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24 de febrero de 2011

La mezquindad frente al afán: la ambición, sus límites y su desdicha.



Al finalizar Francisco Pizarro la conquista del Perú llegaron pronto noticias a España de los fabulosos tesoros que había hallado. Fue por entonces, sobre el año 1532, cuando un joven vasco de Oñate, Lope de Aguirre (1510-1561), se encontraba en Sevilla -ciudad de donde salían los navíos hacia el Nuevo Mundo- a la espera de incorporarse a cualquier expedición que le ofreciera aventuras, oportunidades y riqueza. Así, acabaría llegando al Perú, pero su deseo y bravura fueron creciendo en un nuevo mundo violento, desmedido y ambicioso. En el año 1560 el virrey del Perú, Hurtado de Mendoza, decide aliviarse de los mercenarios inquietos y molestos que las guerras almagristas y pizarristas (enfrentamientos entre los propios conquistadores por la codicia desmedida) habían creado en el virreinato. Para ello idea una expedición de conquista muy codiciosa, imposible de desestimar por nadie: la conquista de El Dorado.

Ahí tuvo Lope de Aguirre su oportunidad buscada y deseada. Al poco tiempo de partir como sargento mayor de la expedición, alimenta el descontento entre los expedicionarios de El Dorado. Desquiciado del todo, Aguirre llegará incluso a asesinar al Justicia Mayor de la expedición, Ursúa, nombrado por el virrey comandante de la empresa conquistadora. Luego de atemorizar a los demás, tuvo la osadía de amotinarse contra la Corona con unos pocos cientos de soldados. En su desmedida ambición pretendía alzarse en príncipe del Perú. Hasta escribió una carta al rey Felipe II donde le expuso sus intenciones de libertad e independencia. Tiempo después, en una emboscada en la selva, las fuerzas del reino le acabaron rodeando y abatiendo para siempre. Desesperado y mezquino, llegaría a quitarle la vida a su propia hija que le acompañaba. Al final, dos marañones -soldados de su majestad Felipe II- consiguieron herirle de muerte con sus certeros arcabuces. Ahí, sólo un año después de iniciar aquella aventura imposible, acabaron las avariciosas y ruines ansias del llamado por entonces la cólera de Dios.

La actriz Joan Crawford (1905-1977) había crecido en un ambiente humilde y deslucido, una familia a la que pronto abandonaría el padre. Consiguió trabajar como bailarina y, según ciertas leyendas -que algo tendrán de verdad-, hasta llegó a actuar en algunas películas pornográficas de baja calidad. Años después su marido, el famoso hijo de Douglas Fairbanks, trataría de comprarlas para destruirlas. Pero la ambición de Crawford fue creciendo con los años, sin detenerse ante nada. Al contrario que la mayoría, Joan Crawford transformaría su imagen a la inversa... Creada una imagen de ella al principio de su carrera más femenina o clásica, aterciopelada o convencional -que le habían recomendado los propios estudios-, llegó luego a cambiarla por su verdadera, áspera, marcada, menos femenina pero, sin embargo, más auténtica imagen. Algo que, curiosamente, la acabaría llevando al éxito. Tuvo Crawford varios matrimonios, pero sólo pudo adoptar los hijos que tuvo. Una de ellos, Cristina, terminaría escribiendo un libro sobre su vida en el año 1978, Queridísima mamá, del cual se hizo una insulsa película en 1981. Gracias a esa película se acabaría descubriendo, para desesperación de sus fans, la verdadera y pérfida historia de Joan Crawford. Su último marido, Aldred Nu Steele, fue el presidente de la compañía Pepsi-Cola, el cual, a su muerte, le dejó en herencia tan pomposo y poderoso cargo. Con este nuevo poder tuvo ocasión de desarrollar, aún más, toda esa ambición que siempre interpretara en sus clásicas películas.

