27 de enero de 2015

La quintaesencia del Arte la descubrió un creador incomprendido, un ser anticipado y diferente.




Es una barbaridad que los museos no faciliten imágenes en alta resolución de sus obras catalogadas. Uno de los pocos museos de todo el mundo que lo hace es el madrileño Museo del Prado. En la era de la comunicación y la imagen global ésta es una asignatura que los años culminarán alguna vez. Para entonces,  para los afortunados que lo puedan ver, será una maravillosa epifanía del Arte, algo que acercará aún más a las grandes obras maestras de la historia. Así que, hoy, sólo puedo ofrecer estas pobres imágenes de una de las composiciones más extraordinarias producida por el más extraordinario de los creadores del Arte manierista. Sí, extraordinario. Porque lo fue, porque El Greco tuvo la genialidad de diferenciarse del resto con algo más que con sutilezas o con técnicas. Se dijo de él que no quiso pintar como el gran Tiziano, que ya existió uno así, tan grandioso con su Arte clásico, y que El Greco debía ahora imaginar cómo hacerlo de otra forma... Es una crítica que por entonces algunos le hicieron argumentando que el pintor cretense dejaría de hacer composiciones equilibradas, comprensibles, naturales o clásicas para hacer así, de esa forma tan particular de pintar, una confusa, desordenada, chirriante y poco brillante obra.

Pero como él sabía pintar, como era algo que dominaba, El Greco pudo luego hacer con sus obras lo que quiso -como lo hiciera Picasso-, es decir: diferenciarse con algo más que con su moderna técnica, distinguirse además con la mayor originalidad que un creador hubiese nunca tenido entonces. Hay dos obras suyas fuera de España, bueno, hay muchas, pero me refiero aquí a dos que son concretamente muy parecidas, casi idénticas, y tituladas ambas obras igual: La Oración en el huerto de Getsemaní. ¿A quién se le hubiese ocurrido pintar a los apóstoles empequeñecidos dentro de una nube redondeada sobre la tierra? ¿Quién hubiese pintado entonces una roca que no parece una roca?, ¿a quién se le hubiese ocurrido pintar una obra que lo único que tuviese de naturalidad fuesen unas ramas o las hojas en un monte un poco ensombrecido? Porque la luz es otra cosa utilizada por el creador toledano de un modo muy personal y anticipado. Pero, no solo eso. Uno de los detractores que tuviese El Greco en España lo fue el humanista, escritor, poeta, políglota, matemático, músico, teólogo y clérigo José de Sigüenza (1544-1606), todo un gran intelectual entonces. El rey Felipe II lo nombra bibliotecario del  Monasterio del Escorial, un lugar por entonces, pleno siglo XVI, que fuese el más privilegiado centro de cultura archivada del mundo. Pero no fue Sigüenza un reaccionario cultural, llegaría incluso a ser encausado por la Inquisición por haber utilizado evangelios apócrifos para sus sermones..., o por usar también un lenguaje evangélico -a pesar de ser poeta- mucho más claro, directo y sin añadidos que suavizaran o hicieran más comprensible el contenido sagrado. Esto y la cercanía e influencia cultural al rey de España hizo que muchos sintieran envidia de él. Y todo eso le malograría. Sin embargo, no pudo evitar que una simple opinión de gusto personal sobre la estética de El Greco hiciera de José de Sigüenza un muy injusto crítico del pintor. Influyó en las decisiones artísticas que Felipe II tuviese sobre el Arte de El Greco. Como lo hizo cuando denostase la obra de este pintor El martirio de san Mauricio y su legión tebana, aludiendo entonces a cuestiones teológicas su crítica artística. No podía ser que un santo, decía Sigüenza, pareciese en el lienzo manierista tan humano o tan poco sagrado: todo eso contribuiría a que los que viesen la obra no les apeteciese ahora rezar, sino verla...

