27 de abril de 2016

El fin de una época retratado en el Arte: el anhelo o la fugacidad del amor.



El pintor francés Jean-Honoré Fragonard (1732-1806) había representado el Arte más obsoleto, el más denostado, el menos apreciado o el más insulso... Y no es que fuese mal pintor, todo lo contrario, sino que eligió el camino más fácil asociado con un mercado que acabaría utilizándolo, sin embargo: la clientela superficial y hedonista del Antiguo Régimen. Desde mediados del siglo XVIII se dedicaría a un tema recurrente en su Arte: la escena galante y erótica.  Pero la Revolución francesa terminaría por dejar abandonado a un artista que fue víctima de su sociedad y de sus contradicciones. Olvidado y superado, moriría Fragonard en París en el año 1806 sin llegar a ver que el tiempo ignoraría su figura y sus obras solo pasarían a ser un motivo de decoración o fácil estampa erótica. Sin embargo, en el año 1784, cinco años antes de la Revolución francesa, el pintor crearía una obra muy diferente a aquellas que había representado antes. La fuente del amor es una pintura Rococó muy curiosa porque el pintor hedonista y pícaro expresaría con ella algo muy distinto por completo a su erótica tendencia tan farragosa. La atmósfera artística en esta obra no es tan terrenal como lo habían sido sus creaciones anteriores; no es tan alegre tampoco como sus representaciones galantes de antes; no es tan amorosa incluso, porque aquí no hay diálogo entre los amantes; no es tan erótica además, porque, a pesar de los senos descubiertos de la joven, no hay motivos lujuriosos o sensibles destacables como para expresar la sutil frontera transgresora del amor.

Con el fondo de un bosque oscurecido y misterioso las figuras de dos amantes se representan decididas, dinámicas y extrañas, ante los pequeños cupidos de la fuente del amor... Ambos amantes desean ahora ver y tomar el contenido sagrado de la copa amorosa que se les ofrece. Pero es el impulso de la pareja lo que permitirá, a riesgo de ser herida por el ímpetu, contemplar el secreto y poderoso elixir sensual prometido por los dioses. El cuadro rococó tiene elementos prerrománticos, pero solo algunos, porque su sentido romántico es ahora más individual o menos divertido o menos placentero. A pesar de su sentido místico, la pintura de Fragonard no dejará de expresar una escena natural y sensual donde dos amantes escapan juntos al discreto bosque para poder gozar.  La belleza de la pintura es superior, sin embargo, a cualquier otra belleza metafísica sugerida o insinuada en su temática; es decir, que son ahora sus suaves trazos color pastel o la corrección de su elegante dibujo lo que más admiremos en la obra. Aun así, encierra un misterio místico que el pintor supo disfrazar con su eficaz tendencia erótica o galante. Pero, también lo hizo fijando ahora el momento sublime de una sutil exaltación mística: el instante de la contemplación extática del amor más deseado... Algo que aquí está narrado con las sutiles fuerzas que impiden ahora, en verdad, poder contemplarlo...

La nube divina de los pequeños diosecillos alados -cupidos- apenas sostiene la irrealidad o incapacidad de manifestar el contenido del amor más deseado. Deben confiar los amantes, sin embargo, en que lo hallarán. El gesto de sus rostros es un recurso que el pintor utiliza para mostrar dos expresiones sorprendentes: la estupefacción y la ingenuidad. En el Arte podremos comprender hasta el sentido filosófico de lo que no es visible, hasta de una posible insatisfacción... Porque en el Arte la escena nunca avanza más allá de la imagen congelada en el lienzo, no irá más allá porque está retenida para siempre y no sabremos nunca cómo acabará lo que ahora vemos. ¿Qué pasará después? ¿Habrá que seguir viniendo a la fuente del amor para seguir creyendo en él? Como la propia época rococó, que el pintor empezara a presentir que se acabara, el cuadro de Fragonard refleja las emociones de un terrible presentimiento: que el impulso del deseo sólo conseguirá retrasar muy poco el final de éste. En la composición de la obra La fuente del amor el pintor enfrenta la luz suave de sus colores atenuados con la oscuridad tenebrosa de un cielo asolador. Porque deben convivir dos sensaciones y deben entenderse dos emociones en la obra: el anhelo y la fugacidad. Los dos amantes parecen buscar, cada uno de ellos con su propio impulso, las misteriosas alabanzas de un amor deseado vagamente... Sin embargo, si nos fijamos bien, observaremos en la figura de ella, mimetizado casi en su liviano tejido blanco, los decididos dedos masculinos asiendo ahora por su cintura, convencidos, el bello cuerpo inclinado de la mujer.

