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27 de enero de 2022

La confusa, inevitable, inconsistente, efímera, sorprendente, inspiradora, ilusa y misteriosa naturaleza del amor.


 

A finales del siglo XIX hubieron unos creadores que necesitaron expresar de un modo desgarrador los deseos, frustraciones, anhelos, miedos y experiencias de los seres abatidos por la ilusión y la decepción del amor. La sociedad llevaría ya el germen del cambio que haría explosionar la sosegada, huérfana, opresiva e hipócrita forma de mantener las relaciones sentimentales hasta entonces. Cuando el dramaturgo rompedor noruego Ibsen transformara el teatro para siempre, estrenaría en el año 1879 su obra Casa de muñecas. Era la primera representación teatral donde una pareja acababa rota para siempre a causa de la decepción, de la manipulación, de la confusión, de la inflexibilidad y de la arrogancia. Especialmente parcial ante la debilidad social de la esposa, la obra es una justificación de la mujer y de cómo estará condicionada su relación marital por situaciones que la harán reaccionar de un modo radical ante la sociedad y ante sí misma. La libertad había sido un componente exclusivamente masculino, y las disenciones amorosas en el matrimonio habían sido desequilibradas en detrimento de la mujer. Los dos padecían el horror del desamor insidioso, pero las elecciones quedaban indefensas mucho más por las debilidades o inseguridades femeninas. En el año 1900 el pintor británico de origen alemán William Rothenstein (1872-1945) compuso en Francia su obra de Arte La Casa de Muñecas. Pero lo que el pintor finisecular expresaría en su obra pictórica iría mucho más allá de lo que la obra teatral supondría. Como toda inspiración creativa del Arte, las representaciones pictóricas muestran una síntesis vaporosa de la esencia nuclear de una emoción, especialmente contenida ahora ésta entre formas estéticas aparentemente armoniosas. No hay mejor alarde comunicativo que el Arte para transmitir lo que sólo puede verse en un instante emotivo. El pintor sitúa a dos de los personajes, no precisamente a los protagonistas, en una escena de pareja frustrada por la imposibilidad de realizar lo que ya es imposible. La escena retratada es original, ya que en la obra teatral no están situados en una escalera ni de ese modo tan expresivo cuando acaban así. El pintor transformará la representación para crear con ella otra cosa, la imagen que él considerará más emotiva para compendiar la sensación artística más desgarradora que deseara expresar.


Entonces la obra pictórica se hace universal y obtiene una expresividad por sí misma, sin necesidad de conocer la obra teatral ni la historia que subyace a los personajes. Ahora son una pareja que no pueden serlo ya, no necesariamente los personajes dramáticos de Ibsen. El pintor además utiliza la escalera como un símbolo extraordinario de desigualdad, huida, desnivelación, ruptura espacial y pérdida temporal. Tiene la osadía además de dirigir la mirada de él a los observadores de la obra y la de ella hacia la nada. Pero ni la una ni la otra son dos miradas perdidas. La de él parece desafiante, es una mirada resignada pero segura, acorde y asumida; la de ella es una no mirada, ni la detiene ni la anima. Sin embargo, están absolutamente perdidos ambos. Nada habrá que pueda relacionar ya lo irrelacionable. La atmósfera de la obra es el tercer personaje en ese encuadre desolador donde se encuentra ahora la mejor expresión de una causa perdida. Es la gravedad del espacio y la imposibilidad de moverse en él, así como de poder cambiar ya nada. No hay sitio. Sólo se puede huir o quedarse. No hay alternativa a esas dos opciones. El tiempo también es limitado, pero no porque no lo haya sino porque no se puede hacer nada ya con él. Los peldaños siguen ahí sólo para recordar que nada es posible también hacer ya con ellos. No hay luz hacia donde sube la escalera, como no hay lugar mejor donde estar que aquel que no se mueve, ni se pierde, ni se facilita al intercambio. La fugitiva sensación es aquí inútil apreciarla o buscarla. No existe porque ya no hay nada de qué huir, más que de la propia sensación apremiante de la nada. Las libertades se han igualado apenas en la obra para expresar ahora lo que de ellas tampoco ha podido conseguirse, para dilucidar tal vez el extraordinario misterio del amor y sus extrañas motivaciones, situaciones y esperanzas.


El sutil filósofo Platón consiguió hace muchos siglos componer una explicación a lo que imaginaba él como algo muy especial a los seres humanos y, a la vez, radicalmente mendaz y falsario. En su diálogo Fedro escribiría algo así: Y si mientras estar enamorado es pernicioso y desagradable, cuando cesa de estarlo se convierte en desleal para el futuro; ese tiempo para el que hizo muchas promesas con muchos juramentos y súplicas, reteniendo a duras penas unas relaciones que eran ya difíciles de soportar para el ser amado, gracias a las esperanzas de bienes venideros que le infundía. Pero precisamente en el momento en que sería menester que las cumpliera, poniendo a otro guía y patrono en su interior, el buen juicio y la templanza en lugar del amor y la pasión, se convierte en otro sin que el ser amado se dé cuenta. Entonces le reclama éste el agradecimiento de los favores del pasado, recordándole los dichos y los hechos, como si estuviera conversando con el mismo amante de siempre. Pero ahora, por vergüenza, ni se atreve a decir que se ha convertido en otro, ni tampoco sabe cómo podrá mantener los juramentos y las promesas de su anterior e insensato estado, ahora que ha adquirido juicio y calmado sus pasiones, sin convertirse otra vez, por hacer las mismas cosas de antes, en un ser idéntico o semejante al de antaño. Así que el amante del pasado viene a ser un desertor de sus promesas, forzado a la no comparecencia y, al caer de la otra cara de la moneda, da asimismo la vuelta y emprende la huida.


La lírica ha dado respuesta a veces a la naturaleza incomprensible o paradójica del amor, a su sinsentido o a su inevitabilidad. Como todas las cosas inventadas por el ser humano, también el amor es una forma elaborada de insatisfacciones, deseos, refugios, distracciones o vagas esperanzas. 


Debieramos hacer como si nada nos uniera;

esperar sin deseos el regreso de la vida,

volver a comprender lo que una sorpresa

pudiera ser, de nuevo, el mejor acontecer

de una belleza perdida.

No existe lo vivido más que en la distancia

calumniosa, desmemoriada, espantosa del pasado;

lo mejor es la asunción de una alborada,

el amanecer permanente de una luz inesperada.

Vuelve siempre lo que no esperamos,

así recuperaremos la distancia, la agonía,

la fuerza;

la atonía incluso necesaria.

El sentido de lo vivo no es más que arrullo,

espasmo, revoltijo y calma;

amarlo es no perder nunca la dicha de ser,

de justificar, de querer la vida,

de volver la espalda..., 

sin buscar una respuesta,

ni derramar una lágrima.


(Óleo La casa de muñecas, 1900, del pintor británico William Rothenstein, Tate Gallery, Londres.)



26 de mayo de 2019

Alegoría del deseo en el ocaso de una vida longeva en el Arte.




En el museo de Historia del Arte de Viena existe una misteriosa y sublime pintura de Tiziano, La Ninfa y el Pastor. Fue Tiziano uno de los casos más sorprendentes en el Arte: mantuvo su genialidad por casi cien años de vida. Nacido en 1477 en Cadore y fallecido en Venecia en 1576, vivió un periodo de lo más revulsivo, inspirador y creativo en el Arte. Ver sus obras es ver una evolución magistral, algo lógico en el devenir tan prolongado de un genio tan excelso como Tiziano. Cuando observé esta obra navegando virtualmente no sabía, al pronto, de qué autor era la pintura que veía absorto. Si conocemos más o menos las obras representativas de Tiziano, sus Dánaes, sus Venus, etc., era difícil identificar esta obra con su autoría clásica. Pero es casi mejor que la ignorancia del autor no condicione el gusto inicial por ver la obra. Y era difícil porque los rasgos faciales de las protagonistas de sus desnudos de obras compuestas diez o quince años antes son muy diferentes. También el paisaje y la pincelada, mucho más gruesa ahora así como el tono más sombrío. Todo menos perfilado o correcto a como lo hiciera antes, siguiendo las normas renacentistas más clásicas, y, por lo tanto, con un cierto modernismo ahora para la época, algo, sin embargo, muy sugerente e innovador.

