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10 de noviembre de 2012

Una expedición española maldecida: la historia de la Comisión Científica del Pacífico.



Años después de la pérdida de las posesiones americanas de Ultramar, la corona española de la reina Isabel II apostaría por realizar una misión científico-cultural para estrechar las difíciles relaciones con las antiguas colonias emancipadas de América. Pero entonces, a pesar de lo que pudiera parecer, la reina española poco podía hacer frente a unos gobiernos veleidosos, cambiantes y demasiado seguros de sí mismos. Aunque el periodo liberal -el bienio progresista- de los años 1854 a 1856 había intentado provocar esos posibles encuentros culturales, el nuevo gobierno fuerte del presidente Leopoldo O'donell se aprovecharía de esos intentos para afianzar, años después, algo más que unas buenas relaciones culturales. Así que en junio del año 1862 se nombraría una Comisión de profesores de ciencias naturales para acompañar a una escuadra naval española que marcharía al océano Pacífico. La comisión científica estuvo compuesta por el marino gallego retirado y aficionado a los moluscos Patricio Paz Membiela, cuya sordera no le impediría dirigir la comisión; por el entomólogo y catedrático madrileño Fernando Amor; por el zoólogo y catedrático madrileño Francisco Martínez; por el zoólogo murciano del Museo Nacional de Ciencias Naturales Jiménez de la Espada; por el botánico del Museo de Ciencias, el catalán Juan Isern; por el antropólogo cubano Manuel Almagro; por el médico y disecador catalán Bartolomé Puig; y, finalmente, por el pintor, dibujante y fotógrafo madrileño Rafael Castro Ordóñez.

Todos salieron de la ciudad de Cádiz el 10 de agosto de 1862 a bordo de la fragata de la Armada Triunfo. Entonces, junto a la fragata capitana La Resolución, formaban parte de una escuadra naval militar que el gobierno español utilizaría para ejercer en la zona una influencia más político-económica que científico-cultural. Se dirigieron primero a las islas Canarias para pasar por las islas más al sur de Cabo Verde; más tarde llegarían a las islas de San Vicente hasta, por fin, alcanzar Bahía en la costa de Brasil. De aquí pasaron a Río de Janeiro el 6 de octubre de 1862. Desde Uruguay fue a recogerles la goleta de la Armada Covadonga, con lo que, al regresar con ella, pisaron por primera vez suelo hispano-americano el 6 de diciembre de 1862 en la bahía de Montevideo. Algunos expedicionarios se adentraron entonces en el interior del continente y otros continuarían en la goleta Covadonga hacia el estrecho de Magallanes. Ambos grupos se reunirían finalmente en Chile, donde estuvieron radicados hasta mediados del año 1863. Desde Chile recorrerían toda la costa suramericana del Pacífico hasta llegar a California incluso, para luego volver a las costas del Perú a mediados del año 1864. Cuando la escuadra naval, mandada por el almirante Pinzón -un descendiente de los hermanos Pinzón del descubrimiento-, se encontraba en las costas peruanas un incidente local alteraría gravemente el inestable equilibrio diplomático de la zona. Unos colonos vascos que trabajaban de operarios en la hacienda Talambo -propiedad de un rico peruano-, se enfrentaron entonces con otros peones del lugar resultando de la pelea muertas dos personas, un español y un peruano.

Los ánimos desde la independencia no se habían llegado a calmar y los diplomáticos españoles -y un gobierno peruano recién salido de un golpe- no ayudaron a resolver el pequeño incidente, un conflicto que acabaría ocasionando finalmente una de las guerras más absurdas en las que España hubiera participado nunca. Los científicos españoles tuvieron además sus diferencias con los militares de la escuadra naval de la Armada. El responsable de la Comisión científica Paz Membiela regresaría a España en diciembre del año 1863 por los duros encuentros con el mando naval. El entomólogo Amor enfermaría en mayo de 1863 en el desierto de Atacama en Chile y moriría en octubre de ese mismo año en San Francisco, EEUU. El botánico Isern contraería una enfermedad infecciosa en el río Marañón en 1865, falleciendo en España meses después. En marzo de 1864 el conflicto con Perú llevaría al Jefe de la escuadra naval a disolver la expedición científica. Debían regresar todos a España cuanto antes. Pero entonces cuatro de los científicos se negaron a marchar, Martínez, Jiménez de la Espada, Almagro e Isern decidieron seguir con la expedición. Entonces atravesaron, transversalmente, todo el continente sudamericano desde Guayaquil -Ecuador- en el oeste hasta llegar a la ciudad costera de Belén -Brasil- en el este. 

El pintor, grabador y fotógrafo madrileño Rafael Castro (1830-1865) se había formado en la prestigiosa Academia de Bellas Artes de San Fernando y viajaría luego a París para aprender de uno de los pintores que más influiría en los artistas de mediados del siglo XIX, Léon Cogniet -un maestro del Romanticismo y del Neoclasicismo-.  Rafael Castro buscaría antes de partir con la expedición el consejo de uno de los pioneros en fotografía de viajes, el inglés Charles Clifford, por entonces trabajando en España. Estos fotógrafos decimonónicos utilizaban el colodión húmedo, una técnica que permitía un menor tiempo de exposición, aunque, a cambio, sus destartalados equipos, de grandes placas de vidrio e instrumentos ópticos abigarrados, les obligaban a llevar pesadas cargas durante las difíciles tomas en el exterior. Finalmente la expedición científica española del Pacífico conseguiría una importante documentación sobre flora y fauna americanas, introduciría algunos animales autóctonos en España e incrementaría los fondos museísticos con cantidad de datos naturales y culturales. Pero la realidad fue que sólo pasaría a la historia marginalmente, sin ninguna gloria nacional ni científica. Jiménez de la Espada se empeñaría en continuar la expedición a partir de marzo de 1864 y esa iniciativa -llamada entonces El gran viaje- le llevaría a conseguir un cierto prestigio científico. La aventura fue considerable ya que atravesaron el río Amazonas y las selvas peruanas y brasileñas hasta llegar a la desembocadura del poderoso río en el Atlántico. Escribiría de aquel viaje Jiménez de la Espada su obra Mamíferos del alto amazonas y publicaría la monografía Especies desconocidas de la fauna neotropical.

