12 de abril de 2016

El neoclasicismo del siglo XVIII frenó un impulso renovador en la sociedad y en el Arte.



La historia no satisface a veces. No responderá claramente a lo que, en verdad, fue lo acaecido de un hecho antiguo. La historia no es lineal siempre, dará saltos. Pero, sin embargo, tiene sentido. Y esto confunde a veces, ya que sobreentiende la historia que para que algo hubiese de suceder debería haber sucedido antes otra cosa necesaria. Pero, no es así siempre. En el Arte, por ejemplo, podemos vislumbrar algunas cosas que nos ayuden a comprender algo más todo eso. En cualquier progreso humano, social, cultural o artístico debería primar la evolución frente a la revolución. Todas las revoluciones son en parte una forma de contra-evolución. Como todos los saltos. Y detrás de estos atajos históricos, de estos saltos, hay siempre hombres, decisiones humanas, gustos, poder, influencias, sectas ideológicas y uniformadoras. A finales del siglo XVII Europa cambiaría profundamente, aunque pareciera que todo siguiera como antes. Nunca un siglo fue tan devastador ni tan desesperante durante tanto tiempo seguido gracias a haber sido un siglo muy belicoso. El frentismo ideológico tan terrible -en este caso religioso, que es una forma de ideología- acabaría con la bondad histórica de las cosas en Europa.

Pero, ¿es la bondad de las cosas una garantía de progreso? Si las cosas van bien, ¿se cambia algo? El clasicismo barroco alcanzaría llegar hasta finales del siglo XVII y principios del XVIII, aunque el Rococó fuese, sin embargo, el estilo que comenzara en este último siglo. Fueron influencias artísticas de todo tipo -clásicas, barrocas, venecianas, francesas- las estéticas que hicieron de ese estilo -el Rococó- una amalgama de lo que podríamos llamar un arte de autor fundamentalmente. Es decir, que fueron los pintores, no el Arte, los que marcaron mucho más ese periodo artístico con un peculiar estilo al no encontrar, realmente, ninguna tendencia definida. Uno de ellos, el creador más significativo para entender lo transversal del Arte Rococó, lo fue el genial pintor Giambattista Tiépolo (1696-1770). Este creador veneciano iniciaría un modo de pintar muy particular, algo que sintonizaba con el espíritu avanzado y progresista del siglo XVIII, el llamado siglo de las Luces o Ilustración. El pensamiento y la ciencia avanzadas habían sido iniciadas antes en Europa, precisamente por personas nacidas en el siglo XVII. Entre los años 1680 y 1720 se pondría en cuestión todo el saber y el pensamiento producidos desde el Renacimiento. Había contribuido la crisis que la guerra de los Treinta años ocasionó a Europa, pero, también el advenimiento de una filosofía racionalista y cientificista. Originaría otra crisis luego, una de conciencia y de fe, de descreimiento o de cierto cansancio espiritual. En España coincidió con otra guerra y otro conflicto nacional: la guerra de Sucesión dinástica. Por esto en España ese cambio social se llegaría a notar más.  Los nuevos reyes borbones (Felipe V, Fernando VI y sobre todo Carlos III) contribuyeron a mejorar la sociedad hispana y utilizaron unas tendencias artísticas progresistas, además también de la neoclásica contraria, para acompañar toda esa evolución dieciochesca.

El rey Fernando VI de España quiso decorar a mediados del siglo XVIII con ese Arte novedoso los Palacios reales de Madrid, tanto El Escorial como el de Aranjuez. En el año 1753 fue llamado a España el pintor italiano Corrado Giaquinto (1703-1766). Sería nombrado pintor de Cámara y director de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Un ejemplo por entonces del auge de una nueva tendencia artística en España, un país, sin embargo, tan tradicional y barroco. Nunca será esto lo suficientemente valorado en la historia de España, artística o no. Porque detrás de este pintor, e influidos por él, vinieron otros que evolucionarían aún más el Arte y hasta crearían escuela. Goya surgió, por ejemplo, en gran parte de esos nuevos pintores italianos innovadores que llegaron a España. Giambattista Tiepolo fue otro de los pintores italianos llamados por el siguiente rey, Carlos III, durante el año 1762. Llegaría a España acompañado de sus dos hijos pintores, Domenico y Lorenzo. No solo se limitarían a pintar palacios reales, también iglesias, unos clientes inestimables entonces para cualquier pintor. Pero esto último, sin embargo, les malograría...  Porque los clérigos, muy poco dados a innovaciones, se decantaron pronto mejor por otro pintor, y otro Arte, que en ese año fue llamado también a España: el neoclásico Anton Raphael Mengs (1728-1779).

