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23 de junio de 2024

La ética descubrió la estética en los inicios del Barroco, cuando el mundo comenzaba una fallida ilusión por mejorar...


Si ha habido un periodo ilusionante en la historia ese lo fue el comienzo del siglo XVII. El inicio del Barroco fue ilusión, fue descubrimiento emocionante, fue una inspiración que trató de hacer el mundo un lugar mucho mejor de lo que había sido hasta entonces. Los pintores, junto con los poetas y escritores, fueron los que más quisieron plasmar esa emoción sobrevenida. Los demás, los jóvenes que nacieron junto a esos artistas, y se dedicaron a la política o a la religión, hicieron justo lo contrario, ambicionar más para controlar aún más y para desgarrar aún más el cuerpo desangrado de una Europa desvalida. Pero, mientras llegara ese año fatídico, el mismo que el pintor Pieter Lastman eligió para componer su lienzo Juno descubriendo a Júpiter con Ío, el mundo europeo vivía los primeros años del siglo XVII con la ilusión y la amalgama de referir que la vida era una extraordinaria fusión de ética y estética. Nunca como entonces los mecenas y los creadores habían derrochado energías para componer el más grandioso espectáculo creativo, para glosar un Arte que empezó a vislumbrarse poco antes, incluso, que acabase el siglo anterior. La paz y la belleza se aunaron para crear la semilla estética de un futuro esplendoroso. Pero, sólo estéticamente, porque la maldad, la codicia, la agonía por el poder más voluptuoso, volvería al mundo con más fuerza y determinación que nunca antes. Como una premonición muy acertada en el tiempo, el pintor holandés Lastman se inspira en la mitología griega y crea una obra algo diferente a la grandiosidad de la belleza de una estética renacentista, manierista o clásica. El Barroco fue la transformación de la belleza en un objeto estético que fuese capaz de atraer la mirada hacia otras cosas, acercando la emoción estética a una nobleza espiritual mucho más humana. Pero duró muy poco, apenas veinte años. No el Arte, que duró más, sino ese espíritu universal que alumbrase apenas las mentes conmovidas de algunos seres imbuidos de una ilusión paradisíaca. Fue el Arte, todo el arte compuesto entre finales del siglo XVI y la primera mitad del siglo XVII, aproximadamente, el que, si se analiza bien, manifestaría la extraordinaria voluntad de algunos seres por tratar de alumbrar las conciencias desorientadas de los hombres. 

El engaño en la mitología griega fue una manera sutil de manifestar personalidades divinas encontradas. Se toleró y se ennobleció hasta el punto de que el primer dios del Olimpo, Zeus, lo utilizaría para salvar sus proteicas resoluciones más sensuales. Ante la inapelable actitud de su esposa oficial, Juno, ejemplo de virtud, equilibrio y prudencia, el desabrido Zeus militaba en el engaño para saciar su apetito sexual más inevitable. Cuando se encaprichase de la bella, radiante y sensual ninfa Ío, evitó en una ocasión ser descubierto en tal adulterio transformando a su amada en una blanca ternera inocente. Para ser descubierto, la diosa Juno, poderosa mujer del Olimpo, utilizaría a Cupido y al dios del Engaño. Ambos diosecillos trataron de desvelar la verdad de lo que ocultaba el dios Zeus entre su manto. De este modo el pintor holandés llevó a cabo su composición barroca. Este pintor había sido, nada menos, que maestro del genial Rembrandt. Se había formado en la antigua Escuela de Harlem, pero sobre todo había tenido la fortuna de viajar a Italia entre 1604 y 1607, descubriendo el claroscuro más fascinante de la historia. Este hecho no solo le ayudaría a él, sino a su famoso alumno, ya que, sin este maestro, Rembrandt no hubiese aprendido nada de ese matiz italiano que nunca pudo comprobar en persona, porque nunca viajaría a Italia. La obra de Lastman se atreve y empieza, tal vez por primera vez, a reflejar miradas, gestos, recursos dramáticos, compostura, eticidad, en definitiva, mensaje ético evidenciado con la grandiosidad de una estética elaborada. La diosa Juno se alza en la perspectiva a una altura acorde con la moralidad de un mensaje poderoso. Al dios principal del Olimpo, sin embargo, se relega a las profundidades de la perspectiva, hacia la parte más inferior, cercana a la tierra macilenta. Aquí podemos apreciar la sutilidad de la época, cuando el poder más decisivo, el más poderoso desde siglos, es ahora humillado flagrantemente por la fuerza más convincente del honor, de los principios, de la paz, del equilibrio, de la verdad más insigne. 

El instante estético desarrollado por el pintor holandés en esta obra es sublime, como en todo Arte. Aquí el momento dramático expresado estéticamente es el descubrimiento de la verdad. Pero, sucede que la verdad es solo en parte descubierta. Por eso el dios del engaño es el que está ahí y no el dios de la verdad... Este dios del engaño es representado además con una máscara encarnada en su rostro que denota su filiación divina. Nunca antes se había pintado una máscara así, tan dramática, en la propia argumentación del cuadro. Ambos, el dios Cupido y él, revelan el motivo por el cual Juno se atreve a enfrentarse a su esposo. Vemos entonces el rostro vacuno de un animal que mantiene incluso la belleza estética más clásica, metáfora estética de la que fuera una de las ninfas más hermosas de la mitología griega. Pero, nada es posible hacer cuando la persistencia de una compulsión permanece entre las vaguedades informes más desalmadas de los hombres. El mundo de entonces, la Europa de 1618, comenzaría inocentemente a sufrir los impulsos devastadores de una ambición política nunca antes vista en el continente. Con la excusa de la religión, que ya había sido el motivo un siglo antes, los estados y sus dirigentes oportunistas y ambiciosos desgarraron el manto inocente que ocultaba, en esta ocasión, la ilusión por vivir en un mundo más próspero, más pacífico, más humano, más justo o más encantador. El mundo europeo entonces se desangró y la rabia y la miseria envolvieron un futuro que no se recuperaría ya nunca. Sólo el Arte se mantuvo indemne, regurgitando sus promesas de querer encontrar la verdad entre las pinceladas sugerentes de un lienzo poderoso. La evolución se mantuvo, como siempre, y las cosas y sus maneras de avanzar se alinearon divergentes entre una ciencia discurridora y un Arte meditabundo. Solo quedaba volver a vislumbrar las obras que aquellos seres crearon una vez pensando que, por mucho que ellos se esforzaran por mejorar así el resultado, el mundo acabaría comprendiendo de una vez esa verdad apenas insinuada... Pero, la verdad dejaría de existir y el Arte solo pudo incluir en su sentido, de una forma envolvente y plástica, otra ilusión, otra nueva, difusa, desamparada, abstracta, metafórica y sublime ilusión.

(Lienzo Juno descubriendo a Júpiter con Ío, 1618, del pintor barroco Pieter Lastman, National Gallery, Londres.)


12 de mayo de 2024

La representación de algo más que estético, trascendente, mágico, rupturista, tuvo en el Manierismo español un genio desconocido.

 



En el año 1799 Goya compuso un retrato encargado por el historiador Juan Agustín Ceán Bermúdez (1749-1829) para su obra Diccionario histórico de los más ilustres profesores de las Bellas Artes en España. Se trataba de un dibujo a sanguina, una técnica llamada así por utilizar un lapicero rojo basado en el óxido férrico, lo cual permitiría tonalidades, contrastes o perfilamientos carnales y luminosos muy atractivos. El retratado lo era el pintor sevillano Luis de Vargas (1505-1567), un renacentista romanista situado, históricamente, en uno de los periodos más significativos para el Arte. Definir cuándo empieza exactamente una tendencia pictórica es complejo. El Renacimiento llevaba ya muchos años cuando el pintor sevillano Luis de Vargas vino al mundo. Fueron dos pintores italianos los que determinaron la culminación del Renacimiento: Miguel Ángel y Rafael. Para cuando el joven Luis de Vargas tendría veintiún años el mundo del Arte comenzaría a cambiar, pero, entonces viaja a Roma y descubre así la maravillosa fascinación de ese cambio extraordinario. ¿Qué había sucedido en el Arte por entonces? Una magia, una extraordinaria epifanía artística nunca antes vivida en el mundo occidental. Algo se añadió además, algo se suplementó entonces, algo nuevo producto de la innovación, del sentimiento, de la sublimación de la belleza tan representada desde hacía siglos; también del elogio, de la virtud, de la gloria, del discernimiento, sobre la forma que el Arte podría disponer para poder alcanzar a representar el mundo sin el mundo; sólo, tal vez, con la recreación de éste llevada por la exageración, el desbordamiento, la sorpresa, la ideación, el símbolo, la belleza... En definitiva, como un sortilegio asombroso para poder describir lo que hay más allá del límite físico o racional de las cosas existentes. Fue apasionante aquel momento artístico, y Roma era entonces el centro del mundo que había llevado a cabo el resorte plástico tan innovador para poder conciliar, además, el pasado clásico con el presente artístico más desgarrado e inspirador. De toda su vida a partir de entonces, año 1526, el pintor manierista español sólo residió en Sevilla siete años desde el año 1534 y diecisiete años desde el año 1550, el resto pintaría y viviría en Roma impregnándose del efusivo ambiente de creación tan fascinante de un Renacimiento ya transformado para siempre. Las obras que más han sido reconocidas, incluso conocidas simplemente, fueron las que compuso en su patria natal. En ellas se observan la combinación impactante, propia de su estilo particular, entre un manierismo italiano exultante y un cierto naturalismo sevillano o andaluz que le añade, asimismo, una gran personalidad. 