El fotógrafo Castro Ordóñez regresó a España en el año 1864 trayendo consigo unas trescientas placas fotográficas y un gran número de bocetos e ilustraciones de Brasil, Chile, Bolivia, Perú y la costa pacífica hasta California. Mostraría, como buen creador y artista, sus discrepancias con la Comisión científica por utilizar ésta más esfuerzos a la inmensidad que a la intensidad de las cosas... No podría él dedicar así el tiempo que consideraría necesario para profundizar en las costumbres y en los lugares impresionados. Al llegar a España a principios de 1865 -los restantes expedicionarios lo hicieron a finales de ese año- las autoridades le dieron la espalda, negándole cualquier retribución económica por su trabajo en la Comisión del Pacífico. El día 2 de diciembre del año 1865 se dispararía Castro Ordóñez en su domicilio de Madrid un tiro de revólver en el corazón, falleciendo así uno de los pioneros españoles en fotografías documentales de grandes viajes. La guerra del Pacífico, aquel enfrentamiento tan absurdo entre España y dos países sudamericanos -Perú y Chile-, llegaría a acabar también con el suicidio del Comandante general de la escuadra española en el Pacífico, José Manuel Pareja. Este almirante se habría sentido deshonrado por las fatídicas decisiones que llegó a tomar en un enfrentamiento naval con Chile donde se perdió la goleta Covadonga, cuando además la flota chilena era bastante inferior a la española. Tan sólo la intervención del nuevo recién nombrado Comandante general, el contralmirante español Méndez Núñez, consiguió recomponer el maltratado orgullo nacional y dejar en tablas -salvado el honor de la Armada- aquel desesperado conflicto naval del Pacífico. Hasta sucedería que en pleno conflicto, en las islas Chincha del Perú, la fragata Triunfo, aquella fragata en la que los expedicionarios se embarcaron ilusionados en Cádiz dos años antes, sufriría un trágico accidente en noviembre de 1864, cuando un producto inflamable provocase un incendio terrible y la fragata española acabara perdida, como toda aquella expedición maldecida, en el lejano océano Pacífico para siempre. 

(Fotografía de algunos de los expedicionarios españoles de la Comisión científica del Pacífico, 1862; Imagen de la cubierta de la fragata Triunfo, 1862; Autorretrato fotográfico de Rafael Castro Ordóñez, pintor y fotógrafo de la Comisión, 1862; Óleo del pintor francés Léon Cogniet, Autorretrato en su habitación en Villa Médicis, 1817, Museo de Cleveland, EEUU; Fotografía de los expedicionarios, 1862; Fotografías de Rafael Castro Ordóñez: Vista del acueducto de Río de Janeiro, 1862, Fotografía de la Estación de Chañarcillo, Desierto de Atacama, Chile, 1862; Fotografía del Teatro Principal, Lima, Perú, 1862; Imagen fotográfica de los científicos de la Comisión, de izquierda a derecha: Juan Isern, Fernando Amor, Patricio Paz, Jiménez de la Espada, Francisco Martinez y Manuel Almagro; Imagen de la fragata de la Armada española Triunfo, 1862; Cuadro del pintor español Castellón, Batalla Naval de Abtao -1866, Chile-, pintura de principios del siglo XX, Museo Naval de Madrid.)
 

25 de octubre de 2012

Sólo se ama lo que se conoce, y ese conocimiento debe ser libre, accesible y primario.



Uno de los corsarios del siglo XVI más desesperantes para la Corona española lo fue el inglés Walter Raleigh (1552-1618). Apasionado del mar, atravesaría el Atlántico decenas de veces para conseguir la gloria en la conquista y el honor en la victoria. Apoyado por la reina Isabel I de Inglaterra, lograría colonizar las costas atlánticas de la Virginia norteamericana. En el año 1596, participaría en el asedio británico a la ciudad de Cádiz en una de las muchas guerras de Inglaterra contra España. Sin embargo, con los años iría alejándose de la corona británica -Isabel I, su valedora, moriría en 1603-, sobre todo después de la llegada de un nuevo rey al trono inglés. Sería el pirata Raleigh entonces hasta encarcelado por traición -no apoyaría al nuevo monarca favorable a España- durante doce años en la Torre de Londres. Las relaciones entre ambas coronas europeas terminarían mejorando y la piratería inglesa dejaría, al menos por entonces, de tener patente oficial. Es por lo que ante una de sus últimas acciones corsarias, Walter Raleigh acabaría siendo detenido, condenado a muerte y decapitado finalmente en Whitehall durante el otoño del año 1618. El pintor prerrafaelita John Everett Millais lo pintaría una vez de niño sentado cerca del mar, absorto ante historias relatadas de lugares lejanos llenas de monstruos, tesoros, maravillas, luchas o leyendas del mar. El marinero relator -de espaldas a nosotros- le señala al joven Raleigh hacia el sur o hacia el oeste, indicando así las lejanas y enemigas fronteras de España y su imperio. Lugares todos a los que, algún día, mucho tiempo después, osaría el corsario inglés dirigirse para realizar sus apasionados sueños de la infancia.