Entonces la batalla entre esas dos diferentes y opuestas tendencias se desataría sin piedad. Ganaría Mengs y su clasicismo nuevo. ¿Por qué? Ganaría el Neoclasicismo por las bondades aparentes del momento social. Toda bondad (económica, social, política, etc...) lleva siempre a un clasicismo, toda alteración o proceso social de ruptura lleva a lo contrario:  a un Arte innovador. Giambattista Tiépolo fue el mejor ejemplo de alcanzar un verdadero Arte nuevo, pero ahora uno muy diferente, una especie de Arte moderno que conseguiría expresar las cosas de otro modo, un modo más sentimental que racional. Algo confuso de entender el aunar dos cosas tan opuestas, sentimiento y razón, pero que fue posible de llevar a cabo con la Pintura especialmente. Sin embargo, moriría el pintor Tiépolo en España olvidado y pobre. Arrastrado por el triunfo arrollador del Neoclasicismo. Sólo su hijo Giovanni Domenico Tiepolo (1727-1804) lo comprendería pronto y acabaría abandonando España para regresar a Venecia. Allí podía seguir creando aquel Arte innovador... Aun así, todavía lo contratarían desde España para pintar una obra sagrada, un Vía Crucis diferente para una recién, y falsamente, estrenada iglesia en Madrid.

Es curiosa esta historia eclesial española. Existía una iglesia jesuita en Madrid que era la casa principal de los jesuitas en España. Era una iglesia muy amplia, espaciosa y decorada, como los jesuitas habían hecho con su arte barroco clásico tan refinado durante el siglo anterior. El altar mayor, por ejemplo, que contenía la urna de San Francisco de Borja, estaba comprendido por cuatro columnas de estuco y escayola, sostenidas por los basamentos de un maravilloso mármol bellamente jaspeado. Luego de la expulsión de los jesuitas de España, producida en el año 1767, el rey Carlos III cedería este templo a los Oratorianos de San Felipe Neri. Así que sus nuevos administradores le pidieron al pintor Domenico Tiepolo -a pesar de la nueva tendencia imperante neoclásica- realizar ocho obras que reprodujeran, con su nuevo estilo, la clásica Pasión de Cristo. El pintor veneciano aceptaría y compuso esas obras en Venecia, unas pinturas que nada tenían que ver con el nuevo clasicismo en boga en España. En una de ellas, Caída en el camino del Calvario del año 1772, observamos una muestra de ese momento malogrado en el Arte. Luego la iglesia de San Felipe Neri sería expropiada en el año 1836 y sus obras trasladadas al Museo de la Trinidad, para acabar, tiempo más tarde, en el Museo del Prado. 

En la obra de Domenico vemos algo muy curioso: no hay nada que exprese violencia real en esa caída. Ningún personaje maltrata físicamente a Jesús. Se nota incluso una especie de desdén, atonía o pasividad en los personajes secundarios. La obra tiene una composición extraordinaria: Jesús está caído solo, en un espacio diametralmente delimitado por la cruz, el resto está ahora todo fuera de ese espacio. Algunos le ayudan pero otros pasan de Jesús, ni lo miran siquiera. No lo maltratan, pero tampoco nada les importa a ellos ese personaje... Un cierto atisbo, inducido simbólicamente, tal vez, de lo que el Arte innovador de su padre, y su propio padre malogrado, sufrirían en España ante el rechazo artístico tan injusto. Pero también una muestra genial de realismo y de no realismo pictórico, algo que caracteriza a este pintor italiano especialmente. Goya lo admiraría por esto y se dejaría influir por él. Su trazo es muy realista: así son los cuerpos humanos y las texturas de la materia. Pero, sin embargo, para nada es una escena realista la que vemos: no hay ninguna recreación clásica que deba parecer lo que la realidad establecía o narraba, tanto espiritual como históricamente. Pero sí hay un realismo material. Y esa dualidad artística -trazos clásicos sin realismo clásico- fue un fenómeno plástico muy innovador para entonces. Algo que solo los románticos -entre ellos Goya- supieron llevar magníficamente a cabo algún tiempo después.

(Óleo de Giovanni Domenico Tiepolo, Caída en el camino del Calvario, 1772, Museo del Prado, Madrid; Cuadro Construcción del Caballo de Troya, 1760, del pintor Domenico Tiepolo, National Gallery, Londres; Detalle del anterior cuadro, Caída en el camino del Calvario, Domenico Tiepolo, 1772, Museo del Prado; Obra del pintor Corrado Giaquinto, El Descendimiento, 1754, Museo del Prado; Magnífica obra de Arte de Giambattista Tiepolo, Abraham y los tres ángeles, 1769, Museo del Prado; Lienzo del pintor neoclásico Anton Raphael Mengs, Caída de Cristo con la cruz a cuesta camino del calvario, 1769, Palacio Real, Madrid.)

No hay comentarios: