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6 de diciembre de 2020

Paralelismos sugerentes entre una belleza barroca y otra simbolista.


 



Las vidas retratadas en el Arte tienen a veces semejanzas indirectas. Decía y dice uno de los axiomas geométricos más conocidos de Euclides que: dos cosas iguales a una tercera son iguales entre sí...  Todo empieza cuando el pintor simbolista austríaco Gustav Klimt (1862-1918) visita el Museo de Historia del Arte de Viena y admira el retrato que Velázquez hace en el año 1653 a la infanta española María Teresa de Austria (1638-1683).  Porque Friederika Langer, más conocida como Fritza Riedler, le había encargado un retrato al pintor simbolista en el año 1904. Klimt se detuvo entonces ante el cuadro de Velázquez y, en su delirio artístico mimético, acabaría inspirándose en el retrato de la infanta para componer el retrato modernista de Fritza Riedler. La genialidad de Gustav Klimt le llevaría a componer un retrato moderno con las características estéticas y compositivas de uno antiguo. El pintor simbolista había hecho del erotismo un rasgo estético de su Arte. A comienzos del siglo XX compuso obras donde la desnudez y la osadía las llevaron a ser criticadas y rechazadas por un público excesivamente puritano. Aun así, Fritza lo contrata y el pintor realizaría una combinación modernista extraordinaria entre la composición inspirada de Velázquez y un simbolismo modernista de ojos y bocas abiertas. Y todo eso para completar una inspiración modernista con el erotismo implícito en una representación estética. La semejanza con la obra de Velázquez tuvo tal vez que ver con el semblante melancólico de la adolescente infanta: esa lejanía de todo, esa extrañeza de todo, ese temor o ese sentimiento de malgastar la vida que el maestro español supo reflejar en su obra. 

La vida de Fritza Riedler empieza en Berlín en el año 1860 en una destacada familia. Se casa con el famoso ingeniero de diseño Alois Riedler, un austríaco diez años mayor que ella.  Vivieron en la imperial Viena donde representaban la alta sociedad austríaca de principios del siglo XX. En su obra Gustav Klimt la representa con el anhelo matizado de los años vividos, cuando Fritza tenía entonces cuarenta y cinco años y se encontraba amparada entre su desdén social y su ingenuidad perdida. La obra barroca la había pintado Diego Velázquez en Madrid en el año 1653, cuando la infanta María Teresa, hija del rey Felipe IV, tenía entonces catorce años y todavía ignoraba lo que el azar de la vida le trajese. Siete años después se casaría con el rey de Francia, el poderoso Luis XIV. Para entonces, pleno siglo XVII, la moda femenina utilizaba una falda muy amplia llamada guardainfantes. Esta moda tuvo adeptos y críticos por igual. Don Alonso de Carranza,  caballero de la orden de Santiago, escribió en el año 1636 su Discurso contra los malos trajes y adornos lascivos. En este discurso decía: No hay cosa más ajena del cuerpo grácil y delicado de las mujeres que el grueso y aparente bulto que ahora acompaña a sus caderas. El demonio no ha podido inventar traje más atado y penoso. Es costoso y superfluo, feo y desproporcionado, lascivo, deshonesto y ocasionado a pecar. Impeditivo en gran parte a las acciones domésticas, así como para entrar por puertas y postigos y solo poder entrar en palacios y aposentos principales. Con esas pompas en forma de campana andan las mujeres con nueva y nunca usada libertad, en tan olvido recato, engreídas y alentadas. Porque lo ancho del traje les presta comodidad para andar embarazadas sin ser notadas, hecho que preñadas fuera del matrimonio una doncella dio principio a este traje para encubrir su miseria, y por eso se le dio así el nombre de guarda-infantes.