Unos deseos de aventuras alumbrados por sus mayores, por aquellas leyendas y relatos contados al amparo de un anhelo impenitente o de una voluntad litigadora, o de una visión de conquistas, triunfos y gloria. Recreamos así nuestros deseos más arraigados en la infancia, provocados por el influjo inconsciente de un ambiente propiciatorio. Imitamos los anhelos seducidos de los otros y descubriremos así sus historias, esas que nos enamoraron de las cosas que sedujeron nuestros años precoces. Admiraremos todo ello con los ojos sorprendidos de lo ajeno, de lo que desconocemos aún pero que aprenderemos luego, en nuestra mente, arrogados por un sueño implantado por los otros. Rodeado entonces de pasiones, de gestos y mensajes; también de imágenes, de versos, de gráficos o de cantos... De misterios, en definitiva. De cuentos desvelados por el ejercicio continuo y sutil de un saber influenciado. Sólo las cosas que se marquen profundas a una edad temprana, podrán llegar a causar luego el sentido más poderoso de nuestro acervo perviviente. Ese sentido que, mucho más tarde, precisen las acciones que nos basten para calmar los deseos que arrastren así nuestra vida hacia adelante.

Las técnicas o alardes estilísticos de muchos creadores fueron establecidos ya desde su infancia. El historiador Gombrich, para justificar esa teoría, utilizaría una vez el caso del gran pintor barroco Rubens. Con ella probaría que este genio flamenco del Arte comenzaría a dibujar el cuerpo humano así, de esa forma característica tan suya, como lo hacía con su expresión tan rubensiana, condicionado por los manuales que instruyeron ya su infancia. Y el dibujo no sería por entonces, sin embargo, una asignatura especialmente destacable en el aprendizaje de la infancia. No lo sería hasta el siglo de las Luces, es decir, un siglo después de Rubens. Fue el filósofo francés Rousseau quien establecería las bases o enseñanzas del dibujo moderno. Lo haría en su obra literaria Emilio, publicada en el año 1762, donde incluiría al dibujo como una disciplina fundamental para la educación de los niños. A partir de ahí, finales del siglo XVIII y principios del XIX, esa influencia de Rousseau determinaría toda la creación pictórica posterior, llegando a alcanzar su influjo a una de las revoluciones artísticas tiempo después más decisivas de la historia: el advenimiento del Arte moderno.

Cuando el pintor español Delfín Salas alumbrase su familiar vocación militar se encontraría, sin embargo, influido por un aprendizaje artístico orientado ya desde su infancia. Admirado por las historias de sus mayores y los dibujos de soldados de aquellos Tercios españoles, dejaría volar su deseo artístico inspirado ahora en la imagen gallarda de su vocación primera. De ese modo, se acabaría dedicando luego más al Arte que a la guerra. Crearía en sus lienzos épicos los momentos emocionales escuchados de su infancia, esos relatos de orgullo, leyenda y gloria de sus héroes románticos. Pintaría una vez una de las cargas de caballería más heroicas de su ejército español. En su pintura Carga de Taxdirt (hecho real sucedido en Marruecos en el año 1909) proyectaría el pintor español toda aquella expresión asumida desde antes. En ella, plasmaría el trágico momento heroico en el que un regimiento de caballería español se decide a cargar entre enemigos a cubierto. Y, sin embargo, sólo la carga de caballería está ahora aquí insinuada (no vemos nada más que nos exprese qué es lo que pasa) tan solo por el gesto ofensivo de una desenvainada espada.

El pintor prerrafaelita Everett Millais pintaría una obra legendaria y sorprendente sobre el año 1857, Sir Isumbras en el vado. Con ese título se relataba un poema medieval de historias y leyendas de caballerías. En la obra pictórica un anciano caballero cabalga aún por la vida, después de haber llevado muchos años de vaivenes, luchas, soledades y dramas. Pero, en esta ocasión lleva sobre su cabalgadura a dos pequeños junto a él. Esos pequeños son su legado más vital y duradero. Y el pintor lo decide así, dedicando al héroe compungido el alarde de poder transmitirles algo de toda aquella heroica vida vagabunda. Es ahora la infancia quien recoge aquí la potestad de toda esa experiencia cabalgada, de una etapa vital que puede ahora ya, por fin, reconocer las desgranadas o sabias ansias de una vida terminada. La fotógrafa rusa Anka Zhuravleva (1980) comenzaría su infancia rodeada de libros de Arte y útiles de dibujo de sus padres artistas. Quedaría huérfana de ambos tiempo después, y, para entonces, se entregaría a una vida vagabunda, bohemia y artística a saltos. Pero pudo dirigir a cambio su vida a la pintura, aquello que aprendiera de pequeña entre los ojos de una niñez determinada. Aun así, en el año 2006 cambia definitivamente su vocación artística del Arte a la fotografía. En esta actividad desarrollará toda aquella ilusión artística primigenia de entonces. Toda aquella pasión creativa que aprendiera en los años en que ella comenzara entendiendo, aun vagamente, que lo único que existe es lo que quedará de antes..., de aquello que ella viera y aprendiera rodeada de su infancia.

(Óleo La infancia de Raleigh, 1870, del pintor John Everett Millais, Tate Gallery, Londres; Cuadro Carga de Taxdirt, del pintor español Delfín Salas -fallecido en 2007-, representa una carga de caballería en Marruecos en 1909; Dos fotografías de la fotógrafa rusa Anka Zhuravleva, actualidad; Óleo Sir Isumbras en el vado, 1857, del pintor John Everett Millais, Inglaterra.)

10 de octubre de 2012

El Arte embellece la historia y transformará la leyenda en algo más auténtico y sensible.



