30 de marzo de 2016

Las contradicciones del amor expresadas en el Arte de un veneciano genial.



El pintor Paolo Veronese (1528-1588) consiguió ser un representante destacado de la gran Pintura veneciana. Porque fueron tres los pintores que mejor la representaron: Tiziano, Tintoretto y Veronese. Tiziano fue el el maestro más consagrado y el más insigne creador de todos; Tintoretto sería su alumno más evolucionado y ferviente. Pero Veronese fue, sin embargo, una fusión sombreada de los dos. Sombreada porque es difícil iluminar tanto cuando la luz de dos grandes pasa al mismo tiempo por encima de uno. Tiziano fallece en el año 1576 y Tintoretto en 1594. Ambos tendrían al nacer Veronese uno cuarenta y ocho años (Tiziano) y otro solo diez años. Pero Paolo Veronese consigue llegar a lo más alto porque nunca quiso enfrentarse a nada, ni apasionarse en exceso, ni codiciar la fama, ni la gloria ni la alternancia. Hizo lo que quiso hacer siempre con su pintura: en tamaño, en decoración, en significados o en alegorías. Pero se dedicaría, a cambio de los otros dos, más a la temática religiosa que a la mitológica o pagana.

La corte imperial de Viena -el Sacro Imperio Romano Germánico- contrataría a Veronese el año 1575 para llevar a cabo unas obras diferentes, más mundanas, mitológicas, atrevidas, alegóricas o sensuales de lo que él acostumbrase. Pero, sin embargo, no menos moralizantes. No se sabe bien qué monarca solicitaría las obras,  si Maximiliano II o el hijo de éste, el esotérico y peculiar Rodolfo II. También es posible que fuera un cortesano del imperio, pero no se sabe con seguridad quién. El caso es que  son instaladas cuatro obras de Veronese en el Castillo de Praga sobre el año 1575, una gran fortaleza en poder entonces del imperio germánico renacentista. Era un lugar inexpugnable, la mayor fortaleza medieval -existía desde el siglo IX- de toda Europa. Allí sí pudo decorar, sin miradas ajenas, el pintor los techos del castillo checo con unas obras atrevidas. Obras de Arte sin ofender ni confundir a nadie por entonces, ni a místicos empobrecidos, ni a clérigos enfervorecidos, ni a ninguna quisquillosa inquisición siquiera. Los grandes y poderosos podían permitirse alegorías impactantes o intelectuales muy atrevidas, obras que representaran cosas que parecían otras y que además podrían expresar hechos inconfesables de una vida pecaminosa.

Fueron las obras de Veronese tituladas años después en Francia Alegorías del Amor, cuando fueron adquiridas por la casa real francesa de Orleans. ¿Cómo no ser ellos los que las quisieran?, la patria y rama francesa más propensa al Arte provocador más amoroso. Luego, fueron vendidas a terceros que, finalmente, las entregaron a otros hasta acabar por fin en la National Gallery de Londres. Son una serie de cuadros, es decir, son cuatro obras que deben ir juntas para poder comprender el sentido de lo que expresan. Los títulos de cada una de ellas clarifican algo la muestra, aunque muy poco en algún caso. Son en orden requerido llamadas: La infidelidad; El desdén, el desprecio o la desilusión; El respeto o la continencia; y por último La unión feliz. Las dos primeras son negativas, lógicamente; las otras dos son positivas. Compositivamente son magníficas: los colores espléndidos y venecianos, con escorzos y perspectivas geniales, atrevidas y originales. Cuatro obras maestras en una única creatividad. Había que justificar las obras a pesar de la liberalidad de la corte imperial de entonces, había que camuflar el entramado tan complejo de describir ahora el amor conyugal con esas cuatro posibilidades emocionales. 