(Óleo La Fuente del Amor, 1784, del pintor Jean-Honoré Fragonard, Museo Paul Getty, Los Ángeles.)

21 de abril de 2016

El valor de la imagen universal, la más completa e intemporal, o el sentido más auténtico del Arte.



Pocas obras de Arte pueden conseguir hacernos comprender que en ella está la obra más completa o universal del mundo. No la más perfecta, que es una cosa distinta, sino la más completa, la que lo contiene todo y que, mirándola detenidamente nos llevará a sentir que no es necesario mirar ya nada más creado por el hombre, ni antes ni después, para acabar de entender lo que es el Arte. Y esa sensación, más espiritual que material por otra parte, es la que se siente observando una de las tres obras del tríptico La batalla de San Romano del pintor gótico-renacentista Paolo Uccello (1397-1475). Llega a tanto ese sentimiento etéreo, casi una emoción primitiva, que no hará falta saber nada de la batalla, ni lo que la causó, ni la fecha en que se produjo, ni los protagonistas que tuvo, para llegar a entender su completo sentido artístico. ¿Entender, exactamente, el qué? Porque cuando un cuadro hay que explicarlo mucho poco será el mérito artístico de su obra. Es más, si no sabemos nada de la historia que describe el cuadro aún sabremos -entenderemos- más de la propia obra de Arte reflejada en él. 

Fijémonos, por ejemplo,  en el enfrentamiento entre los dos caballeros medievales. En concreto en el caballero del caballo blanco y la silla azul, que es descabalgado ahora por la lanza decidida del otro caballero, el que acabaría siendo vencedor de la batalla. Pero, ¡qué maravilloso plano artístico con su caballo blanco, qué momento más glorioso eternizado en el lienzo! Es el gesto tan elegante y bellamente plástico que su personaje -Bernardino della Ciarda, jefe del ejército sienés- muestra ahora ante el desafortunado empuje de la lanza enemiga. Y esto a pesar de que el tríptico fuera encargado por los vencedores florentinos. El pintor Uccello era florentino, pero no era un propagandista sino un artista universal. Incluso la cabeza del soldado de Siena, situada justo detrás del caballo blanco vencido, nos confunde ahora con su imagen superpuesta: parece la del jinete lanceado antes de ser éste derribado. Tal es la irrealidad plástica tan maravillosa de la obra. Pero, no es esto lo único extraordinario aquí, y no ya por la genialidad artística, que lo es, sino por ser una obra de Arte fuera de lo ordinario para describir una batalla real tan decisiva.

Para este pintor prerrenacentista lo más importante en una obra de Arte es la perspectiva. Por entonces era lo más novedoso, lo técnicamente decisivo para afrontar un Arte pictórico que comenzaba a latir con fuerza. Pero, sin embargo, no utilizaría el pintor la perspectiva como era habitual por entonces: para establecer varios escenarios temporales diferentes en un mismo lienzo. Para Uccello la perspectiva es necesaria -como lo será siempre luego- para dar profundidad a un único momento temporal. Y en un único momento temporal pueden pasar muchas más cosas de las que, objetivamente, precisen mostrarse de una batalla en un cuadro. Y en uno de los tres momentos temporales pintados en su tríptico, El descabalgamiento de Bernardino della Ciarda en la batalla de San Romano -expuesto en la Galería de los Uffizi-, el pintor florentino nos presenta en la mitad superior de la obra cosas que para nada tienen que ver con una batalla cruenta, por muy importante que haya sido.