Cuando la zarina Isabel I falleciera sin descendencia legítima en el año 1762, dejaría el trono ruso a su sobrino Pedro III. Este zar acabaría siendo derrocado pocos años después por su ambiciosa y desleal esposa, la gran zarina Catalina II. Todo se desarrollaría sin sobresaltos gracias a la intervención de los ambiciosos hermanos Orlov. Grigori, su amante y valedor, y Alexei Orlov, su paladín más atrevido. Como sucediera en otras ocasiones, una mujer se presentaría en París reivindicando el trono ruso. En el año 1772 la hermosa joven Aly Emeté Vladimirskaya acabaría afirmando que era la princesa heredera rusa Yelizaveta Alekseyevna, más conocida como Tarakanova. Poseía un testamento secreto de la antigua zarina Isabel. El testamento real le otorgaba el derecho al trono ruso por ser la única hija tenida con el conde Alexei Razumovski, un consorte-amante de la zarina Isabel I. Por esos años París era un refugio de rebeldes polacos desterrados por Catalina II, así que al conocer éstos la existencia de una opositora no dudaron en apoyarla claramente. Cuando la zarina Catalina tuvo noticia de esa rival -su posible prima política- enviaría a Alexei Orlov a París para que la trajese a San Petersburgo como fuese.

El audaz Orlov citaría a Tarakanova en un barco ruso en un encuentro romántico en el puerto italiano de Livorno. Ella no puede resistir sus encantos y quedaría enamorada de Alexei. Una vez en el barco, territorio ruso, no pudo escapar y partieron hacia San Petersburgo, donde Catalina la encarcelaría en una mazmorra para siempre. Fue encerrada en la primavera del año 1775 en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, un castillo situado a orillas del caudaloso y peligroso río Neva. Allí padecería los momentos más terribles y angustiosos de su vida hasta que una tuberculosis fatal la debilitara y acabara falleciendo en diciembre de ese año. Sin embargo, el Romanticismo ruso del siglo XIX la retrataría orgulloso como si de una gran heroína se tratase, víctima despiadada de las crueldades del absolutismo reaccionario de Catalina la grande. Y el pintor romántico Konstantin Flavitsky la pintaría subida al lecho de su cárcel justo en una de las crecidas más espantosas del río Neva. Entonces desolada, vencida por completo, totalmente perdida y abatida en su celda, entregaría Tarakanova su vida sin salvación posible a las heladas aguas del río ruso.

Pero algo no concordaba con la historia retratada: nunca crecida alguna se produjo en ese ni en el siguiente año en el río Neva. El aumento trágico de sus aguas sucedería en el año 1777, dos años después de fallecer la desgraciada princesa Tarakanova. Pero eso no importaba al Arte y a su glosa épica enaltecedora del momento dramático más encumbrador de emociones. Esas emociones que expresaron entonces los pintores rusos al apreciar el sacrificio de una vida inocente a manos de un poder tiránico para mancillar la debilidad heroica de una sagrada belleza. Porque la realidad no habría sido lo suficientemente útil para poder representar el sentido romántico necesitado. Otro pintor ruso trataría de llevar, a cambio, la realidad cruda de la vida a niveles indecentes con la emoción romántica, siendo ahora absoluta y sórdidamente fiel a lo acontecido. Tan fiel y verosímil fue la realidad de lo que representaban sus obras que hasta algunos oficiales rusos quisieron prohibirlas. Pero el pintor ruso Vaslily Vereshchagin no dudaría en retratar la triste -nada emotiva ni épica ni romántica- realidad de la guerra y de sus sufrimientos. Al Arte realista de entonces no le interesaba ya representar el gesto dramático inventado, aunque fuese tan emotivo.

Con el Arte se consigue todo eso: retratar lo sórdido, lo verídico, lo terrible o lo acongojador, pero, también lo excelso, épico o más inspirador de emociones románticas, aunque éstas sean provocadas por la manipulación de la historia y sin ser fiel a la verdad. Pero, sin embargo, todo es posible gracias a la libre sutilidad artística del Arte. Hasta la belleza expresada a medio camino entre la realidad, la emoción, la falsedad y el virtuosismo artístico. El pintor ruso Fyodor Bronnikov consigue todo eso -dureza realista y emotiva belleza romántica- con una obra decimonónica muy diferente. En su obra de Arte  Los crucificados de la antigua Roma, entre las trazas estéticas de un escenario verosímil y realista, entre las duras y crueles realidades también de una historia antigua despiadada, aparecen ahora, sin embargo, la subyugación más emotiva de una escena inspirada por sensaciones muy románticas. Y lo es por ser tan estética como sensible o evocadora su composición, pero, al mismo tiempo, por ser la obra muy verosímil, muy realista y completamente fiel a la realidad histórica.

(Óleo Muerte de la princesa Tarakanova, 1864, del creador ruso Konstantin Flavitsky; Retrato de Konstantin Flavitsky, 1866, del pintor ruso Fyodor Bronnikov; Fotografía de la Fortaleza rusa de San Pedro y San Pablo, a orillas del río Neva, San Petersburgo, Rusia; Cuadro La apoteosis de la guerra, 1871, del pintor ruso Vasily Vereshchagin, Moscú; Pintura de Vasily Vereshchagin, Requiem por los muertos, 1874, Moscú; Óleo Ataque inesperado, 1871, Vasily Vereshchagin, Galería Tretyakov, Moscú; Óleo Los crucificados de la antigua Roma, 1878, del artista ruso Fyodor Bronnikov.)

1 de octubre de 2012

La guía más misteriosa entre las oscuridades del abismo, la seducción más salvadora y entusiasta.