Cuando el rey mitológico Minos decide crear un laberinto para encerrar al feroz minotauro, le pidió a Dédalo -el mejor constructor griego- que lo crease con toda la seguridad precisa para que nadie escapase nunca. El rey, que no quería que nadie nunca supiese salir de allí, decidió incluso encerrar dentro del laberinto al propio Dédalo y a su hijo Ícaro. La necesidad imperiosa de salir llevó a Dédalo idear escapar de una forma maravillosa. Crearía entonces unas alas con pluma y cera y poder así conseguir volar, elevarse y huir del laberinto. Al terminar las alas Dédalo le ajustaría primero bien las suyas a Ícaro, dejándole claro que no volase ni demasiado alto, ya que el calor del sol derretiría la cera, ni demasiado bajo, porque el agua del mar mojaría las alas impidiendo volar. Decidieron salir por fin y volar juntos por encima del laberinto, de las islas de Delos y del mar. Cuando Ícaro creyó, al verse poderoso al volar como un águila, alcanzar ahora el paraíso, se le olvidaría aquello que su padre le advirtiese. Se alejó de su lado ascendiendo peligrosamente sobre el cielo muy cerca del sol. Las ceras, que unían las pequeñas alas a su cuerpo, acabaron derritiéndose. Ícaro no pudo impedir caer al mar trágicamente. Así, de ese modo, junto a su infortunado deseo, terminaría él desapareciendo para siempre.

Los deseos intensos por conseguir lo que creemos necesitar más que cualquier otra cosa en el mundo, han llevado a algunas personas a morir en el intento, o, lo que es aún peor, dañar a otros por muy queridos y amados que pudieran ser. Es así la ambición desmedida. Esa actitud, tan aplaudida a veces, para aleccionar a los seres humanos en su caminar por la vida. ¿Qué de necesaria es? ¿Es posible vivir, alcanzar unas metas razonables, y no tener que acudir a ese deseo irrefrenable, tan ambicioso, tan desquiciado, atormentador y, a veces, hasta suicida? La vida nos demuestra en la mayoría de los casos que, como Ícaro, no es más que la medida apropiada lo que nos llevará a avanzar sin caer en el abismo. O como en Midas, aquel rey codicioso que una vez, cuando ayudase a Sileno, un viejo sátiro de la corte de Dioniso -el dios mitológico de lo desbordante-, éste le recompensa con lo que aquél más deseara nunca: convertir en oro todo lo que tocase. Tan feliz se veía Midas que nunca pensó que pudiera morir tan satisfecho. Al tocar la comida también ésta se convertía en oro. No pudo más y le pidió a Dioniso que rompiese ese hechizo. Éste, contando con haber dado una lección al rey, le dijo entonces que lavara su cuerpo en las aguas del sagrado río Pactolo y purificarse así de sus mezquinas ambiciones terrenales. Desde entonces no dejaron de acudir a ese río numerosos ambiciosos buscadores de oro. Y es que, en su virtuosa purificación, Midas no pudo impedir sembrar en el sedimento del río todas aquellas deseosas, engañosas y brillantes pepitas de oro.

(Cuadro del pintor inglés Herbert James Draper, 1863-1920, Lamento por Ícaro, 1898; Fotografía de la actriz Joan Crawford, 1942; Fotografía de Joan Crawford, en sus comienzos en el cine, con una imagen más suave en su rostro, 1931; Fotografía de la jovencísima Joan Crawford, 1927; Fotografía de Joan Crawford en 1943; Fotograma de la película Aguirre, la Cólera de Dios, 1972; Cuadro del pintor flamenco Frans Francken II, el joven, 1581.1642, La mesa del rey Midas, siglo XVII; Óleo del pintor Horace Vernet, Napoleón pasando revista en la batalla de Jena, 1806, símbolo de la mayor personalidad ambiciosa habida jamás.)

Vídeo de Possessed, 1947; Vídeo documental Crawford y Cristina.

9 de febrero de 2011

La fantasía humana, nuestro recurso más necesitado para imaginar el deseo.



La fantasía fue inicialmente un género en la historia de la literatura. Se podría definir como una narración que mezcla elementos irreales o sobrenaturales con personajes reales que lo viven. Lo viven como si fuera la misma vida real y ellos lo sintieran así verdaderamente...  Que creen ellos que lo viven realmente, aunque estos mismos personajes no sean capaces luego de reproducir lo sentido por ellos mismos, de llevarlo así a la realidad con los demás, con los otros, con los que no lo padecieron ni lo vivieron antes de ese modo. Es, por tanto, muy transgresora la fantasía, no cumplirá las normas de una Naturaleza ordenada y realista. La Literatura fue una excusa maravillosa para dar rienda suelta a esos deseos inalcanzados... El escritor ruso Dostoievski escribiría una vez: Lo fantástico debe estar tan cerca de lo real que uno casi tiene que creerlo... En las celebraciones del carnaval veneciano, por ejemplo -unas vivencias públicas absolutamente privadas-, esas mismas normas rígidas y reales de la Naturaleza o la sociedad son, sin embargo, totalmente vulneradas y consentidas por todos.