En el Museo de Arte de Filadelfia se encuentra su obra del año 1560  Los preparativos para la Crucifixión. En esta obra manierista podemos vislumbrar o, mejor dicho, ver claramente, la manera en que el Manierismo alcanzó a evolucionar hasta poder llegar a componer una sinfonía plástica tan sorprendente. Pero, lo era así porque esa forma de pintar, de crear, de componer, permitiría una forma de digresión, de ruptura limitada, con la grandiosidad clásica de lo que fue el Renacimiento. Pero para hacerlo, para componer eso particularmente ajeno a la norma no escrita, no hacía falta romperlo todo sino variar apenas entonces un gesto, unas líneas, una mirada o una emoción traducible a lo estético. En esta obra sagrada sobre los momentos inmediatamente anteriores a la crucifixión de Cristo, el pintor se atreve y configura una escena diferente, sorpresiva, distorsionadora con la conocida narración, con la leyenda sagrada, con la historia o con la representación formal de una situación tan solemne, tan grave o tan consecuente. La figura de Cristo, sentada ahora en la cruz a la espera de ser crucificado, es una alegoría extraordinaria de la serenidad ascética, de una tranquilidad trascendente tan ajena y distante con la propia idea del sacrificio tan violento y sangrante más aniquilador. Todo lo demás, salvo la figura contemporánea a la obra del donante, es ajustado a lo natural de una representación escatológica, mortífera o ajusticiadora del dios cristiano. Por supuesto que las formas estilísticas del Manierismo están ahí, en las medidas inéditas de las figuras ahora disonantes, por ejemplo, frente a la perspectiva clásica más ajustada a lo real o más natural propia del Renacimiento. Es sencillamente genial la composición tan atrevida estéticamente, tanto como su propia tendencia artística, para poder llegar a transmitir entonces algo más que belleza física, plástica, compositiva, colorista o combinatoria de formas, luces, tonos o sombras detallistas. En el Manierismo hay como un alejamiento o desdén de lo representado, pero esto es sólo aparente, ya que lo que desea el pintor manierista es ir más allá, trascender, sin otro recurso que la transgresión estética o plástica más elaborada. 

Lo que distingue al cristianismo de cualquiera otra gran religión conocida es que su profeta, su dios, su representante sagrado, muere sacrificado de manera brutal, vil, cruel y sanguinaria. Esto la hace especial, y a su figura representativa, Cristo, la configura además como un ser asesinado vilmente sobre la consecución de un designio sacrificatorio por el bien salvífico de los seres humanos. Y esto a su vez determinará toda la teología, la tradición, las formas de culto y la propia antropología de esta religión. Si Jesús, un ser extraordinario atribuido de una gran bondad, de una serena virtud y de una sabiduría ejemplar, incluso más allá de lo humano, no hubiese muerto tan sacrificado vilmente, ¿hubiese sido artífice también de una religión donde la sangre fuese sustituida por la filosofía compasiva o la crueldad por la salvación discursiva y no por la muerte sacrificada...? Hoy incluso se mantiene la tradición con la estética barroca de la cruel muerte y sacrificio con la sagrada y elogiosa escenificación de la Semana Santa. Pero, siglos atrás la devoción cristiana al sacrificio llevaba a algunos seres humanos a imitar las fuertes maneras tan dolorosas y sangrientas de agresión al cuerpo humano. El propio pintor Luis de Vargas mantuvo la costumbre de la humillación dolorosa de la flagelación antes de llevar a cabo sus arrebatados cuadros sagrados. Es cierto que la representación teológica del sacrificio de Jesús tiene una contrapartida de salvación, de vida, de resurrección, de esperanza, pero, no es menos cierto que ese esfuerzo de vanagloriar el dolor, el desgarro, la pasión o la humillación más sangrienta, llevaría a los humanos creyentes a desarrollar una forma de elogio al sacrificio, a la herida o a la fascinación por el padecimiento físico más espantoso. Recuerdo hace años el interés que causó la película de Mel Gibson La Pasión. Quise verla y no pude soportar, por más que me obligase, las terribles escenas de agresión física tan verosímiles y despiadadas, sin limitación estética alguna, donde un ser humano, aunque sea parte de un Dios, sufre en silencio con las peores flagelaciones hirientes que puedan imaginarse. Nunca volví a poder ver esas escenas tan terribles; tan gratuitas, por otra parte.

¿Lleva la violencia a la violencia, aunque aquélla sea justificada por la determinación salvífica de un objetivo grandioso?  En su obra Eminencia gris, el escritor Aldous Huxley nos cuenta: En su retiro de Avignon, el anciano guerrero (Louis de Crillon, apodado El Valiente) estaba oyendo un día el sermón. El tema era la pasión de Cristo; el predicador estaba lleno de fuego y de elocuencia. De pronto, en medio de una patética descripción de la crucifixión, el anciano se levantó de un salto, desenvainó la espada que había usado tan heroicamente contra los hugonotes y, blandiéndola por encima de la cabeza, con el decidido y noble ademán del que corre en defensa de la inocencia perseguida, gritó su llamada de guerra... Más adelante sigue diciendo el escritor británico: La idea del sufrimiento vicario está asociada con la historia de la pasión, y en los espíritus cristianos ha producido efectos no menos ambivalentes. La gratitud por Dios que entró en la humanidad y que sufrió para que los hombres pudieran salvarse trae consigo la tesis de que el sufrimiento es bueno en sí y que, debido a que el autosacrificio voluntario es meritorio y ennoblecedor, debe haber también algo espléndido en el autosacrificio involuntario impuesto desde afuera... Continúa más adelante Huxley: Dios tomó sobre sí los pecados de la humanidad y murió para que los hombres pudieran salvarse. Por lo tanto, podemos hacer la guerra, explotar al pobre o esclavizar, y todo ello sin el menor escrúpulo de conciencia, pues nuestras víctimas están ilustrando el gran principio del sufrimiento vicario (el sufrimiento de otro asumido por otro) y, lejos de perjudicarlas, estamos haciéndoles un verdadero favor al hacerles posible "sufrir y morir" para que otros (que por una feliz coincidencia somos nosotros) puedan vivir, ser felices y estar bien.

(Óleo Los preparativos para la Crucifixión, 1560, del pintor manierista Luis de Vargas, Museo de Arte de Filadelfia, EEUU.; Dibujo a la sangrina, Retrato de Luis de Vargas, 1799, Goya, Fundación Goya, Aragón.)

11 de agosto de 2022

Ante la existencia humana, Miguel Angel expuso su contradicción más desesperada.


 

En la última etapa de su vida Miguel Ángel combinaría manierismo volumétrico con fuertes rasgos de desesperación. Sus dudas fueron con los años acrecentándose, tal era su espíritu inquieto estética e intelectualmente.  Solo el color y el volumen satisfizo al artista renacentista su frustración cargada de años de decepción y contratiempos. Cómo tratar de compaginar la libertad creativa con la represión que padecería, fue algo que se llevó a la tumba. Pero dejaría en sus obras parte de eso que no supo vencer sino con su Arte. La creación fue su salvación, una salvación que no es comparable a ninguna otra posible en este mundo. La búsqueda de la belleza en Miguel Ángel fue explosiva y cambiante con los años. De un clasicismo griego sucumbiría luego en un manierismo arrollador para  acabar, finalmente, en un trascendentalismo artístico, algo que no fue más que una terrible y desesperada búsqueda de una belleza marchita. Si hubo un pintor existencialista mucho antes de existir el Existencialismo, ese lo fue Miguel Ángel. La mirada individual y perdida está en todos los rasgos humanos compuestos por él. Para él la humanidad es el centro de su creación y de su motivación estética. La fuerza del impulso renacentista está en este gran creador como en ningún otro. El choque entre la verdad de la belleza y la verdad revelada fue para él un suplicio espiritual insalvable. Lo que trató, sin éxito, fue de conciliar ambas verdades. Y si lo consiguió lo hizo únicamente con su Arte. Qué grandeza la del Arte, que puede hacer algo que la vida no puede conseguir. Para cuando pinta El Juicio Final los años le permiten transgredir muchas cosas. A esa edad su mente creadora no tiene reparos en nada, ni siquiera en compartir la falta de belleza aparente de algunas figuras humanas con la composición artística del conjunto, algo que llevará, siglos después, a un filósofo alemán afirmar que el todo es más importante que sus partes. La genialidad de Miguel Ángel, entre otras, fue empezar a transmitir que la belleza es la del conjunto y no la de sus elementos individuales. 