Inicio por la segunda de ellas, El desdén, que, como todas las obras de Arte, es tan subjetiva, parcial y abierta como se quiera ver. El desdén o el desprecio es la más compleja de entender en su iconografía. Hay que decir que las obras de Veronese están algo recortadas -así están en la web del museo londinense realmente-, es decir, que su área artística pudo ser más amplia que la que vemos ahora, por tanto más información debía haber en ellas, aunque tampoco mucha más relevante o aclaratoria. En un decorado clásico de una arquitectura clásica, ruinosa y anticuada, vemos a un hombre frente a los restos de figuras esculpidas de personajes míticos griegos: un sátiro y el dios Pan con su flauta. A su izquierda aparecen dos mujeres cogidas de la mano. Sobre el hombre tendido está ahora el dios Cupido preparado para atizarle con su arco pasional. De las dos mujeres, una está con los pechos desnudos y la otra completamente vestida, portando ésta un armiño que la cubre, animal símbolo de la castidad amorosa. ¿Qué podemos interpretar aquí? Según su título el amor es despreciado. Pero, ¿por quién?: ¿por el hombre?, ¿por las dos mujeres? ¿Por qué el dios del Amor -de la unión pasional- está ahora luchando ahí y no uniendo, como se supone debe hacer siempre? Y, si pega el pequeño dios con violencia al hombre, ¿quién desprecia ahora, verdaderamente, al amor?

Es complejo de entender porque no sabemos qué ha pasado antes de eso. Pudo ser la infidelidad de él -que no vemos insinuada- y la desilusión de ella luego, por tanto, el desdén del amor de ella hacia el deseo apasionado de él. Es una posible interpretación. Pero, hay más. Porque no es necesariamente una infidelidad lo que llevaría a ese desprecio, sino el desprecio mismo por no ser ahora más que deseo y no amor. Esto encajaría mejor, tal vez, con el sentido de ese desprecio y de esa desilusión. Sin embargo, ¿por qué aparecen dos personajes femeninos, una casta y otra no? ¿Qué quiere eso significar? El deseo es denostado en esta obra. Hay un gesto en el hombre deseoso que está adorando ahora -reverenciando- a dos personajes mitológicos -sus efigies esculpidas- que vanaglorian más el deseo que el amor. Ahora veamos la obra La infidelidad. Aquí la iconografía es más precisa y menos confusa. Aquí es ella la que representa claramente la infidelidad. El triángulo es evidente, dos hombres a cada lado de ella: a su izquierda el amante y su derecha el marido. Un papel escrito delata la relación oculta entre los amantes. También los ojos de los dos hombres expresan cosas: por un lado la mirada divergente y disimulada del amante, por otro la mirada fija, directa y enamorada del marido.

El dios Cupido mira incrédulo de frente a la mujer, aturdido por la confusión que al pequeño dios todo eso le produce, ya que ella seguirá conectada, sin embargo, con sus dos manos, a los dos hombres. La siguiente obra de la serie se titula El respeto o la contención. También es algo misteriosa esta iconografía de Veronese. Porque aquí el hombre se detiene ahora y frena su deseo, por tanto, frena su pasión o su amor. Hasta Cupido le sujeta la espada como señal de no desenvainarla... La mujer está ahora dormida, debe estarlo para significar así el gesto virtuoso de su posible voluntad: ahora ella no es libre de elegir. Porque ella, aquí Venus representada, está además completamente desnuda y deseosa. Finalmente la serie de la alegoría de Veronese nos conduce al último mensaje de lo que el tortuoso camino del amor deberá llevar a todos: La unión feliz. En esta representación el creador veneciano ilumina la obra. La diosa Venus está ahora ahí solo para condecorar con el Amor más glorioso a la mujer virtuosa y al hombre agradecido. La pintura ofrece otros símbolos, por ejemplo la virtud en la corona de laurel de la diosa, o la paz con la rama de olivo, o también las cadenas doradas de la unión segura, que toma aquí la inocencia ingenua de un niño. Pero también la fidelidad más leal con la representación de un perro solícito, fiel y dócil. La Alegoría del Amor del pintor Paolo Veronese son una serie de obras maestras que solo las primeras, las más complejas, alcanzan a lograr mayor virtuosidad artística. Porque las otras son unas obras menores, no tienen la misma maestría ni la misma genialidad. Solo el valor del Arte que el creador quiso, pudo o consiguió tener entonces. Como sucede también a veces en el amor...

(Obras de Paolo Veronese, cuatro lienzos de la serie Alegorías del Amor, 1575, National Gallery de Londres.)