Las cárites fueron tres hijas míticas del dios griego Zeus que representaban la Belleza, la Juventud y el Esplendor. También todo lo alegre o amable de la vida con la creatividad y la expresividad más convincente y necesaria entre los dioses y los hombres. Su madre Eurinome era muy bella y hermosa y las cárites obtuvieron así sus gracias. Tenían las tres unas hermosas mejillas y resplandecían tanto sus ojos que de sus párpados brotaría ese tipo de amor que aflojaría las piernas de todos cuantos las mirasen. Eran unas diosas benéficas y mediadoras ante los dioses a la vez que inspiradoras del ingenio para las artes humanas. Se las relacionaba con Hermes, el dios de la oratoria poderosa. Por eso los griegos las representaban junto a este dios, como si los discursos necesitaran de lo bello, de lo seductor o de lo ingenioso. A la entrada de la antigua Acrópolis ateniense se situaba un gran relieve en mármol que mostraba cinco figuras juntas y caminando. La primera de esas figuras era Hermes, al que seguían luego las tres gracias o cárites. Pero detrás de ellas -cogido de la mano de una de las gracias- iba un pequeño dios, Yaco, que en la procesión de los misterios de Eleusis se dirige ahora hacia el abismo -el infierno griego- con una antorcha entre sus manos. Aquí, simbólicamente, la antorcha representa las tres cárites. De ese modo Yaco es la estrella que porta la luz de los misterios oscuros, siendo esta luz representada por las tres gracias. Se ha querido identificar al pequeño Yaco con el dios Dionisos, el semidiós alegre, misterioso y desenfadado, hijo de Zeus. 

Cuando en la procesión de los misterios dionisíacos era tomado por los sacerdotes de su santuario en Atenas para ser llevado hasta Eleusis -lugar mágico y místico en Grecia-, debía pasar Yaco antes necesariamente por el río Cefiso. Este río cercano a Delfos estaba consagrado a las tres Gracias, las cuales tenían además su propia celebración o día de caricias -de cárites-, aunque luego acabaría siendo llamada esta celebración día de las Gracias (la conocida fiesta pagana que ha llegado hasta hoy cristianizada como día de Acción de Gracias).  Los misterios ocultos de Eleusis estaban basados en la leyenda de la diosa griega Deméter. Cuando la hija de esta diosa de la tierra, la bella Perséfone, fuese raptada por el dios del inframundo Hades y llevada a los infiernos, el desequilibrio en la Tierra se dejaría sentir fuertemente. La diosa Deméter era la potestad fértil de la Naturaleza, de ella dependía el equilibrio natural de las cosas terrestres. Ante la búsqueda de su hija abandonaría Deméter sus vitales y sagradas labores terrestres. Esta situación no podía durar mucho, ya que la vida en la tierra no soportaría tanto tiempo sin su benéfica intervención. Se helaría todo continente en la Tierra, nada renacería ante la ausencia de la cálida y vivificante Deméter. Al final pudo reunirse Deméter con su hija y convencer a Hades de hacerla regresar a la Tierra. Pero no podía estar ella fuera del infierno mucho tiempo ya que Perséfone había tomado la semilla del fruto pérfido de una granada, un fruto que Hades le había ofrecido intencionadamente antes. Aquel que lo comiera no podía regresar a la vida para siempre. Así que se llegaría al acuerdo de devolver a la vida a Perséfone solo una estación -la primavera- de las cuatro estaciones del año.

En la representación de los misterios de Eleusis había que acudir obligatoriamente a un símbolo radiante, iluminador y creativo para dirigir adecuadamente el trayecto de los humanos hacia el infierno, para ir con seguridad al submundo de los muertos. Pero también debía tener ese símbolo radiante -las tres Gracias- la virtud de la elocuencia para poder seducir a los mortales a querer marchar hacia un abismo como ese. Estos eran unos logros que sólo las tres gracias podían realizar. Sólo ellas eran los únicos seres que los dioses podían enviar a los infiernos para acompañar a los hombres con seguridad. Porque gracias a su belleza, alegría, seducción y mirada fascinante calmarían a la divinidad malvada  del infierno, el temible Hades. El objetivo era convencer a este dios terrible con la dulce, seductora y bella inspiración de las Gracias y auxiliar así a los humanos durante el camino hacia el infierno. Tiempo después, cuando Roma hubo absorbido la mitología griega, se transformaría entonces aquel sentido de las tres gracias. Los romanos cambiaron el nombre de cárites por gracias. También los romanos dejaron de representarlas ya como un sólo concepto -el renacimiento o esplendor armonioso e inspirador de la muerte vertido por los griegos- y pasaron de ser tres igualitarias figuras -Juventud, Belleza y Esplendor- a convertirse en tres conceptos femeninos muy distintos, más acorde con la moral romana tradicional y conservadora. Acabaron siendo denominadas por los romanos como Castitas, Pulchritude y Voluptas, es decir, la Virgen, la Esposa y la Amante. Y de ese modo fueron imaginadas por los pintores romanos y medievales y luego por el Renacimiento y el Barroco. Entonces comenzaron a ser representadas desnudas, abrazadas y tomadas de la mano bajo un halo de mutua protección. Dos miran hacia una dirección y la tercera mira, sin embargo, hacia la contraria. De esta forma se acabaría simbolizando el desequilibrio más estable y esclarecedor de la moral familiar tradicional, un artificio social -la esposa y la novia frente a la vil amante- que serviría para sentar las bases morales de una robusta y eficiente sociedad matrimonial.

(Óleo de Lucas Cranach el Viejo, Las tres Gracias, 1531, Museo del Louvre; Pintura Las tres gracias, 1794, del pintor francés neoclásico Jean-Baptiste Regnault, Museo del Louvre; Escultura clásica griega, Las tres Gracias, Museo del Louvre; Fresco romano, Las tres gracias, Pompeya, Italia; Relieve Hermes y las Cárites, siglo V a.C., Museo de la Acrópolis, Atenas.)

26 de septiembre de 2012

Deshacer el tiempo con el deseo, con la ilusión, con la desazón o el sinsentido.