Del mismo modo, esa particularidad la llevaría a su espíritu desesperado: había que socorrer la idea magnífica de la divinidad absoluta frente a las diversas apariencias de esa representación evangélica. Para la salvación la genuina virtud era lo importante, y ésta no se encontraba para Miguel Ángel en poderosas oligarquías, eclesiásticas o no. En su mapa celestial-infernal del fresco de la capilla sixtina Miguel Ángel compone su dilema existencial. En uno de sus elementos figurativos compone un ser humano aislado abatido por la desesperación. Hay tres abominables seres que le inquieren, le arrastran, le sujetan o le dañan, pero él no parece sufrir ese tormento real tanto como otro que expresa con el desgarrado abatimiento de su rostro. Con su mano tratará de sostener el perverso momento del autoengaño.  Porque esto es lo que el artista florentino parece tratar de transmitirnos. Es la desolada experimentación que el ser padece cuando comprende que es él mismo el que ha errado de un modo imperdonable. Sin embargo, el pintor renacentista lo compone con los gestos y el impulso estético más enternecedor.  Por eso el castigo que compone no es tal, sino más bien el atropello de un destino que se satisface de un error, sin embargo, del todo perdonable. Por esto la expresión del sujeto abatido que lamenta sus decisiones el pintor lo compone con el más triste de los gestos compungidos. Hay teología, estética y filosofía en esa expresión. Y, por tanto, un reflejo del espíritu atormentado de un Miguel Ángel decepcionado del mundo. 

Seducido por la Reforma protestante no dejaría, sin embargo, su fe original que pensaba debía reformarse. El Arte le salvó de ser arrestado, pero, también de su propia desesperación. Como el personaje retratado que sufre tormentos, los seres humanos deciden también que la causa real de su sufrimiento no es otra que ellos mismos. Sin embargo, el pintor atraviesa el gesto desgarrador con la expresión más auto-consoladora que un ser pueda tener. No somos culpables, si acaso, más que de la mitad de lo que el mundo nos achaca indiscriminadamente. Y, a veces, ni eso siquiera. Nacer y vivir van unidos, y el hecho de nacer tuvo que ser culpabilizado para tratar de justificar una salvación entonces necesaria...  Pero no somos culpables de nacer ni de haberlo hecho de una determinada forma. Por esto la salvación es una contradicción filosófica. No hay necesidad de salvarse sino tan sólo de vivir. La salvación real está en la capacidad de quererse, tanto como en la de no hacer daño a los demás. Toda acción que justifique otras cosas no es más que otro autoengaño. Por eso la mano decidida que alivia en la figura desesperada que retrata el artista en su personaje abatido: mucho más alivia y sostiene que engaña o disfraza su propio delirio. No hay dolor mayor que dejarse llevar por el abatimiento existencial sobre un hecho del que somos ajenos, como una mínima parte, además parcial, de un universo totalmente incognoscible. Miguel Ángel lo sabía y por eso padeció la terrible contradicción de una fe salvadora y otra detestable. Como en la vida de cada uno de nosotros, que compartiremos nuestra creencia y nuestra descreencia sin llegar a comprender, muy bien, que ambas cosas son tan relativas como complementarias...

(Detalle del fresco El Juicio Final, 1541, del pintor manierista Miguel Ángel, Capilla Sixtina, Roma.)




27 de marzo de 2022

La Belleza fue representada como una forma de ocultación de lo sangriento o de lo terrible.


 

Fue la manera en que el Arte trataría de ocultar siempre lo hiriente, lo repugnante, lo desgarrado, lo sangriento o lo desmerecedor. Comenzaría con los versos para describir la vida, la lucha, la muerte o la derrota, y lo haría con el ritmo preciso, la sutileza aguda o la significación armoniosa de un equilibrio brillante. Así el poeta Virgilio escribiría su leyenda más famosa, La Eneida, donde glosaría la gesta de Roma desde sus inicios. Todo empezó con la caída de Troya, cuando esta ciudad fue destruida por los griegos para siempre. Pero su valentía, su ardorosa forma de ser derrotada, su honor ante la adversidad, su lucha imposible y su energía sería prolongada con el legado de uno de sus descendientes, Eneas. Huye éste de Troya con su padre hacia la vida, hacia el oeste, hacia su gloria más allá del Helesponto. Para que el sentido germinador de una nación poderosa tuviera el reconocimiento necesario, sus raíces no podrían ser vulgares dinastías cuarteleras o palaciegas, tendrían que ser divinas. Por eso el poeta romano imagina que Eneas es hijo de un griego asentado en Troya, Anquises, que había sido además amante de la diosa Venus. Podía ser así un nuevo Perseo, o un Aquiles, o un Hércules, sería un hijo de los dioses, un semidiós elogioso al cual erigir como fuente y pedestal de un pueblo poderoso. Eneas se convertiría en el héroe germinador de Roma, y sus luchas, aciertos y desatinos terminarían siempre con la victoria, el orgullo, la fuerza o el poder de un imperio. Pero luego de las palabras y los versos llegaron las imágenes del Arte. Debían hacer lo mismo: glosar la gesta, los avatares, las luchas, las ofensas o las adversidades de los pueblos, y hacerlo además con la misma armonía y belleza. Describiendo los sucesos con verosimilitud de lo acaecido, pero mostrando solo el momento anterior a lo más grotesco, a lo más sangriento o a lo más terriblemente molesto. La verdad es que los versos podían describir mejor con palabras lo que las imágenes sólo podían hacer con sutilidad, ocultación o anticipación. Por esto el Arte de la Belleza consiguió en la pintura llegar a una sofisticación extraordinaria de gran sutileza.

En el año 1688 el pintor napolitano Luca Giordano compuso su obra Turno vencido por Eneas. Como artista protegido y admirado por Carlos II de España, sus obras acabarían en las colecciones reales. Ese fue el caso de esta obra que acabaría inventariada en las colecciones reales que terminaron por componer el Museo del Prado. La creación de Giordano es la representación del Barroco más épico y legendario. Ante las posibles expresiones artísticas los creadores del Barroco debían elegir la más virtuosa, mostrar grandeza, valor y triunfo, pero, también la caída, la ofensa, la maldición o la defenestración más terrible. Sin embargo, ambas cosas debían ser tratadas con el mejor momento elegido para representarlas. No sólo el momento también la grandeza que pudiera expresar la Belleza, ocultando todo aquello que la venciera o que la hiciera incluso una falsa admonición ante lo ignominioso de un mundo transformado por la herida sangrienta. La obra de Luca Giordano compone el momento, ni antes ni después, donde Eneas vence a su adversario Turno. Pero esa victoria la vemos ahora por estar Turno caído y Eneas sobre él con actitud de vencedor insigne. No vemos el apuñalamiento de Eneas a su enemigo, algo que en principio no iba a suceder. Cuenta la leyenda que cuando Eneas reconoció al asesino de su amigo Palante, entonces lo hirió de muerte. Porque la leyenda contaba que Eneas quiso, al llegar a Italia, aliarse con los que querían hacer grande su tierra. Lucharía junto al rey Latino y junto a los arcadios, un pueblo aliado, cuyo general, Palante, acabaría siendo amigo de Eneas y muerto por la espada de Turno. Tal virtuosidad había tenido Eneas en Italia, que el rey Latino le ofreció a su hija Lavinia como esposa. Pero la adversidad tiene ahora el nombre de Turno, regente de los rútulos, un pequeño reino, que pretendía dominar toda Italia y también a Lavinia, para conseguir así el favor y apoyo de Latino. Sin embargo, Latino había preferido la alianza con Eneas. 

