2 de febrero de 2015

Buscaremos el misterio para ocultar la absoluta y banal claridad de nuestro mundo.



Es algo claro en el mundo: si a lo lejos divisaramos una mujer vestida de blanco, rodeada de un halo brillante o dorado y elevada ahora ligeramente del suelo, no lo deberemos dudar: es la Virgen María...  La cita, popular, irónica o chistosa, conllevará, sin embargo, una reflexión sosegada de la realidad aplastante de las cosas de este mundo: nada encerrará ningún misterio tanto tiempo como para no llegar a comprenderse. Y el más clarificador, el más desvelado, el más terrible o el más inevitable de los misterios es aquel provocado por nosotros mismos, el de nuestra propia, evidente y cierta vida insaciable y mitificadora. Es por eso por lo que, a cambio, adoraremos el misterio, cualquier forma de artificio que permita ocultar la caja de Pandora virtual de nuestra aburrida, convencional o vulgar vida conocida. Ese lugar cerrado y oscuro que nos permita manejar ahora lo improbable, lo imposible, lo que pueda llegar a ser, lo sublime, lo porvenir, lo arcano o lo nunca desvelado... Aún. Porque los misterios de nuestro mundo pueden ser de dos clases, básicamente. Aquellos que atañen a la Naturaleza y aquellos que atañen específicamente al ser humano. Ambos para un científico serán lo mismo. Y seguramente lo sea. Pero el ser humano es, de todos modos, el misterio más desgarrador del universo, el más incontrolable porque puede pensar en ello y modificar así, a su antojo, todo posible resultado o toda posible probabilidad.

Sin embargo, las cosas propias del ser humano, como puedan ser su comportamiento, sus deseos, sus necesidades, sus limitaciones, sus maldiciones, sus condicionantes defectos o sus posibles virtudes, serán conocidas y para nada nos sorprenderán, por muchas generaciones que hayan sido o sigan pasando en el mundo de los hombres. La psicología de los seres humanos que vivieron en el antiguo imperio romano se distinguirá poco de los que vivieron en el Renacimiento, y éstos mismos de nosotros tampoco mucho. Los mismos problemas existenciales tuvo el gran pintor Rembrandt que muchos de los que vivimos ahora en este siglo. Las mismas angustias, las mismas deficiencias o las mismas frustraciones. Es cierto que los misterios -los de la Naturaleza- eran mayores entonces, en tiempos del genial creador holandés, pero no así la existencia de los retos vitales humanos, algo que, hoy al igual que ayer, seguirán existiendo del mismo modo angustioso.  La vida personal de este extraordinario pintor del Barroco, sin embargo, fue muy desdichada, por lo cual su Arte le sería un maravilloso revulsivo para poder afrontarla. La creación artística tiene esa virtualidad: que consigue transformar la visión de la realidad -no la realidad- para hacer de ésta ahora algo más llevadero o más alentador.

Cuando Rembrandt quiso -¿qué quiso realmente?- plasmar un misterio con su Arte barroco, compuso su extraña obra El Jinete polaco. Pero, es que ni él siquiera le puso este título a su obra. Y decimos quiso plasmar un misterio, por lo mismo que podemos decir que el ser humano se distancia a veces de las materiales y formales cosas por analizar -o ya analizadas- de la Naturaleza.  Por sus arbitrariedades tan humanas. Así como también por esas elecciones azarosas que los pintores finalmente consiguen plasmar en sus creaciones artísticas... tan misteriosas. Pero, nada más. Porque no hay en ello misterios encantados, no hay confusiones de certezas, ni castillos en el aire, ni tampoco un sentido especial sublimador de ninguna miseria humana tan incierta. Así será nuestra prosaica y menesterosa vida humana, esa misma que se vierte sin excusas de explicaciones ostentosas en la realidad más clarificada y banal, también en la más sórdida y sin sorpresas. Es por eso que buscaremos el misterio para ocultar la inevitabilidad de la realidad más clarificada, y hacer ahora de ésta y de la vida algo que no es. Para dar a la vida el mismo perfil que los pintores llevarán a sus lienzos con los mismos materiales ilusorios de lo que está hecha la vida.