Como consecuencia, el rey Felipe IV publicaría un pregón prohibiendo el uso de esa prenda en el año 1639: Ninguna mujer pueda traer ni traiga guardainfante o traje semejante, excepto las mujeres que, con licencias de la justicia, públicamente son malas de sus personas (las prostitutas). Esta crítica a la moral del traje abultado radicaba en que una mujer podía ocultar su embarazo o incluso su amante bajo sus faldas, si pensara que podía ser descubierta. La prohibición real sobre el guardainfantes no prosperaría ya que la moda nunca pudo ser abatida por las leyes, ni siquiera entonces. Ese estilo de vestidura se seguiría llevando por las mujeres durante los siguientes siglos, siendo de las modas femeninas que más prosperaron. La propia hija del rey Felipe IV lo llevaba cuando Velázquez la pintó en el año 1653. La pintura y el estilo del pintor español influenciaron en la manera en que los retratos femeninos fueron compuestos después. Tanto lo sería que cuando la VII condesa de Monterrey quiso ser retratada en el año 1660 con esa falda, entonces tan de moda, no fue difícil borrar el nombre del autor del retrato y decir que el pintor había sido Velázquez. Parecía tanto una obra de Velázquez que alguien quiso que así fuese. Sin embargo, la había pintado un seguidor suyo, Juan Carreño de Miranda, nombre que algún desaprensivo borraría del lienzo para confundir, o no admitir, que alguien pudiera llegar a pintar algo tan bello o tan bien como el maestro sevillano. Inés Francisca de Zúñiga había nacido en el año 1635 en una de las familias más nobles de España. Una tía suya, Inés de Zúñiga, había sido de joven tan hermosa como ella y acabaría casándose con el primer ministro más famoso de Felipe IV, el conde-duque de Olivares. Era tan hermosa que  hasta el propio rey se fascinó de su belleza. Sin embargo, el único retrato de una belleza barroca tan fascinante lo fue el de su sobrina, Inés Francisca de Zúñiga, compuesto en el año 1660 por el pintor Juan Carreño de Miranda. 

Esta joven de belleza tan excelente habría de casarse en el año 1657 con el sobrino-nieto del conde-duque de Olivares, Juan Domingo Méndez de Haro (1640-1717). Este noble español sería gobernador de los Países Bajos y defensor de Cataluña cuando los franceses, junto a algunos catalanes oportunistas, quisieron apoderarse de una parte de España. Cuando Juan Carreño de Miranda pinta a Inés Francisca de Zúñiga cuando ella tenía veinticinco años y llevaba tres años de matrimonio. El pintor la compone esplendorosa con su guardainfante decorado y grandioso. Tiene el rostro totalmente opuesto a sus paralelos estéticos aquí comparados. No hay más que belleza, exultante, desinhibida, brillante, pícara, expectante en la obra de Carreño. La flor más hermosa del barroco español. ¿Dónde está el paralelismo estético? Sólo en la moda, esa misma que el pintor Klimt compuso, siglos después, con su modernista figura intrigante. Porque el retrato de Velázquez, a diferencia del de Carreño, no descubría ninguna belleza sugerente, sino la más intrigante, oculta y melancólica de todo aquel Arte clásico barroco. Esta semblanza de Velázquez fue la que el pintor austríaco entendió que debía transmitir de su modelo berlinesa tan intrigante, y no otra. Pero sí hubo un paralelismo existencial entre las retratadas de Klimt y de Carreño, algo que el Arte no descubre claramente sino que oculta, sin pintarlo, bajo los trazos decididos de otros alardes distintos. La VII condesa de Monterrey fallecería, como la influyente Fritza, siete años antes que su esposo sin dejar tampoco descendencia. Por eso su retrato es de una belleza tan fascinante, porque fue realizado cuando la modelo aún brillaba exultante entre las inciertas moradas de su confiada, excelsa y maravillosa juventud.

(Óleo Inés Francisca de Zúñiga, VII condesa de Monterrey, 1660, del pintor barroco español Juan Carreño de Miranda, Museo Lázaro Galdiano, Madrid; Óleo sobre lienzo Fritza Riedler, 1906, del pintor simbolista austríaco Gustav Klimt, Museo Alto Belvedere, Viena, Austria; Lienzo del pintor español Velázquez, La infanta María Teresa de España, 1653, Museo de Historia del Arte de Viena, Austria.)

31 de agosto de 2015

Un homenaje al Arte más sublime, la Pintura, y a la historia de una herencia malograda.