En la vida del ser humano pueden existir diferentes formas de esperar. Por ejemplo, tres: la espera definida, la espera indefinida y la espera indiferente. Porque en ciertas ocasiones podemos desmenuzar el tiempo sin complejos, sin angustias, sin abstracciones ni lamentos. Es como en el caso de la primera obra, la espera definida, cuando nos sentamos a esperar, por ejemplo, un transporte en nuestra vida. Aquí sabremos cuál cosa esperar, la hora que llegará y, sobre todo, dónde nos llevará. Esperamos entonces seguros y definidos, convencidos de qué cosa esperar y de esperarlo. Así lo vemos en el cuadro del pintor James Tissot, A la espera del ferry, una obra realizada en el año 1878 y que representa dos figuras humanas sentadas en un embarcadero a la espera de un barco. Ella se muestra ahora tranquila y pensativa, aparentemente segura y a la espera... Preparada, incluso, para abordar ya todo aquello que le espere. Porque pronto llegará el vapor y todo cambiará... ¿Qué podemos entrever aquí ante esa espera femenina?: ¿resignación?, ¿confianza?, ¿ilusión? En cualquier caso algún tipo de sensación de seguridad ante la espera, algún control emocional que surge ante las cosas sabidas o por saber y que son parte de lo que se espera. El otro personaje retratado en la obra, ladeado y somnoliento, sugiere una mayor certeza, indolencia o cotidianeidad ante la espera. Él no espera, posiblemente, nada más de lo que espera. 

Pero otras veces esperar es sufrimiento. No espera, desespera más bien, el ser, alguien que no sabe nada de lo que ese deshacer el tiempo pueda o no traerle ante la espera. Aquí no hay definición alguna, es ahora aquí la espera indefinida, y lo es porque no sabremos con certeza si llegará o no aquello que se espera. Es el ejemplo paradigmático del personaje mítico y legendario de Penélope. Ella tan sólo sabe que debe esperar y qué esperar. Pero lo que no sabe, ni sabrá nunca, es si eso que espera llegará o no. Si los días o los años serán luego -después del sufrimiento- un favor consumido gratamente ante la escena de un posible final desagraviado. Como en el mito griego, Penélope vuelve a deshilar su ovillo para retomar, cada vez, de nuevo su esperanza. Ha pasado a la historia de la mitología como un ejemplo heroico de virtud sosegada ante la soledad, ante sí misma o ante la presión de un medio desalmado. 

¿Qué seguridad se puede tener ante la incertidumbre? Ninguna. Tan sólo, si acaso, la que uno quiera componerse entre los duros momentos de la ausencia.  Pero, todavía hay una espera que es aún más espera, algo imposible de salvar con nada ni con nadie. Es la espera indiferente, aquella que el ser recompone desde la nada, la que ni siquiera sabe muy bien qué esperar, ni si espera verdaderamente algo. Es una sensación entonces sin sentido, una extraña forma interior de desazón. Su espíritu albergará  entonces una vaga espera de lo inútil, de lo que no existe ni siquiera en su mente, de lo que no obedece ya a nada de una vida o de sus cosas. Como en la obra pictórica titulada Espera -del artista chileno Badilla-, donde ahora se nos transluce en la imagen una especial quimera sin respuesta. No sabremos más ahora que esperaremos algo sin saber siquiera el qué. No entenderemos muy bien qué nos pasa ni qué maldita sensación oculta nos abruma. ¿Qué esperar ahora, si nada se espera ya ni en tiempo, en cosa o en persona? Como también en la obra del pintor italiano Venanzio Zolla, La espera, del año 1917, donde lo único que ahora sabe la conciencia de la figura del cuadro es que algo debería acontecer para esperarlo. Porque aquí no existe ya una cosa ahora que se espere, sólo la rara sensación de no esperarlo.

(Óleo A la espera del ferry, 1878, del pintor inglés James Tissot -espera definida-; Pintura Espera, 2010, del autor chileno actual Francisco Badilla Briones, Chile -espera indiferente-; Óleo Penélope deshaciendo su trabajo, 1785, del pintor Joseph Wright de Derby -espera indefinida-; Cuadro La espera, 1917, del pintor italiano Venanzio Zolla -espera indiferente-; Fotografía de Parados en una cola en Oregon, años treinta, EEUU., -espera indefinida-.)

18 de septiembre de 2012

Los días de Alción o el tiempo en que la gravedad de las cosas se subordina ante la luz.



En la confusa vorágine social, ideológica, económica e industrial del siglo XIX, los filósofos buscaron en el Arte nuevos conceptos para renovar al hombre y su cultura decadente. Por entonces la idealización del mundo antiguo griego comenzaría de nuevo a ser un posible revulsivo para la atribulada humanidad. Así el filósofo alemán Nietzsche encontraría en el Arte y la Filosofía griegas el argumento necesario para esa renovación extraordinaria. Pero su pasión por la antigüedad helena no fue clasicista, es decir, no se basaría en los paradigmas clásicos del academicismo alemán de su tiempo. Alemania estaba muy influenciada entonces por el idealismo germano de sus grandes pensadores, y es cuando Nietzsche surge ahora con otra voz diferente para romper los cimientos decadentes de su sociedad. Pero no lo hace con el deseo de volver a lo antiguo, sino de retomar las ideas primordiales del hombre europeo, esas ideas filosóficas que lograron salvar, hace siglos, a tan abigarrado pueblo griego. Y entonces surgen los alciónidas. Unas personas que, según Nietzsche, son seres no idealistas, sin divinizaciones de ninguna clase, seres libres y espíritus libres. Los alciónidas son seres humanos fuertes que aceptan la vida y su realidad tal cual se presenta, sin disfraces y con toda su abismal plenitud terrenal. Son seres trágicos, pero no en el sentido negativo del término sino en el de asumir la dicotomía dramática de la vida y su destino. Son seres que no dañan la vida sino que producen nuevas oportunidades a través de sus capacidades creativas y artísticas. ¡En un lugar de curación debe transformarse la Tierra Ya la envuelve un nuevo aroma que trae salud y nueva esperanza! (Así habló Zaratustra, Nietzsche).