Es probablemente en el carnaval donde se vea más el sentido de lo que una fantasía ensoñadora pueda llegar a representar en la vida real. Porque es hacer ahora, desde el anónimo encubierto, lo imposible tan sólo una vez al menos, siendo transformado el deseo en una realidad momentánea y virtual. Es por esto que la fantasía es un proceso psíquico donde el espacio y el tiempo se congelan, se detienen así en el ser que ahora lo siente o percibe. Todo le sucede al ser además en un mismo momento, aquí y ahora. En la fantasía sucede todo de inmediato, generalmente cuando el aburrimiento sobreviene en un estado ahora de especial sensibilidad. Para establecer ahora qué se entiende por fantasía, sea del tipo que sea, hay que acudir al planteamiento psicológico. Según éste, la fantasía es la capacidad de combinar imágenes mentales que, sin embargo, corresponden a percepciones tenidas anteriormente por el individuo. Son experiencias pasadas, vividas de alguna forma pero que en la nueva representación adquieren un contenido que no tenían antes. Porque ahora la imaginación es, en la fantasía, la fuente principal de lo desconocido en realidad, de lo que sólo es sospechado, pero que nos atrae ahora sin explicación y de un modo inevitable.

El deseo aviva la fantasía cuando el aburrimiento o la necesidad nos llevan a satisfacerlo. Pero es importante distinguir dos clases de deseos: el deseo calmado sostenido por la fantasía, y el deseo brusco buscado desde la realidad. Aquél es más placentero, se da éste antes incluso de que se produzca porque se desarrolla más lentamente, y provoca sensaciones más satisfactorias. Sin embargo, el último deseo, el originado desde la realidad brusca, únicamente tiende a sofocarlo como sea, ávido de calmarlo a costa de lo que sea. Para la fantasía no hay límites ni normas, ni presupuestos obligados. La libertad es necesaria desde el momento inicial de la fantasía. Además ésta evocará los recuerdos -a veces muy transformados-, donde ahora el objeto fantaseado se muestra igual de deseado que siempre, sin menoscabar ni disminuir su importancia, a pesar del tiempo pasado o de las experiencias que se hayan vivido con el objeto deseado, o sin él. Los grandes creadores del Arte han tratado de expresar a veces lo más inexpresable: la fantasía que hay detrás de una imagen. Cronológicamente, se ha ido avanzando en la sofisticación fantasiosa de la imagen: el Simbolismo, el Surrealismo o el Neosurrealismo, han conseguido acercarse más que otras tendencias artísticas a la fantasía representada iconográficamente en un lienzo. Y esto es así porque la fantasía reina en el imperio de lo irreal, en el imperio de los sueños. Cosas estas además que sólo se han podido plasmar en un lienzo desde la más absoluta modernidad...; aunque hayan existido artistas -muy pocos-, sin embargo, que lograran hacerlo incluso desde el Renacimiento.

¿Qué posibilidades le quedará a la fantasía en un mundo donde la edición virtual ha llegado a niveles de una gran recreación? ¿Podremos seguir manteniendo la capacidad individual para desarrollar fantasías? Los primeros generadores de fantasías fueron los relatos de la mitología antigua. Después, los romanceros y los novelistas se encargaron de desarrollarla también en sus obras. Cuando oímos o leemos algo que nos seduce nos imaginamos todo lo demás; esta capacidad de la imaginación es esencial para poder fantasear. Ahora, sin embargo, cuando todo nos llega en una realidad virtualmente completa, ¿seguiremos imaginando nuestras fantasías personales? El cerebro es tan maleable y dispensador que no podemos afirmar ni desmentir una respuesta. Posiblemente, el deseo seguirá siendo esa necesaria fuente inasequible para la fantasía. Esa fuente que nos permita así idealizar el anhelo -infantil o adolescente- tan irresistible para la fantasía. Ese mismo anhelo que nuestro inconsciente, además, habría motivado ya en esos pocos momentos personales de alucinación surrealista.

(Cuadro de Dalí, Muchacha del Ampurdán, 1926, San Petersburgo; Óleo del pintor ucraniano actual Michael Garmash, 1969, Fantasías a la hora del té; Cuadro de Dalí, Joven virgen autosodomizada por los cuernos de su propia castidad, 1954; Óleo del pintor alemán actual Michael Triegel, 1968, Ariadna durmiente; Óleo del pintor francés del barroco Guido Reni, El Rapto de Deyanira, 1621, Louvre; Cuadro del pintor simbolista polaco Jacek Malczewski, 1884-1929, Polonia, 1914; Óleo de la pintora actual española Daniela Velázquez, Carnaval de Venecia, 2003.)