Interesante obra donde la belleza está ahora en otras cosas. Pero, ¿en dónde? Es una belleza original llevada a cabo en las postrimerías del Renacimiento, entre los años 1570 y 1575. Y realizado además por uno de los creadores más paradigmáticos en cuanto a belleza clásica fijada en un lienzo. En un paisaje no muy sugerente o atractivo, se sitúan dos personajes mitológicos: una ninfa y un pastor. Se habrían tratado de identificar su relación con algunos personajes mitológicos conocidos, por ejemplo, en el caso de ella, Diana o Venus; y en el caso de él, Endimión o Eneas. Pero, nada, no hay posibilidad más que de una arbitrariedad interpretativa. Son lo que parecen, no lo que pensamos que podrían parecer. Y lo que parecen es: una ninfa y un pastor. Ella no tiene pinta de diosa y el no la tiene de héroe. No hay más que mirar. Al final de su vida Tiziano fue en todo más simple, aunque fuese más complejo en la interpretación de su contenido. La figura de la ninfa, porque es una ninfa lo que parece, nos muestra todas las características de este tipo de personaje: sugerencia erótica evidente, una cierta vulgaridad, desinhibición y naturalismo (personajes campesinos o naturales más que urbanos o sofisticados). En el caso del pastor, porque es un pastor lo que parece, el cuadro señala los elementos propios de estos personajes: vestidos con ropajes simples, posición servil (impropio de héroes), los cabellos adornados por ramas y una flauta en ristre.

Las representaciones de ninfas desnudas, sugerentes y solas interactuando con un pastor tienen una connotación erótica evidente. En este caso además el gesto de la ninfa es claramente seductor. ¿Hay un objeto iconográfico más deseable cuando se expone así? Independientemente de la belleza. Porque aquí son los símbolos eróticos y no otra cosa. Pero esos símbolos son acentuados por la posición, el gesto y la mirada. Es lujuria, deseo, y no otra cosa. En el caso de él, sin embargo, hay una interpretación diferente. Aislemos el personaje masculino: no es más que un pastor que desea tocar su flauta y mira embargado de amor, no de deseo. Es sentimiento el proceso de su actuación contenida. No hay impulso, no hay contacto, no hay gesto exaltado de pasión. Pero en ella sí. La insinuación y la disponibilidad en ella son evidentes. Hay un contacto expresivo de comunicación no verbal que indica un deseo inevitable. Pero no hay contacto ni intención. Tanto es el deseo que el pintor siente la necesidad de tocar el cuerpo de la ninfa. Y lo toca él, lo está tocando el pintor... Porque la mano que toca el brazo derecho de la ninfa, ¿de quién es? ¿Del pastor? Imposible. ¿De la ninfa? ¿Es ella misma la que se toca a sí misma? Pero es que no parece ser su muñeca ni su mano, ¿o sí? Aunque es la única posibilidad real, porque no hay nadie más que ellos dos ahí representados. Sin embargo, no es muy conforme a la belleza de los gestos renacentistas esa torsión tan forzada. Pero, si lo fuera, ese gesto de ella reforzaría el deseo, aumentaría la emoción lujuriosa de ese momento crítico. Siente ella la necesidad de tocarse para comunicar la sintonía erótica que siente de ser tocada.

Hay otras cosas más en la obra de Arte que representan erotismo o lujuria: las pieles, vivas o muertas, de animales salvajes. En un caso sobre la que ella descansa, la piel de un tigre bajo su formidable cuerpo deseoso, en otro la piel viva de una cabra que se apoya, enhiesta, en un tronco roto. ¿Por qué el árbol está ahora así, roto por la mitad? En otra obra muy anterior de Tiziano, Alegoría de las tres edades de la vida, se observa también un árbol roto y deteriorado. Entonces había que representar los diferentes momentos de una vida humana: entre ellos la finitud, el fin de la vida. Por eso la figura simbólica de un árbol raído y a punto de morir. Pero, ¿y aquí, en esta obra de ninfa y pastor, dónde está la decadencia? En el pintor. Un creador que fue capaz de sentir tanto la belleza, la emoción física de la atracción de la belleza, ¿cómo pudo conciliar esa fuerza arrolladora de años de irrefrenable inspiración con el lógico apaciguamiento de su deseo? Hay que pensar que, al menos, el pintor tendría ochenta y cinco años al pintar esta obra. Tal vez por esto compuso una visión no armonizada con el deseo. El pastor admira y quiere agradar con su música -su Arte- la belleza inconteniblemente erótica y salvaje de su adoración. Sólo eso. Ella, sin embargo, es la modelo más deseosa e insinuante de todas las que el pintor veneciano crease en su larga y creativa vida. Un homenaje más que una alegoría al deseo de la belleza, esa belleza que el pintor pudo componer al final de su elogiosa y fértil carrera artística.


Lo que mueve al santo,
la renuncia del santo
(niega tus deseos
 y hallarás entonces
lo que tu corazón desea),
 son sobrehumanos. Ahí te inclinas, y pasas.
 Porque algunos nacieron para santos
 y otros para ser hombres.

Acaso cerca de dejar la vida,
de nada arrepentido y siempre enamorado,
y con pasión que no desmienta a la primera,
quisieras, como aquel pintor viejo,
una vez más representar la forma humana,
 hablando silencioso con ciencia ya admirable.

 El cuadro aquel aún miras,
 ya no en su realidad, en la memoria;
la ninfa desnuda y reclinada
y a su lado el pastor, absorto todo
de carnal hermosura.
El fondo neutro, insinuado
 por el pincel apenas.

La luz entera mana
 del cuerpo de la ninfa, que es el centro
del lienzo, su razón y su gozo;
la huella creadora fresca en él todavía,
la huella de los dedos enamorados
que, bajo su caricia, lo animaran
con candor animal y con gracia terrestre.

Desnuda y reclinada contemplamos
esa curva adorable, base de la espalda,
donde el pintor se demoró, usando con ternura
diestra, no el pincel, más los dedos,
con ahínco de amor y de trabajo
que son un acto solo, la cifra de una vida
perfecta al acabar, igual que el sol a veces
demora su esplendor cercano del ocaso.

Y cuando había amado, había vivido,
había pintado cuando pintó ese cuerpo:
cerca de los cien años prodigiosos;
mas su fervor humano, agradecido al mundo,
inocente aún era en él, como en el mozo
destinado a ser hombre sólo y para siempre.

Luis Cernuda (Poeta español, 1902-1963)
(Versos inspirados en este cuadro de Tiziano)

(Óleo La Ninfa y el Pastor, 1570-75, Kunsthistorisches Museum, Viena; Pintura Dánae recibiendo la lluvia de oro, 1565, Museo del Prado, Madrid; Óleo Venus recreándose con el Amor y la Música, 1555, Museo del Prado, Madrid; Todas obras del pintor renacentista Tiziano.)

21 de abril de 2016

El valor de la imagen universal, la más completa e intemporal, o el sentido más auténtico del Arte.



Pocas obras de Arte pueden conseguir hacernos comprender que en ella está la obra más completa o universal del mundo. No la más perfecta, que es una cosa distinta, sino la más completa, la que lo contiene todo y que, mirándola detenidamente nos llevará a sentir que no es necesario mirar ya nada más creado por el hombre, ni antes ni después, para acabar de entender lo que es el Arte. Y esa sensación, más espiritual que material por otra parte, es la que se siente observando una de las tres obras del tríptico La batalla de San Romano del pintor gótico-renacentista Paolo Uccello (1397-1475). Llega a tanto ese sentimiento etéreo, casi una emoción primitiva, que no hará falta saber nada de la batalla, ni lo que la causó, ni la fecha en que se produjo, ni los protagonistas que tuvo, para llegar a entender su completo sentido artístico. ¿Entender, exactamente, el qué? Porque cuando un cuadro hay que explicarlo mucho poco será el mérito artístico de su obra. Es más, si no sabemos nada de la historia que describe el cuadro aún sabremos -entenderemos- más de la propia obra de Arte reflejada en él. 

Fijémonos, por ejemplo,  en el enfrentamiento entre los dos caballeros medievales. En concreto en el caballero del caballo blanco y la silla azul, que es descabalgado ahora por la lanza decidida del otro caballero, el que acabaría siendo vencedor de la batalla. Pero, ¡qué maravilloso plano artístico con su caballo blanco, qué momento más glorioso eternizado en el lienzo! Es el gesto tan elegante y bellamente plástico que su personaje -Bernardino della Ciarda, jefe del ejército sienés- muestra ahora ante el desafortunado empuje de la lanza enemiga. Y esto a pesar de que el tríptico fuera encargado por los vencedores florentinos. El pintor Uccello era florentino, pero no era un propagandista sino un artista universal. Incluso la cabeza del soldado de Siena, situada justo detrás del caballo blanco vencido, nos confunde ahora con su imagen superpuesta: parece la del jinete lanceado antes de ser éste derribado. Tal es la irrealidad plástica tan maravillosa de la obra. Pero, no es esto lo único extraordinario aquí, y no ya por la genialidad artística, que lo es, sino por ser una obra de Arte fuera de lo ordinario para describir una batalla real tan decisiva.