En esa parte de la obra se muestran un paisaje labrado con frutas apetitosas colgadas de un árbol y cazadores con sus galgos, liebres o conejos corriendo por el campo. Pero no hay límites ahí que los separen, todo está mezclado con todo. Nada ahí hace que las cosas no se puedan mezclar azarosas, o no sean también compartidas en el universo limitado del cuadro. Las lanzas, las alabardas, las armaduras de los jinetes escorados, los plumajes de sus yelmos, todo eso está ahora confundido con los árboles, con el paisaje profundo o con las inexistentes flores del campo. La irrealidad está vestida aquí de realidad gracias a la perspectiva o a la dinámica de los gestos gloriosos, heroicos y gallardos de los hombres. La lanza vinculadora y poderosa es el elemento estético que está expresado con más realidad de todo lo expuesto en la obra. El resto es infantil, ridículo, grotesco o extremadamente fantasioso. Pero, sin embargo, hay elementos pictóricos muy modernos para un lienzo tan arcaico, cosas que le dan además a la obra un estudiado diseño gráfico y artístico muy novedoso para la época. Las lanzas rotas o partidas en el suelo dibujan ahora una perfecta silueta ortogonal: son todas líneas paralelas que se cruzan rectangularmente, algo imposible de ser visto así o de quedar así de regular o de perfecto en cualquier batalla campal representada.

En este lienzo gótico-renacentista están, premonitoriamente, todas las tendencias y todos los periodos artísticos de la historia. Es como si a un ordenador le hubiésemos introducido todos los datos iconográficos de todas las tendencias artísticas para terminar por componer un compendio de todos los estilos en un lienzo virtual: del Renacimiento, del Barroco, del Rococó, del Neoclasicismo, del Romanticismo, del Realismo, del Impresionismo, del Cubismo, del Simbolismo, del Surrealismo... Porque están todos ahí, algunos mostrados en pequeñas cosas, otros en cosas más definidas y algunos más en grandes cosas. Como, por ejemplo, las lanzas guerreras, propias del barroco velazqueño; o como los caballos y las imágenes dinámicas de Rubens; o como el oscuro paisaje incongruente -parece de noche y es de día- propio del Romanticismo; o como los paisajes lejanos y relevantes de los descriptibles lienzos realistas; o como los árboles y sus frutos con el fugaz momento temporal retratado por los impresionistas; o como las metáforas visuales de las obras simbolistas; o como los objetos regulares y geométricos del Cubismo; o como el Surrealismo y sus gestos extraños de contrastes de unas imágenes con otras.

El poeta español José María Álvarez (1942) compuso para su obra El botín del mundo del año 1994 un verso inspirado en este tríptico de La Batalla de San Romano de Uccello:

"No estás aquí", dijiste,
con esa desmedida pretensión
tan femenina (¡Que no escape, que no se me escape!), y
encendiste con rabia
un cigarrillo, y te apartaste como
para mostrar disgusto (pero
tampoco mucho, no
vaya a
recelar; lo suficiente para
que sepa lo importante
que es que yo me abra
de piernas). Y, bueno, sí, llevabas
razón: No estaba
allí. Escuché tus suspiros, notaba
tus piernas enredadas como lianas en mis lomos,
el golpear de nuestros cuerpos en la cama, la uña inmensa
de la lujuria arañando
dentro de mi vientre, y tus besos en mi garganta, y,
sí, sin
duda, oí
el crujido del vacío al helarse. Pero
lo siento, querida, yo no estaba
allí. Yo estaba
contemplando una pintura
de Uccello, recreándome en mi memoria, y
cuando volví a aquel lecho
y te besé -"¿Y dónde voy a estar?" te
dije-, de la fogosidad de mis abrazos
-y esto no es poner en duda tus encantos-
un cincuenta por ciento, me imagino,
era de Uccello, de la plenitud
que me había invadido recordando
la belleza sin par de esa batalla.

Del poeta español José María Álvarez, (Cartagena, 1942).

(Tabla de temple al huevo del pintor Paolo Uccello, Niccoló Mauruzi da Tolentino desmonta a Bernardino della Ciarda en la Batalla de San Romano, del Tríptico de La Batalla de San Romano, 1440-60, Galería de los Uffizi, Florencia; Detalle del mismo cuadro, Paolo Uccello, 1440-60, Galería de los Uffizi.)

12 de abril de 2016

El neoclasicismo del siglo XVIII frenó un impulso renovador en la sociedad y en el Arte.