Vídeo Nuit Blanche:

25 de enero de 2011

El tiempo entrecruzado, la onírica belleza, la infinitud del pasado y nuestro engaño.



El cine ha utilizado casi siempre la literatura para encontrar la inspiración que las imágenes han necesitado -y necesitan- para llegar a emocionar con sus creaciones dinámicas. El productor norteamericano David O. Selznick (1902-1965) en uno de los muchos castings que hizo a lo largo de su vida se encontraría con una joven extraordinariamente bella  pero, sin embargo, con un gesto extrañamente vulnerable... Antes de finalizar la corta actuación ante el productor la joven aspirante se derrumbaría, desconsolada. Acabaría en un mar de lágrimas decidida a dejarlo todo ahí. El productor, sin embargo, vería en ella algo que le hizo pensar que esa mujer podría llegar a ser una gran estrella. Así fue como la actriz Jennifer Jones (1919-2009) consiguiera, después de mal vivir como modelo mediocre en Nueva York, alcanzar los primeros peldaños de su gloria. En el año 1948 lograría protagonizar la película producida por Selznick El Retrato de Jennie, un filme basado en una novela del escritor norteamericano Robert Nathan (1894-1985).

En esta película la protagonista -Jennie- acabaría siendo convertida en la modelo artística perfecta para el retrato que un pintor frustrado necesitaba componer -cree él- para alcanzar la inspiración y la belleza máximas. Cosas que, nunca antes, habría podido conseguir llevar a cabo con su arte. Con la salvedad ahora de que ella, sin embargo, no existe realmente, que sólo es la ensoñación de una representación fantasmal del pintor por el propio deseo de pintarla. Tan real es para el pintor esa representación de ella como lo son de hecho las ideas, imágenes o sonidos que los propios creadores puedan llegar a sentir de sus creaciones... La joven modelo del cuadro permanece ahora siempre joven mientras el pintor, a cambio, envejecerá con el paso de los años. Jennie parece entonces venir de un tiempo indefinido. "Nada muere, todo cambia; hoy es el pasado de otro tiempo", dirá en una ocasión su misterioso personaje. Las tres etapas en que dividimos el tiempo, pasado, presente y futuro, no son más que conceptos creados por nosotros para posicionarnos, de alguna manera, con aquello que no comprendemos bien. Sólo ha existido y existe realmente el pasado, es lo único que nos pertenece y que nos referencia además, que nos sitúa así en nuestra propia historia personal. El futuro no existe. Y el presente es imposible de ser medido, de ser atrapado siquiera en un segundo. ¿Cuánto durará un presente? Sin embargo, el novelista Robert Nathan afirmaba en su relato: No hay una distancia en esta Tierra tan lejana como ayer... Y esa es la gran contradicción de nuestro mundo: que el tiempo se parece entonces a una gran rueda que, a medida que avanza, nos aleja más y más de todo; aunque, a la vez parece que estemos parados y distantes como mirando una misma luz...

Cuando el héroe mitológico Ulises llegase en su odisea a la isla de Ogigia -cerca del estrecho de Gibraltar- naufragaría entonces frente a sus terribles costas. Fue acogido allí por la ninfa Calipso, reina de esa fabulosa y tranquila isla desconocida. Ella siente ahora de pronto un amor ineludible hacia Ulises, uno tan grande que acabaría absorbiendo al héroe en una nebulosa temporal que le hace sentirse transportado a otra dimensión. Pero él debe, sin embargo, continuar navegando hacia su destino, hacia su Ítaca querida. Sin embargo, a cambio, percibe ahora como si el tiempo se le hubiese detenido. Está ahora él rodeado de un maravilloso, grandioso y deseado paraíso..., de este modo es como Calipso intentaba hacerle olvidar su impenitente destino. Llegaría ella, incluso, a ofrecerle la inmortalidad... Pero Ulises se niega, y no sabe él muy bien por qué ya que lo ha olvidado todo. No es feliz del todo, pero tampoco sabe muy bien por qué no lo es. Siente una necesidad pero es incapaz de comprenderla. Atenea, la diosa protectora del héroe, le pide a Zeus que ayude a Ulises a regresar a su destino. El dios más poderoso del Olimpo obligará a Calipso a que deje libre a Ulises. Ésta acepta, obligada, con todo el dolor que le supone dejar partir al ser amado. El héroe se había llevado, sin él saber ni percibirlo siquiera, casi diez años detenido en esa maravillosa pero perdida isla de Ogigia.

