La historia es algo vivo, no muerto, es algo que permanentemente se va actualizando hasta la completa certeza de sus datos. Algo, por lo tanto, que solo será una tendencia a la verdad, a veces nunca una realidad cierta y completada. Y en esto la virtualidad de internet es un arma, sin embargo, poderosa y útil. Es muy cierto que internet no es la biblia, pero, ¿qué lo es en verdad? ¿La Enciclopedia británica, el Larousse? No. Lo que se acerca a la verdad no es una sola fuente sino la concordancia de diversas fuentes, y esto lo podemos hacer ahora en internet gracias a su virtualidad simultánea -podemos consultar varias fuentes en pocos minutos- para confrontar una misma información y salvar así la posible duda o el posible error. Tampoco es garantía de verosimilitud total, por supuesto. Esta solo se consigue con el desarrollo temporal de los acontecimientos y con las investigaciones históricas, cosas que se actualizan -ahora con muchísima más rapidez que nunca- de un modo directo en todas las fuentes virtuales de información didáctica. ¿Y esta reflexión por qué? Pues porque hace poco menos de cuatro años escribí una entrada sobre la incapacidad de comprender el pasado y en ella utilicé entonces la misma obra de Arte que ahora trato de describir aquí. Entonces no para analizarla crítica o históricamente, tan solo como ejemplo de referencia y modelo de belleza clásica. Al final de la entrada, como siempre, anotaba el título de la obra, su autor, fecha y lugar de ubicación. Pero, además incluí entonces una pequeña reseña anecdótica sobre su destino vital. Entonces escribí: entregada esta obra, junto con otras del arte español, al duque de Wellington en 1813 por el desastroso rey Fernando VII como agradecimiento por devolverle el trono.
Hoy debo reconocer que entonces me equivoqué. Me equivoqué porque la información que leí entonces era incorrecta. ¿La cotejé lo suficiente? Probablemente no, o probablemente entonces no se sabía lo que ahora se sabe. Por eso la historia -y los que buscamos en ella la verdad- se beneficia de los historiadores concienzudos y de los medios de información actuales que permiten divulgar rápidamente aquello que se ha descubierto, y que, pronto, permitirá así corregir el error. Hoy se sabe -a lo mejor ya se sabía, pero hoy es público y notorio o está más divulgado- que el cuadro La Venus del espejo del pintor Velázquez no fue entregado por el monarca español a general británico alguno. El lienzo barroco del genial español fue robado de los salones de algún palacio madrileño en los trágicos momentos finales del conflicto bélico de la Independencia, durante el año 1813. Fue robado por algún extranjero -inglés o escocés- y vendido luego en Londres al dueño del Rokeby Park en Yorkshire. Con esta aclaración nos introduciremos ahora en la extraordinaria obra que es La Venus del Espejo, y comprenderemos así mejor por qué fue tomada con la avidez que los mercaderes sin escrúpulos suelen tener con obras como ésta, pinturas de tan seguro atractivo para cualquier coleccionista o admirador del Arte.
En España nunca se había realizado un desnudo de mujer semejante a éste. Nunca. Jamás se hizo antes así y jamás se volvería a hacer luego, al menos hasta que Goya lo hiciera siglos después. Es muy probable que Velázquez tampoco lo pintase en España, es decir, que no es un cuadro español -hecho en España-, es solo de un español. Que no es poco para su nacionalidad artística. Fue pintado en Roma en el segundo viaje de Velázquez a Italia. Un cuadro así necesita de una modelo, es imposible para un pintor, aunque sea Velázquez, pintar algo así sin fijarse en la naturaleza real de lo que diseñará luego su mente creativa. En España estaba prohibido en el siglo XVII el posar mujeres desnudas. Velázquez pudo hacerlo por dos razones: primero porque era el pintor del Rey, al cual no le importaban -todo lo contrario- retratos de mujeres en ese trance, y segundo porque lo hizo en Italia. Su modelo fue una de sus propias amantes romanas. Una mujer muy latina, por eso es una Venus morena y no rubia, como otros pintores, antes y después de Velázquez, pintaran a la bella Venus desnuda. Pero, hay algo más. En esta obra barroca de Velázquez, como en otras muchas suyas, se ve la pasión que el pintor español tendría por el mundo clásico. Tuvo que disfrutar en Italia -paraíso tan clásico- mucho el pintor español. Pero, ¿una gran pasión por lo clásico ahora en un pintor barroco? Porque el Barroco es justo lo contrario a lo clásico, al Renacimiento.
Sin embargo, en esta Venus desnuda, ¿dónde está ahora el estilo barroco? Es una pintura que podría pasar perfectamente por ser de cualquier creador veneciano o napolitano del Renacimiento más clásico. No hay ironía en ella, no hay claroscuro naturalista, no hay moda barroca, ni adornos ni añadidos mitológicos en el cuadro que lo sitúen en un entorno claramente barroco. Hasta los colores son renacentistas. La misma pose, la situación de espaldas de la modelo, es helenística, es del más clásico gesto de una escultura clásica griega -Hermafrodita Borghese-, una que el pintor sevillano pudo ver por entonces en Roma. Es la diosa de la Belleza pintada muchas veces en el Renacimiento, como lo hicieran Giorgione o Tiziano, por ejemplo. Solo se distinguió de éstos en una cosa: pintándola ahora de espaldas. ¿Por qué de espaldas? Era más atrevido hacerlo de espaldas. En el imaginario erótico es algo más alarmante. De frente un retrato desnudo de mujer -como Tiziano o Giorgione lo hicieran- puede situar ahora una mano oportuna que oculte lo más delicado de enseñar. De espaldas es imposible. Por eso fue una obra que solo pudo estar en España, cuando el pintor la trajo de Italia, en los selectos y discretos salones aristocráticos madrileños. Y así hasta que fuera vista, siglos después, por unos ojos maliciosos y codiciosos.