Para este pintor prerrenacentista lo más importante en una obra de Arte es la perspectiva. Por entonces era lo más novedoso, lo técnicamente decisivo para afrontar un Arte pictórico que comenzaba a latir con fuerza. Pero, sin embargo, no utilizaría el pintor la perspectiva como era habitual por entonces: para establecer varios escenarios temporales diferentes en un mismo lienzo. Para Uccello la perspectiva es necesaria -como lo será siempre luego- para dar profundidad a un único momento temporal. Y en un único momento temporal pueden pasar muchas más cosas de las que, objetivamente, precisen mostrarse de una batalla en un cuadro. Y en uno de los tres momentos temporales pintados en su tríptico, El descabalgamiento de Bernardino della Ciarda en la batalla de San Romano -expuesto en la Galería de los Uffizi-, el pintor florentino nos presenta en la mitad superior de la obra cosas que para nada tienen que ver con una batalla cruenta, por muy importante que haya sido.

En esa parte de la obra se muestran un paisaje labrado con frutas apetitosas colgadas de un árbol y cazadores con sus galgos, liebres o conejos corriendo por el campo. Pero no hay límites ahí que los separen, todo está mezclado con todo. Nada ahí hace que las cosas no se puedan mezclar azarosas, o no sean también compartidas en el universo limitado del cuadro. Las lanzas, las alabardas, las armaduras de los jinetes escorados, los plumajes de sus yelmos, todo eso está ahora confundido con los árboles, con el paisaje profundo o con las inexistentes flores del campo. La irrealidad está vestida aquí de realidad gracias a la perspectiva o a la dinámica de los gestos gloriosos, heroicos y gallardos de los hombres. La lanza vinculadora y poderosa es el elemento estético que está expresado con más realidad de todo lo expuesto en la obra. El resto es infantil, ridículo, grotesco o extremadamente fantasioso. Pero, sin embargo, hay elementos pictóricos muy modernos para un lienzo tan arcaico, cosas que le dan además a la obra un estudiado diseño gráfico y artístico muy novedoso para la época. Las lanzas rotas o partidas en el suelo dibujan ahora una perfecta silueta ortogonal: son todas líneas paralelas que se cruzan rectangularmente, algo imposible de ser visto así o de quedar así de regular o de perfecto en cualquier batalla campal representada.

En este lienzo gótico-renacentista están, premonitoriamente, todas las tendencias y todos los periodos artísticos de la historia. Es como si a un ordenador le hubiésemos introducido todos los datos iconográficos de todas las tendencias artísticas para terminar por componer un compendio de todos los estilos en un lienzo virtual: del Renacimiento, del Barroco, del Rococó, del Neoclasicismo, del Romanticismo, del Realismo, del Impresionismo, del Cubismo, del Simbolismo, del Surrealismo... Porque están todos ahí, algunos mostrados en pequeñas cosas, otros en cosas más definidas y algunos más en grandes cosas. Como, por ejemplo, las lanzas guerreras, propias del barroco velazqueño; o como los caballos y las imágenes dinámicas de Rubens; o como el oscuro paisaje incongruente -parece de noche y es de día- propio del Romanticismo; o como los paisajes lejanos y relevantes de los descriptibles lienzos realistas; o como los árboles y sus frutos con el fugaz momento temporal retratado por los impresionistas; o como las metáforas visuales de las obras simbolistas; o como los objetos regulares y geométricos del Cubismo; o como el Surrealismo y sus gestos extraños de contrastes de unas imágenes con otras.

El poeta español José María Álvarez (1942) compuso para su obra El botín del mundo del año 1994 un verso inspirado en este tríptico de La Batalla de San Romano de Uccello:

"No estás aquí", dijiste,
con esa desmedida pretensión
tan femenina (¡Que no escape, que no se me escape!), y
encendiste con rabia
un cigarrillo, y te apartaste como
para mostrar disgusto (pero
tampoco mucho, no
vaya a
recelar; lo suficiente para
que sepa lo importante
que es que yo me abra
de piernas). Y, bueno, sí, llevabas
razón: No estaba
allí. Escuché tus suspiros, notaba
tus piernas enredadas como lianas en mis lomos,
el golpear de nuestros cuerpos en la cama, la uña inmensa
de la lujuria arañando
dentro de mi vientre, y tus besos en mi garganta, y,
sí, sin
duda, oí
el crujido del vacío al helarse. Pero
lo siento, querida, yo no estaba
allí. Yo estaba
contemplando una pintura
de Uccello, recreándome en mi memoria, y
cuando volví a aquel lecho
y te besé -"¿Y dónde voy a estar?" te
dije-, de la fogosidad de mis abrazos
-y esto no es poner en duda tus encantos-
un cincuenta por ciento, me imagino,
era de Uccello, de la plenitud
que me había invadido recordando
la belleza sin par de esa batalla.

Del poeta español José María Álvarez, (Cartagena, 1942).

(Tabla de temple al huevo del pintor Paolo Uccello, Niccoló Mauruzi da Tolentino desmonta a Bernardino della Ciarda en la Batalla de San Romano, del Tríptico de La Batalla de San Romano, 1440-60, Galería de los Uffizi, Florencia; Detalle del mismo cuadro, Paolo Uccello, 1440-60, Galería de los Uffizi.)

20 de abril de 2015

La realidad o el sueño de las cosas, o el tiempo que nos toca vivir y el tiempo que quisiéramos hacerlo.



Cuando el siglo XIX comenzara a vivir luego de las belicosas campañas de Napoleón, la sociedad europea de entonces miraría por primera vez la cara de la realidad más desolada de la vida humana. La revolución del año 1848 fue el final de un pseudo-liberalismo que no supo satisfacer las necesidades de los seres humanos. El Romanticismo había pasado y el Realismo iniciaba, balbuceante, una nueva forma de comunicar las cosas de la dura sociedad industrial que evolucionaba hacia el caos humano más impredecible. Unos seres humanos que, desamparados y sin asideros espirituales o sociales, tratarían de adaptarse a una nueva realidad para no perecer, desubicados, en su gran avance. No hubo elección por entonces y la sociedad de mediados del siglo XIX se iría deshumanizando cada vez más a la sombra de una nebulosa industrial que acabaría condicionando la vida y la esperanza de los hombres. Unos creadores artísticos surgieron, poetas y pintores que trataron de hacer ver la terrible calamidad de una sociedad industrializada que acabaría ganando la batalla de la vida. El poeta francés Alphonse de Lamartine (1790-1869) empezaría creyendo que la política podía servir para mejorar la vida de los seres humanos. Luego de dedicarse a Francia como diputado, en el revolucionario año de 1848 llegará incluso a ser ministro del gobierno provisional nombrado a la caída del régimen de Luis Felipe de Orleans.

Trataría de mejorar las cosas así como de llevar algo de poesía y entusiasmo a la nueva gestión política francesa. Pero, inútilmente. Cuando se presentase a presidente de la república francesa a finales de aquel año fue derrotado por otro candidato diferente. Abandonaría entonces toda actividad pública y se dedicaría únicamente a escribir elegíacos versos líricos hasta el final de su vida bohemia. Escribiría entonces su poema El Lago, unos versos melancólicos con los que trataría de expresar la desconsolada forma que tenemos los seres humanos cuando tratamos de conciliar el tiempo que anhelaremos con el tiempo que realmente vivimos. Uno de los versos de aquel poema tan desalentador de Lamartine dice así:

Tiempo no vueles más. Que las olas propicias
interrumpan su curso.
¡Oh, dejadnos gozar de las breves delicias
de este día tan bello!
Todos los desdichados aquí abajo os imploran:
sed para ellos muy raudas.
Con los días quitadles el mal que les consume;
olvidad al feliz.
Mas en vano yo pido unos instantes más,
ya que el tiempo me huye.
A esta noche repito: "Sé más lenta", y la aurora
ya disipa la noche.
¡Oh, sí, amémonos, pues, y gozemos del tiempo
fugitivo, de prisa!
Para el hombre no hay puerto, no hay orillas del tiempo,
fluye mientras pasamos.

(El Lago, del poeta francés Alphonse de Lamartine, 1840.)