En la Pintura española del siglo XVII se representó mucho la historia de España porque fue la Corona la que auspiciaría, fomentaría y coleccionaría Arte. El gran creador Velázquez fue la piedra angular sobre la que la Monarquía hispánica pudo conseguir la mayor de sus glorias iconográficas. Pero esa publicidad histórica de entonces no fue suficiente. Poco después de realizar Velázquez (1599-1660) su obra Las Meninas en el año 1656, el imperio español sería humillado y derrotado por una Francia engrandecida en los campos europeos llenos de sangre. Habrían de pasar sesenta años o más para que un heredero de la monarquía -de origen francés curiosamente-, el rey Felipe V, pudiese conseguir situar de nuevo a España entre las más importantes naciones de Europa. Pero, ¿qué había sucedido para que el mayor imperio conocido desde la antigua Roma hubiese caído de esa forma? La monarquía como forma de gobierno tuvo sus ventajas en la historia. Desde que los reyes visigodos comprobasen que sus antecesores -monarcas electivos- habían sufrido demasiadas traiciones y crímenes para eliminar la dinastía -porque no se heredaba la corona en el primogénito sino que se designaba al heredero en otro noble a elección, cuando no se aclamaba al futuro rey en un personaje poderoso-, la monarquía visigoda comprendió que una forma de evitar el asesinato regio era hacer heredar la corona en el primogénito del rey, fuese éste hombre o mujer, aunque con prevalencia masculina, para mantener la dinastía y el reino. De ese modo se evitaban las traiciones, los asesinatos regios y la inestabilidad. Sin embargo, si el heredero no era un prodigio de sabiduría, bondad, equilibrio, inteligencia, fuerza o fertilidad la corona estaba, a cambio, en muy serio peligro de extinción o degradación dinástica.

Eso fue lo que sucedió en el reinado de Felipe IV entre los años 1621 y 1665. El rey contrajo matrimonio siendo niño -con solo diez años- con la francesa Isabel de Borbón, de doce años de edad. Nacieron de ese matrimonio seis hijas y un solo varón. Éste -Baltasar Carlos- falleció a los diecisiete años dejando desolado al rey y a su inmenso imperio. De las seis hijas, cinco fallecieron en la infancia y solo una sobrevivió. María Teresa de Austria fue entonces el futuro sostén del reino español durante los difíciles años de su decadencia. Ella fue designada desde niña para casarse con el poderoso, ambicioso, desalmado y traicionero Luis XIV de Francia. La reina Isabel de Borbón falleció a los cuarenta y un años en el Palacio Real de Madrid, cuando la pequeña María Teresa tenía solo seis años de edad. Si no hubiese fallecido la reina, el rey Felipe IV no se hubiese casado de nuevo y, por tanto, hubiese dejado la herencia de su Monarquía en las dulces pero decididas manos de María Teresa. Cinco años después de la muerte de la reina Isabel, el rey Felipe IV volvió a casarse con cuarenta y cuatro años con una sobrina suya de solo quince años, Mariana de Austria. El matrimonio tuvo tres hijas y tres hijos. La mayor de ellos lo fue la infanta Margarita (1651-1673), la única hija que sobrevivió de ese matrimonio. El príncipe Felipe, nacido seis años después que Margarita, moriría con cuatro años dejando de nuevo al rey español más desolado que antes. El otro hijo, Fernando, solo sobrevivió un año. Y el menor de todos ellos, Carlos, diez años menor que Margarita, sobreviviría difícilmente y acabaría, a pesar de sus deficiencias físicas y mentales, llevando por fin la corona de España entre los años 1666 y 1700.

