás de aquél, junto a un barril de vino; a la derecha de Hermes vemos a Zeus -Júpiter en Roma-, bebiendo al lado de un ave de presa ennegrecido. Más a la derecha observamos al dios Poseidón sentado, tocando con su mano el muslo de una bella ninfa, diosa o semidiosa. A su lado, la diosa Deméter está tocando a Apolo, quien, junto a su instrumento de cuerda, bebe de una pequeña vasija. A su izquierda, de pie, está el dios Príapo, inclinado ante la sugestiva ninfa dormida. Bellini era un pintor del Quattrocento, del final del medievo y el comienzo del Renacimiento, uno de los mejores creadores de entonces, el que mejor comprendía el sentido de crear en ese tiempo de cambio, en ese paso de tiempo artístico entre lo antiguo y lo nuevo, el que había entendido lo que sus maestros arcaicos le habían enseñado, pero el que también comprendía que las cosas habían cambiado para siempre. 

Aun así, Bellini modifica algunas cosas de la obra durante el año 1514, e incluso -aunque imposible saberlo- durante el siguiente año 1515, y luego en parte durante el año 1516 hasta su fallecimiento. Una de las cosas que cambia el pintor fue la procacidad con la que debía haber pintado las vestiduras de algunos personajes femeninos. Seguro que su mecenas le insinuó que debía enseñar más cosas de las que en sus retratos góticos le hubieran permitido hacer antes. Hay que entender que Bellini tendía ya setenta y nueve años en 1514. Lo cambió el pintor, sin embargo, y compuso una obra extraordinaria. Pero no es, exactamente, la misma obra que ahora vemos. Cuando en alguna ocasión he tenido el placer de visualizar esta obra he visto que el autor no llevaba el nombre de Bellini sino el de Tiziano, confundiendo así obra y autor. ¿Es que el gran pintor manierista italiano -Tiziano- había hecho una copia -cosa habitual en el Arte- de una obra de otro creador, en este caso de Bellini? ¿O es que, sencillamente, ambos habían hecho una obra muy parecida? El cronista Giorgio Vasari -pintor y primer crítico de Arte- había escrito en el año 1568 que Bellini dejó inacabada a su muerte, en 1516, la obra que Alfonso de Este le encargase para su Cámara de Alabastro. Y que el duque de Ferrara, conocedor de la pericia de un discípulo suyo -Tiziano-, mandó llamarlo para hacer dos cosas. Una, componer otras obras que completaran su Cámara, otra, mejorar la obra de Bellini; obra de Arte que, a su vez, había modificado antes otro pintor renacentista a sueldo del duque, Dosso Dossi. Hoy sabemos que Bellini terminó su Festín de los dioses en el año 1514 y cobraría los 85 ducados de oro que el duque le prometiera. Pero, después del año 1516 no dejaría Alfonso de Este de modificar la obra. ¿Por qué? No sería por la falta de liberalidad de los gestos o por las insinuaciones atrevidas de la leyenda. No, debía ser otra la razón. Quería el duque hacer de la obra de Bellini una forzada obra aún mucho más renacentista, con todos los atributos artísticos y estilísticos que la nueva singladura pictórica llevara con los tiempos.