Nuestra vida se pierde a veces por un tiempo que parece no existir, que parece no haber existido nunca antes en verdad. Creeremos vivir incluso de otro modo al que vivimos, pero no, no lo vivimos de ese otro modo en verdad. De la misma manera, incluso pensaremos a veces que disponemos nuestro tiempo para siempre, como un espacio personal eterno de algo que nunca acabará, como algo que nos pertenece para siempre, que es nuestro y que podremos atraparlo siempre a través de un especial soporte vital extraordinario, de un asidero personal procurado por nosotros o nuestro destino para que, con él, sea posible mantener así toda aquella belleza eterna perdida para siempre. Y todo esto incluso de una forma ahora en que ésta -la belleza de ese tiempo intemporal- nos complazca además eterna, deseosa, poderosa y libre a la vez que unida a nosotros para siempre...

(Cuadro del pintor Arnold Boecklin, 1827-1901, Calipso y Ulises, 1883; Fotograma de la actriz Jennifer Jones en la famosa película Duelo al Sol, 1952; Fotograma de la película El Retrato de Jennie, 1948; Cartel británico de la película El Retrato de Jennie, 1948; Cuadro del pintor actual español Angel Mateos Charris, Futuro no, presente no, pasado, 1999; Autorretrato del pintor en su estudio, del pintor surrealista Arnold Boecklin, 1893; Cuadro del pintor Boecklin, Autorretrato con la Muerte y el Violín, 1872; Óleo del pintor actual español Guillermo Pérez Villalta, 1948, El rumor del Tiempo, 1984, Particular;  Óleo La isla de los Muertos, 1883, de Arnold Boecklin.)

Vídeo El Pen Story:

11 de enero de 2011

Bajo ningún cielo protector..., si acaso bello, enigmático y esplendoroso.



En los primeros días del mes de septiembre del año 1859 los sistemas telegráficos, que sólo dieciséis años antes comenzaron a ser implantados en Europa y América, empezaron a fallar de modo incomprensible. Se produjeron cortocircuitos en las estaciones que causaron multitud de incendios con el papel telegráfico. Un fenómeno curioso alarmaría también cuando los telegrafistas desconectaron las baterías que alimentaban de energía a las líneas: los mensajes seguían transmitiéndose, sin embargo. El día 1 de septiembre de ese mismo año, Richard Carrintong (1826-1875) se encontraba en su pequeño observatorio de aficionado en Inglaterra, cuando su telescopio proyectaría una imagen del Sol sobre la pantalla inmisericorde del mismo. De pronto observaría que entre las manchas solares que había capturado el telescopio aparecieron dos brillantes y cegadoras gotas blancas. Quiso que alguien más comprobase lo que veía, pero, para cuando volvieron otros, las gotas blancas se habían contraído hasta desaparecer.

Al amanecer del día siguiente -el día 2 de septiembre de 1859-, sobre los cielos de toda la Tierra, fueron vistas auroras de color rojo, verde y púrpura. Eran tan fuertes y brillantes las auroras que parecía ser pleno día incluso. Lo que Carrintong llegaría a ver con su telescopio y los telégrafos sufrieron no fue otra cosa que una poderosa y nada frecuente erupción solar. El Sol ese día emitió una inmensa llamarada -eyección de la corona solar- que permitió a multitud de partículas solares -cargadas magnéticamente- entrar peligrosamente en la atmósfera terrestre. Hasta entonces no se había comprobado este fenómeno, o nadie se había percatado de ello, pero la realidad es que cada quinientos años, aproximadamente, se pueden volver a reproducir... De llevarse a cabo hoy una erupción solar de las características del año 1859, los dispositivos electrónicos sufrirían unos daños tales que paralizarían toda la actividad económica mundial.

Somos como niños jugando en el jardín trasero de un hogar que creemos protector y seguro, con la misma falsa certeza que dará la inconsciencia de la inocente infancia. Pensaremos que nada nos puede suceder y caminaremos, incluso satisfechos y valientes, hasta la segura cerca limítrofe del jardín. Y casi saldremos al exterior, también ahora confiados y complacientes. Pero afuera, esperando agazapado, no hay nada más que abismo, sorpresa, desatino, contingencia, desamparo o daño. También, a veces, dentro... Esto, quizá, sea a veces lo peor. Pero, lo que nunca sabremos, sin embargo, es ni dónde, ni cómo, ni cuándo. El escritor norteamericano Paul Bowles (1910-1999) escribió en el año 1949 su magnífica novela El Cielo Protector. La obra nos cuenta el relato de unos viajeros norteamericanos que se adentran confiados en el desierto marroquí de la posguerra mundial de 1945. Su narrativa logra exponer, con maestría efectista, dos sensaciones humanas entrelazadas en su desarrollo: el desierto exterior -maravilloso y alarmante- del Sahara africano, y el desierto interior -espantoso y sobrecogedor- de las vidas desoladas y desamparadas de los propios personajes. Fue llevada al cine en el año 1990 por el genial director Bernardo Bertolucci.