Así que la mimada, elegante, aristocrática y decidida Margarita fue la esperanza durante muchos años de su fatalmente poderoso padre, un rey destinado a contemplar el peor de los destinos que un gran hombre pudiera: observar como todo su poder se deslizaba, inevitablemente, entre los frágiles dedos de su desgraciada historia. Cuando el pintor del reino Diego Velázquez decide componer su obra de Arte más extraordinaria -Las Meninas-, fijaría en su lienzo la imagen más bella de la infanta Margarita, una imagen confiada, aleccionadora, exultante y esplendorosa: la mejor que de una heredera regia de cinco años pudiese pintarse. El mismo año de esta creación artística, 1656, otro pintor español, Juan Bautista Martínez del Mazo (1611-1667), yerno de Velázquez, pintaría otro retrato de la infanta Margarita, pero este pintor no conseguiría la mirada confiada y bella que su suegro logró de ella en su genial obra Las Meninas. Ni la mirada ni la esperanza. Sin embargo, probablemente, sí consiguió el yerno otra cosa por entonces: anticipar con el gesto adusto la desgraciada vida de la pequeña heredera. Esto es algo prodigioso, ¿fue clarividencia artística, histórica o tan solo pura casualidad? No creo que fuera esto último ya que nada es porque sí en el Arte. No significa que Velázquez no se percatara también de la decadencia del reino, es posible que el insigne pintor quisiese ofrecer con su obra maestra una justificación poderosa para hacer coincidir en la historia futura su propio deseo con el de su regio mentor.

Seis años después, en el año 1662, el mismo pintor Martínez del Mazo -yerno de Velázquez y discípulo suyo- llevaría a cabo otro retrato de la infanta Margarita, cuando ahora ella es una pequeña adolescente que, solo un año después, sería comprometida con su tío Leopoldo I, emperador de Austria. Pero su padre Felipe IV se negaría aún a que ella dejara la corte madrileña. Sabía el rey que su pequeño hijo Carlos era un ser débil, que la herencia hispánica estaba frágilmente predestinada con él. No consintió el viejo rey español que su hija Margarita se fuese de su lado para unirse, definitivamente, a su imperial esposo austríaco. Pero la muerte del rey español en el año 1665 lo llevaría todo a un desastre inevitable solo un  año después. Fue entonces cuando el pintor Martínez del Mazo vuelve a retratar a la infanta en Madrid, pero ahora con quince años y totalmente enlutada por la muerte de su padre. Pocos días después viajaría a Austria para reinar como consorte en la corte vienesa del emperador Leopoldo. Velázquez la había retratado antes, cuando ella tenía ocho años y seguía siendo la ilusión de un imperio, la esperanza de un padre y la tranquilidad y seguridad de una nación poderosa. En este otro retrato Velázquez la vuelve a pintar aristocrática, segura, decidida y embellecida de nuevo con una mirada y un gesto tan maravilloso como el que insinuara en sus famosas meninas, algo que contrasta con el retrato que su yerno hará tres años después aun manteniendo la misma noble pose aristocrática. Un seguidor del pintor Rubens, el creador flamenco Jan Thomas (1617-1678), la pinta en el año 1667 en la corte de Viena, cuando Margarita sabía que solo sus herederos podrían reinar por su padre en España si su hermano Carlos -el futuro Carlos II- no pudiese hacerlo. Pero la historia es imprevisible -salvo para algunos sutiles pintores inspirados- y la herencia regia de Carlos II determinaría que fuese la rama francesa -Borbón- de la familia real la que reinase por no tener él herederos directos. Y en su obra barroca el pintor flamenco la retrata joven y lozana, aunque ataviada con los ornamentos y ropajes imperiales de la corte austríaca. ¿Parece ella misma?, ¿parece aquella misma niña confiada y elegante, tan poderosa, que Velázquez representara en su genial obra artística barroca?

Porque lo que Las Meninas fue sobre todo tuvo más que ver con un sutil homenaje a la Pintura que con otra cosa. Había que representar magníficamente el futuro de la Corona hispánica, había que glosar su flamante y única heredera posible entonces. Y el pintor Diego Velázquez lo consiguió a pesar de que sospechara las grandes dificultades que esta herencia real tuviese en la historia. Pero lo hizo así, era su trabajo en la corte, y realizó una obra extraordinaria, algo nunca visto antes ni después, en un lienzo en la historia del Arte. Sin embargo, debía Velázquez encuadrar toda esa representación en un entorno determinado. Tenía que ser en el Palacio Real de Madrid, pero, ¿cuál estancia de ese viejo y decadente Palacio elegir? El genio artístico decidió entonces que fuese el cuarto del Príncipe, un lugar lleno de cuadros en sus paredes, una estancia sin decoración, sin lujos, sin muebles, sin nada más que un espejo en la pared del fondo donde ahora se reflejan los monarcas (Felipe IV y Mariana de Austria) deslavazadamente -una señal premonitoria de la debilidad de la monarquía-, y donde Velázquez se retrata a sí mismo pintando la escena prodigiosa. Indicando así la gran importancia de su artístico oficio, dándole una relevancia mayor al Arte. Salvo, quizá, a su pequeña protagonista infantil, aquella heredera que entonces concentrara la mayor esperanza de un pueblo. Seis años después de retratarla el pintor flamenco Thomas, la hija del mayor monarca de todos los tiempos fallecería en Viena a los veintiún años de edad, víctima del difícil parto de uno de aquellos herederos de su padre que nunca, nunca, reinarían jamás en España.