En su obra La Gaya Ciencia nos dice el filósofo alemán: Un espíritu así se libera de toda creencia y de todo deseo de certeza y es arrastrado sobre cuerdas y posibilidades ligeras incluso a bailar sobre el abismo.  En la mitología griega Alcíone era la hija de Eolo -el dios de los vientos- y acabaría uniéndose en matrimonio a Ceix, el hijo del astro de la mañana -lucero del Alba-. Es por lo que la unión de ambos sería tan hermosa y luminosa -Alcíone es una de las Pléyades o estrellas refulgentes de la constelación de Tauro- que tan sólo podría ser muy feliz. Pero es seguro que lo fueron en demasía, ya que suscitaron los terribles celos de los dioses. Una vez Ceix, confundido por esa ofensa divina por su felicidad, emprendería un viaje por mar para consultar al oráculo de Delfos qué hacer ante tal contrariedad. De pronto surgió una fuerte tormenta en el mar y el barco naufragaría acabando con la vida de Ceix. Fue la cólera de Zeus lo que llevaría su cuerpo al fondo del mar. Alcíone tuvo un sueño aquella fatídica noche mitológica. Morfeo -el dios de los ensueños- le haría ver a Ceix comunicándole lo que le había sucedido. Acudiría entonces ella a la orilla del mar donde las aguas habían llevado el cuerpo sin vida de su amado. Enloquecida por un momento de dolor, decidiría entonces Alcíone tirarse al mar desesperada. Pero, justo antes, es salvada por los dioses y transformada en un alción, una pequeña ave de colores que elevará siempre su vuelo por encima de las olas.

En el año 1508 el pintor del Renacimento Giorgione pinta su enigmática obra La Tempestad. ¿Qué significa esa atmósfera de calma y esa tranquila escena campestre ante la terrible tormenta que un rayo hace iluminar sobre el fondo de la imagen? ¿Por qué esa frágil mujer con su pequeño hijo en brazos está, sin embargo, tan sosegada? ¿Y el hombre, qué representa tan pasmosamente ajeno en la orilla opuesta? La genialidad de este pintor italiano es manifiesta además por ese curioso misterio iconográfico sin desvelar. Las interpretaciones a la sorprendente escena han sido muchas, algunas hasta tan simples que dicen ser sólo una escena natural, bucólica y sin pretensiones. Otra indica que podrían ser Deméter y Yasión. La mitología griega unió una vez a estos dos amantes. Curiosamente él -Yasión- no era un dios, como sí era ella. Tiempo después Yasión se dedicaría a los misterios de Deméter, difundiendo sus celebraciones místicas y esotéricas por toda Grecia. Deméter es la diosa madre de la Tierra, de la cosecha, de la germinación y de la vida. Una vez acudió Deméter a una de sus celebraciones mistéricas y allí se fascinaría de Yasión apasionadamente. Esto era algo extraordinario, ya que las diosas sólo de dioses pueden fascinarse. El joven Yasión no pudo más que vanagloriarse por ello. Entonces caería en la hibris, una cosa para los griegos muy lastimosa y detestable. El orgullo y la desmesura de sí mismo eran cosas que los dioses no perdonarían. Así que Zeus terminaría acabando con Yasión a consecuencia de un rayo fulminante.

El alción -o Martín Pescador- es una pequeña ave que habita en los ríos y lagos de casi todo el mundo. De colores maravillosos, sobrevive pescando bajo la superficie de las aguas y anida en los momentos en que la fuerza de los vientos, de las tormentas o del frío se calmen. Pero, como en los humanos, también estos pájaros tendrán su mitología... En los días de invierno la hembra alción llevará al macho muerto con grandes lamentos y construirá sola su nido, donde pondrá sus huevos que, luego, acabará arrojándolos al mar... En medio del duro invierno, en los días de tormentas y tempestades, los vientos dejarán por un momento de soplar y entonces se hará la calma. En esta quietud sobrevenida, sobre las olas medio sosegadas, volará el alción ufano, se esforzará haciendo su nido y poniendo en él sus huevos para que la vida siga a pesar de sus tormentas. Es ahora la calma activa, es la ataraxia -ausencia total de perturbación- positiva. Son entonces los días de alción, siete días antes y siete días después del solsticio de invierno, según la mitología. En esos días Eolo -el dios de los vientos- deja ahora que Alcíone pueda, segura, anidar sin miedos ni desgracias. Por eso el alcionismo nacería como una forma de mantener la serenidad ante los problemas pavorosos de la vida. Porque la serenidad es la esencia más necesitada del ser humano. La calma, entonces, él mismo se la crearía en medio de la congoja y el apuro. Como el alción.

(Detalle del óleo La Puerta del Amanecer -El lucero del Alba-, 1900, del pintor prerrafaelita-simbolista Herbert James Draper; Fotografía del telescopio de la NASA Spitzer, 2004, Pléyades, cúmulo abierto, imagen infrarroja; Óleo de Giorgione, La Tempestad, 1508, Galería de la Academia de Venecia, Italia; Imagen del Martín Pescador, Alcedo Atthis; Cuadro Alcíone, 1915, de Herbert James Draper.)

16 de septiembre de 2012

Detonador de vida, principal receptor de miradas; enojante, lascivo, emperador y rastrero: el color rojo.