Y, así, Bowles en su maravilloso relato existencial desgarra la naturaleza humana de un modo genial. Casi al final de la novela, el narrador nos cuenta: Renunció a seguir luchando. La hicieron sentarse y se quedó así, con la cabeza echada hacia atrás. El súbito rugido del motor derrumbó las paredes del cuarto donde ella estaba acostada. Tenía delante de los ojos el cielo azul violento, nada más. Durante un tiempo interminable lo miró. Como un ruido todopoderoso, lo destruía todo en su cerebro, la paralizaba. Alguien le había dicho alguna vez que el cielo esconde detrás la noche; que protege al que está debajo del horror de lo que hay arriba. Miraba sin pestañear el sólido vacío y empezó la angustia. En cualquier momento podía producirse el desgarrón, separarse los bordes, abrirse las entrañas de un abismo insondable.

(Cuadro del pintor inglés Joseph Mallord William Turner, Una ciudad a orillas de un río con crepúsculo, 1833, Tate Gallery, Londres; Óleo Puesta de sol en Pays de Caux, 1828, del pintor inglés Richard Parkes Bonintong, 1802-1828; Óleo del pintor francés Delacroix, Estudio del cielo en una puesta de Sol, 1848; Fotografía de la NASA, cielo de Flagstaff, Arizona, EEUU, donde se aprecia una nube lenticular sobre un pico montañoso y varias constelaciones en el cielo -Casiopea, Cefeo, Cygnus-, sobre el extremo inferior izquierdo de la imagen, a la derecha, la estrella fulgurante Deneb; Cuadro del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich, Neubrandenburg, 1817, Alemania; Cuadro del pintor Turner, Declive de Cartago, 1817; Fotograma de la película El Cielo Protector, 1990.)

23 de diciembre de 2010

Tres pioneros de hace casi cien años: el cine, la aventura y una Navidad.



El día después de la tragedia del Titanic -el 16 de abril de 1912- una mujer norteamericana, Harriet Quimby (1875-1912), conseguía sobrevolar el canal de la Mancha entre Francia e Inglaterra a bordo de un aeroplano. Era la primera mujer que lo lograba, después de que el primer hombre, Louis Bleriot, lo hiciese tres años antes con un avión que él mismo había diseñado. Ese hundimiento tan importante del Titanic desluciría la hazaña de esa aviadora, escritora y periodista. Harriet Quimby se habría empeñado desde el año 1910 en volar en avión, cuando por entonces aprendiera a hacerlo después de presenciar un festival aéreo en Nueva York. Fue la primera mujer norteamericana en obtener una licencia para pilotar. Dedicada al periodismo durante toda su vida, tuvo además la oportunidad de escribir algunos guiones para el nuevo arte cinematográfico, arte que por entonces comenzara su andadura. En la ciudad de San Francisco conocería al director de cine D.W.Griffith (1875-1948), que le ofrecería la posibilidad de escribir guiones para la productora American Mutuscope and Biograph.

D.W.Griffith fue uno de los grandes pioneros del cine que desarrollarían unas técnicas que, posteriormente, muchos otros creadores cinematográficos imitarían. Las primeras superproducciones de la historia del cine las llevaría a cabo Griffith, aunque también realizaría cortometrajes y otras filmaciones menores, donde emplearía por primera vez en la historia planos muy difíciles en plena naturaleza. Como lo hiciera en la película Las dos tormentas, del año 1920, donde consiguió rodar escenas con un dramatismo y una duración extraordinarias para entonces. En este rodaje la interpretación de la genial actriz Lillian Gish contribuyó a hacer de la película una  magistral obra de arte. Tres meses después de su éxito aeronáutico, Harriet Quimby participaría en una celebración aérea en Boston donde, a los mandos del mismo monoplano Bleriot, demostraría sus habilidades aeronáuticas. En esta ocasión le acompañaría el propio organizador del festival. Cuando estaban a punto de aterrizar, en un movimiento brusco de bajada, el pasajero, que iba en el asiento trasero del avión, se avalanzaría hacia afuera cayendo por encima de Harriet con tal fuerza que la arrastraría también a ella. Salieron despedidos los dos, ya que no estaban sujetos por ningún cinturón que llevaran puestos. Fallecieron ambos. Es curioso que el avión planeara solo, durante un largo recorrido, consiguiendo aterrizar con leves daños en una pista de barro cercana al mismo aeródromo.