18 de marzo de 2016

La pintura romántica: una descripción gráfica de un instante que observa un sujeto imposible.



Eso es lo que la Pintura más intimista o  más personal es a veces, esa que nadie puede llegar a ver, realmente, desde ningún lugar físico creíble mientras se esté llevando a cabo su creación. Salvo su propio autor... Porque es imposible, por ejemplo, componer esta obra de Turner desde donde se ve ahora la escena retratada -¿quién puede mirar con detalle y sosiego desde el lugar donde debía estar su autor situado ahora con esa fuerte tormenta?-, o, también, el personaje ensimismado de la obra de Friedrich, que no se dejaría ver por nadie así de absorto y melancólico mientras camina solitario. Ambas obras pertenecen a la tendencia romántica, un estilo y momento pictórico y emocional que se vivió en la primera mitad del siglo XIX. El Romanticismo es visto en estas dos obras con toda su fuerza, tanto interior como exteriormente. El ser humano más íntimo y personal es ahora aquí el verdadero y único protagonista del acontecimiento artístico, o como autor o como protagonista. Pero, sin embargo, cómo es posible eso mismo, intimidad existencial, si es precisamente ahora la Naturaleza, y no el ser humano, quien más se prodiga o se representa en estas obras de Arte.

En el caso de Turner la Naturaleza es desasosegante, alarmante y vigorosa. Puede ser dominada con alguna acción física decidida, con alguna técnica náutica -el viraje o maniobra del piloto naval- que permita controlarla. Pero también con la audacia, el coraje y la satisfacción personal que el propio acto suponga. En el caso de Friedrich la Naturaleza no es vencida ni dominada ni satisfecha porque apenas es alarmante o poderosa en esa escena tan íntima. Aquí es otra naturaleza la que prima en la obra, es la esencia interior del ser la que es controlada -autodirigida- por el propio personaje representado. El Romanticismo en el Arte son también colores sorprendentes, que no se ven así en la vida real, que sorprenden ahora y no son percibidos con los ojos sino con la emoción más intuitiva. Una emoción que en ese preciso momento -no en otro- llegaremos a sentir brevemente. Los pintores románticos se esforzaban en hacer notar especialmente esa emoción como nunca antes se hubiese representado en un lienzo. Turner en su obra transformará todo proceso natural de cualquier reflejo luminoso. El agua no es de ese color dorado que vemos en su obra, ni el cielo tampoco tiene ese color amarillo. En su obra el pintor británico relatará la leyenda de un personaje holandés famoso por ser un gran almirante de los mares -Cornelis van Tromp-, pero que aquí ahora no nos cuenta un hecho histórico importante ni una gesta que merezca ser recordada en los anales heroicos de la historia; sólo nos muestra una recreación cotidiana de una admirable habilidad marinera muy emotiva. El resto en su lienzo romántico no importará para nada.

Caspar David Friedrich es el pintor alemán romántico por antonomasia. El Romanticismo alemán es intimismo, sobrecogimiento, decepción, pero, también esperanza. En su obra Un paseo al atardecer el pintor David Friedrich vaga a través de su propio personaje rodeado ahora de un paisaje que no atormenta ni alarma para nada. En su lienzo representa la finitud de la vida -la muerte- por un lado, y, por otro, la infinitud más primorosa -la vida eterna- y desconocida.  Ambas cosas se enlazan ahora sin solución de continuidad, es decir, sin límites o sin contornos precisos porque todo es aquí lo mismo. La gran roca superpuesta en la superficie de la tierra -por los hombres no por la Naturaleza- es un túmulo prehistórico de finitud, que alude ahora a la fuerza humana que supuso colocarla ahí, una fuerza ya desaparecida pero ahora permanente en la piedra. Las ramas desnudas y sin vida de los grandes árboles cercanos al paseante desentonan con el esplendor de una luna poderosa, cuya penumbra ilumina tenuemente los alineados robles del fondo llenos ahora de hojas, vida y esperanza. Porque es ahora aquí otra la fuerza necesaria: la emocional,  la interior del ser humano, no la exterior de una Naturaleza vibrante, pero, sin embargo, más inanimada.