Bellini hizo su maravillosa creación, incluso la modificaría luego, según ideas de su mecenas, pero así quedó la obra hecha por entonces, como el pintor la terminó antes de morir. Y lo que pudo haber sido una obra contextual y artísticamente extraordinaria, terminaría siendo una mezcla de estilos y una injusta forma de atropellar el Arte. No tuvo escrúpulos Alfonso de Este al hacer cambiar partes del paisaje -no de los personajes- que Bellini imprimiese en su -¡magnífica de poder verla ahora!- visión gótico-renacentista de una obra ya atrevida para entonces. Porque Bellini no pintó un paisaje como el que vemos ahora, ni esa inmensa colina montañosa, ni esa elevación culminada en unos riscos con ruinas pintó.  Bellini pintó un bosque de árboles justo detrás de los personajes mitológicos. Pero no era ese el estilo progresista renacentista que Dosso Dossi, nacido en el año 1490, ni Tiziano, nacido en 1485, tendrían de la visión de un fondo de paisaje más moderno, verdaderamente renacentista. Así que el primero modificó parte de los árboles que Bellini compuso en la izquierda de su cuadro, y añadiría además un faisán en la rama de uno de ellos -a la derecha y más arriba de Príapo-, incorporando también otra ave más pequeña cerca de la manga blanca del dios Hermes. Cosas que Bellini no había compuesto en su obra. Tiziano añadirá años después, entre 1518 y 1529, la montaña y el cielo, elementos que Bellini no incluyó en su lienzo. Bellini compuso, a cambio, un frondoso fondo de copas de árboles y troncos. Fue su estilo, su forma de pintar, su manera de componer la obra como pensaba debía ser creada. ¿Cómo alcanzar a entender la justicia de las cosas? ¿Por qué algunos, por ejemplo, no respetan la vida de los otros o las obras de los otros? ¿Por qué el prejuicio prospera ante el criterio o los gestos de los demás, de sus estilos o de sus decisiones, de sus formas o maneras de hacer o de ser? ¿Es que cómo hacemos las cosas o cómo componemos las cosas debe ser cuestionado luego de haber sido hecho o compuesto así, y que, además, esas cosas pasen a la eternidad de forma distinta a como fueron concebidas por su autor original? Si el creador fallece y deja inacabada la obra tiene sentido completarla por un sensible creador que respete temática y estilo. Pero aquí, en este caso, fue una tropelía llevada a cabo en una obra de Arte, ya realizada por  un creador que se impregnó en un siglo de transformación y desarrollo de una nueva forma de hacer Arte... Aunque, sin embargo, finalmente, también quedara así la obra casi perfecta.

(Óleo renacentista El festín de los dioses, obra realizada en 1514 por el pintor Giovanni Bellini, modificada por Dosso-Dossi a la muerte de su autor, y finalizada parte con otro estilo, entre 1518 y 1529, por Tiziano, Museo Galería Nacional de Washington, EE.UU; Radiografía con rayos X realizada a mediados del siglo XX de la misma obra El Festín de los dioses, donde se observan las originales composiciones que ya hizo su autor inicial Bellini; Fotografía de una reproducción de lo que sería la Cámara de Alabastro de Alfonso de Este, donde se aprecian las otras obras que completaría la Cámara, además de esta, obras de Tiziano y de Dosso-Dossi, todas ellas de temática profana y mitológica, un gabinete destruido a finales del siglo XVI y sus obras desperdigadas por otros propietarios y lugares.)

1 de septiembre de 2014

La contradicción estética de la imagen: el caballero medieval frente al héroe clásico.



El rescate de la bella joven maniatada y forzada a sucumbir ante el mal, había sido una mitología recurrente en todas las épocas y culturas de la humanidad. El mito griego lo contaba con la gesta del héroe Perseo y su bella rescatada Andrómeda. La leyenda es tan antigua como la mitología: una bella joven es obligada a sacrificarse a causa de la hybris -la humana vanagloria imperdonable por los dioses- de su madre -Casiopea- por presumir de la belleza de su hija -Andrómeda- ante las bellas nereidas del dios del mar Poseidón. Pero no es ella ahora la víctima directa de los dioses, éstos solo desatarán el horror en el reino de su padre Cefeo, el cual consulta pronto al oráculo para saber qué hacer para calmarlos. El oráculo le aconseja entregar a su hija Andrómeda a los dioses, sacrificarla a Poseidón atándola a una roca frente al mar tormentoso. En el mito antiguo, sin embargo, no había ninguna llamada a su rescate, nadie se atrevería entonces a eso, ni se le ocurriría; tampoco habría una búsqueda anterior de una belleza..., una belleza ahora a rescatar ante las fuerzas malignas de los designios contingentes. Nada de todo eso obligaría entonces a que existiese un héroe antes de que exista, incluso, una posible rescatada.