(Óleo Las Meninas, Diego de Silva y Velázquez, 1656, Museo del Prado, Madrid; Retrato de Margarita de Austria, 1656, Juan Bautista Martínez del Mazo, Museo del Louvre, París; Detalle del lienzo Las Meninas, imagen de Margarita de Austria, Velázquez, 1656, Prado; Retrato de Margarita de Austria, 1662, Juan Bautista Martínez del Mazo, Museo Bellas Artes de Budapest; Lienzo de Velázquez, La infanta Margarita en azul, 1659, Museo de Bellas Artes de Viena; Óleo La emperatriz Margarita de Austria, 1666, Juan Bautista Martínez del Mazo, Museo del Prado; Cuadro del pintor flamenco Jan Thomas, Emperatriz Margarita Teresa de Austria, 1667, Museo de Bellas Artes de Viena.)

24 de mayo de 2014

Diego de Silva y Velázquez, el mayor y más misterioso genio habido jamás en el Arte.



Cuando el gran pintor español Velázquez fuera introducido -hábilmente- por sus influyentes amigos andaluces en la corte, pudo entonces contemplar las grandes obras maestras del Arte que se guardaban en Palacio. Admiraría los grandes óleos de Tiziano, de Tintoretto, del Veronés... Comprendería pronto que lo que hasta ese momento había él producido, visto o aprendido, no bastaría para llegar a componer lo que, exactamente, el gran pintor andaluz hubiese deseado. Entendió entonces que su habilidad para el dibujo, para la sombra, para el matiz, para la arruga, o para distinguir un vaso de una tinaja, no eran del todo suficientes. Habría entendido Velázquez, al fin, que otras cosas podían ser creadas en un lienzo artístico, cosas que con su sola escuela sevillana no habría llegado a conseguir en el Arte. Descubrió así que la mera imitación de la naturaleza, esa forma grandiosa y prodigiosa que sus maestros andaluces le enseñaron en Sevilla, podía cubrirse ahora de otras cosas, de una insinuante poesía o de una sugerente belleza en su entonación pictórica. Cambió Velázquez entonces su estilo y sus colores, cambió su modo de expresar y consiguió así la mayor gloria que un artista pudiera alcanzar en el Arte.

Luego de eso, hacia finales del año 1629, viaja a Italia y aún mucho más sus colores, sus formas, sus historias y sus técnicas pictóricas, consiguieron mejorar. Pero, justo antes de ese viaje a Italia finaliza en Madrid una obra extraordinaria. Hasta entonces no se había atrevido Velázquez a pintar una escena mitológica. Todas las que había hecho eran escenas naturalistas o de género, todas perfectamente realistas, pero ninguna mítica. Su aprendizaje en Sevilla le había llevado a seguir las ideas de su maestro Pacheco, ideas que defendían la veracidad de las formas de la naturaleza a extremos de un grandísimo verismo pictórico. De cosas existentes y cercanas, cosas que sorprendieran a la gente al verlas pintadas ahora tan bien, que las confundieran incluso, sin saber a ciencia cierta distinguir el modelo real de la obra artística. Pero, ahora, ¿cómo realizar una alegoría mitológica, algo en sí mismo inexistente y no verídico, de un modo tan realista o tan naturalistamente pintado que siguiera confundiendo al que lo viera?  Por otro lado, ¿qué cosa, personaje o escena mitológica pintar? Por aquellos años, 1628 y 1629, se encontraba el gran pintor flamenco Rubens en Madrid. Como pintor admirado en la corte hispana, el gran Rubens elaboraría muchas obras para el rey Felipe IV. Y, entonces, conocería a Velázquez...