La historia no satisface a veces. No responderá claramente a lo que, en verdad, fue lo acaecido de un hecho antiguo. La historia no es lineal siempre, dará saltos. Pero, sin embargo, tiene sentido. Y esto confunde a veces, ya que sobreentiende la historia que para que algo hubiese de suceder debería haber sucedido antes otra cosa necesaria. Pero, no es así siempre. En el Arte, por ejemplo, podemos vislumbrar algunas cosas que nos ayuden a comprender algo más todo eso. En cualquier progreso humano, social, cultural o artístico debería primar la evolución frente a la revolución. Todas las revoluciones son en parte una forma de contra-evolución. Como todos los saltos. Y detrás de estos atajos históricos, de estos saltos, hay siempre hombres, decisiones humanas, gustos, poder, influencias, sectas ideológicas y uniformadoras. A finales del siglo XVII Europa cambiaría profundamente, aunque pareciera que todo siguiera como antes. Nunca un siglo fue tan devastador ni tan desesperante durante tanto tiempo seguido gracias a haber sido un siglo muy belicoso. El frentismo ideológico tan terrible -en este caso religioso, que es una forma de ideología- acabaría con la bondad histórica de las cosas en Europa.

Pero, ¿es la bondad de las cosas una garantía de progreso? Si las cosas van bien, ¿se cambia algo? El clasicismo barroco alcanzaría llegar hasta finales del siglo XVII y principios del XVIII, aunque el Rococó fuese, sin embargo, el estilo que comenzara en este último siglo. Fueron influencias artísticas de todo tipo -clásicas, barrocas, venecianas, francesas- las estéticas que hicieron de ese estilo -el Rococó- una amalgama de lo que podríamos llamar un arte de autor fundamentalmente. Es decir, que fueron los pintores, no el Arte, los que marcaron mucho más ese periodo artístico con un peculiar estilo al no encontrar, realmente, ninguna tendencia definida. Uno de ellos, el creador más significativo para entender lo transversal del Arte Rococó, lo fue el genial pintor Giambattista Tiépolo (1696-1770). Este creador veneciano iniciaría un modo de pintar muy particular, algo que sintonizaba con el espíritu avanzado y progresista del siglo XVIII, el llamado siglo de las Luces o Ilustración. El pensamiento y la ciencia avanzadas habían sido iniciadas antes en Europa, precisamente por personas nacidas en el siglo XVII. Entre los años 1680 y 1720 se pondría en cuestión todo el saber y el pensamiento producidos desde el Renacimiento. Había contribuido la crisis que la guerra de los Treinta años ocasionó a Europa, pero, también el advenimiento de una filosofía racionalista y cientificista. Originaría otra crisis luego, una de conciencia y de fe, de descreimiento o de cierto cansancio espiritual. En España coincidió con otra guerra y otro conflicto nacional: la guerra de Sucesión dinástica. Por esto en España ese cambio social se llegaría a notar más.  Los nuevos reyes borbones (Felipe V, Fernando VI y sobre todo Carlos III) contribuyeron a mejorar la sociedad hispana y utilizaron unas tendencias artísticas progresistas, además también de la neoclásica contraria, para acompañar toda esa evolución dieciochesca.

El rey Fernando VI de España quiso decorar a mediados del siglo XVIII con ese Arte novedoso los Palacios reales de Madrid, tanto El Escorial como el de Aranjuez. En el año 1753 fue llamado a España el pintor italiano Corrado Giaquinto (1703-1766). Sería nombrado pintor de Cámara y director de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Un ejemplo por entonces del auge de una nueva tendencia artística en España, un país, sin embargo, tan tradicional y barroco. Nunca será esto lo suficientemente valorado en la historia de España, artística o no. Porque detrás de este pintor, e influidos por él, vinieron otros que evolucionarían aún más el Arte y hasta crearían escuela. Goya surgió, por ejemplo, en gran parte de esos nuevos pintores italianos innovadores que llegaron a España. Giambattista Tiepolo fue otro de los pintores italianos llamados por el siguiente rey, Carlos III, durante el año 1762. Llegaría a España acompañado de sus dos hijos pintores, Domenico y Lorenzo. No solo se limitarían a pintar palacios reales, también iglesias, unos clientes inestimables entonces para cualquier pintor. Pero esto último, sin embargo, les malograría...  Porque los clérigos, muy poco dados a innovaciones, se decantaron pronto mejor por otro pintor, y otro Arte, que en ese año fue llamado también a España: el neoclásico Anton Raphael Mengs (1728-1779).