Así surgió la lucha, el enfrentamiento y el terrible desenlace tan cruento. Porque en él hay heridas, desgarramiento, sangre, dolor y muerte.  En el Arte es fundamental elegir los personajes bien para mostrar lo que, sin palabras, solo se puede expresar con imágenes. Porque hay que honrar pero también defenestrar en la misma escena elegida. Hay que representar la virtud por un lado y la maldición por otro. Por eso el pintor sitúa a la diosa Venus encima mismo de la figura del héroe. Es su hijo ahora quien, como vencedor, está mostrando su grandeza, heroicidad y victoria. Pero también es Venus la Belleza, y la representa el pintor para expresión de que los avatares desastrosos pueden justificarla estéticamente. La maldición, por otro lado, está ahora abatida en el suelo, desarmada y vencida para siempre. El Arte debía además armonizar equilibradamente las diferentes partes enfrentadas, es una sagrada obligación del Arte frente, por ejemplo, a no poder utilizar palabras con belleza. La maldición abatida debía también disponer de su alarde de Belleza. Estamos en el Barroco, un estilo que expresaba la leyenda con los rigores de verdad y belleza. La defenestración y muerte de Turno fue presentida por su hermana Juturna al saber que se enfrentaría con Eneas. No pudo soportar la suerte de Turno y se arañó la cara con sus uñas produciendo unas heridas deleznables en su belleza. El pintor la sitúa encima de la figura postrada de su hermano. La vemos con su belleza y huir al observar las alas desplegadas de un búho, enviado por Júpiter, en señal de muerte inapelable. Pero el pintor no podía mostrar los desgarros sangrientos de las heridas en su cara, algo que dejaría lastrada la Belleza. ¿Cómo lo hizo el pintor? Ocultando su rostro con un lienzo que solo dejaría expresar la hermosa plenitud de su belleza inmortal, no oculta ni atormentada ya por el horror, la crueldad, el desgarro o la perfidia.

(Óleo Turno vencido por Eneas, 1688, del pintor barroco Luca Giordano, Museo del Prado.)

26 de noviembre de 2020

Entre un simbolismo arcaico y un naturalismo estético brillaría una vez el mejor Arte.

 

El Renacimiento llevaría al Arte a una cierta esquizofrenia artística sobre dos formas de poder entenderlo y representarlo. Verdaderamente en el Renacimiento empezaría el sentido más simbólico del Arte. No se trataba sólo de expresar Belleza sino de transmitir mensajes visuales que impactaran el contenido con la forma. Las palabras eran lo que más se había utilizado durante la Edad Media, con ellas se habían comunicado cosas, sentimientos, caracteres, maneras, pensamientos o vileza. Ahora, cuando la habilidad artística alumbrase una perspectiva diferente, algunos pintores llegaron al extremo de configurar la forma con un definitorio simbolismo estético. El pintor andaluz de origen alemán Alejo Fernández comprendería el Arte como un útil simbolismo estético..., a veces, sin embargo, sin ninguna belleza.  Para su obra La Flagelación del año 1505 muestra elementos de comunicación estética con mensajes acusados de rasgos psicológicos o sociales más que con clásica belleza. Para ese simbolismo arcaico no existiría otra cosa más valiosa para representarse en una obra. Ahora Cristo es solo un personaje más del encuadre, donde nadie destaca ahora por encima de nadie. Es este otro simbolismo de la flagelación, que aquí une sufrimiento a vulgaridad: Cristo es insignificante casi, no tiene ningún rasgo estético que le destaque ahora sobre el resto. Hasta su desnudez es extrema en la obra. Los sayones, los hombres que flagelan, son temibles, son grotescos, son realmente horribles, su fealdad estética solo es comparable a su maldición humana. Hasta uno de ellos se permite tirar de los cabellos a Cristo, impúdicamente. El simbolismo de la obra renacentista va más allá de la violenta escena. En el extremo inferior derecho de la pintura un mendigo ciego pide ante los fariseos del templo, y lo hace con un cuenco donde ahora hay un manuscrito oculto. Representa la ceguera judía ante la barbarie tan injusta que se está cometiendo. Preside el flagelo Poncio Pilato, que viste los ropajes de la época del pintor y sostiene, inseguro, la vara de su poder. Está solo y su actitud dubitativa refleja su propia indolencia. Más arriba hay un público que observa alejado e indiferente la cruel escena. Y el propio lugar de toda esa escena muestra además otro simbolismo necesario: son los restos ruinosos de un mundo perdido y violento ante lo que ahora está sucediendo.

Con los años el Arte dejaría el simbolismo a un lado para favorecer la belleza sobre cualquier otra cosa. Los mensajes no eran ya lo importante. Ahora, cuando el Arte tendría todo su sentido en transmitir belleza, los símbolos estéticos no podrían prevalecer el único mensaje necesario: la belleza más estética. Para cuando el pintor academicista William-Adolphe Bouguereau, con el estilo más realista y bello de finales del siglo XIX, deseara representar la iconografía religiosa más violenta, compuso la escena más natural y perfecta que se pudiera por entonces hacer. Las formas eran muy parecidas a la vida real, no había ninguna necesidad de expresar ningún simbolismo añadido. El mundo conocía la leyenda y la historia no tenía secretos para nadie. El deslumbramiento estético era la sola belleza, y la solución era la verdad estética que pasaba por recrear justo la forma más natural de una representación cierta. ¿Qué simbolismo era preciso expresar ahora cuando las formas habían llegado a satisfacer la verdad más realista? Porque en la misma representación natural de la escena violenta radicaba la fuerza del mensaje. Las formas debían ahora representar con belleza a todos por igual, las de los buenos y las de los malos. ¿Qué había pasado con la definición precisa y ética de las cosas? ¿Es que ahora la belleza no participaba ya de esa verdad? ¿Es que ya no tomaba partido ésta por las cosas? La imagen se había completado ya en todas sus formas estéticas. La belleza no servía ya para establecer ahora maneras éticas o formas de pensar o entender el mundo y sus miserias. No, ahora la realidad solo era traducida a la belleza en cuanto representación de las formas, con la mayor naturalidad estética ajena ésta además a cualquier sesgo, no ya de virtud, sino de defecto o maldición, fuese ésta incluso cierta o incierta en la historia. Las cosas podían saberse o no saberse, y el mensaje no importaría ya para nada sino solo la belleza, la más conseguida, la más desdeñosa o la más independiente.

Pero hubo una época extraordinaria en la historia del Arte. Fue en el año 1620 cuando el pintor Pier Francesco Mazzucchelli compuso su obra La Flagelación de Cristo con el equilibrio más estético entre aquellos dos extremos artísticos de la historia. Los simbolismos pictóricos del Renacimiento dejaron ya de ser manifiestos por entonces, principios del Barroco. La verdad ahora era más mística que gnóstica, más intelectual que intuitiva, más sutil que expresiva. Era también un naturalismo estético, como con los años llegaría el Academicismo a ser, pero entonces, a principios del siglo XVII, era más una simbiosis de verdad ética y de belleza que solo de estética y belleza. La verdad en el año 1620 debía ir aparejada con la belleza equilibrada y original más sublime. Así que ahora uno de los sayones que flagelan a Cristo toma su cabeza con una de sus manos con tal delicadeza que parece aquí querer ayudar a sostenérsela. Luego está la composición tan extraordinaria en esta obra, pero ahora no por los detalles o el mensaje: solo por el arrodillamiento tan estético de un Cristo en éxtasis. Ahí estará el único mensaje verdaderamente sutil. No es preciso divagar ahora con rasgos grotescos, ni con ropajes anacrónicos, ni con elementos metafóricos, ni con realidades contrapuestas. El único mensaje ahora es aquí solo el  místico de  la belleza. Y su sentido iconográfico tiene más que ver ahora con la profundidad aceptada de un sacrificio necesario que con la dureza tan salvaje y cruel de una humanidad violenta.

(Óleo sobre tabla La Flagelación, 1505, del pintor renacentista Alejo Fernández, Museo del Prado, Madrid; Pintura barroca La Flagelación de Cristo, 1620, del pintor italiano Pier Francesco Mazzucchelli, Museo del Prado, Madrid; Cuadro academicista La Flagelación de Cristo, 1880, del pintor francés William-Adolphe Bouguereau, Museo de Bellas Artes de La Rochelle, Francia.)

12 de agosto de 2020

El arrepentimiento es una virtud exclusiva de los dioses, no de ningún ser humano, cuya reflexión apenas cambiará...