En ambos lienzos románticos intimistas el hipotético observador es ahora un sujeto imposible. No podría estar físicamente ahí viendo a la vez lo que se retrata. El pintor es ahora el único sujeto virtual que, con su interior capacidad emocional y sensible, verá la escena imposible... Sin testigos que puedan, desde ese lugar imaginario, vislumbrar así la escena del lienzo. El pintor lo hace aquí exclusivamente para el Arte y para nosotros, seres que ahora veremos todo eso con algo de asombro. Un asombro que sentiremos al percibir en esos lienzos la extrañeza de su realidad. En Turner con la poderosa transformación antinatural de sus colores diferentes. Es la sensación visceral de una escena natural tan feroz como esa, con su vibrante dinamismo desalmado -las ráfagas de agua chocando unas con otras violentamente- al ver ese color tan raro ahora para cualquier ser sorprendido al percibirlo. Ahora es aquí la emoción más fugaz de ese único momento dinámico lo que el pintor romántico fijaría para siempre en su obra.

No importan otras cosas en las obras románticas. Por eso los románticos no se preocupaban de ser comprendidos, o de ser confundidos, por nada que ellos expresaran con su propio Arte. Porque el sentimiento romántico es personal, nunca colectivo. El objetivo romántico de sus obras va dirigido hacia el interior más íntimo del ser.  Se siente o no se siente cuando se vean... No todos los que vean sus obras comprenderán -emocionalmente- el sentido que ellas poseen en sí mismas. Pero es que a los creadores románticos tampoco les importaba demasiado eso. Ellos sabían que el observador no tendría que existir ahí para que las imágenes emotivas románticas pudieran existir. Ellos entendían que solo la emoción o las sensaciones más viscerales podrían ayudar a asimilar su sentido en la mente observadora de aquellos que quisieran vislumbrarlas. Para eso fueron hechas sus obras de Arte. Para entenderlas como lo que son:  un instante eternizado de grandeza para la emoción más perceptiva de belleza íntima.

(Óleo del pintor romántico inglés Turner, Van Tromp vira para complacer a sus maestros, 1844; Óleo del pintor romántico alemán Friedrich, Un paseo al atardecer, 1835, ambas obras en el Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU.)

16 de marzo de 2016

El inicio de una época en el Arte, la audacia de Cézanne o el posibilismo de la inestabilidad.



En los grandes creadores hay una sutil combinación de identidad de momento histórico y audacia creativa. Para eso los autores deben ser sinceros con su Arte... y con su vida. La autenticidad de las emociones artísticas es reconocida en ellos de una forma clara: no vivirán otra cosa más que lo que creen con su Arte y no crearán otra cosa más que lo que vivan sin él. El Impresionismo trataría inútilmente de seducir al pintor Paul Cézanne (1839-1906). Tuvo grandes motivos para ser un pintor impresionista, uno de ellos lo fue su gran amigo Pissarro, el más esencial y primigenio impresionista de la historia. Sin embargo, aunque aceptaba Cézanne la autonomía e independencia que esa nueva tendencia suponía, no participaba de la superficialidad que -según Cézanne- el Impresionismo mostraba con respecto a dos cosas que para él eran fundamentales en el Arte: la emocionabilidad y la intelectualidad del Arte. Para Cézanne estas dos cuestiones eran necesarias para desarrollar una obra pictórica de relieve. Esa audacia crítica y el sentido tan personal que tuvo Cézanne, a pesar de las oposiciones a su deriva plástica, llevaron luego a justificar el Arte Moderno como ningún otro creador haya sido capaz de hacerlo. Es a él a quien todo eso que vino después -el Arte moderno- le debe el poder haber sido posible en la historia.