A finales del siglo XIX fue cuando llegaría verdaderamente el Realismo al Arte español. Muchos pintores españoles trataron de conseguir entonces lo que sus colegas literarios -Galdós, por ejemplo- habían hecho ya con la Literatura realista. Pero, no fue posible. Porque la imagen realista del Arte pictórico nunca llegaría a influir en el público tanto como lo hiciera el realismo literario. El arte literario siempre entretenía mucho más, sobre todo si la trama realista era de interés, pero incluso si denunciaba cosas entre sutiles palabras asombradas de belleza. Pero la Pintura realista no alcanzaría en España a seducir a un público muy poco dado a visiones impactantes o desagradables. Pero, no obstante, hubo algunos pintores que sí lo hicieron, a pesar del poco atractivo que tendrían sus obras realistas entonces. Antonio Fillol Granell (1870-1930) fue un pintor valenciano que quiso expresar el mundo desolado, cruel e insensible que la sociedad industrial de finales del siglo XIX obligaba a padecer a sus habitantes. Pintaría obras de denuncia social en una época donde la sociedad era reflejo de la propia degradación e inmadurez más despiadada del hombre. 

En su obra de Arte Después de la refriega nos muestra tanto a la sociedad como al hombre juntos. Pero, sin embargo, los expresaría a los dos igualmente desolados. Un hombre solo perece a los pies de la sociedad despiadada y desatenta, pero, también, igualmente abandonada. Nadie ni nada con vida está reflejado en el lienzo realista, sólo el cuerpo inerte de un hombre abatido en la calle. Ha ganado la sociedad tenebrosa y ésta aparece como es: infame, desolada, desdeñosa, silenciosa. Porque no era la sociedad lo que entonces podría cambiarse, y los poetas y creadores de Arte lo sospecharían convencidos. Ellos pensaban que era el ser humano el único que debía cambiar, para, luego, poder llegar a transformar la sociedad y sus cosas. Pero eso fue un terrible error de cálculo social imperdonable: dejar entonces exculpada a la sociedad. Fue una equivocación histórica que llevaría años después a las graves confrontaciones sociales y bélicas del siglo XX.

Cuando el poeta norteamericano Walt Whitman (1819-1892) comprendiese el desamparo del ser humano ante la dura sociedad, compuso su impactante obra poética Hojas de hierba (1855). En uno de sus versos narraba el poeta el ferviente existencialismo que, un siglo después, otros creadores expresarían ya de otra forma. Pero, entonces lo hizo con las hermosas palabras de una poesía claramente modernista. Whitman explicaría las claves que el ser humano debía entender para afrontar los retos que la dura sociedad le obligaba a tener. Hoy, en los inicios del siglo XXI, el hombre ha alcanzado los medios de conocimiento suficiente como para poder llegar a entenderse en su delirio. Porque hoy la sociedad, a diferencia de antes, sí que puede ya cambiarse: hoy sí existen los medios que antes no existían o no se habrían desarrollado aún. Así que hoy no hay ya excusa. No la hay porque no hay otra salida más que ese cambio posible. El ser humano y su sociedad humana han madurado más, y los mecanismos de comunicación global han llegado a unos niveles tan vertiginosos de información que no es posible ya engañar a nadie. La sociedad y la historia no tienen otro camino. Sólo es cuestión de tiempo. Pero la sociedad sí que puede ahora empezar ya a cambiar. Porque el hombre ya lo sabe...

"Emito mis alaridos por los techos de este mundo",
dice el poeta.
Valora la belleza de las cosas simples.
Se puede hacer bella poesía sobre las pequeñas cosas,
pero no podemos remar en contra de nosotros mismos.
Eso transforma la vida en un infierno.
Disfruta del pánico que te provoca
tener la vida por delante.
Vívela intensamente,
sin mediocridad.
Piensa que en ti está el futuro,
y encara la tarea con orgullo y sin miedo.
Aprende de quienes puedan enseñarte.
Las experiencias de quienes nos precedieron,
de nuestros "poetas muertos",
te ayudarán a caminar por la vida.
La sociedad de hoy somos nosotros:
Los "poetas vivos".
No permitas que la vida te pase a ti sin que la vivas.

(Poesía No te detengas, de la obra lírica Hojas de hierba del poeta Walt Whitman, 1855.)


(Óleo del pintor realista español Antonio Fillol Granell, Después de la refriega, 1904, Museo de Bellas Artes de Valencia; Óleo del mismo pintor Fillol, El Lago o Alphonse de Lamartine, 1897; Fotografía de Marilyn Monroe leyendo la obra poética de Walt Whitman, 1955.)

11 de junio de 2014

Porque lo bello no es sino el comienzo de lo terrible, aquello que todavía podemos soportar.



En la costa del mar Adriático, muy cerca de la ciudad italiana de Trieste, unos acantilados bellísimos -los acantilados de Duino- soportan desde hace siglos los cimientos vetustos y desolados de un impresionante y romántico castillo medieval. Y allí mismo, a mediados del año 1911, el poeta checo Rainer María Rilke (1875-1926) pasearía por entre los inspirados e inspiradores acantilados solitarios, y, de pronto, escribiría asombrado el poeta: ¿Quién, si yo gritase, me oiría desde los coros de los ángeles? Fue el inicio apasionado de un libro de diez poemas al que el poeta modernista titularía Elegías de Duino. La primera estrofa de esa primera elegía continuaría diciendo:

Y aún suponiendo que alguno de ellos me acogiera de pronto en su corazón, yo desaparecería ante su existencia más poderosa. Porque lo bello no es sino el comienzo de lo terrible, ése que todavía podemos soportar; y lo admiramos tanto porque, sereno, desdeña el destruirnos. Todo ángel es terrible.

Cuando el pintor surrealista Dalí viese por primera vez el lienzo realista del pintor francés Jean-Francoise Millet (1814-1875) titulado El Ángelus, quedaría absolutamente obsesionado con el cuadro para siempre. ¿Qué cosa plasmada en esa pintura tan realista de Millet pudo por entonces, sin embargo, subyugarle tanto al gran creador surrealistaMillet pertenecía a la tendencia artística realista del siglo XIX, es decir, a una forma de pintar que destacaba la naturaleza de las cosas tal y como es, sin ocultar ni distorsionar nada, ni estética, ni ética ni formalmente. Pero, curiosamente, el pintor Millet fue un creador realista que sí ocultaría algunas cosas en sus obras, aun a pesar de mostrar las otras, las desveladas, con una muy cruda, sincera y dura visión realista. Así compuso el pintor francés su asombrosa obra El Ángelus en el año 1859, una escena natural y campesina de lo más misteriosa, sin embargo. Misteriosa a pesar de Millet, porque el pintor francés no quiso expresar en su obra, verdaderamente, ningún misterio. El pintor realista francés solo quiso representar una cosa que, finalmente, no se vería en el lienzo. Lo que quiso pintar fue la desolación más despiadada de unos padres ante la pérdida mortal de su pequeño bebé. Pero, sin embargo, no le dejaron pintarla así por entonces, o él no quiso, o no pudo...

Porque Millet pintó antes un pequeño féretro en el mismo lugar donde ahora vemos un cesto. Pero entonces no hubiese podido vender el cuadro apalabrado, ya que fue un encargo y no era eso, exactamente, lo que el comprador quería obtener o ver por la imagen que pagaba. Así que el pintor realista lo cambió luego: cambió el sentido pero no la escena general de la obra. Antes de cambiar la pintura dos progenitores oraban juntos ante la desaparición súbita de una pequeña vida malograda. Luego, sin embargo, quedaría fijada en la obra realista una pareja campesina que oraba junta en la hora destinada al ángelus, una costumbre popular que hacía detener la jornada unos minutos para rezar. La obra es impactantemente bella, a pesar de todo. Dos personas están ahora solas, aunque juntas, en un paisaje aún mucho más desolado todavía. Porque la magnitud, la grandiosidad y la soledad del paisaje los hace resaltar aún más en su propia y sinuosa soledad existencial. Están ahora aquí detenidos los dos, absortos en un mismo ensimismamiento existencial, en una misma y compartida agonía personal ante el mundo que les rodea alejado. Esa misma agonía que el pintor realista quiso, sin embargo, inicialmente resaltar de otra forma en su obra.

Pero, entonces, ¿qué obsesionaría tanto al pintor Dalí de ese misterio? El genial pintor surrealista escribiría luego hasta un ensayo para calmar su deseosa interpretación emocionada de la visión del cuadro de Millet. Lo titularía El mito trágico del Ángelus de Millet. Dalí supo años después, a través de un descendiente del pintor realista, la verdad de lo que escondía el cuadro lastimero. Comenzaría su deseo por averiguar qué podría ocultar aquel lienzo extraño. Tanto le obsesionaría la obra que llegaría a solicitar al Museo del Louvre parisino una radiografía para saber si había oculto lo que quiso pintar su autor antes de acabarla. En el año 1963 se hizo la radiografía y se vió una masa oscurecida debajo de la cesta, con una forma muy parecida a un pequeño ataúd. Así  confirmaría Dalí su sensación de una tragedia vital en esa terrible escena realista. La escena pictórica de Millet estaba representada además en un lugar de cosecha, de fertilidad y de vida productiva. Dalí interpretaría la imagen como el réquiem artístico más desolado sobre la incapacidad de procrear o de sentir, incluso la de vivir, o la de amar, o hasta la de expresar ahora, así, de esa forma tan misteriosa, esa extraña belleza inmediatamente anterior a todo lo terrible...