El principal color del espectro electromagnético, el primer color de todos ellos, el más fuerte, el más poderoso, o el más querido de todos, lo fue el color rojo... Pero, entonces, ¿qué razón habría tenido ese color para llegar a ser, desde el Romanticismo para aquí, el tono más asociado a las fuerzas malignas, a lo más destructor o fiero del mundo? La única referencia histórica en este sentido vendría del antiguo Egipto. Por entonces estaba relacionado con la sangre y el fuego, aspecto lógico por su aspecto físico parecido -relacionadas esas dos cosas además con la regeneración o la vida-; pero, además se asociaba también el color rojo con fuerzas peligrosas o fuera de todo control. Porque los ojos, los cabellos y hasta la piel del despiadado dios egipcio Seth eran rojos... Este dios egipcio, envidioso de su carisma, asesinaría a su propio hermano Osiris. Por tanto, el dios egipcio Seth acabaría representando así el mal, el poder más destructor -descuartizaría en cientos de pedazos a su hermano Osiris- así como el ámbito de lo más desolador. Por eso el rojo fue para los egipcios el color del desierto. Pero, sin embargo, sería considerado también Seth un dios egipcio protector, siendo el benévolo patrón de las guerras, confundiendo o creando discordia entre los enemigos.

Luego, cuando el imperio romano conquistara y colonizara culturalmente todo el mundo conocido, el color rojo comenzaría a tener un sentido totalmente distinto. Ahora era un color glorioso, heroico, salvador, insigne, magistral y hasta aristocrático. Los emperadores y senadores romanos eran los únicos personajes que podían llevar ese color en su vestimenta. Es por lo que la Iglesia Católica, cuando alcanzara en Roma un simbolismo imperial y regulador parecido al de sus antiguos opresores, utilizaría ese mismo color rojo para sus próceres y jerarcas eclesiásticos. En el Arte, en el comienzo de su renacimiento histórico del siglo XV, llegaría a ser casi todo ese color rojo menos hiriente, erótico, demoníaco o destructor. El pintor Hans Memling, por ejemplo, lo utilizaría entonces para pintar una Madonna en su obra de Arte La Virgen y el niño. Y el pintor austríaco del Gótico -movimiento anterior al Renacimiento-, Michael Pacher, dejaría incluso claro que las fuerzas malignas eran por entonces de otra tonalidad -de color verde-, pero nunca encarnadas o rojas. Aunque, eso sí, con los ojos y la boca diabólicas pintadas ahora de un fuerte color carmesí...

El color rojo es el símbolo pictórico más emblemático por naturaleza. Su emoción, su firme consistencia y su clara fuerza sobre todos los demás, le ha hecho haber sido elegido para resaltar o indicar algo especialmente señalable en el mundo. Pero, entonces, ¿por qué ese cariz erotizante, pasional o de alarma mortal en este extraordinario color? Su rasgo alarmante y peligroso es propio en la Naturaleza -los vegetales rojos y los tonos encarnados de algunos animales urticantes así lo indican-, pero, sin embargo, habría un sentido muy inocuo moralmente por entonces con el rojo. Aun así, al pasar los años, después de la Contrarreforma religiosa del siglo XVI, el color rojo dejaría ya de utilizarse en las Vírgenes pintadas en el Renacimiento, algo que sí se había hecho antes, por ejemplo, en sus vestimentas sagradas y virginales... Se entendería ahora, a partir del Barroco, que la fuerza vigorosa y pasional de ese poderoso color no asociaría ya bien con la pureza divina y trascendente de la madre de Jesús.

La pasión humana más desaforada terminaría por asumirse así, con el tiempo, al color rojo. Los siglos posteriores al Renacimiento comenzaron a mostrar ya un claro motivo pecador con ese color encarnado, aquel mismo tono de la propia pecaminosa manzana del Paraíso... Fue mucho tiempo después, a partir del Romanticismo del siglo XIX, cuando el color rojo asumiría, sin embargo, su fuerza más trágica..., por ejemplo en el envolvente mundo de lo diabólico o de lo vampírico. Hasta que llegara luego el cine y santificara el perverso y seductor antiguo estigma del color rojo, glorificando ahora sus historias neogóticas. Y, poco antes, hasta los radicales movimientos sociales revolucionarios encontrarían en ese color rojo el justo emblema para sus reivindicaciones políticas. ¡Qué manipulado y sinuoso destino para el único, más desbordante, lúcido, inconfundible, útil, áspero y maravilloso color!

(Óleo El hombre del turbante rojo, 1433, de Jan van Eyck, National Gallery, Londres; Cuadro del pintor impresionista y retratista italiano Giovanni Boldini, La Dama de rojo, 1916; Cuadro El viñedo rojo, 1888, Vincent Van Gogh, Museo Pushkin, Rusia; Pintura Armonía en Rojo, 1908, Henri Matisse, Hermitage, San Petersburgo, Rusia; Obra de Michael Pacher, San Agustín y el Diablo, 1475, Munich, Alemania; Cuadro del pintor expresionista Lovis Corinth, Cristo Rojo, 1922; Óleo Virgen y el Niño, siglo XV, del pintor Hans Memling, Museo diocesano de la Catedral de Burgos, España; Cuadro del mismo pintor Memling, San Jerónimo y el León, 1485; Óleo Retrato de una Dama, 1460, Rogier van der Weyden, National Gallery de Art, Washington, EEUU; Fotografía de la fotógrafa holandesa Suzanne Jongmans, Julie, retrato de una mujer, 2012 -semejanza con el anterior, en este caso matizada con la envoltura reciclada con algunos signos rojos; Óleo Alegoría de la Historia, 1620, José de Ribera, Hermitage, San Petersburgo, Rusia; Fotografía de la actriz estadounidense Scarlett Johansson.)