El título de la obra, El Jinete polaco, lo empezaría a utilizar un historiador de Arte holandés, Abraham Bresius (1855-1946), que acabaría convirtiéndose en un experto en Rembrandt. Descubriría el lienzo una vez que visitara el castillo de un noble polaco, el conde Tarnowski. Un antepasado del conde adquiere la obra en Amsterdan a finales del siglo XVIII y la lleva a su castillo situado en el sur de Polonia. Bresius analizaría la obra y vería el estilo de Rembrandt, imaginando ahora el retrato de un caballero polaco montado en su cabalgadura.  Y lo tituló así, El Jinete polaco. Pero, nada más, no hay certeza exacta de que la obra sea del pintor holandés ni tampoco de que sea un caballero polaco lo retratado. Por otro lado, ¿qué sentido tiene la obra?, ¿qué representa? Aquí llegaremos a la arbitrariedad del ser humano y de su Arte, el único misterio sin desvelar...  No así con los restantes misterios, los de la Naturaleza, que sí terminarán más tarde o más temprano por ser desvelados. Pero, aquél no. Aun así, las posibles interpretaciones son el único instrumento crítico, libre y posible de todo Arte. Nos sirven para justificarlo y para justificarnos. Sólo así seguiremos manteniendo el misterio del mundo.

En la obra vemos un caballero -da igual que sea polaco o portugués-, vemos un caballo, un itinerario, un paisaje y un gesto o ademán del personaje. Lleva además el caballero sus armas a la grupa, las deja ver claramente el pintor. No mira hacia adelante el caballero, hacia donde él, se supone, se dirige. El fondo del paisaje -lo poco y mal que esta reproducción permite- nos enseña un lugar tenebroso y elevado, lo que parece un gran baluarte redondeado y construido por el hombre sobre la cima. El cielo es igual de tenebroso, propio de la iconografía oscura y barroca de Rembrandt. Pero, ¿qué más hay para dilucidar lo que representa la pintura misteriosa? Al parecer, pudo el autor inspirarse en un grabado del Renacimiento -año 1513- del genial, y precursor de misterios, Alberto Durero, el grabado denominado como El caballero, la muerte y el diablo. En esta obra de Durero un caballero se dirige, perseguido o acompañado, por unas representaciones abstractas tan desoladoras propias de la iconografía medieval. Esta imagen tan medieval la fijaría el renacentista Durero para mostrar la figura hidalga del ser solitario que lucha en la vida a pesar de los lastres que sobrelleve -¿a causa de él mismo?- acosado por el mundo.

Pero en la obra El Jinete polaco siempre se vio, a cambio, a un caballero seguro de sí mismo, que se dirige, confiado, a salvar sus ideales patrióticos, personales o religiosos, de una vida ilustre, agradecida y virtuosa. Al principio de la alta edad media se acuñaría el concepto sagrado del caballero cristiano -millas Christi-, del soldado de la fe que representaba por entonces la lucha ferviente por mantener a Europa libre del Islam, sobre todo en el este europeo. Es la figura del caballero que lucha por los buenos ideales, por la mejor de las causas frente al poder de las tinieblas o de lo aterrador. Esta es una posible interpretación. Pero, ¿es la única? No. Y ahí hay otro misterio. Porque todos estuvieron de acuerdo -el historiador, un poeta polaco, el conde y otros que vieran la obra- en que el caballero del cuadro era un jinete polaco. Pero, ¿era en verdad un sagrado caballero medieval polaco lo que realmente representaba la obra? Rembrandt se dejaría llevar más por la mitología bíblica que por la medieval. La conocía mejor, ya que fue educado en ella por su madre. Él pintaría casi todos los mitos bíblicos conocidos. Así que, entonces, aquí, en esta obra, ¿por qué no usar también un sentido bíblico para expresar algo diferente, otra cosa distinta a lo habitual, y, además, hacerlo tan misteriosamente?