Todas esas cosas y su técnica, su novedosa y sorprendente técnica para entonces, así como una personalidad muy peculiar, hicieron que El Greco no fuese reconocido hasta muchos siglos después, cuando los románticos del XIX comenzaran a ver en él otras cosas y esa genialidad tan desconocida. Y estas dos obras tan parecidas nos ayudan aquí, como todas las suyas, para percibir ahora algo más de ese rechazo y de esa genialidad. Una de las cosas que el padre Sigüenza afirmara entonces es muy posible que no se alejara mucho de la verdad. A la vista de sus obras, los lienzos de El Greco no servirían tanto para recoger el ánimo cristiano y rezar a la santidad representada. Y esto es así porque este pintor expresaba la personalidad de los santos y de todos sus personajes como la de cualquiera de nosotros. No distinguía absolutamente nada, iconográficamente, en la representación de un ser humano o divino de la de otro cualquiera, aunque fuese incluso un dios. Sin embargo, el misticismo y la espiritualidad de El Greco fueron uno de sus mayores alardes creativos. ¿Entonces, por qué ese contraste? Pues porque este pintor misterioso reflejaba la divinidad en toda su obra pictórica, en todos sus elementos y no en ninguno solo.

En La Oración en el huerto, en ambas obras semejantes, se ve sutilmente como está en todo el lienzo la santidad universal que él representaba siempre. Jesús está en primer plano, es la figura principal, pero la magnificencia de lo que supone el sentido espiritual de la creación está aquí, sin embargo, en toda la obra artística, desde un cielo sobrecogedor y su luna poderosa hasta la composición tan excitante y sorprendente de la misma obra. ¿Cómo no dirigir la vista ahora hacia esa nube redondeada y acogedora donde los apóstoles, protegidos, forman el contrapunto a unos soldados que, ahora, reunidos, se acercarán indecisos a lo lejos? Hasta los pliegues de la roca oscurecida se confunden con los de los vestidos, y los de éstos con los pliegues de las volutas de unas nubes ahora diferentes. Y la luz, y los colores... (esos mismos colores que ahora nos dejen algo vislumbrar estas reproducciones imprecisas). Porque ambas cosas estéticas determinan aquí la anticipación y el genio extraordinarios de El Greco. En una escena nocturna bajo la tenue luminosidad de una luna cegada por nubes macilentas se representa en la obra la centrada figura de Jesús, oculta aquí de la luz astral tras una roca pero que su figura aparece, sin embargo, toda ella iluminada ahora sin sentido... Pero es que un rayo de luz le llegará a Jesús desde el ángulo donde ahora un ángel se sitúa poderoso. Y es entonces cuando se reflejará ese mismo rayo en sus colores: ¡y entonces es cuando esos colores cambiarán...! Pero, no son solo los colores de la divinidad los que vibran ante los ojos del observador. La sugestiva túnica amarillenta del ángel compite aquí con los otros divinos colores encarnados o azules reflejados de antes. Y por todo eso El Greco fue un anticipador y un artista místico extraordinario. Acercaría la creación estética a lo que, mucho tiempo después, llegaría a sublimarse luego en la modernidad artística. Pero también fue un muy decidido y sutil filósofo de todas aquellas verdades trascendentes o espirituales. Esas mismas verdades que están ahora ocultas -o manifiestas- entre todas las cosas representadas y tan bellamente visibles de la obra.

(Óleo La Oración en el huerto, 1595, El Greco, Museo de Arte de Toledo, Ohio, EE.UU; Lienzo La Oración en el huerto de Getsemaní, 1590, El Greco, National Gallery, Londres.)

2 comentarios:

Joaquinitopez dijo...

No sólo firmo lo que dices en tu articulo sino que estoy firmemente convencido que todo lo que ha sido y es en la pintura tiene su piedra angular en las obras del este genio aun no valorado en todo su esplendor

Alejandro Labat (Arteparnasomanía) dijo...

Cada vez lo es más, porque él se acerca a la actualidad desde dos presupuestos básicos en el Arte hoy: el sentido estético y el planteamiento expresivo.
Gracias por tu comentario. Saludos.