Pero entonces su deriva artística solo fue un gesto personal, un estilo peculiar e individual, no una idea compartida ni promovida, tan solo fue un estilo muy personal y sin trascendencia alguna. Albergar teorías iconológicas o socioculturales del Arte es una pretensión suicida a veces, pero, sin embargo, seguiremos haciéndolo con el ancho parecer que el Arte nos permita hacer gracias a su generosidad emotiva y expresiva... tan subjetiva. Generosidad emotiva provocada además en el alma humana ante las sombrías fluctuaciones de una sociedad vertiginosamente peligrosa, por entonces tan antipersonal o inhumana como fuera la sociedad finisecular del siglo XIX. La vida del pintor Cézanne fue la vida de un hombre insatisfecho. Él representaba el paradigma del ser perdido a causa de una sociedad vertiginosa. Un ser humano que, a pesar de la sociedad burguesa como refugio poderoso, no encontraría un atisbo de paz en nada que le llevase a conciliar vida, Arte y sociedad acosadora. Aquí veremos dos obras de Cézanne llevadas a cabo durante el período 1899-1905, obras que expresan el sentido visualmente salvador que el autor esgrimiría así como una capacidad de expresión tan revolucionaria y atrevida. Las compararemos con dos obras impresionistas de Renoir. Es la misma temática, pero en Cèzanne vemos un modo diferente de encarar el Arte con el entonces apasionante mundo simbólico del artista.

Porque en sus obras hay ruptura y hay geometría diferenciadora y aperturista -lo que llevaría al volumétrico cubismo-, también hay desgarro de colores y contornos que llevaría ineludiblemente al Arte Moderno. Todo esto y mucho más hay en las creaciones de Cèzanne, pero sobre todo cierta desazón existencial y una crítica profunda a la sociedad de entonces. En su naturaleza muerta, Cézanne modifica el Impresionismo con su sentido radical de expresión de las cosas: éstas son lo que son siempre, indiferentemente de la luz que reciban. Las formas no corresponden a una sola perspectiva, son ahora formas independientes incluso de su propia naturaleza física. Pero, no sólo hace esto el gran postimpresionista sino que lleva el Arte a un personal simbolismo emotivo para expresar la insensibilidad de una sociedad tan inhumana.  En su obra Manzanas y Naranjas del año 1899 Cézanne muestra una estabilidad imposible: ¿cómo se mantienen estables algunas -no todas, como sucede también con las personas- de esas frutas redondas sin perecer en el abismo, sin caer desde el lugar inestable en donde se encuentran? Hay formas como el plato de la izquierda que soportan varias frutas que, ahora, están en un equilibrio claramente inestable. ¿Qué rara superficie es esa que sostiene todo ese conglomerado de formas que parecen flotar más que sustentarse?

En su obra postimpresionista Las grandes bañistas producida en el año 1905 -un año antes de morir- Paul Cézanne lleva ese mismo mensaje de esperanza. Ahora su posibilismo inestable -es posible sobrevivir a pesar de la inconsciencia- lo transforma con el mayor efecto de grandiosidad artística moderna. La obra es definitoria en el mensaje salvador, ya que, ¿cómo pueden sostenerse algunas figuras humanas ahora sin caerse...?  ¿Cómo se mantienen así ellas, tan inclinadas, sin derrumbarse ahora en el abismo existencial de su propia inestabilidad? Pues, por lo mismo que el creador francés nos transmite en su obra modernista: inestabilidad y posibilidad. ¿Es una contradicción? ¿Cómo aunar ambas cosas, cómo es posible algo inestable?, ¿cómo conseguir transmitir que es posible seguir creyendo en la vida y en sus tendencias, a pesar de las sensaciones tan demoledoras o inestables que la propia sociedad provoque en los seres? Eso fue lo que -además de una nueva expresión de formas, geometrías, colores y perfiles- consiguió hacernos percibir Cézanne con su nueva generación artística moderna.

(Obras de Paul Cézanne: Manzanas y Naranjas, 1899, Museo de Orsay, París; y óleo Las grandes bañistas, 1905, National Gallery, Londres; Obras de Renoir: Vida con frutas tropicales, 1881, Instituto de Arte, Chicago; y su obra maravillosa del mejor impresionismo, Almuerzo de Remeros, 1881, National Gallery de Washington.)
  

10 de marzo de 2016

El lenguaje amable del Arte o el academicismo contradictorio de una sociedad satisfecha.



