La acuarela en el Arte no ha sido una técnica muy utilizada para eternizar encuadres prósperos de permanecer fijada su belleza en una imagen sostenida para siempre. Y esto es así porque la técnica de la acuarela, a diferencia de otras -especialmente el óleo-, no conseguiría favorecer mucho ni tanto los contrastes de tonalidades diferentes y mantener, a la vez, vivos los colores ante la exposición rabiosa de una luz solar muy poderosa. No ganaría la elección de los pintores esa técnica en la gran mayoría de sus obras. Salvo en un pintor inglés muy desconocido, alguien que, en los años de la búsqueda oriental más compulsiva -finales del siglo XIX y comienzos del XX-, recorriese los paisajes áridos del norte de África y Oriente medio para fijar, obsesivamente, la luz deslumbradora más sobrecogedora de un escenario lleno de tanta belleza desértica. De una belleza reflejo de una luz solar fuertemente mono-luminosa. Una luz donde los ojos no tuvieran lugar más que para maravillarse el poco tiempo que sus pupilas pudieran soportar entornadas, frente a los incisivos matices poderosos de un decolorado y, sin embargo, ferviente amarillo colorista.
¿Qué llamada interior fuerte y extraña no acusaría en los europeos la sensación de un paisaje tan familiar e íntimo, entre los atávicos recuerdos filogenéticos de un pasado tan emocionante? Porque el pasado de la humanidad europea está muy relacionado con dos de las civilizaciones más grandiosas de la historia: la mesopotámica y la egipcia. Y estas influencias se encuentran en el ADN inspirador más oculto de los europeos, el que llevará cargado luego, en la memoria pre-inconsciente, sus esencias artísticas más creativas o espontáneas. Además de enardecer así, con ese recuerdo genuino tan visible, parte de la propia emoción de reencontrar las raíces luminosas de un lejano pasado originario. Es así como está reflejada aquí -en la acuarela de un desierto ardientemente desolado- la luz más poderosa que el sol pueda dispersar por una geografía tropical llena ahora de llanuras arenosas o de rocas aisladas invisibles, o de montañas apenas superadas por un viento superficial que, desapasionado, buscará refugiarse así de su sentido terrenal tan displicente o lastimoso. Porque es de ese modo como el viento del desierto huirá descolocado de un calor tan sofocante, de una luz tan deslumbrante o del poder arrebatador de un mediodía tan luminoso. Y buscará entonces el viento, como los mismos seres que acompaña ajenos, la noche bajo cuya capa nocturna descansará, silencioso, en un prolongado momento sin la luz aterradora que lo propiciara antes sin tapujos. Porque entonces ya no existirá una luz solar así, tan favorecedora de vida tenebrosa, con un reflejo tan indecoroso como para no hacer, con él, otra cosa más que desplazar la vida bajo una gentil y oscura sombra poderosa. Es en la noche del desierto cuando el reflejo lunar represente ahora, sin color ni fulgor solar o tonalidad definida y poderosa, el momento más deseado para sentir el descanso visual tan necesitado bajo la égida salvífica del refugio de una sombra.
A comienzos del siglo XX, aproximadamente sobre el año 1909, un pintor inglés desconocido, Augustus Osborne Lamplough (1877-1930), compuso su acuarela Caravana de camellos beduina. Con su obra representaría el pintor la imagen absoluta del poder del espacio sobre cualquier otra consideración, sea ésta temporal, metafísica o antropológica. Porque en ella está representada ahora la luz más poderosa del desierto justo en el momento más intenso del reflejo de su mayor radiación solar, cuando el sol está justo en el cenit más incisivo y perpendicular de su extravío astral. Entonces la luz se difumina en el espacio sin capacidad de albergar ningún contraste merecido, sin destacar siquiera el celeste atenuado y amable de un cielo otrora cómplice o rendido. La tonalidad se vuelve ahora aquí única, de un único y radiante color amarillento, atenuado incluso por la falta viva de fulgor pero, sin embargo, absolutamente vivo y tenebroso. El viento y los seres vivos se envuelven entonces en un solo cuerpo ante la inflexible radiación ultravioleta. Pero, sin embargo, la iconografía encierra una sensación emotiva que se emancipará de la obtusa o lastimera sensación hostil tan espantosa. Esta sensación la producen aquí los seres humanos, unos personajes que habitan, recorren, viven o se enfrentan a la dura irritación de un escenario sofocante. En la imagen sosegada de la caravana beduina el pintor expresa el sentido antropológico de una bendición inteligente ante las crueles contingencias de una radiación tan poderosa. Ahora, el hombre se enfrenta así a la luz infame con el paso y las defensas calculadas para poder encarar la dureza hostil de un espacio inhabitable.
Hay lugares inhóspitos en la Tierra: helados, selváticos, montañosos; pero, sin embargo, solo el paisaje luminoso, desolado y desértico marcará en el inconsciente de algunos humanos, en este caso causado por los europeos vagabundos que marcharon de África hace milenios, el sentido poderoso de un emotivo y atávico recuerdo ancestral. De aquel paso por el desierto en la evolución que su sentido vital errabundo tuviese en las latitudes anteriores al advenimiento de su destino en el continente europeo. ¿Qué si no fue el afán que esos pintores decadentistas o modernistas buscaron y fijaron con el reflejo tan poderoso del hostil escenario de un paisaje desértico? Son las raíces más emotivas así como los ancestrales orígenes inconscientes los que hacen anhelar el color, las formas, el sentimiento o la vaguedad más efímera que llevarán a desear plasmar, eternas, las imágenes concebidas por un recuerdo vital tan persistente. Y el pintor inglés Augustus Osborne lo dejaría fijado para siempre. ¿Para siempre? ¿Para siempre, en un soporte artístico tan poco favorecedor a lo permanente? Sí, porque el sentido de permanencia lo consiguió el pintor inglés a pesar de su técnica. Porque era entonces reflejar la luz del desierto de una forma que solo la acuarela consiguiese expresar de ese sutil modo tan artístico: con el sentido más brillante y a la vez más evanescente. Porque el matiz de la luz solar de ese momento desértico no durará, no estará esa luz delimitada por una unidad de tiempo terrestre que llevase a visionarla lo bastante como para poder asirla con detenimiento. No, ahora la luz de ese instante terrestre desértico está difuminada ahí, está desentonada, errabunda, pero, sin embargo, muy poderosa. No, no hay más que un instante difuminado de luz inasequible ahora ante una radiación desolada tan feroz y desatenta. Por eso mismo la acuarela fue la opción artística elegida más apropiada para poder fijar el color de ese desierto. Esta técnica artística fue la mejor elección para ese momento tan vibrante y, a la vez, tan poco colorido. Un momento vital así, tan poderoso como fugaz, tan monocorde como definitivo, tan insoportable como ávidamente deseoso, o tan liviano como atroz, lúcido o impenitente.
(Acuarela del pintor inglés Augustus Osborne Lamploudhg, Caravana de camellos beduina, c.a. 1909, Colección Privada.)
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