Fue el Génesis el libro bíblico que más representaría Rembrandt en sus obras. Como afecto amigo del mundo judío, tan perseguido en todas partes de Europa, conocía las interpretaciones que su exégesis hebraica tendría para sustentar misterios revelados.  En la leyenda del Génesis primordial se hablaba de los primeros descendientes de Noé. Un nieto de Cam -hijo de Noé- lo fue Nemrod, uno de los primeros hombres en conseguir un poder inmenso y cruel sobre los demás. Se contaría además que fue Nemrod quien construiría la torre de Babel, ese baluarte poderoso que se elevaría sobre todo lo existente como un resorte para mitigar los misterios del mundo, como un talismán erigido, también, para poder sojuzgarlo. Esa fue la forma en que simbolizaría Nemrod su poder sobre todos los hombres: hacerlo sobre la Naturaleza -erigir un enorme edificio que la retase- pero también sobre lo divino, compararse  con el supremo poder de Dios. Y es en el poderoso baluarte redondeado que se eleva al fondo del cuadro donde la obra de Rembrandt llevará ahora tintes de parecer una metáfora bíblica, la del desalmado Nemrod.

De esa forma el misterio sobrevive también en el intento de elegir, lo que es el misterio al fin y al cabo. Porque podemos elegir lo conocido, lo vulgar, lo posible, lo viviente, o elegir todo lo contrario, que es lo que es, finalmente, el misterio. Y en la obra de Rembrandt el afamado representante de lo virtuoso, el caballero que persigue el bien más deseado, no es ahora sino justo lo contrario, el más atroz personaje poderoso, el ser sin escrúpulos que someterá con sus deseos más viles la vida desolada de los otros. Como en el grabado de Durero, las figuras abstractas de lo más abyecto -el demonio y la muerte-, que acompañan al caballero en su camino, son ahora en la obra de Rembrandt parte de la iconografía del propio caballero en su más fiera y oculta personalidad. Porque en el grabado de Durero se aprecian claramente esas representaciones maléficas, pero, ¿y aquí, en el lienzo de Rembrandt, dónde están ahora esas matizaciones tan tenebrosas? Veamos bien el cuadro, aparte de un paisaje oscuro, agresivo y desalentador, ¿qué otra cosa inquietante veremos? El caballo que monta el caballero, ¿no parece ser un poco aterrador? Ahí estará parte del simbolismo más tenebroso del cuadro, en una cabalgadura tan poco agraciada en sus trazos, con los aterradores tonos sombreados de su cabeza, o con sus extremidades equinas tan sobrecogedoras. Parece el caballo más horrible del más fiero y desalmado de los seres, una cabalgadura tan mal cuidada como reflejo fiel de su amo vil y despiadado. Pero que ahora es genialmente aquí el misterio más iconográfico, ese que el creador plasmase en su lienzo para matizar la imagen confusa de un jinete diferente.

Otro lienzo misterioso en el Arte también utilizaría la mitología bíblica para confundirnos. En este caso uno del pintor renacentista Pontormo (1494-1557), un creador italiano de personalidad tan compleja como su obra. En su creación José en Egipto del año 1518 nos representa un cuadro forzadamente misterioso. La leyenda bíblica de José cuenta cómo este personaje hebreo es presentado al faraón en su adolescencia y cómo medrará hábilmente en la corte egipcia para poder beneficiar luego a su sojuzgado pueblo judío. Pero aquí, en esta obra de Arte con influencias miguelangelianas, el pintor nos aturde ahora más que Rembrandt. Y nos aturde porque nos llevará a no entender nada de nada. Cuando los misterios se aderezan en exceso de cosas muy variadas, de multitud de elementos diferentes y sin sentido, el objeto del Arte es ahora solo exclusivamente estético. Rembrandt en su obra, además de lo estético, llevará un alarde de composición misteriosa, sea de una u otra clase, pero bastante definido ese misterio en alguna cosa estéticamente virtuosa. En la obra manierista de Pontormo, a cambio, se mezclan en demasía cosas inconexas, sin ningún sentido. Tal vez lo tenga, como todos los misterios sin desvelar, o, tal vez, sea ese mismo el misterio, que no lo tenga... Que sea tan solo el alarde de querer diferenciarse artísticamente y mostrar así ahora parte de la confusa realidad, no de toda sino de una parte confusa que la vida humana tenga en este mundo. Una vida tan vulgar, simple y despejada de sombras... como de la luz más esclarecedora lo tuviera, alguna vez, una mera sombra poderosa.

(Óleo de Rembrandt, El Jinete polaco, 1655, Colección Frick, Nueva York; Cuadro José en Egipto, del pintor renacentista Pontormo, 1517, National Gallery, Londres; Grabado del pintor renacentista alemán Alberto Durero, El caballero, la muerte y el diablo, 1513, Series de Grabados de Durero.)

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