Cuando el Arte quiso expresar la tragedia clásica más terrible de la mitología griega, Medea, recurriría o al Romanticismo de Delacroix con el acto cruel representado mientras se lleva a cabo, o a su contrario en el Arte, el Clasicismo, con en el momento justo del instante anterior al hecho trágico, cuando el ser aún divaga o piensa ahora en lo que acontecerá luego.  Pero también, como en todo acto humano, hay un periodo posterior al hecho, ese momento en el que el ser es consciente de sus consecuencias para él o para el futuro. El arrepentimiento es, sobre todo, una virtud personal, una profunda congoja interior que un individuo padece para sí mismo, para su realidad íntima con respecto a lo que ha hecho. Porque lo irremediable es imposible ya cuestionarlo, ni siquiera plantearlo como una redención posible frente a un futuro. Si lo que se dirime en la conciencia luego de cometer un hecho luctuoso es el futuro, es que el arrepentimiento no es interior sino exterior, calmará otras conciencias o el hecho material de lo que pueda suceder en otras ocasiones de inapropiado para el sujeto o su entorno. Pero no cambiará nada en lo más íntimo del individuo responsable. No habrá lección moral ni comprensión real de lo sucedido. Por eso el arrepentimiento no es nada en sí mismo, ya que no se puede volver atrás. Y toda reflexión posterior a un hecho puede cambiar apenas el gesto en una impostura inevitable que solo durará el tiempo necesario de la desolación. Hablamos de hechos realizados con premeditación, no de accidentes. Ese fue el caso de Medea. Terminaría con la vida de sus hijos consciente de ello, y por eso el Arte la representaría antes, durante y después... Pero sólo el después, el tiempo menos artístico de los tres, alcanzaría a llevarlo a cabo un desconocido pintor español en el año 1887. Menos artístico porque en el Arte los hechos consumados no tienen razón estética, no tienen trascendencia. O se dirime antes lo que sucederá o se describe emotivo el hecho mientras se produce. En uno hay grandeza: estamos aún a tiempo de cambiar, en el otro hay emoción dramática: se realiza el hecho y en su sacrificio actual está la tragedia realizándose. Pero, ¿y después, qué hay o qué sentido tiene?

Germán Hernández Amores (1823-1894) se había formado en la prestigiosa Academia de San Fernando de Madrid, pero también recibió el influjo de clásicos pintores franceses e italianos donde adquirió un sentido academicista tan romántico como realista. La cultura grecorromana y la tradición judeocristiana habían sido sus dos grandes temas para plasmar un lienzo artístico. En el caso de esta obra academicista, Hernández Amores busca en la mitología más trágica el relato de Medea y sus hijos malogrados. Pero, a diferencia de los clásicos antiguos, que privilegiaban el momento anterior a la tragedia, o de los románticos, que primaban mejor el instante mismo de la tragedia, el pintor español decide el tiempo donde ni la divagación reflexiva ni la actuación sangrienta tienen sentido. Aquí ya no hay celos, ni amor, ni pasión, ni orgullo, ni ambición, ni parálisis ni desgarramiento. Sólo distancia, solo ingratitud ajena, sólo lamento, sólo hundimiento personal que, sin embargo, podría llevar o no a la salvación o al enmascaramiento. Llevará a la salvación si el sentido de su gesto se corresponde con su interior más sincero de afirmación ante lo sucedido, algo inevitablemente realizado, aunque arrepentido desde la transformación personal del individuo, no desde la relación con el medio, con los otros o con su futuro. Por eso la mayor redención es auto-aniquilarse después (también la forma artística más llamativa para salvar la representación posterior de cualquier hecho), cuando no hay impostura en su gesto sino consecuencia honesta. Medea, según la mitología y sus relatos posteriores, no acabaría con su vida, vagaría por el mundo buscando la absolución, la comprensión o la paz perdida. En esta pintura de Hernández Amores se aprecia la huida posterior al hecho donde dragones o serpientes llevan a Medea en el carro de la muerte hacia un lugar imposible con la vida... Es ahora su gesto lo único que delatará su arrepentimiento. El pintor consigue expresar esa incertidumbre que el Arte en estos casos no lograría, sin embargo, llevar nunca a la genialidad artística. ¿Por qué? Porque no es creíble estéticamente que una venganza sea inmediatamente después contradicha.

Aun así, la obra dejaría abierta esa posibilidad tan humana del arrepentimiento interior más sincero, aquel que no tendría más sustancia de ser que ante uno mismo y sin que el resto del mundo influyese para nada en su realización. El pintor academicista consigue, sin embargo, una versión también romántica de su mitología. Por eso esta obra rezuma cierto eclecticismo artístico que va acorde con cierto eclecticismo moral. Esa fue, tal vez, la virtud iconográfica de su autor al atreverse a hacerlo así. Algo que los críticos o los admiradores de cierta pintura clásica no supieron ver en la obra entonces. O, como sucede a veces en el Arte, no toda representación artística es objeto afortunado de reconocimiento justo. ¿Es esta misma injusticia la que el sujeto actor de un hecho luctuoso llevará siempre cuando se produzca un arrepentimiento? En el Arte podemos ver la obra cuantas veces queramos y analizarla con todas las observaciones posibles, pero, y en el arrepentimiento, ¿alcanzaremos a vislumbrar su verdad? Esto es imposible. Porque el arrepentimiento no es un hecho estético sino ético. El pintor consigue su efectismo estético con su Medea porque la mirada que vislumbra el gesto de ella es la de los que ahora vemos el cuadro, no la de los que podamos juzgarla por su acto ante ella. Su gesto en lo estético es  ahora salvador para nosotros, no para ella; su gesto en lo ético sería solo salvador para ella si fuese honesto y auténtico. Es lo que representa para nosotros ahora lo que el cuadro consigue expresar con su efecto estético. Y lo que consigue es transmitir la congoja arrepentida que de un dolor tan inmenso solo pueda traducirse ahora con la empatía más estética. Vemos a Medea llevando en sus brazos el fruto de su desesperación y de su dolor mismos. Vemos su gesto convincente, a pesar de ser el mismo que cualquier arrepentimiento, posiblemente, solo llevara a serlo estéticamente. Pero, ahora no, ahora el pintor consigue transformarlo en una emoción que, llevada por lo estético, alcanzará una semblanza ética en la imagen de su expresión. Pero sólo en su expresión artística. El Arte no puede ir más allá. Con eso bastará. Así obtiene el Arte el fruto de su recompensa: ese arrepentimiento anticipado que, por ejemplo, cualquier posible observador llevase a bien sentir ahora al admirar, alejado, el sentido tan profundo de una obra como esta.

(Óleo Medea, con los hijos muertos, huye de Corinto en un carro tirado por dragones, 1887, del pintor español Germán Hernández Amores, Museo del Prado, Madrid.)

7 de agosto de 2020

La fuerza irresistible de lo opuesto o el triunfo ineludible de Kairós.

 

Los antiguos griegos describieron el tiempo de tres formas distintas con tres entidades o dioses diferentes. Una de ellas era la eternidad, cuya representación mítica la hacían con el dios Eón; otra era el tiempo dividido, el tiempo cronometrado, Cronos era su divinidad; pero había otra, la tercera y última, que era verdaderamente fascinante ya que los griegos fueron los primeros que intuyeron la importancia del momento trascendental, del momento propicio, del instante más revelador, único e irrepetible. A ese momento especial le denominaron Kairós.  Cuando el Manierismo estaba desapareciendo como tendencia artística  en los inicios del siglo XVII a consecuencia del arrebatador Barroco, el pintor alemán Hans von Aachen (1552-1615) compuso su obra Pan y Selene. Estos dos personajes mitológicos representaban para los griegos dos cualidades muy opuestas y contradictorias. Pan era uno de los semidioses más terrenales, voluptuosos, calamitosos e incontrolados de la Arcadia. Selene era la diosa lunar, tan pura y luminosa como el satélite subyugante y poderoso al que hacía referencia. Para el semidiós lujurioso el atractivo de Selene fue irresistible. Hizo todo lo que pudo para seducirla, hasta tratar de modificar sus propias burdas maneras, sus bestialidades o su fiereza incontrolable. Ella era una diosa enamoradiza, desaparecía y volvía, como su astro brillante, para encandilar a los hombres terrenales y sentir la pasión que su temporalidad solo algunas veces le brindase. Para ambos seres míticos la oportunidad de Kairós era la única forma de vivir su deseo, ya que éste era insostenible de otra forma para ellos, ninguno tendría otra ocasión más que la noche... Pan no podría descubrirse más que en la noche ocultadora; Selene no sabría otra forma de poder hacerlo que entonces. Ni la eternidad ni el periodo normal de una vida servirían para unir a estos dos seres incapaces. ¿Era la imposibilidad de otra cosa en ambos casos lo que les uniría? Por eso Kairós vino a comprenderlos. Y la iconografía del Arte barroco a sustentar esa posibilidad efímera además. Como su sentido filosófico, Kairós es el dios del tiempo del Arte. Por ejemplo para los cristianos posteriores a la filosofía de Grecia, Kairós representaría entonces el tiempo de Dios, ese momento inapreciable y salvador que justificaba su teología.