Fue Rubens quien le aconsejaría pintar una obra mitológica sobre el dios Baco, el más realista de los dioses griegos. Cuando Zeus sintiese una pasión amorosa por la mortal Sémele -la hermosa hija del rey de Tebas Cadmo- su verdadera, legítima y oficial esposa Hera, celosa ahora por completo, tramaría entonces una cruel venganza para acabar con la bella joven amante mortal. Pero Zeus pudo conseguir antes salvar el fruto de ese amor impúdico, el pequeño Dionisos -Baco en  Roma-, y terminar de engendrarlo en su propio muslo. Poco después lo confía a unos preceptores mortales, seres humanos que le enseñarían al pequeño Dionisos el arte humano de la vida, del vino y de las diversiones, por lo cual sería el primer semidiós en sentir más como los seres humanos que como los dioses. Así que con el dios Baco, el Dionisos griego, Velázquez tuvo la excusa perfecta para poder expresar su nuevo deseo artístico innovador. Pero, ¿cómo hacerlo? Otros creadores habían pintado ya al dios Baco. Tiziano fue uno de los primeros. Pero, claro, Tiziano era un genio renacentista, un creador muy clásico, un generador de belleza sin fisuras, sin resquicios para otra cosa que no fuera entonces lo más bello. Pintaría Tiziano un triunfo de Baco -Baco y Ariadna- cien años antes de que lo hiciera Velázquez. Entonces, con Tiziano, aparecía Dionisos como un dios poderoso y decidido, muy ágil, virtuoso y hasta en exceso grandemente estilizado.

Pero el Arte había cambiado mucho en los años de Velázquez, cuando ahora el progreso barroco en las formas se celebraba desde hacía años. El Barroco era otra cosa, y los pintores barrocos debían hacer otra cosa distinta a lo de antes. ¿Cómo crear ahora un triunfo de Baco, es decir, una representación de la grandiosidad de un dios tan humano, un dios además que nunca había logrado hacer grandes cosas? Porque cuando Tiziano lo retrata lo hace triunfando por haber conseguido Dionisos el amor de Ariadna -la bella cretense abandonada antes por Teseo-, ahora ésta muy impresionada por el cortejo, el impulso y la curiosa personalidad atrayente y misteriosa del dios Baco. Sin embargo, Velázquez tiene otra idea en su cabeza, no basará su triunfo de Baco en la Belleza ni en el Amor, ni en el cortejo mitológico propio del dios. Sigue dividido el pintor español entre el naturalismo, el mito y la belleza.  No quiere crear una obra mitológica pero tampoco se lo niega. Velázquez desea mostrar ahora la forma más vulgar del dios, esa misma forma por la que Baco era conocido: su afición al vino y sus alardes inspiradores y bucólicos. Tiene que hacer una obra donde todos los personajes se dejen llevar por esos efectos transgresores, pero, ¿cómo pintar una obra mitológica donde aparezca un dios y a la vez unos seres tan realistas, tan naturales o tan vulgares?

En el año 1629 crea Velázquez su obra de Arte Triunfo de Baco para el rey Felipe IV de España. ¡Qué audacia de creación!, ¡qué atrevimiento entonces para un principiante en la corte más importante de Europa! Pero el rey español, el monarca más mecenas de la historia, lo acepta y le paga los cien ducados al artista. Velázquez había conseguido genialmente componer a un dios rodeado de menesterosos, de bebedores, de personajes corrientes que ríen, beben y grotescamente le adoran; con gestos más propios de tabernas o lupanares que de una corte olímpica y grandiosa. Velázquez lo consigue hacer con un virtuosismo inconsciente. O muy sutil, mejor dicho. Detalles que salvarán la obra mitológica divina del simple desatino de la escena, en exceso naturalista, vulgar, terrenal o grotesca. Ahí radica la grandiosidad de Velázquez en esta creación, además de su extraordinaria factura pictórica, algo esto último que asombra a cualquier observador que aprecie la imitación perfecta de la naturaleza en el Arte. Porque la composición pictórica la llevaría el autor español al paroxismo más verosímil. Son actores humanos reales interpretando a seres mitológicos fantasiosos. Son exactos a nosotros, ni siquiera los gestos de sus muecas, producidos por lo ebrio de su estado, cambiarán un ápice la realidad de sus rostros tan humanos: así son los gestos humanos cuando se entregan a sus efectos alcohólicos desmesurados.