El entomólogo, pintor, fotógrafo y caricaturista ruso -aunque de origen polaco- Wladislaw Starewics (1882-1965), siempre sentiría una gran pasión por filmar insectos. Fue mucho su afán por obtener planos científicos y divulgativos impactantes para entonces, comienzos del siglo XX. Como no consiguió que los insectos fuesen unos actores dóciles, no se le ocurrió otra cosa que hacer marionetas con las patas, abdómenes y cabezas de esos insectos muertos. Filmó fotograma a fotograma de esos muñecos animados, obteniendo por primera vez lo que se denominó después como stop-motion. Así desarrollaría innumerables filmaciones de animación con insectos, algo que lo llevaría a ser un pionero en este tipo de cine de animación. En la navidad del año 1913 sorprendió Starewics con su película La Navidad de los insectos, una maravillosa producción donde su creatividad técnica estuvo a la par de una excelente y emotiva historia. A la vez realizaría una genial dirección, algo que, para su época tan temprana, muestra ya la tendencia que, años más tarde, llevarían todas las películas de ese mismo tipo. Más abajo muestro este corto de animación de Starewics, donde aprovecho ahora también para comunicar a todos el recuerdo entrañable de esta nostálgica celebración navideña. Tres historias de los inicios hace cien años casi de actividades que marcaron una época extraordinaria. Tres historias que nos demuestran cómo el ser humano innovará siempre como si un hilo invisible e irresistible le tirase -al ser humano innovador- de no se sabe muy bien dónde. La aventura y la creatividad. Dos cosas muy acompasadas en la vida, aunque ambas tendrán un final que, casi siempre, se desconocerá... Pero que siempre se perseguirá de una u otra forma. Se perseguirá siempre como si en ello mismo se llevara la vida de los que lo crean, lo realizan o lo producen...

(Fotografía de Harriet Quimby, 1911; Harriet con su monoplano Bleriot, 1912; Fotografía de Harriet en su monoplano, 1912; Fotografía de Louis Bleriot en su monoplano en julio de 1909, cuando cruzó por primera vez el Canal de la Mancha; Retrato de Harriet Quimby, 1912; Fotografía del aviador francés Louis Bleriot, 1909; Fotografía de Harriet con su monoplano, 1912; Fotografía de D.W. Griffith, 1921; Fotografía del rodaje de la película de Griffith, América, 1924; Autorretrato de Wladislaw Starewics, 1939)

Vídeos de: Recreación infográfica del accidente de Harriet Quimby; Película de D.W.Griffith, Las dos tormentas, 1920; Corto de Wladislaw Starewics, La Navidad de los insectos, 1913:

18 de diciembre de 2010

La infamia interesada y la defenestración: el desastre de un pueblo y la tragedia de un cineasta.



La sociedad Thule fue una organización cultural creada en el año 1918 en Alemania por el barón Von Sebottendorff (1875-1945). Su principal interés era el conocimiento del origen étnico de la raza blanca, llegando a establecer su situación geográfica primigenia en la región escandinava. Sus contenidos esotéricos y sus formas parecidas a la masonería la hacían participar de elementos ocultistas. Sin embargo, pronto otros miembros que se adhirieron a ella fueron utilizándola para otros objetivos diferentes, especialmente políticos. Ante una revuelta social producida en Baviera en el año 1919 organizada por algunos de sus miembros más rebeldes, el barón fue responsabilizado luego de los altercados y tuvo que abandonar Alemania. Pero la sociedad cultural continuaría dirigida ahora con otros criterios distintos, más políticos que culturales y con los que comenzarían en los años veinte a ser cristalizados en el futuro Partido Nacional Socialista Alemán. Uno de sus líderes entonces pasaría a ser Dietrich Eckart (1868-1923), que pronto reclutaría al alemán de origen báltico (Estonia) Alfred Rosenberg (1893-1946).