Y seguiría escribiendo el poeta Rilke en su elegía de Duino:

Oh, y la noche, la noche, cuando el viento lleno de espacio sideral
nos muerde el rostro; ¿a quién no le queda al menos ella, la anhelada,
que nos decepciona suavemente y con esfuerzo aguarda
al corazón de cada cual? ¿Es la noche más leve para los enamorados?
Ay, ellos solo se ocultan uno al otro su destino.
¿Aún no lo sabes? Arroja desde los brazos el vacío
hacia los espacios que respiramos; quizá de modo que los pájaros
sientan el aire ensanchado con un vuelo más íntimo.


(Óleo El Ángelus, 1859, del pintor realista Jean-Francoise Millet, Museo de Orsay, París; Cuadro de Dalí, Reminiscencia arqueológica del Ángelus de Millet, 1935, Museo Salvador Dalí, San Petersburgo, Florida, EEUU.)

22 de enero de 2014

La imagen como comunicación humana es, como la experiencia mística, anterior al lenguaje.





El pintor de origen suizo Johann Heinrich Füssli, también conocido como Henry Fuseli (1741-1828), iniciaría la senda del Romanticismo más innovador antes incluso que cualquier otro creador artístico lo hiciera. Se adelantaría con sus innovadoras obras a los Simbolistas, a los Expresionistas e, incluso, a los Surrealistas. Pero, sobre todo, este pintor extraordinario plasmaría en sus obras el espíritu más onírico y fabuloso que creaciones no místicas pudieran ahora llegar a expresar en una obra de Arte. ¿Qué mejor lenguaje expresivo para entender la solitaria, inesperada, balbuceante y hermosa imagen iconográfica? Porque sólo las imágenes artísticas nos sorprenderán, nos abrumarán o nos sobrecogerán, pero también nos emocionarán. Y algunas imágenes hasta nos encantarán con su belleza. Nos dejarán abrumados sin forma ahora alguna de poder expresar nada más con palabras. Es decir, sin nada más que imágenes para poder lograr entender, mínimamente, lo que traten ellas de comunicarnos sin apego. 

Es como sucediera con el misticismo, una forma de comunicación trascendente pero también sin palabras, un tipo de enlace inmaterial o de vínculo especial con otra cosa sofisticadamente inaccesible, tanto como lo pudiera ser también el Arte. En los místicos, por ejemplo, la visión que ellos tendrían en sus experiencias extáticas les produciría una especial sensación de gozo, de algo imposible de expresar con palabras. Algunos sí lo hicieron, no obstante. En mí yo no vivo ya, y sin Dios vivir no puedo; pues sin él y sin mí quedo, este vivir ¿qué será?, nos dejaría escrito el poeta místico español Juan de la Cruz en el siglo XVI. En otra ocasión, trataría este mismo santo cristiano de explicar con palabras lo que sus ojos interiores tan sólo viesen: El efecto que hacen en el alma estas visiones es de quietud, iluminación y alegría a manera de gloria, también de suavidad, de limpieza y de amor; de humildad, inclinación o de una verdadera elevación del espíritu en Dios.

Porque uno de los rasgos que más definen una experiencia mística, según el filósofo norteamericano William James (1842-1910), es la inefabilidad, es decir, la incapacidad para poder expresar algo con palabras después de haberlo experimentado. Dirá el filósofo James: El sujeto místico afirma que su experiencia desafía la expresión, que no puede darse en palabras ninguna información que explique el contenido. Por ello no puede más que experimentarse individualmente, no es algo posible de transmitir o comunicarlo a los demás. Ya en el Paleolítico medio (hace 130.000 años aprox.) el hombre primitivo conseguiría balbucear experiencias místicas mucho antes de que pudiesen transmitirlas de algún modo inteligible. El cerebro humano desarrollaría, mucho antes que otra habilidad o cosa, el mecanismo de la conciencia de la incomprensión de lo anhelado, de lo imaginado o de lo fantaseado, y esto solo lo pudo hacer el hombre con imágenes interiormente visionadas. 

El lenguaje humano estructurado fue posterior, fue la manera en que luego se pudo ya transponerle o transmitirle a otro, a un tercero, lo que íntimamente habría podido solo un sujeto inspirado antes sentir en sí mismo. Es como pintar o como tratar de describir lo que vemos en un lienzo -cualquier imagen creada en el Arte-, algo esto lo representado, sin embargo, que tan sólo consiguió otro -en este caso el pintor- poder ver antes él solo. A pesar de que es precisamente lo que hago a veces, reconozco que es innecesario hacerlo a veces. Pero hoy quiero hacerlo justo ahora sin palabras, tan sólo mostrando las maravillosas -en su acepción más genuina- creaciones de este fascinante pintor y artista romántico tan extraño. En su inenarrable obra está ya todo dicho. Disfrutémosla como se disfruta de un mundo diferente, misterioso y atractivo; de un mundo que sólo con mirarlo se consiga ahora, tal vez, aquello que el gran poeta místico español dejara escrito muchos siglos antes:

Vivo sin vivir en mí, y de tal manera espero,
que muero porque no muero.


(Fragmento de un verso del poeta español San Juan de la Cruz)

(Reproducción de la obra de Henry Fuseli, El íncubo abandona a las bellas durmientes, 1793. Vídeos con obras del mismo pintor romántico.)

19 de noviembre de 2013

El sentido más universal del mundo entre un erotismo y una elegía.



El poeta irlandés William Butler Yeats (1865-1939) publicó en el año 1924 su famoso soneto Leda y el Cisne. En su poema modernista describe la seducción de Zeus a la hermosa ninfa Leda. Cuando esta ninfa griega caminaba una vez junto al río Eurotas se le presenta de repente un grandioso, armonioso y bello cisne blanco. Éste, sagaz, se le acerca temeroso aduciendo que una terrible águila le persigue sin piedad. Entonces la confiada Leda le acaba ofreciendo su tierna compasión tan ingenua. De ese modo, le deja sentir ella la maravillosa calidez de su cuerpo. Hábilmente Zeus termina por seducirla con su dulce apariencia inofensiva, absolutamente insidiosa, carnal e interesada. Trataría el poeta Yeats con sus versos encontrar una respuesta mitológica a los grandes problemas del mundo. En este poema compendia una visión global del mundo que tuviera el poeta irlandés, pero una visión más histórica y social que íntima o personal. Lo resumiría una vez Yeats con esta frase alegórica: Todo acabará irremediablemente perdiéndose ante el engaño, la insidia y la violencia... (se refería a la pérdida de Irlanda por Gran Bretaña ocasionada por los años difíciles y duros de mala convivencia.)

De pronto un golpe: las
alas se agitan aún más
sobre la mujer temblando,
acarician sus muslos
las palmas oscuras, su nuca,
que el pico sujeta
firme, estrecha ahora el pecho
contra el pecho.
¿Cómo podrían los dedos
aterrados, débiles,
alejar a esta gloria
emplumada de sus muslos
entreabiertos?
¿Y cómo puede el cuerpo,
enfrentado a ese blanco torrente,
no sentir contra su pecho
los latidos de su extraño corazón?
Un estremecimiento en las
entrañas y se engendran
el muro echado abajo, el
techo y torre ardiendo
y Agamenón muerto.
Atrapada
y dominada por la sangre
salvaje del aire,
¿habrá ella recibido, además
de su fuerza,
cierto saber antes de que el dios,
ahora satisfecho, la dejara caer?

Leda y el Cisne, del poeta William Butler Yeats, 1924.