¿Fue el mejor de los tiempos o fue el más engañoso, o fue una suerte de adormidera sensación para huir de la atmósfera ruin, vertiginosa y violenta de aquel siglo? Cuando el joven artista francés Jean-Léon Gérôme (1824-1904) quiso presentar una obra suya al Salón de París del año 1847, eligió su obra neoclásica Jóvenes griegos haciendo pelear dos gallos. Con diecisiete años había llegado el pintor a París para estudiar en la Academia Julian. Ahí conocería al maestro Paul Delaroche, al que acompañaría luego a un viaje a Italia durante los años 1844 y 1845. Fue Gérôme un extraordinario artista clásico, muy correcto en el dibujo siguiendo a sus maestros en la forma, en el fondo y en los colores. Pero había algo más en este joven creador de entonces. El caso es que la sociedad de aquellos años -Segundo Imperio francés- le fue propicia para componer escenas exóticas, clásicas y excitantes. Gérôme comprendería que la forma no podía variar mucho del  fondo, lo que es el Academicismo. Y este Arte le eligió a él tanto como él eligiría ese Arte. Y así ganaría hasta una medalla en el Salón parisino de aquel año con esa obra. Y entendió que aquello que hacía gustaba al público y que él sabía hacerlo muy bien. Luego, cuando el Impresionismo triunfara claramente, hasta él -que lo había criticado como algo decadente- admiraría la nueva tendencia que llevaría ahora a romper la forma en bien del fondo a transmitir.

No, no era eso para lo que él había sido llevado a ser pintor. Y siguió componiendo obras exóticas, lujuriosas, bellas, equilibradas y distantes a pesar del cambio de gusto estético en el mundo del Arte. Adormecedoras obras clásicas donde el relajo de la vista no impedía, sin embargo, que ésta llegara a encandilarse con una suerte de algo especial que no alcanzara uno a comprender. ¿Cómo era posible que una escena tan clásica y manida, pasada de moda, pudiera hacernos sentir aún un hálito de satisfacción novedosa a pesar de sus formas decadentes? El Arte es el que consigue todo eso, pero solo el gran Arte. Jean-Lèon Gèrôme eliminaba de sus lienzos todo cuanto pudiera parecer grosero, feo o vulgar para ser representado. Producía así amables desnudos, generalmente clásicos o griegos, que hacían vibrar el fervor de un público ávido entonces aún de belleza, erotismo y equilibrio sosegado. Y la época tan lúdica condicionaba además como condiciona siempre a los artistas el gusto de las obras que hacen. Gèrôme quiso componer una pintura amable de unos bellos jóvenes griegos jugando en un entorno clásico y sugerente. Y lo hizo sin otro contraste destacado que la belleza de los cuerpos desnudos frente a la deteriorada escultura clásica  o su pedestal deslucido del fondo. Más allá se vislumbra la bahía de Nápoles con el azul oscuro de un cielo sosegado cuyo paisaje favorecía la excelencia de unos jóvenes satisfechos con su vida.

Pero por entonces eso era todo lo que querían ver los satisfechos franceses en el año 1847. Sin embargo, ¿dónde está hoy, más allá de lo estético de una clásica pintura, lo que ahora más nos pueda asombrar de una obra como esta? Aprovecharé para seguir manejando una teoría que cada vez creo más al ver Arte: que las obras son propias de una suerte de Arte universal y no de autor o estilo alguno concreto. Es decir, que las mejores obras de Arte son intemporales y universales, no creadas tanto por un autor que supiera exactamente qué hacer como por una especie de intuición universal altamente inspiradora. Las obras de Arte son hechas a pesar de su autor y sus limitaciones, son realizadas por una especie de intuición creativa universal en manos de un artista hábil determinado, eternas creaciones además que ocultan siempre algo que las llevan a tener una vigencia permanente. Cuando el pintor Gèrôme realizó esta obra clásica la sociedad de entonces no había considerado aún la sordidez y repugnancia de una pelea de gallos. No rechazaría todavía la falta de belleza que ello tuviera, la grosería que el vulgar gesto violento pudiera tener a pesar de un escenario tan bello y radiante. Sin embargo la obra contiene, en su aura de Arte universal, la visión evolucionada de otra cosa distinta. Sigue en la obra vigente la escena de belleza a pesar de ese detalle cultural violento porque mantiene un contraste estético universal y permanente en el tiempo. Uno que sobrepasa incluso al de las propias bellas figuras humanas desnudas de los dos jóvenes griegos. Porque ahora es aquí la belleza ingenua, natural, prodigiosa, tan llena de promesas, la que contrasta con la feroz, hiriente, desentonada o sangrienta pelea de dos animales.