Entonces la batalla entre esas dos diferentes y opuestas tendencias se desataría sin piedad. Ganaría Mengs y su clasicismo nuevo. ¿Por qué? Ganaría el Neoclasicismo por las bondades aparentes del momento social. Toda bondad (económica, social, política, etc...) lleva siempre a un clasicismo, toda alteración o proceso social de ruptura lleva a lo contrario:  a un Arte innovador. Giambattista Tiépolo fue el mejor ejemplo de alcanzar un verdadero Arte nuevo, pero ahora uno muy diferente, una especie de Arte moderno que conseguiría expresar las cosas de otro modo, un modo más sentimental que racional. Algo confuso de entender el aunar dos cosas tan opuestas, sentimiento y razón, pero que fue posible de llevar a cabo con la Pintura especialmente. Sin embargo, moriría el pintor Tiépolo en España olvidado y pobre. Arrastrado por el triunfo arrollador del Neoclasicismo. Sólo su hijo Giovanni Domenico Tiepolo (1727-1804) lo comprendería pronto y acabaría abandonando España para regresar a Venecia. Allí podía seguir creando aquel Arte innovador... Aun así, todavía lo contratarían desde España para pintar una obra sagrada, un Vía Crucis diferente para una recién, y falsamente, estrenada iglesia en Madrid.

Es curiosa esta historia eclesial española. Existía una iglesia jesuita en Madrid que era la casa principal de los jesuitas en España. Era una iglesia muy amplia, espaciosa y decorada, como los jesuitas habían hecho con su arte barroco clásico tan refinado durante el siglo anterior. El altar mayor, por ejemplo, que contenía la urna de San Francisco de Borja, estaba comprendido por cuatro columnas de estuco y escayola, sostenidas por los basamentos de un maravilloso mármol bellamente jaspeado. Luego de la expulsión de los jesuitas de España, producida en el año 1767, el rey Carlos III cedería este templo a los Oratorianos de San Felipe Neri. Así que sus nuevos administradores le pidieron al pintor Domenico Tiepolo -a pesar de la nueva tendencia imperante neoclásica- realizar ocho obras que reprodujeran, con su nuevo estilo, la clásica Pasión de Cristo. El pintor veneciano aceptaría y compuso esas obras en Venecia, unas pinturas que nada tenían que ver con el nuevo clasicismo en boga en España. En una de ellas, Caída en el camino del Calvario del año 1772, observamos una muestra de ese momento malogrado en el Arte. Luego la iglesia de San Felipe Neri sería expropiada en el año 1836 y sus obras trasladadas al Museo de la Trinidad, para acabar, tiempo más tarde, en el Museo del Prado. 

En la obra de Domenico vemos algo muy curioso: no hay nada que exprese violencia real en esa caída. Ningún personaje maltrata físicamente a Jesús. Se nota incluso una especie de desdén, atonía o pasividad en los personajes secundarios. La obra tiene una composición extraordinaria: Jesús está caído solo, en un espacio diametralmente delimitado por la cruz, el resto está ahora todo fuera de ese espacio. Algunos le ayudan pero otros pasan de Jesús, ni lo miran siquiera. No lo maltratan, pero tampoco nada les importa a ellos ese personaje... Un cierto atisbo, inducido simbólicamente, tal vez, de lo que el Arte innovador de su padre, y su propio padre malogrado, sufrirían en España ante el rechazo artístico tan injusto. Pero también una muestra genial de realismo y de no realismo pictórico, algo que caracteriza a este pintor italiano especialmente. Goya lo admiraría por esto y se dejaría influir por él. Su trazo es muy realista: así son los cuerpos humanos y las texturas de la materia. Pero, sin embargo, para nada es una escena realista la que vemos: no hay ninguna recreación clásica que deba parecer lo que la realidad establecía o narraba, tanto espiritual como históricamente. Pero sí hay un realismo material. Y esa dualidad artística -trazos clásicos sin realismo clásico- fue un fenómeno plástico muy innovador para entonces. Algo que solo los románticos -entre ellos Goya- supieron llevar magníficamente a cabo algún tiempo después.

(Óleo de Giovanni Domenico Tiepolo, Caída en el camino del Calvario, 1772, Museo del Prado, Madrid; Cuadro Construcción del Caballo de Troya, 1760, del pintor Domenico Tiepolo, National Gallery, Londres; Detalle del anterior cuadro, Caída en el camino del Calvario, Domenico Tiepolo, 1772, Museo del Prado; Obra del pintor Corrado Giaquinto, El Descendimiento, 1754, Museo del Prado; Magnífica obra de Arte de Giambattista Tiepolo, Abraham y los tres ángeles, 1769, Museo del Prado; Lienzo del pintor neoclásico Anton Raphael Mengs, Caída de Cristo con la cruz a cuesta camino del calvario, 1769, Palacio Real, Madrid.)