Porque el héroe griego Perseo únicamente pasaba por allí. Su objetivo no era otro que luchar contra las gorgonas y los enemigos de su herencia materna. Él es el héroe más grandioso de la mitología helena. Un ser sin debilidades ni errores, sin atropellos, sin falsedades, sin omisiones, sin vanaglorias, sin deseos equivocados, sin necesidades especiales, sin complejos; sólo el héroe sin condiciones, el héroe que lucha desde los dos aspectos de su propia existencia: su mitad divina -hijo de Zeus- y su mitad humana, agnegada y eficiente -la de la bella y mortal Dánae-. De regreso por conseguir la cabeza de la Medusa -arma terrible y poderosa-, Perseo ve a Andrómeda atada y gritando frente a las olas poderosas del mar. Y entonces decide rescatarla. Esta curiosa circunstancia llevaría a los dos a unirse luego para siempre. De hecho, la historia excelsa de ambos es eternizada en dos grupos de estrellas refulgentes en el cielo, dos luminarias estelares que recordarán la belleza elogiosa de sus vidas: las constelaciones de Perseo y Andrómeda.

Sin embargo, hay otra leyenda de rescate, la medieval de los caballeros errantes o andantes, personajes inspirados que trataban de luchar contra los feroces seres que atormentaban, violaban o vejaban a las bellas doncellas de sus reinos. Pero aquí no es como en el mundo clásico de antes. Aquí la belleza enajenada, representada ahora por la joven dama atropellada, es la búsqueda en sí misma. Una búsqueda que, desde antes incluso de ser ella ultrajada, el caballero medieval -un héroe no accidental, al contrario que Perseo- lleva en su propio sino vital desde siempre y que incluye tanto deseo como destino personal por alcanzar un objetivo tan sublime. El Arte nos ayuda ahora a comprender la dicotomía estética y ética entre las dos figuras legendarias del héroe rescatador: el medieval y el clásico. El gran pintor barroco Rubens comenzaría su obra Perseo liberando a Andrómeda pocos meses antes de morir. De hecho la obra hubo de ser finalizada, al dejarla inacabada el creador flamenco, dos años después por otro pintor flamenco seguidor suyo: Jacob Jordaens (1593-1678).

En la obra barroca vemos a Perseo vestido con los ropajes guerreros de la época del pintor -habitual en la pintura Barroca-, es decir, con la armadura de refinados engarces articulados o exquisitos acabados de metal bruñido, elementos sofisticados de protección sólo para destacados militares. Se ven aquí prendas de los tejidos de moda del tiempo del pintor: como la capa, la camisa o el faldón bajo renacentistas, vestimentas que humanizan y modernizan además al guerrero y al héroe. Vemos a Andrómeda desnuda -propio de la representación iconográfica de la mujer rescatada-, muy voluptuosa, entregada decidida por completo a su salvador. Que sonríe al ser liberada y demuestra así, con su gesto afirmativo, el sentimiento inevitable de amor ante la presencia inesperada de su héroe. Ambos se miran y se acercan -la pierna derecha de él roza segura la izquierda de ella-, y hasta el pequeño dios Cupido -el dios de la unión irrefrenable- aparece en la imagen como enlace seguro ante dos seres encontrados ahora, curiosamente, sin un motivo anterior que los hubiese unidos. 

La otra imagen de rescate, la del pintor prerrafaelita -tendencia que admira y elogia la edad media- John Everett Millais (1829-1896), representa el rescate medieval del caballero andante, del guerrero cortesano o del noble personaje que, a cambio del héroe de la antigüedad clásica, sí que busca rescatar a su heroína. Aquí los papeles se cambian: ella es ahora la heroína de él. Porque él solo es aquí un caballero errante que buscaba, deseaba o anhelaba a ella desde mucho antes de encontrarla. La figura del caballero andante es originada en la Edad Media (siglos XI y XII). Y lo fue entonces por las combinaciones de tres características de la sociedad medieval, cosas mediatizadas por una cristiandad fortalecida que llevó a la época un sentido más espiritual o trascendente. Por un lado, es el soldado que debe luchar para salvar a la cristiandad del infiel, en este caso el musulmán impenitente y avasallador. También es el cortejo y el respeto por la dama, por la mujer como símbolo de lo más sublime, un objeto sagrado que determinaría incluso su propio sentido existencial. Por tanto, un sentido de amor trascendente, de sentimiento espiritual que el ser sublima para alzarse ahora ante lo material o terrenal de la vida. Algo que llevaría al caballero medieval a justificar su fuerza ante la lucha y ocasionaría, además de esa espiritualidad, la oportunidad de favorecer un eficaz amor más sensual o terrenal en este mundo. El caballero errante es garante además de los oprimidos -de las doncellas, los huérfanos, las viudas- frente a la malicia pecaminosa de otros caballeros o seres desalmados, no como él.