(Óleo Jóvenes griegos haciendo pelear dos gallos, 1846, Jean-Léon Gèrôme, Museo de Orsay, París.)

3 de marzo de 2016

La extraordinaria plasticidad crítica del Arte, su libertad, su adaptación y su belleza.



Ante un universo tan extenso de creatividad hay a veces que restringir la mirada, ladearla incluso, sentir en algún lugar interior de nosotros alguna especial sensación que nos lleve a comprender que, lo que ahora estamos viendo, es algo más que un cuadro, mucho más que una imagen bella o abrumadoramente estética. Pero, no siempre todos los pintores lo conseguirán plasmar así en sus creaciones artísticas. Es como el amor, que no siempre sus alas llegarán a conseguir alcanzar parte de lo que sí puedan hacer vibrar en otras ocasiones extraordinarias. Cuando el aprendiz de pintor Alfred Stevens (1823-1906) comprendiera que París era el mejor lugar para consolidar su Arte, se marcharía de su natal Bruselas en el año 1843 para no volver jamás. Por aquel entonces el Romanticismo iría poco a poco orillándose, o marginándose, frente a su antecedente estético más encumbrado, el Clasicismo, esa tendencia sostenida ahora de nuevo -mediados del siglo XIX- entre un academicismo necesario y un realismo social agradecido. Y el joven Stevens pudo en París acercarse al Arte más realista, ese estilo que -después de aprenderlo en la Academia de Bellas Artes parisina, la mejor institución de Arte entonces conocida- se encontraba ahora abundante entre las calles solitarias, entre los bulevares deprimidos o entre los lugares más sórdidos de la vida real de aquel París tan convulso de comienzos del segundo imperio.

Para la Exposición de París del año 1855 presentaría el pintor belga una obra que había realizado un año antes, Lo que se llama vagancia. En ella Stevens consigue reflejar magistralmente una terrible injusticia social muy deplorable por entonces. En una calle de París varios soldados del ejército imperial llevan custodiada a una madre pobre y a sus dos hijos pequeños y desarrapados. Es invierno en París y la nieve cubre la acera fieramente con su blanca sombra indiferente. Frente a un desangelado muro de la calle se observan, irónicamente, carteles donde anuncian bailes y ofertas de casas lujosas. El pintor no solo describe ahora la escena triste, también la reivindica con el gesto humano de una dama que ahora se dirige a un soldado para que tenga caridad... Poco antes -el tiempo es un alarde sutil que el pintor utiliza hábilmente en su obra- un viejo inválido había hecho inútilmente la misma crítica. A pesar de esta denuncia social la obra de Alfred Stevens ganaría una medalla de segunda clase en la exigente Exposición parisina. Y, además, el propio emperador Napoleón III, abrumado por su negativo impacto, decretaría que a partir de entonces los vagabundos no fuesen llevados a pie a la cárcel... sino en un vehículo cubierto. No se sabe muy bien por qué, pero el caso fue que aquel estilo de pintura realista y crítica la cambiaría el pintor, para siempre, en el año 1860. A partir de entonces Stevens pintará mujeres elegantes, tan solo mujeres bellas en todas las posibles poses burguesas habidas y por haber. Geniales, sin duda, pero nada más que eso. Y su genialidad artística tendría ahora mucho de detallismo artístico, de exquisito modo de representar no solo lo que era la mujer sino también de todo lo que la rodeaba. 