La luz es aquí otro efecto muy elogioso, otro personaje añadido más, para hacer ahora compaginar dos mundos tan opuestos: el divino, el elitista, más blanco y mitológico, por un lado; el campesino, el vulgar, el humano, más oscurecido o más depravado, por otro. El dios Baco y su acompañante mítico son los únicos seres desnudos en sus torsos. Están ahora como fuera de contexto, iluminados de otra forma, con una luz más precisa o más auxiliada a sus contornos. Ellos son los únicos seres divinos, los demás personajes, los que están rendidos al dios, a su porte, a su corte o a sus efectos etílicos, los pinta el creador español como son naturalmente los hombres en esos casos: oprimidos, vencidos, relajados, ante la grandeza de su ebrio regalo divino.  Porque el pintor realiza aquí el contrapunto del triunfo divino frente a la parodia humana más entregada. Pero, además, los grandes creadores como Velázquez irán más allá, dejarán que pensemos, que divaguemos nosotros solos; porque él no se mojará, el pintor no entrará en su obra a hacer disquisiciones morales, aunque las exponga o las muestre. El dios Baco es epónimo de la libertad, de la liberalidad que produce el vino cuando libera las conciencias, los sufrimientos o las miserias de lo humano. Y pinta Velázquez al dios Baco con la mirada perdida. ¿Por qué? Baco aquí no está mirando a nadie, sólo los demás miran algo: o lo miran a él o nos miran a nosotros -a los que vemos el cuadro- o miran a otros personajes retratados. Es como si el dios no estuviese ahí realmente. Sí está el dios interactuando con un personaje al que le coloca una corona de hojas de laurel -símbolo merecedor de inspiración elogiosa- por ser, quizá, un poeta o un literato. Pero es que Baco es un dios, no puede dejar de serlo, aun estando rodeado de seres tan vulgares o despreciables.

Es la representación artística más conseguida de la dualidad divina-humana más realista jamás pintada. De la mayor grandeza icónica para señalar eso mismo, porque ahí es un dios al que vemos retratado, aunque no sea ahora un dios salvífico, caritativo o benéfico. Los otros, los demás personajes retratados, son solo hombres de la mayor bajeza. No son hombres ejemplares o seres humanos que, sobreponiéndose a sus debilidades, consigan grandes cosas o con la virtud de sus anhelos o con la fuerza de su decisión. Son ahora personajes adheridos a la falla, a la deriva del efluvio más liberador que ofrece el vino y sus efectos. Por esto a la obra se la denomina también, coloquialmente, Los borrachos.  Sin embargo, El triunfo de Baco es el título con el que el autor español firmó su obra. Pero, ¿qué hay ahí ahora de triunfo? Como en todas sus obras, Velázquez nos deja atónitos con su misterio. ¿Es un homenaje al momento inspirador que la ebriedad ofrece ante la realidad de la vida? ¿Es un agradecimiento al único dios que más entenderá a los seres humanos y sus debilidades? El dios Baco seguirá ahí mirando ahora otra cosa... Con su mirada perdida o dirigida hacia lo opuesto nos está insinuando que nada es tan simple, que el misterio que se oculta en la obra seguirá ahí después de todo. Y que ni él, ni sus efectos, podrán salvar, si acaso, más que ese placentero instante etílico, ese refugiado intervalo entre las caricias demoledoras de un único momento extático y su cruel efecto engañoso.

(Óleo El Triunfo de Baco, 1629, Diego de Silva y Velázquez, Museo del Prado, Madrid; Baco y Ariadna, 1523, Tiziano, National Gallery, Londres.)