La obra de Millais es interesante porque retrata un mundo medieval a la vez que lleva también a expresar, de modo subliminal, la sociedad tan reprimida del pintor. Detalles como el sentimiento amoroso existente en el momento en que se elabora la pintura, una sociedad decimonónica muy reprimida en afectos y en sexo. Pero además también como reflejo de una espiritualidad medieval extraordinaria (el siglo XII fue uno de los siglos más espirituales de la historia). Aquí el caballero viste la armadura completa de un guerrero medieval, solo vemos de él el rostro y las manos. Y así, protegido y respetuoso, se acerca el caballero a su dama, una mujer vejada y magullada por unos sanguinarios asaltadores que no aparecen en la obra. La bella mujer desnuda se muestra atada al tronco de un abedul, una gruesa figura material que se interpone aquí -representación de la represión sexual decimonónica- como una infranqueable barrera entre una dama deseosa y su anhelante caballero inhibido. Ella no mira aquí, como sí lo hacía la rescatada en la versión clásica, a su rescatador. Todo lo contrario, oculta su mirada, avergonzada de ser hallada así, de este modo tan humillante. Sin embargo, la espiritualidad de la representación -o el pudor del momento- no deja esconder el deseo más oculto: el anhelo sexual del caballero por su bello objeto rescatable. Algo que él mismo deseaba desde mucho antes de ser el objeto rescatado un sujeto rescatable. Porque a diferencia de Perseo -que solo mira las ataduras de Andrómeda-, el caballero medieval mira aquí a ella claramente. La mira con cierto temor vago, con cierta suspicacia indefinible, algo que no puede evitar el caballero ante la confusión que el propio objeto de deseo le produce: la dualidad de un ser -la tímida y voluptuosa dama rescatada- que representa aquí tanto al mundo trascendente -la belleza sublime, eterna y perseguida- como al mundo terrenal, sensual o más humano del deseo más erótico y ferviente.

En su fascinante novela El lobo estepario (1927), el escritor Hermann Hesse nos relata también esa dualidad de amor trascendente y deseos terrenales: Mientras nosotros estábamos abismados calladamente en los juegos afanosos de nuestro amor, perteneciendo el uno al otro más íntimamente que nunca, se despedía mi alma de María y de todo lo que ella me había significado. Por ella aprendí a entregarme infantilmente en el último instante al jugueteo de la superficie, a buscar las alegrías más fugaces, a ser niño y bestia en la inocencia del sexo, un estado que en mi vida anterior sólo habría conocido como excepción rara, pues la vida sensual y el sexo habían tenido para mí casi siempre el amargo sabor de la culpa, el gusto dulce, pero timorato, de la fruta prohibida ante la cual debe ponerse en guardia un hombre espiritual. Ahora Armanda y María me habían enseñado este jardín en toda su inocencia; agradecido, había sido yo su huésped; pero pronto se hacía tiempo ya para mí de seguir andando, resultaba demasiado bonito y demasiado confortante este jardín. Seguir aspirando a la corona de la vida, seguir purgando la culpa infinita de la vida, era lo que me estaba reservado. Una vida fácil, un fácil amor, una muerte fácil, no eran cosas para mí.

(Óleo del pintor prerrafaelita inglés John Everett Millais, El caballero errante, 1870, Tate Gallery, Londres; Óleo barroco del pintor Rubens, finalizado por Jacob Jordaens, Perseo liberando a Andrómeda, 1642, Museo del Prado, Madrid.)