Pero, entonces, ¿dónde está aquí ahora el Barroco? Porque debe estarlo en algún lado. Velázquez era un pintor barroco, aunque amase el clasicismo. Hay dos cosas fundamentales que traslucen aquí el sutil estilo barroco de esta obra. Por un lado la imagen reflejada en el espejo con el rostro de Venus ahora desdibujado. Por otro la curva perfecta, la curva barroca, la curva... La eclosión del Barroco en el mundo fue, básicamente, gracias al descubrimiento artístico de la curva. Los maravillosos arquitectos romanos -Bernini y Borromini- hicieron en el siglo XVII de la línea curva un arte nunca antes visto en la historia. El clasicismo griego y romano enaltecieron, a cambio, la línea recta, y el Renacimiento no hizo más que proseguir eso luego. Las obras de Venus de los pintores Tiziano o Giorgione, por ejemplo, son trazadas con la agudeza visual de la primacía de lo recto. Cuerpos estilizados y alargados, camas o soportes rectos donde el cuerpo seguirá su mismo sentido lineal. Sin embargo, en su Venus del espejo, Velázquez glosa la curva, y la glosa ahora por ejemplo en la curvatura que el colchón formará con sus sábanas en el propio cuerpo de la diosa. Y lo hace además destacando así las pronunciadas y bellas caderas de la joven modelo.
Pero el espejo es la otra clave aquí, y no la menor de ellas. Velázquez es un genio que iría siempre más allá de lo pictórico. El mundo suyo de mediados del siglo XVII era un mundo que había aprendido filosóficamente -con el neoplatonismo- todo lo asimilable en el pensamiento o en el ideal estético. Él lo sabría y lo compartiría con su Arte. La Belleza, la idea suprema de belleza, ganaría aquí de una forma asombrosa. Por eso, tal vez, fuese esta obra agredida por una sufragista en el Londres del año 1914. Porque representaba también la belleza perfecta, la más sugerente y física, la más terrenal posible -otro rasgo del barroco-, frente a la espiritual o menos terrenal belleza de los renacentistas o de los neoplatónicos. Cupido, el pequeño dios del Amor -el hijo de Venus-, sostiene aquí el espejo frente a Venus, convencido ahora de que su madre es la vencedora de la belleza para siempre, la que esclavizará así al amor inevitablemente para siempre. Y así es y será siempre, se quiera o no. Porque para que exista amor deberá haber antes alguna forma de belleza. Y el pintor la compuso entonces a Venus así, maravillosa, exultante y clásicamente voluptuosa. Pero, para ello, para poder hacerlo así de atrevido en aquellos años, no pintaría Velázquez el rostro de Venus visible de frente -está de espaldas-, ni siquiera lo haría de perfil. No, no se ve el rostro en la figura de la modelo. Salvaría el pintor con eso, tal vez, dos cosas. Una la identidad de la modelo, algo que para entonces podría ser delicado. Pero, lo más importante, ayudaría a justificar el espejo aquí, justificarlo ahora para poder reflejar el rostro de la Belleza de alguna forma. De ese modo subsanaría Velázquez la eventualidad de una espalda sin rostro. ¿Un retrato sin rostro visible en el Renacimiento o en el Barroco? Nunca. Si acaso, reflejado luego -desdibujadamente, representando así el aspecto espiritual más que físico- en un espejo para poder salvar ese pequeño pero gran detalle estético.
Pero, sin embargo, el rostro reflejado de la diosa Venus, el de la Belleza más maravillosa jamás representada, no se verá muy bien tampoco aquí ahora reflejado en el espejo, está apenas esbozado el rostro reflejado de ella, está desdibujado ahora ese rostro perfecto de Venus, imposible de reconocer ni de apreciar ni de valorar, ni de desear ni de amar ni de justificar físicamente nada con él. Vemos la subyugante belleza, pero no veremos su cara. Es fundamental ver la cara detallada de la belleza en lo estético. Sin ella, sin sus rasgos identificables, no existe verdaderamente. No es nada, en verdad. Esa fue la extraordinaria sutileza del genio español en esta obra maestra de Arte. Algo que acompañaría -frente al clasicismo elogioso- con su evolucionado Arte barroco, entonces más superficial, banal o frívolo que el anterior Arte renacentista. Es decir, que la Belleza que ahora vemos representada en la obra no es la belleza terrenal, física o voluptuosa sino la espiritual. Que no se reflejaría siquiera bien ella en el espejo, porque no es eso lo más importante ahora en la obra de Velázquez. Que lo importante era y es otra cosa, lo que la diosa debía representar entonces con su ideal de Belleza, no así con la más vulgar belleza material, física, terrenal o voluptuosa. Algo que la sufragista británica no supo entonces ver cuando acuchillara, siete veces, el lienzo en aquella mañana londinense del año 1914. Por eso este cuadro es una extraordinaria obra de Arte. Por eso se comprenderá además que fuera robado -no regalado- en el año 1813. Porque Velázquez consiguió -como siempre hiciera el gran creador español- hacernos pensar que lo que vemos y lo que no vemos en una obra de Arte, no dejarán de ser dos cosas muy importantes de una misma y única realidad.
(Óleo barroco del pintor español Diego Velázquez, La Venus del Espejo, 1650, National Gallery, Londres.)
1 comentario:
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