Pero, y en el Arte, ¿cuál será el tiempo representado, cuál es el tiempo que se representa de los tres en una pintura? Tendemos a veces a pensar en la eternidad por identificar Arte con permanencia. Pero la eternidad de Eón es el no tiempo, cuando éste no existe ni para negarlo. Y el tiempo de Cronos es el tiempo pasado o es el tiempo presente o es el tiempo futuro. No, decididamente el tiempo del Arte es mejor el representado por Kairós. En el Arte lo que vemos reflejado en una obra es la intención efímera más estética de un solo instante merecedor. El creador expone siempre su momento de gloria, aunque éste solo sea, estéticamente, un mero instante a veces muy desmerecedor. Sin embargo, los pintores exponen siempre el único momento prescindible que no puede ser destinado a la muerte. En la vida esto solo se produce en la imaginación ya que nada hace que el tiempo pueda ser sustituido por nada, ni siquiera por la pasión más ardorosa. Kairós no desplaza el tiempo ni lo paraliza ni lo transforma, solo lo describe, lo califica o lo narra de una forma especial, y para esto la imaginación es el arma más eficaz que mente alguna pueda tener en este mundo. No vivimos las cosas las imaginamos mientras las vivimos perplejos. La perplejidad nos impide asimilar nada, por eso la imaginación acude a salvar ese momento único. Y Kairós santificaba, con su divinidad pagana, el instante temporal que apenas durará la intención del hecho. Para el filósofo francés Deleuze el fenómeno de Kairós es ese momento único y especial que no está ni siquiera en el presente, sino que está siempre por llegar o que ya ha pasado, que nos sobrevuela... Por esto la imaginación es el único referente válido que tenemos, tanto si se manifiesta como si no. Para eso también fue creado el Arte, para dominar el instante desde la distancia, ya que, como la incertidumbre física, no podremos saber bien una dimensión si determinamos otra...

En la obra de Aachen vemos el instante mágico del momento imaginado e irrepetible de una seducción erótica. La fuerza atrayente es irresistible porque el momento es irrepetible. Esta es la característica de Kairós, su irrepetibilidad. Ahora podemos entender la sutil diferencia entre Eón y Kairós. En Eón la vivencia es imperceptible, no se es consciente de nada porque no hay una medida para referenciarlo: la eternidad no fluye, permanece sin contraste, sin límites, sin enfrentamiento ni ausencia. En Kairós existe porque fluye, porque hay límites, porque nos enfrentaremos pronto a la realidad inequívoca de lo irrelevante... Entonces deberemos sublimar el instante o con la oportunidad o con la imaginación o con el Arte. Hans von Aachen lo hizo con el Arte y consiguió una obra fascinante. Incluso consiguió unir dos tendencias tan opuestas como eran el Manierismo y el Barroco. En el año 1605 pintar como sus maestros ya no era la opción más moderna. Pero en su obra Aachen alcanzaría a combinar un estilo con el otro. El gesto manierista de las manos y el cuello de Selene contrastan con su cadera barroca y el cuerpo tan naturalista de Pan. El Barroco había llegado para romper la imaginación, o la sutileza, frente a la pasión y el alarde más realista de las cosas. Sin embargo Kairós dominaba, con su fuerza poderosa, la simulación de un instante que el Arte hacía vibrar además con las formas encontradas de dos estilos diferentes. Uno que acabaría para siempre y otro que empezaba a sembrar la ilusión por hacer del instante una forma más familiar o cercana. ¿Es que ahora podíamos dejar de sentirnos ajenos a lo representado en una obra? Esta era la virtual intención estética del Barroco. Pero también fue su maldición. Porque ahora la distancia era dominada frente a la fragancia. ¿Es que Kairós sería vencido finalmente en el Arte? El momento de mayor divinidad de Kairós fue representado en su mayor pureza en el Manierismo. Sin embargo, las demás tendencias posteriores mantuvieron aquella pureza, a pesar de sacrificar la fragancia por la cercanía. Aun así se prolongaría la fragancia hasta la llegada del Arte Moderno a principios del siglo XX. Porque la forma de entender aquel instante tan sagrado sólo era dominada por el influjo de Kairós. Para este concepto clásico el equilibrio más armonioso no era su virtud más elogiosa. Kairós unirá dos mundos en un solo momento, pero tienen que ser dos mundos muy diferentes, totalmente opuestos, tan opuestos que sus propios sentidos dejen de serlo para convertirse ahora en un ferviente instante de deseo y de gloria.

(Óleo Pan y Selene, 1605, del pintor manierista alemán Hans von Aachen, Colección privada.)

20 de julio de 2020

Habláis a maravilla; pero he bajado al pozo tenebroso en el que, según Heráclito, estaba oculta la verdad.



¿Oculta la verdad? Ésta, la verdad, estará a sueldo a tiempo parcial y equidistante casi siempre entre dos de las posiciones más opuestas de la vida. Antes de que dos de los más grandes filósofos griegos atenienses (Platón y Aristóteles) contrastaran física y metafísicamente sobre el mundo, dos presocráticos, Demócrito y Heráclito, habían representado dos actitudes humanas muy distintas ante la forma de encarar la verdad y los misterios del mundo. Heráclito había vivido poco antes (540-480 a.C.) y Demócrito poco después (460-370 a.C.), pero sus visiones del mundo trascendieron luego tanto filosófica como legendariamente. En el año 1628 el pintor holandés Hendrick ter Brugghen (1588-1629) decidió fijar, en dos óleos barrocos distintos, las dos actitudes más características de ambos pensadores presocráticos. Heráclito no des-oculta la verdad, la sublima; Demócrito es un precientífico que alcanzaría una teoría fascinante donde, ajustada, situará expuesta la verdad... El primero intuye el caótico equilibrio dinámico del mundo; el segundo alumbraría una interpretación organizada y clarificadora de un cosmos a la medida y con sentido para el mundo. Para Demócrito el mundo práctico es comprensible y todo lo demás no importará. Para Heráclito el mundo es incomprensible y esta cualidad junto con todo lo demás es lo importante para entenderlo. Uno, Demócrito, es un optimista; el otro es un pesimista... Pero, sin embargo, sabemos que esa bipolaridad acomodaticia no es más que un reflejo más de dos de las posiciones enfrentadas de la vida. El Arte barroco lo entendió y compuso así dos obras separadas pero con un mismo y un único sentido: ya tengas una u otra posición el mundo sigue siendo un incurable estúpido

Demócrito ríe sin parar viendo las diferentes formas de un mundo que él comprende azaroso y necesario; estará para él el universo organizado siempre en pequeñas esferas diminutas, estructura que, sin cesar, rigen tanto lo que hay como lo que no. Lo demás que no sea inmediato a su sentido no importará. Es el dogmatismo científico, es la autocomplacencia del que entiende la estructura de lo que hay pero nada más; no se quiere ir nunca más allá porque ello supondría cuestionar su teoría magnífica que lo justifica todo y lo abarca todo. Ese es el prejuicio científico, algo que, sobrevalorado, obvia la vida y sus misterios más ocultos. Heráclito llora melancólico (se observa en el lienzo de Brugghen las pequeñas lágrimas que brotan en sus mejillas) al vislumbrar con sus pensamientos atrevidos la oposición de unas fuerzas que, necesarias, condicionan siempre al mundo con su devenir inevitable. Todo cambia y nada permanece, ni siquiera la estructura aparente de las cosas existentes en un universo incomprensible... El asolado Heráclito es representado con la imagen humana del iluminado que sabe, sin saber por qué lo sabe, que el mundo, más tarde o más temprano, acabará cambiando. Pero, claro, cambiando, ¿para qué, para lo bueno, para lo malo? El filósofo pesimista no puede aclararlo ya que no hay para él una progresión sino un cambio. Cuando se progresa se cambia, por supuesto, pero no todo cambio es una progresión. Y lo único que existe es el cambio, sea el que sea, solo y siempre el cambio. Demócrito no plantea el cambio, ni lo cuestiona ni lo deja de cuestionar, para el filósofo optimista el mundo está claro en su estructura y en su azar. La única ley es la de la estructura, no la del azar. El azar no es una ley para él. ¿Qué es el azar? Una característica del mundo, una cualidad menor del mundo, absolutamente imprevisible, pero existente hasta determinarlo.