Desde el Renacimiento los pintores -Leonardo y Miguel Ángel- habían tratado de combinar la imagen de la inocente Leda con la del seductor cisne-dios. Su representación iconográfica no dejaba por entonces de connotar una erótica manifiesta en la sinuosa forma del ave, ahora falsamente candorosa. Su blancura, su cuello alargado, su plumaje sedoso y abultado, serían unos rasgos que acercarían su imagen a una evidente simbología sexual. Los creadores lo sabían y llegaron a eternizar de alguna forma esa estética en sus lienzos. Pero, claro, siempre y cuando la sutileza y la habilidad lo permitieran artísticamente. Sin embargo, la figura tan seductora del cisne, su alarde zoofílico, no permitieron que esas representaciones fueran aceptadas,  salvo que éstas no dejaran traslucir demasiado ese evidente sentido sexual. Miguel Ángel crea en el año 1530 un boceto que otros creadores después vieron como la más sutil, bella, armoniosa o grandiosa forma de representar el mito. Así fue como Miguel Ángel compuso la más extraordinaria forma de plasmar en un lienzo una escena tan insinuante. El gran pintor Rubens (su taller propiamente) compuso en el año 1599 su obra Leda y el Cisne en homenaje al insigne maestro florentino. Otros también lo harían, o lo intentarían. Pero la historia del Arte no conseguiría que prosperara esa visión insinuante más allá de la belleza conseguida de Miguel Ángel, una visión que éste hiciera con esa representación sexual tan eróticamente sublime. Es decir, con esa forma de crear que sólo tienen los grandes para obtener al mismo tiempo belleza y claridad, mensaje erótico y aceptación artística. ¿Se pudo conseguir hacer después lo mismo? Nunca. En otras obras de este mito se observa o a la bella mujer alejada del cisne -un símbolo sagrado entre lo humano y lo divino-, o apenas tocando ella tiernamente parte de él -un alarde insinuado-, o se ve la burda forma de combinar lo explícito con lo mítico, es decir, de realizar una obra sexualmente impactante -a veces artística- para llegar a decir con dentelladas lo que pudo ser dicho con calma.

Sin embargo, el mito legendario sí que pudo expresar en su relato lo que era aquello sin problemas. La mitología lo relataba muy claro y lo pudo exhibir así, de esa forma tan explícita con que lo contaba. Porque fue entonces el deseo más desaforado lo que llevaría al dios griego a transformarse en un sensual cisne blanco. Porque fue un engaño lo que le llevaría hasta Leda para obtener una satisfacción sexual. Así, como la vida misma, como la misma historia de siempre. Luego aquella unión inapropiada llevaría a producir las consecuencias más funestas entre su descendencia... Según el mito, Leda concebiría dos huevos, uno de su esposo y otro de su amante-ave. De uno nacería Clitemnestra -esposa adúltera y asesina-, del otro Helena -amante propicia para una guerra-. Ambas provocarían el mayor desastre legendario y causarían el más desafortunado trance bélico -carente de sabiduría- que acabaría con Troya y con el rey griego que promoviera esta guerra, Agamenón. Y ese fue el sentido que el poeta irlandés quiso expresar en su verso modernista: que las intenciones engañosas, aunque apasionadas y justificables a veces, terminarán siempre luego en contra de quienes las crearon o promovieron -el poeta hacía referencia a la independencia de Irlanda frente a las cariñosas insinuaciones históricas de Gran Bretaña-. Tan sólo el Arte -la poesía y la pintura- conseguirá con sus obras poder trasladar un sentido pasional, visceral y escatológico a otro sublime, universal, bello o emocionalmente reconocible...

(Obra Leda y el Cisne, después de Miguel Ángel, autor desconocido, siglo XVI, National Gallery, Londres; Óleo de Rubens, Leda y el Cisne, 1599, Galería de Pinturas de Dresde, Alemania; Cuadro del pintor simbolista Gustave Moreau, Leda y el Cisne, 1865; Escultura griega Leda y el Cisne, siglo I a.C., escuela ática, Museo Arqueológico de Venecia; Lienzo Leda y el Cisne, 1660, del pintor barroco Pier Francesco Mola, National Gallery; Obra Leda y el Cisne, 1886, del pintor Johann Hofman, Melbourne; Óleo Leda y el Cisne, 1560, Paolo Veronese, Museo Fesch, Ajaccio, Córcega; Obra Leda con el cisne y los niños, 1544, del pintor manierista Vincent Sellaer; Boceto de una obra desaparecida de Miguel Ángel, Leda y el Cisne, 1530; Grabado con una obra del pintor renacentista italiano Jacopo Ripanda, Leda y el Cisne, siglo XVI.)

31 de mayo de 2013

No fue la belleza sino el espanto lo que crearía el Arte y la vida.



Llevamos en nosotros el desconcierto de haber sido concebidos. No hay imagen que nos afecte que no nos recuerde los gestos que nos hicieron...   Así comienza su libro El sexo y el espanto el escritor francés Pascal Quignard.  Más adelante nos relata la historia de un pintor de la antigua Grecia, Parrasio de Éfeso (440-380 a.C. aprox.), el cual compraría una vez un viejo esclavo al que hizo torturar como al modelo ideal para la representación perfecta de la imagen estética de un  Prometeo herido.  No es lo bastante triste, dijo Parrasio al verlo. El pintor pidió entonces que torturaran al anciano. Algunos protestaron. Pero él insistió: yo lo he comprado.  Le clavaron las manos.  El pintor comenzaría entonces a preparar el lienzo. ¡Encadénalo!, dijo luego Parrasio a un ayudante, quiero darle más expresión de sufrimiento. El viejo esclavo lanzó entonces un grito desgarrador. ¡Tortúralo más, más aún! Perfecto, mantenlo así, pronunció el pintor griego decidido. El anciano tuvo entonces un acceso de debilidad y lloró. El pintor le dijo ahora: tus sollozos no son todavía los de un hombre perseguido por la furia de Zeus. El anciano empezaría a no poder resistir más y le habló así al pintor: Parrasio, me muero.  Pero el pintor le contestó:  Quédate así, así.    Toda pintura es ese instante...

Desde las creaciones más primitivas hasta el Barroco, la Pintura habría privilegiado el asombro o el espanto como motivo fundamental de su composición iconográfica.  Qué pintarían más los hombres del Paleolítico sino fieras salvajes, algo que, con toda su hermosa calamidad natural, les acabarían ofreciendo la fuerza necesaria para poder sobrellevar su propio temor ante la vida. Cuando al gran artista renacentista Miguel Ángel le encargaron decorar los techos de la Capilla Sixtina no se alegraría demasiado, ya que toda su vida había querido solo esculpir, tan sólo esculpir la piedra, únicamente. Aun así, compuso una de las maravillas pictóricas más grandiosas de toda la historia del Arte. En una de las pechinas de los muros de esa capilla vaticana, entre dos arcos decorados de su bóveda impresionante, situaría Miguel Ángel a uno de los personajes mitológicos que incorporase a su extraordinaria hazaña artística: La Sibila de Delfos. Las sibilas eran unas sabias mujeres que fueron profetisas del dios Apolo en la antigua Grecia. Eran ellas consultadas por entonces para saber el porvenir. Sin embargo aquí, en esta creación renacentista de Miguel Ángel, simbolizaría este curioso personaje mítico griego otra cosa distinta, la anunciada venida de Cristo...

Pero el gran pintor italiano no supo mejor por entonces que componer su rostro con una cierta mirada de inquietud, con un adusto gesto humano ahora de un cierto espanto. Porque el espanto como emoción humana se habría ocasionado ya de la extraña sensación percibida por dos de las sorpresas más inevitables en la vida de los seres humanos: la de nacer y la de morir. Entre medias crearemos cosas, viviremos y exorcizaremos, además, esos dos momentos tan radicales: aquel momento inconsciente en el que nacimos desconcertados, y el otro momento -que ignoraremos cuándo- donde el consciente, a veces, nos descubrirá el espanto...   El gran escritor y poeta argentino Borges, para ensalzar a su bella ciudad natal -Buenos Aires- escribiría unos lúcidos versos sorprendentes:  No nos une el amor sino el espanto.  Y es así como se iniciará toda colosal aventura de la vida, sentimental o no: con un cierto espanto.  Aunque luego sea cuando ese gesto dé entonces paso a otra cosa o no lo dé, es decir, que suceda que dé lugar a poder llegar a  entenderlo o, tal vez, a padecerlo...  Ambas cosas, quizá, a la larga, algo que para entonces, junto a la vida desatenta, inevitablemente, acabará.

Uno de los pintores franceses más cortesanos y galantes del siglo XVIII lo fue el genial Jean-Honoré Fragonard (1732-1806). Crearía escenas rococós de una gran seducción erótica, las primeras de toda la historia del Arte. Donde, además de belleza, supo transmitirnos un cierto efímero mensaje de sabiduría emocional. En su obra El beso robado -creada en el año 1790- nos representa una joven pareja que expresa una escena muy romántica. Un joven se atreve, sorprendido, robándole un beso a la mujer que tiene a su lado, asombrada también ahora ella por ese impulso espontáneo tan inesperado. La sorpresa ante este acceso amoroso el pintor la hace ver con el gesto precavido y la tímida mirada de ella dirigida ahora hacia una impúdica puerta, un frágil muro fronterizo ahora que separará a los amantes de la mirada inquisitiva de los otros. Entonces ella, para evitar el terrible acceso voluptuoso, con una de sus manos indecisas tratará de asirse, inútilmente ya, a cualquier otra cosa que la ayude. Así es como le sobreviene a ella ahora un cierto espanto, uno que no podrá evitar sentir ante la sorpresa de vivir algo tan fugaz o tan definitivo. Y esta emoción la sentirá, además, de un modo inconsciente gracias a haber sido concebida de una determinada forma, desgarradora, voluptuosa, desbordante, y que la llevará en su vida a estar inconscientemente consternada ya tanto por el asombro como por el espanto.

(Detalle del fresco de la Sibila délfica, Capilla Sixtina, Miguel Ángel, Siglo XVI; Cuadro La musa del amanecer, 1918, del pintor simbolista francés Alphonse Osbert; Imagen de Pintura Parietal de la Cueva de Chauvet, Francia; Óleo del pintor orientalista inglés Ernest Normand, Pigmalión y Galatea, 1886, Galería Atkinson, Inglaterra; Óleo El beso robado, 1790, Jean Honore Fragonard, Museo Hermitage, San Petersburgo.)

15 de abril de 2013

El matiz diferente de una historia contrastada: dos mundos europeos distintos, dos artistas y el Arte.

 

Desde que el hombre decidiera entender que sólo batiendo su espada heroica podía conquistar sus deseos, la historia nos presenta, sin embargo, que una forma de poder hacerlo también es aprendiendo de los errores de los otros. Así fue como pueblos que llegaron antes a rozar la grandeza acabaron siendo vencidos por otros que, hábiles aprendices, consiguieron alcanzar decididos luego sus éxitos y su gloria. Cuando España fuese elevada a la primacía de la historia durante el siglo XVI -la primera nación europea que la alcanzara desde el imperio romano-, conseguiría latir fuerte su pulso tanto en comercio, en riquezas, en reinos, en grandes personajes, en cultura y en Arte. Y así brillaría su historia durante algunos siglos más. Y de tantos frutos como dio su crisol entonces nacieron hombres que crearon vidas, pueblos, obras y cultura. Y crearon también -para aquel tiempo tan temprano- el posible germen de una senda de riquezas que, de haber podido fomentarse, hubieran sido una gran promesa de futuro o un hálito de prosperidad para sus descendientes. Pero, sin embargo, ni el destino de sus gobernantes ni el sustrato de sus pobladores variopintos ni el amparo de las cosas de la vida, hicieron que ese brillo perdurara para siempre.

Uno de los artistas más desconocidos y curiosos del Siglo de Oro español lo fue el sevillano Juan de Jáuregui. Dedicaría su pasión al Arte en el sentido más renacentista, aun siendo parte de su vida una época plenamente barroca. Y lo hizo como aquellos seres creativos que no distinguirían la pluma del pincel. Pintaría como sus maestros andaluces Pacheco, Céspedes o Mohedano; y escribiría como los grandes autores Góngora, Quevedo o Cervantes..., donde su poesía italiana y culta, sacra, pagana, mitológica y universal, habría prevalecido en textos resguardados tanto en pobres cajones como en bibliotecas silentes o desapercibidas. Pero no así su Pintura, de la que no queda absolutamente nada, ni resguardado, ni copiado, ni sentido... Juan de Jáuregui nació en Sevilla en el año 1583 en una familia hidalga del señorío de Gandul. Este señorío se situaba entonces entre las tierras próximas al municipio sevillano de Alcalá de Guadaíra. Desde las reparticiones del rey Fernando III a la conquista del reino sevillano a los árabes, el lugar fue requerido por su estimable situación cercana entonces a la frontera con el reino granadino. También por su nudo de comunicaciones en la antesala de Sevilla y sus ricas tierras de labranza. El señorío sevillano de Gandul fue creado cuando el rey Enrique II de Castilla lo ofrece en el siglo XIV a vasallos leales, castellanos enfrentados a su hermano y legítimo monarca, el rey Pedro I. Al ganar Enrique la lucha fratricida, el señorío de Gandul adquiere verdaderamente todo su sentido social. Fue el padre del artista -Martínez de Jáuregui- quien adquiere Gandul durante el año 1593 gracias a la riqueza del comercio de Indias como a su relación -era miembro del concejo- con la ciudad hispalense. En aquellos años -finales del siglo XVI- todavía la comarca sevillana mantenía una pujanza económica envidiable, no solo en la península sino en Europa. Los productos de Gandul se vendían en Sevilla y en su puerto -el más importante puerto del mundo entonces-, y el señorío de esa comarca -toda una villa de seiscientos habitantes- disponía de su propio castillo, de una iglesia, de un Palacio, de vida y de futuro.

Pero todo acaba terminando cuando las crecidas no son controladas por el gobierno de lo prudente, de lo que se aviene en falta de experiencias que acabarían convertidas en una burbuja detestable. Un filósofo romano, Marco Terencio Varrón, dijo en el siglo I a.C. que el hombre es una burbuja... Una absoluta, fugaz, evanescente y efímera burbuja. Cuando el botánico holandés Clusius recibiera de regalo en el año 1573, del embajador del Sacro Imperio Romano en Constantinopla, el bulbo de una planta bella y exótica, nunca pensaría que acabaría arruinando a muchos de sus compatriotas. Era tan bella esa flor, tan distinta a toda planta conocida o vista antes en Europa. Porque sus pétalos se tornaban ahora de colores maravillosos. Algunos de sus bulbos desarrollaban una flor diferente, enigmática y hermosa como nunca antes se viese. Luego se supo que la razón de ese cambio de tonalidad era provocado por un virus, que alteraba las formas y los colores de sus pétalos perfectos.

El proceso inflacionista en el valor de esas plantas exóticas comenzaría con una demanda en exceso desbocada. Y continuaría más tarde con la vil especulación y la codicia. Holanda a finales del siglo XVI pertenecía aún a la Corona española de Felipe II. Este rey heredaría el territorio de su padre, el emperador Carlos V, pero el rey no supo -o no pudo- mantener el suave acontecer social y político de un vasallaje antes comprendido con España. Las riquezas americanas agasajaron además aquellas posesiones norte-europeas. Así que las ciudades de Flandes prosperaron al amparo de las conquistas españolas. El comercio americano que salía y llegaba de Sevilla sería fomentado por Carlos V en todas sus posesiones, sin distinción de fueros, identidades, naciones o intereses. Sin embargo, una guerra en Flandes llevaría a España a perder aquellas posesiones europeas. Y el nuevo reino flamenco independiente alcanzaría una prosperidad marítima, comercial e imperial extraordinaria. Y todo eso a pesar de soportar la quiebra financiera producida por aquella burbuja explosiva de los tulipanes durante la primera mitad del siglo XVII.

Aun así consiguieron los holandeses llegar a ser la primera nación productora de tulipanes del mundo -hoy en día aún lo son-, y obtener gran parte de su riqueza nacional gracias a esa maravillosa industria de los tulipanes. Uno de los holandeses que sufriera esa burbuja -la tulipanomanía- fue el pintor paisajista Jan van Goyen. Antes de la quiebra del mercado de los tulipanes del año 1637, el pintor van Goyen comenzaría a dibujar paisajes con la exquisita combinación de sus colores y perspectiva flamenca. Ganaría el dinero suficiente con su Arte para vivir bien, pero, sin embargo, se vio seducido por la inmensa ganancia que los bulbos del diablo habían llegado a tener antes. Acabaría el pintor arruinado en los últimos años de su vida. Al contrario de lo que le sucedió al señorío de Gandul, que no llegaría a perder su pujanza sino hasta comienzos del siglo XIX. El campo andaluz sufriría entonces el cambio de influencia comercial, que se dirigía ahora del sur al norte de Europa. Pero, además los gobiernos españoles de comienzos del siglo XIX terminarían por fracturar, aún más, las posibles reformas para renovar la región y su deficiente agricultura.

Los descendientes de aquel poeta-pintor Jaúregui siguieron tratando de hacer de su tierra lugares de promisión durante casi dos siglos más. Luego de las desamortizaciones y expropiaciones de los gobiernos liberales, llegaron sus descendientes a importar tecnología a sus tierras andaluzas construyendo una estación de ferrocarril y desarrollando cultivos y comercio. Pero, para nada. Todo sucumbiría en la región sevillana tras la desidia y el abandono de los años decimonónicos. Como la historia de aquella grandeza de España que una vez fuese. Y el poeta sevillano escribiría mucho antes de aquel final desastroso unos versos, versos que fueron deslucidos luego por otros versos líricos más conocidos, los de los grandes poetas de su mismo dorado siglo grandioso.  Juan de Jáuregui dejaría, como el Arte -lo más indeleble y menos evanescente que existe-, eternas unas palabras emotivas y líricas con su genial, intemporal, clarificadora y hermosa rima entristecida:

Pasó la primavera y el verano 
de mi esperanza...