Tanto y tan bien lo haría el pintor que fue comparado con el detallista barroco holandés Gerard Ter Borch. Y así es, ya que la pintura realista de Stevens es maravillosa por su cuidada manera de dibujar todo lo preciso, pero, también por hacer que el personaje retratado -siempre una bella mujer- tuviese una personalidad tan expresiva que llegase a trascender el mero lienzo dibujado. Una de sus más conocidas obras es la titulada El baño, compuesta en el año 1867, en ella se refleja todo lo dicho antes de él y de su Arte. ¿Qué está pensando ahora la mujer pintada en su baño? Ahí estará gran parte del genio del artista: hacernos elucubrar ahora tan solo para acercarnos a percibir un bello gesto, no para entenderlo. La mayor parte de las obras de Alfred Stevens gustaban a un público satisfecho con su vida y por eso las pintaba así: debía él sobrevivir... Obtuvo con sus obras un gran beneficio gracias a la gran aceptación de sus pinturas por entonces. Como, por ejemplo, sucedió con El ramo, una obra del año 1857 famosa por su etérea belleza. Y no pudo ya dejar de pintar así... Sin embargo, su vida personal no supo él dirigirla tan bien como su Arte: acabaría arruinado por malas inversiones y gastos excesivos. Una enfermedad le obligaría además a vivir muy cerca de la costa, algo que el pintor no podría satisfacer ya como antes. Pero un tratante de Arte le ayudaría entonces y le llegaría a ofrecer 50.000 francos por esas obras que él sabía pintar y tanto gustaban. Así continuaría el pintor hasta que, al pasar los años, acabase viviendo en habitaciones modestas en el París decadentista de finales del siglo XIX, ese mismo siglo que años antes, sin embargo, le viese triunfar. Pero antes de eso, antes de acabar así el pintor insatisfecho, sin más que aquellas cosas que pudo hacer de joven y ya no, antes de terminar incluso de volver a hacer aquello que más le demandaban, Stevens se atrevería a pintar, al menos, dos mujeres en unas poses muy transgresoras para aquella sociedad tan hipócrita.

Una de ellas sería un homenaje al Impresionismo, una tendencia que él nunca llegara, a pesar de algún intento, a componer con su Arte clásico y realista. Para ello acudiría el pintor a una de las modelos retratadas por la nueva tendencia impresionista -y pintora ella también-, Victorine Luise Meurent (1844-1927). En su obra Un estudio de Victorine Meurent, el pintor Alfred Stevens compuso la imagen de la bella y atrevida pintora francesa. Musa incluso que fuera del pintor Manet, ya que era la mujer desnuda de su impactante obra Desayuno en la Hierba. Pero, en su obra, Stevens logra ahora asombrarnos no tanto eróticamente como de otra forma. Una particular suya que tendría de representar personalidades femeninas en gestos sublimes por su misterio o por su grandeza. Aquí crea una belleza sosegada y sin rubor, sin pasión incluso, sin otra cosa más que su corrección estética y social. Pero no se conformaría el pintor solo con eso... Una vez, ignoro en qué fecha, pintaría Stevens una obra extraordinaria para ser un pintor tan socialmente correcto. Es la obra que encabeza la entrada y que tiene el enigmático título de Círculo. Nada más he podido descubrir de esta obra. Sólo la firma del autor -que sí es visible- acredita claramente que la obra es suya. Sin embargo, no se necesita saber más para admirarla. El pintor de las bellas damas parisinas con sus perfectas poses correctas, tan vestidas, tímidas, recatadas, arregladas o predispuestas, pintaría entonces una joven que ahora muestra incluso uno de sus pechos descubierto. Sólo eso y un vestido esplendoroso. Había ahora que criticar también, como lo hiciera el pintor al principio de su vida. Había que utilizar su maravilloso Arte de retratos para denunciar ahora, bellamente, un fracaso sentimental. Pero, no lo creo. Y si no es sentimental entonces, ¿qué fracaso es ahora ese que el pintor retrata? El de la misma sociedad desalmada de entonces. El de esa sociedad que, como la desolada joven del retrato, tuviese ahora que esconder, zaherido, su propio rostro avergonzado por el hecho bochornoso de haberse dejado vencer por unos deseos tan materialistas como ultrajantes.

(Óleo del pintor Alfred Stevens, siglo XIX, Círculo; Pintura El Baño, 1867, Alfred Stevens, Museo de Orsay, París; Lienzo Lo que se llama vagancia, 1854, Alfred Stevens, Museo de Orsay, París; Óleo El ramo, 1857, Alfred Stevens, Particular; Cuadro Estudio de Victorine Meurent, Alfred Stevens, siglo XIX, particular.)