Demócrito señala con su dedo en la obra de Brugghen hacia la imagen del atribulado Heráclito. Las dos obras fueron compuestas para verse juntas, de lo contrario no son comprensibles ni creíbles. Así están ambas dos en el Rijksmuseum de Amsterdam. Por eso la imagen de Heráclito da la espalda a la de Demócrito. Para aquél el mundo no puede ser fácilmente comprendido ya que nada permanece. Fue el primero que se atrevió a negar un principio lógico fundamental del mundo: el principio de no contradicción. Una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo, dice este principio. Pero, Heráclito lo desmiente, él dice que sí... Y esto es absolutamente radical y reaccionario. Hay que alejarse mucho de la posición en cuya perspectiva el universo sea visible para alcanzar ahora a vislumbrar otra visibilidad distinta, otra cosa diferente. Esto sólo lo hacen o los locos o los grandes. Han pasado más de dos mil quinientos años y ambos pensamientos siguen vigentes, y, lo más curioso, rozando la verdad... Uno, el de Demócrito, llegaría a anticipar la teoría de los átomos y la estructura de éstos; otro, Heráclito, está siendo revisado, poco a poco, para llegar a entender ahora que las cosas del mundo pueden tener otro sentido distinto: la filosofía de los procesos o la armonía con la Naturaleza (el Logos), en cuya subordinación por el individuo consiste la virtud y es, según Heráclito, donde se encuentra la verdadera libertad. Pero fue el Arte barroco quien, hace ya cuatrocientos años, comprendería que la verdad estaba en la relación y en la armonía de ambos pensamientos y no en su oposición insoluble. En parte ganaría Heráclito con su armonía de los contrarios. Para este filósofo racionalista presocrático el mundo es una realidad de opuestos que se necesitan y que, en su lucha enfrentada de contrarios, alcanzarán a mantener un equilibrio universal gozoso que, paradójicamente, luego casi nunca durará ni permanecerá del mismo modo que antes.

(Óleos barrocos del pintor holandés Hendrick ter Brugghen, Demócrito y Heráclito, 1628, Museo Rijksmuseum, Amsterdam.)

19 de mayo de 2020

El gesto temerario de la humanidad frente a la inapelable actuación de los dioses.



Es una metáfora de la fragilidad de la vida humana en este mundo. Es también una representación en el Arte y su constatación en la historia: los alardes de la humanidad por vencer sus carencias serán contestados con la fuerza de los dioses.  Cuando el sátiro Marsias encontró la flauta que Atenea había dejado en el bosque descubrió que tenía gran habilidad para tocarla. Así comienza la leyenda mitológica de Marsias y su malogrado alarde. Aunque la personalidad de Marsias era la de un sátiro, es decir, la de un ser despreciable por su animalidad y brutalidad más sensual, representaba, sin embargo, las debilidades más humanas que además ofrecían un sincero deseo de mejorar sin hacer daño a nadie. Al querer enfrentarse al dios Apolo en una competición musical, cometería una osadía imperdonable. No fue tanto por la virtuosidad del dios cuanto por la ingenuidad de Marsias. Apolo no podía permitirse perder, ya que representaba un símbolo universal de poder divino. Así que recurriría no solo a su capacidad musical sino también a sus engaños taimados, cínicos o despreciables. En el año 1640 el pintor flamenco Jan van den Hoecke compuso su obra El juicio de Midas. Hoecke era un fiel discípulo de Rubens, así que, mirando su obra, podemos descubrir en el paisaje, por ejemplo, algún rasgo singular de su pintura que le distinga ahora frente al que fuera su maestro. En el paisaje los colores vibran como una reunión de gamas cromáticas que representan casi un octavo personaje...  Con ese fondo multicolor el pintor quiere hacer ver una dialéctica estética. A la izquierda hay más luz y transparencia, más claridad y belleza. A la derecha, sin embargo, hay más oscuridad, una agreste conformación de tonos terrosos, ocultos o misteriosos. ¿Es que será así la realidad del universo? Frente a esa realidad, la voluntad humana; frente a esa realidad, la insistencia humana por querer alcanzar a dominar el mundo y conquistar su luz. 

Marsias es comparado con Sócrates en El banquete del filósofo Platón. ¿Por qué se asemeja Marsias a Sócrates, por su fealdad física o por su sabiduría espiritual? Tal vez, por ambas cosas. Apolo era el dios de la belleza y de la capacidad interpretativa. No podía representar una cosa sin la otra. ¿Cómo relacionar mejor si no el equilibrio armonioso con la perfección estética? Sin embargo, al advenimiento del pensamiento socrático, cuando Platón rompiese el esquema belleza-verdad y lo sustituyese por virtud-belleza, el mundo empezaría a ver la belleza no como un concepto físico sino como uno espiritual. La sabiduría de la virtud fue asimilable a la belleza y ésta sólo podía representarse desde el ámbito de lo mental o de lo ideal. Entonces las formas visibles representadas de los dioses fueron cuestionadas para llegar a ser transformadas en las invisibles formas más idealizadas. Marsias representaba esto último. De la interpretación primitiva de un ser ambicioso y vil frente a la voluntad de los dioses, se había convertido en un ser inteligente y sensible por su firme voluntad serena y virtuosa. ¿Quién se atrevería a desafiar a un dios si no es porque creyese en sí mismo y en su capacidad? Aun así, la mitología no salvaría a Marsias: acabaría desollado, y su piel colgada por Apolo ante las miradas cómplices de sus amigos. Luego están las interpretaciones que desde Platón hasta la Modernidad se hicieron de este mito. Lo que evidenciaba la leyenda era la frágil humanidad representada por Marsias. También la dualidad del mundo y sus dioses. Y después otra dualidad terrible: la maldad y la bondad en el mundo. 

Vemos representados en esta obra varios aspectos esenciales del mundo. Por un lado la osadía del ser humano y las limitaciones a las que se enfrenta ante la naturaleza o los dioses.  Por otro lado la perfidia o maldad representada por Apolo, y por otro la virtud o bondad representadas por Marsias. Pero, también hay otros personajes en la obra. Aparecen a la izquierda las musas: dos bellezas y apolíneas ninfas que defienden siempre la voluntad de Apolo. A la derecha cuatro personajes más: Tmolo, dios de la montaña, a su lado un consejero de éste, después Marsias, y más allá Midas. Este último fue el único que se enfrentaría a la decisión de Apolo de ganar con engaños. El dios le hace crecer por ello las orejas.  Pero es la figura de Tmolo el que verdaderamente representa aquí la realidad más humana con su actitud. Este personaje medita ahora lo suficiente como para entender que enfrentarse al dios no es nada inteligente. Aquí no hay virtud hay raciocinio, que es distinto. En Midas, sin embargo, sí hay virtud, y por esto lo pagará con ese rasgo humillante en sus orejas. Vemos dos actitudes humanas ante el gesto desafiante de Marsias. Esta es la realidad de una humanidad dividida, esa que hace que la limitación divina ante la osadía del ser humano sea mucho más grande de lo que pueda parecer. Los dioses siempre están para sojuzgar los atrevimientos humanos, los límites divinos marcarán siempre cualquier deseo humano de dominar el mundo. Esa limitación estará también condicionada por una parte de esa misma humanidad.

Marsias es, junto a Prometeo, un epígono o ejemplo de la débil humanidad. El personaje mítico fue interpretado, como hizo el mitólogo Kerényi, como la metáfora platónica donde la verdad oculta saldrá a la luz con el despellejamiento de sus capas más exteriores. Hay que mirar dentro de los seres humanos para llegar a encontrar la verdadera razón de su conducta. Hay que mirar dentro del mundo para hallar la verdad de su función universal más misteriosa.  Hay que buscar en el interior de las personas las razones para saber lo que son y no otra cosa. Hay que hallar en la profundidad de las razones de la vida la verdad de lo que el universo es y no la que quisiéramos que fuese. Con la mitología podemos descubrir lo que la humanidad se planteaba de las cosas del mundo. Con el Arte barroco podemos admirar además las creaciones estéticas que una leyenda como esa pueda ofrecernos. Con ellas tendremos ocasión de cuestionar la belleza desde la propia belleza, algo absolutamente extraordinario. ¿Cómo se puede hacer una cosa sin la otra, cómo se puede cuestionar la belleza sin la belleza? Esta es la realidad del Arte y de la sutil y ambigua belleza. Con Marsias la belleza adquiere otra dimensión distinta. La representación y el sentido estético de Apolo no se desmiente en la obra de Hoecke, sin embargo. Solo hace a la belleza más evidente al representarla así, expresando una simbología muy distinta de lo que parece. La verdad no está en la representación física, no está en la belleza que vemos, que creemos ver, mejor dicho, solamente. Está en el contraste, en la diferenciación que la belleza nos ofrece distante. ¿Cómo buscarla y distinguir una cosa de otra? Con la belleza socrática que Marsias había representado con su actitud de obtener, honestamente, la única verdad posible frente a su poderoso oponente.

(Óleo El juicio de Midas, 1640, del pintor barroco Jan van den Hoecke, Galería Nacional de Arte de Washington, EEUU.)

12 de mayo de 2020

El tiempo y la belleza supusieron juntos en el Arte un momento de cierto esplendor oscurecido.