(Cuadro del pintor holandés Jan van Goyen, Paisaje invernal, 1627, Holanda; Fotografía de la antigua estación de ferrocarril, Gandul, Sevilla, autor Pedro Moreno; Lienzo del pintor Jan van Goyen, A la calma, 1650, Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría; Retrato de Miguel de Cervantes, atribuido sin mucha consistencia a Juan de Jáuregui, Real Academia Española, Madrid; Fotografía de un tulipán abriendo los pétalos de su flor.)

17 de diciembre de 2012

El Arte no remediará el dolor, ni sus creaciones lograrán conmover la vida más allá de sus autores.



Ya lo diría el poeta romano Virgilio hace muchos siglos: La poesía no puede aliviar la angustia de vivir.  Así mismo, también expresaría de un modo parecido mucho antes el griego Teócrito:  El poeta elevará sus cantos a la vida sin conmoverla.    Porque la vida obviará desdeñosa las aspiraciones desconsoladas de los hombres. El final de todo será que el verso inútil, el más desesperado, el más insistente o el más desgarrador no conseguirá consolar la emoción desorientada de los hombres. Tan sólo algunos creadores obtendrán de los dioses el instante  más descarnado para apenas saborear la emoción de plasmar en sus obras los deseos inabarcables del idilio más imposible de los hombres. Cuando la niña Camille Claudel (1864-1943) jugaba con el barro e hiciera con él figuras de las cosas que viese, nunca pensaría que acabaría solo deseando vivir más que alcanzar con su arte la gloria más envidiada de los dioses. En el año 1883 llegaría a París para poder desarrollar su arte escultórico. Y entonces conocerá a dios... El gran genio escultor y creador que fuese Auguste Rodin (1840-1917), su dios, se impresionaría tanto con el trabajo de ella que la incluiría en su propio taller parisino.

Colaboraría Camille con Rodin como modelo y creadora para acabar terminando, finalmente, como amante. Su relación con el dios de la escultura acabaría siendo compleja y desgarrada. Ella le entregaría su Arte y su vida, pero a él únicamente le interesaría lo primero. La vida de Camille terminaría siendo un sufrir silencioso y macilento al lado del genio. Al desolado lamento del desamor se unirían sus propias crisis nerviosas. En el año 1913, a los cuarenta y nueve años de edad, la ingresarían en un manicomio del que no saldría sino hasta su muerte, treinta años después. Realizaría muchas obras escultóricas hasta su internamiento para luego nunca más crear. En una de sus primeras esculturas quiso inmortalizar el gesto conmovido del desgarramiento más humano. Y compuso entonces su escultura Sakountala. Según cuenta el libro sagrado del hinduismo Mahabarata, una vez el dios Indra quiso distraer de sus meditaciones al sabio Vishvamitra. Para ello le enviaría a una hermosa mujer que acabaría seduciéndolo totalmente. Luego ella y la hija de ambos son abandonadas por el sabio temeroso de perder su virtud adquirida durante años.

La madre entonces, desesperada, abandonaría a la pequeña Sakountala en un bosque. Años después un joven rey la encuentra mientras cazaba. Ambos terminarán enamorados. El rey le entrega un anillo en señal de amor y se marcharía luego a su reino con la firme promesa de volver. Pasaron los años y el rey no lo cumpliría. Hasta que ella, cansada, decide por fin buscarlo. Por el tortuoso camino cruzaría un río donde acabaría mojándose sus manos y, de modo accidental, terminará perdiendo el anillo para siempre. Pasado el tiempo, después de ser herida incluso por bandidos, llegará a su destino desconocida y muy diferente a la de antes. El rey no la reconocerá y ella se volverá perdida y desolada para siempre. En el Libro del Principio (génesis hinduista) se nos dice en uno de sus versos sagrados:

Ella se vio entonces envuelta en la soledad del desierto junto a Sakountas (pájaros, en sánscrito), por eso ella fue nombrada por mí Sakountala...

Camille Claudel comenzaría en el año 1886 su obra escultórica Sakountala y no la terminaría sino hasta dos años después. Representaba la reunión de dos amantes hindúes después de muchos años de separación, causada, al parecer, por un maleficio ajeno a ambos. En su inspirada y versionada escultura, Claudel trataría de enfrentar su obra con aquella famosa obra escultórica de Rodin llamada El Beso. Claudel representaría simbólicamente en vez de a Rodin al rey Dusiyanta arrodillado ahora frente a Sakountala, arrepentido totalmente por no haberla reconocido. A diferencia del deseo tan pasional e irrefrenable de la obra El Beso de Rodin, la escultura de Camille simbolizaría mejor, sin embargo, el desgarro más emotivo padecido por un amante frente al conmovido gesto del arrepentimiento.

(Escultura Sakountala, Camille Claudel, 1888; Fotografía de Camille Claudel, 1884; Cuadro del pintor hindú Raja Ravi Varma, Mahabarata, Nacimiento de Sakountala, siglo XIX; Fotografía de Camille Claudel esculpiendo su obra, siglo XIX; Composición de fotografía artistica, de la fotógrafa española Lola Martínez Sobreviela, En el Jardín de Sakountala, 2008; Óleo Sacerdotisas, 1912, del pintor expresionista alemán Emil Nolde; Fotografía de Camille Claudel pocos años antes de fallecer en el manicomio.)

14 de diciembre de 2012

Pero aquellas que el vuelo refrenaban, aquellas que aprendieron nuestros nombres, ésas no volverán.



El Arte tiene la virtualidad de recordar nuestros rostros y de mantener el pasado fijado en los ojos del porvenir. ¿Qué si no fue el impulso obsesivo de plasmar en lo que fuese las imágenes compuestas de nuestros antepasados? Así comenzaría el Arte, siendo un auxiliar de la memoria y un vínculo entre los muertos y los vivos, entre los recuerdos y la desmemoria. Pero, navegaremos con la proa de nuestras vidas sosteniendo la mirada tan sólo en el reflejo pictográfico de lo exquisito, de lo bello, de lo armonioso o de lo magistralmente creativo. Por esto sólo recordaremos mejor lo maravilloso o lo que más nos impresione la vista gratamente. Los creadores del Arte consiguieron satisfacer así su propia vanidad, su propio recuerdo creativo y artístico: solazando eterna la belleza de lo vivido, de lo existido o de lo imaginado en los ojos admirados, efímeros y sorprendidos de sus espectadores.

El artista norteamericano Ray Donley (Texas, EEUU, 1950) evoca en sus obras tanto el pasado como el presente. Genuino creador actual, consigue inspirar las inquietudes contemporáneas de lo humano con el genio inmortal y mágico de sus clásicos maestros eternos (Rembrandt, Caravaggio, Ribera). Porque para este pintor lo humano primará siempre sobre cualquier otra representación o característica estética. Son ahora rostros humanos -a veces ocultos-, pero también obsesiones, emociones o frustraciones, cualidades aparentes de la fugacidad de lo vivido o de la fragilidad del momento que, armoniosamente, compone así en sus obras de Arte contemporáneo. ¿Hay otra forma mejor de crear, después de haber alcanzado el Arte a reinventarse, que aquella que combine magisterio y audacia?

Cuando el escritor romántico Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870) se encontrase ante la encrucijada de enfrentar un Romanticismo empalagoso y decadente con el deseo de expresar las emociones de otra forma, alcanzaría el poeta español la gloria sin saberlo. En sus palabras conocidas o en sus verbos desgastados supo inspirar Bécquer genialmente el sentido más universal, permanente y emotivo de lo humano. A veces clasicismo y modernidad se han enfrentado por un inculto proceder manipulado. Son tan compatibles ambas tendencias como los contrarios necesarios, como el renacer y la destrucción, o como la existencia y el recuerdo. Gustavo Adolfo Bécquer supo combinar los elementos más eternos de la creación literaria, tanto como lo hicieran los maestros barrocos con sus lienzos. Así, el poeta español compuso versos que no sólo sonaban bien sino que expresaban lo más auténtico, profundo, intemporal y desgarrado que el ser humano haya sentido, sienta o sentirá jamás. En su Rima LXI, pocos años antes de desaparecer, dejaría el romántico poeta español escrito esto para siempre:

¿Quién, en fin, al otro día,
cuando el sol vuelva a brillar,
de que pasé por el mundo,
quién se acordará?

(Óleos del pintor norteamericano Ray Donley: Tristán, 2011; Isolda, 2011; Figura con capa amarilla, 2009; La crisis, 2010; Figura en rojo, 2011; El sueño, 2012; Figura con máscara blanca -Amelia-, 2010; Figura con Dupatta -larga bufanda asiática-, 2012; Tres máscaras blancas, 2012; La Perdida, 2010; La máscara de la cordura, 2011; El origen de la conciencia en el discurso de la mente bicameral, 2010.)