Con los años Rosenberg pasaría a ser miembro del partido nazi (NSDAP) y defensor de las teorías antisemitas más radicales. En su ascenso en el partido alemán llegaría a ser Jefe de los Servicios Exteriores, una ocupación donde empezaría a interesarse por la cultura europea. Llegaría a idear la apropiación de los bienes artísticos de los pueblos invadidos. Cuando París fue tomada por los nazis en el año 1940 Rosenberg conseguiría expoliar casi todo el patrimonio artístico francés. En julio del año 1940 se crearía la EER (Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg), una dependencia del Servicio Exterior alemán especialmente dedicada a la apropiación de bienes culturales. Entre los años 1933 y 1945 se llegaron a expoliar (tanto por la EER como por otros jerarcas nazis) un total de 650.000 obras artísticas. Fue ordenado por Hitler, un aficionado al Arte que, en sus años de juventud, pintaría algunos cuadros y admiraría a muchos grandes artistas. En noviembre del año 1940 Alfred Rosenberg envío a Alemania una carta que decía: Me agrada poder informar al Führer que la pintura de Vermeer (El Astrónomo) ha sido encontrada entre las obras incautadas a Rothschild.

En los inicios del cine mudo norteamericano uno de los primeros cómicos que tuvo la oportunidad de lanzar al estrellato fue a Roscoe Arbuckle (1887-1933). De gran personalidad y dotado de una especial agilidad, a pesar de sus 120 kilos de peso, conseguiría que el público le adorase.  Fue el primero en obtener ganancias de más de un millón de dólares al año en ese nuevo mundo de sueños e imágenes. Pero la fatalidad quiso que en una fiesta en el año 1921 en un hotel de San Francisco una de las participantes, Virginia Rappe (1891-1921), tuviese un desvanecimiento fatal que, días más tarde, le acabase provocando la muerte. Fue acusado Roscoe -falsamente- por una amiga de Virginia de haberla violado brutalmente. Arbuckle sería detenido, juzgado y absuelto finalmente. Pero ni el público ni las productoras le perdonaron jamás. Tuvo que cambiar su nombre y sólo poder dirigir así algunas películas. Hasta que un fatídico ataque al corazón acabara con su vida en el año 1933.

Al acabar la Segunda Guerra Mundial se establecería el Tribunal Especial de Nuremberg para juzgar a algunos responsables de los crímenes nazis. Alfred Rosenberg sería condenado además de por sus actividades culturales fraudulentas por ordenar crímenes contra la población. Fue sentenciado a morir en la horca en el año 1946. Su verdugo fue el sargento norteamericano John C. Wood (1903-1950), un suboficial que había ejecutado a militares antes de la guerra y que en Nuremberg participó en varias ejecuciones. En toda su vida ejecutaría a unos 347 condenados. Poco después de la guerra fue trasladado al Pacífico, donde moriría accidentalmente electrocutado por unos cables de alta tensión. Nunca se supo, realmente, si alguna maldición de sus ejecutados tuvo o no que ver en su final dramático...

Estas son sólo dos historias que muestran la infamia y defenestración de un pueblo -el judío- y de un hombre -Arbuckle-. Estos son ejemplos de algunas de las injusticias más ignominiosas que los prejuicios, los intereses espurios, las envidias, los celos o la falta de rigor con los demás, hicieron que la tragedia condicionaran sus vidas fatalmente. Donde unos seres malvados, los viles ejecutores ideólogos -todos, los evidentes y los no tanto-, elevados en jueces inflexibles y endiosados decidan ahora la trágica suerte o la terrible indignidad de sus fatídicas víctimas. El filósofo inglés del siglo XVI Thomas Hobbes dejaría escrita esta sentencia terrible: El hombre es un lobo para el hombre. Algunos han podido comprobarlo así a lo largo de toda la historia humana.

(Cuadro expoliado por los nazis en 1940, El Astrónomo, del pintor holandés Vermeer, posteriormente retornado a su propietario Edouard Rothschild, y cambiado al Estado francés por un pago de impuestos años después, actualmente en el Louvre, París; Fotografía del cómico americano Roscoe Arbuckle; Fotografía de Arbuckle y Buster Keaton; Fotografía de Virginia Rappé, 1920; Fotografía de Roscoe Arbuckle; Fotografía de Hitler observando un cuadro; Óleos pintados por Adolf Hitler; Fotografías del traslado de cuadro expoliados por los nazis a Alemania; Fotografía de Archivos de cuadros expoliados en Alemania; Fotografía de Alfred Rosenberg; Fotografía de militares americanos recuperando cuadros expoliados en cuevas bajo tierra; Fotografía de los condenados nazis en Nuremberg; Fotografía del cadáver ejecutado de Rosenberg, 1946; Fotografía del sargento John C. Woods, con la soga de su trabajo; Fotografía de 1921 de Edouard Rothschild (1868-1949), millonario francés de origen judío.)