¿Por qué hubo una forma artística que no entendería la belleza si no iba delimitada por un claroscuro sobrecogido? Tal vez porque así era más sobresaltada la belleza, más repentina, más inesperada. Porque la belleza en la vida real solo aparece un momento, no es algo que permanezca quieto y disponible cada vez que deseemos contemplarla. Esta sería solo una virtud del Arte, no de la vida. Porque en el Arte lo está siempre para poder ser admirada sin espera. Sin embargo la capacidad del Arte no es de por sí directa (no toda obra, por ser artística, dispondrá de sublime belleza), necesitará de algunos recursos añadidos que el pintor deberá conseguir crear con su maestría estética. Uno de ellos es el claroscuro. Al oscurecer el entorno artístico destacará siempre luego el objeto retratado con belleza. Porque la iluminación supone otro magisterio más:  hay que saber qué iluminar y qué no. Aun así, no bastará para expresar belleza. El pintor tiene que elegir además qué posición, qué gesto, qué inclinación y qué tamaño debe disponer el cuerpo o figura retratado. En el claroscuro de belleza no tiene sentido más que el cuerpo humano retratado. Pues bien, todas esas cosas artísticas las consiguió el pintor italiano Antonio Amorosi (1660-1738) en su obra Muchacha cosiendo. Pero, también otras. ¿Cómo pintar el tiempo? En el dinamismo expresado en algunas obras artísticas se puede representar el tiempo. Pero en esos casos la belleza está en el movimiento reflejado, en el contraste entre lo que está quieto y lo que no. Se consigue expresar, pero estará el tiempo representado en esos casos (obras dinámicas de Rubens, por ejemplo) de una forma integrada en la composición, quiero decir, que los movimientos retratados con belleza formarán parte ahora de ésta, y el tiempo estará desarrollado en cada pincelada genialmente compuesta. Pero en la obra de Amorosi el tiempo está sin movimiento, sin contraste dinámico. Está detenido. Es ese instante el que plasma el pintor expresado por el imaginario ritmo de una cadencia, cuando el momento se sitúa ahora en el periodo intermedio entre dos pulsos temporales representados. Es decir, donde el tiempo ahora se repone detenido antes de que continúe con su alarde. Esta es la sensación fijada ahora por el pintor en la mano de la muchacha sosteniendo la aguja en el instante mismo en que ésta no puede ir más allá. Con este recurso el pintor lograría plasmar el tiempo detenido en su obra. Y lo haría ahora con la belleza sublime de ese gesto detenido de un perfil de belleza.

En el año 1720 el Arte estaba enloquecido a consecuencia de unos cambios sociales y artísticos que condicionaron la forma de expresión de la belleza. El Barroco, periodo de excelencia y exaltación de belleza, había pasado ya. Las inquietudes científicas y sociales estaban también revolucionando el mundo y sus formas. Ahora, después de guerras y conflictos, la sociedad deseaba resarcirse con la inteligencia y no tanto con lo emotivo. Esto marcaría el Arte por entonces. La belleza se debía condicionar ahora a un componente más lúdico que emotivo. Por eso la belleza empezaría a salir afuera, a los paisajes, a los jardines, a la luz. Y el movimiento sería un ardid estético para poder componerla menos pudorosa o menos sobrecogida. Y así el pintor Amorosi se atrevería en ese difícil momento a plasmar la belleza de un modo que ya no se alabaría tanto en el avance que el Arte tuviera con  el Rococó. Por esto a Antonio Amorosi se le califica de pintor tardo-barroco. En la encrucijada de aquel periodo de cambio, el pintor se encontraría abrumado al saber la belleza que el siglo pasado había alcanzado y ahora habría dejado. En esta pintura tardo-barroca la belleza está sobrecogida porque no quiere o puede sobresalir como antes. Por eso ahora el tiempo puede acompasar la belleza y representarse discreto entre la acción de coser y la propia costura. Hay incluso proporcionalidad geométrica entre la línea inclinada del hilo y el perfil del cuerpo inclinado de la joven. Hay armonía estética entre el color del diseño de la labor y el tono del collar dorado que ella luce. Pero, sobre todo son las sombras. En la posición de la muchacha está la luz situada justo en el lugar en que su labor puede ser mejor compuesta. Ahí las sombras relucen hacia el lado opuesto de la costura. Pero esta iluminación condicionada no resaltará, sin embargo, toda la belleza. Ese fue, tal vez, el pago que el pintor debió hacer ante el nuevo momento estilístico. La belleza de los pendientes no es reflejada en su obra con mucho deslumbramiento estético. Se ven las dos perlas (detalle curioso es la inclinación del perfil de la modelo que solo permitiría ver una perla completa) pero no destacarán en todo su esplendor esos adornos de belleza. El pintor no las iluminará, pero, a cambio, nos muestra ahora ambas perlas como para dejar claro su nostalgia de belleza.

Las cualidades de esta obra fueron sustituidas por una tendencia diferente, el Rococó, que hizo resaltar lo cotidiano aún más que la belleza. A comienzos del siglo XVIII el mundo quería mostrar un desenfado artístico acorde con el momento de placidez social y racional que anhelaba la sociedad europea. Para ese tiempo, la belleza no sería ya una forma de expresión que tuviese tanto reconocimiento o tanto valor estético. El claroscuro dejaría ya de ser un recurso muy utilizado. ¿Cómo entonces maniobrar sutil con la belleza? Se utilizaron más los colores para tratar de hacer lo que antes se hacía solo con las sombras. Se recurrió al movimiento, no tanto al detalle del instante, y, luego, incluso, mejor a lo sublime de algún momento natural frente a lo sublime de algún instante personal. Para conseguir lo sublime el paisaje sería mejor que el retrato intimista de una persona. Pero fue lo sublime lo que consiguió también Amorosi en el año 1720 para componer el tiempo y la belleza juntos, ahora, en un alarde de grandeza. Era demasiado emotivo ese alarde, porque no compaginaría con un mundo que trataría de empezar a vencer la Naturaleza con rigor, con cálculo, con frialdad, con luz y simetría. Por eso el pintor italiano fue un artista desentonado por entonces, algo que no acompasaría bien con la nueva visión de ver el mundo con ojos tan abiertos que no hubiera lugar para las sombras. Pero tampoco para la insinuación sutil de la belleza, o para la emoción con ésta, algo que no llegaría a reivindicarse sino hasta el advenimiento del Romanticismo. Pero Amorosi se adelantaría aún a esto último. Y lo haría con los recursos más significativos de una tendencia que nada tendría que ver con la emoción sino más bien con la belleza. Es decir que con ese alarde Amorosi utilizaría dos tendencias alejadas en el tiempo, una pasada y conocida por él (el Barroco) y otra futura y desconocida aún (el Romanticismo). Y lo hizo para plasmar el instante de belleza que reflejaría sublime  en su desubicada obra, todo un reconocimiento a la labor intuitiva que el Arte fuera capaz de hacer con la belleza.

(Óleo Muchacha cosiendo, 1720, del pintor tardo-barroco italiano Antonio Amorosi, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid.)

16 de abril de 2020

El sentido del presente es a veces una sensación falsa, obtusa, equívoca, desalentadora y aplastante.



El Arte tiene la infinita virtud de lo recreado, de lo inventado, de lo calculado, de lo inspirado o de lo atronador a veces. Y todo eso con rasgos de verosimilitud, una realidad representada para poder producir, en una mente perceptiva abierta a los asombros, otra dimensión diferente traducida ahora por la expresión de un universo íntimo, indolente, distante, pero abierto y desmitificador. El Arte nos servirá entonces para llevar a cabo un golpe emocional que nos haga reaccionar ante lo trágico con el suspiro sublime de unas formas armoniosas. La infinitud del universo artístico es ahora ese sistema referencial salvador que viene a seccionar el cruel momento delimitado por el abismo indecente de un presente aterrador. Porque el presente no es siempre clarificador de la sintonía tan diversa de un mundo universal sin límites. Por eso mismo el Arte nos confundirá a veces, porque tiene límites... No podemos obviar ese límite, es un espacio delimitado por las aristas físicas de su realidad iconográfica. Pero la grandeza del Arte está en eso precisamente, en poder transmitir cosas tan diversas a las meramente representadas en tan poco espacio. Muchas cosas o infinitas cosas en el entramado indefinido de un espacio acotado por sus distancias tan cortas. En esto mismo se parecerá a la vida en ocasiones. Cuando padecemos cosas lastimosas se materializan además en el limitado escenario de nuestra limitada realidad tan condicionada. Entramos entonces en el reino infame del tiempo presente, que nos absorbe ahora, despiadado, para no poder llegar a comprender que la realidad, sin embargo, siempre es algo fluido, dinámico, evolutivo, cambiante y sorprendente.

Los creadores artísticos de emociones, que nos obligan ahora a pensar ante la belleza parcial de un instante tan hiriente, pueden conseguir o no hacernos llegar a ver, antes o después, el mensaje sutil de una contradicción estética ahora no resuelta del todo en nuestro mundo. Esta es la contradicción de la emoción de la belleza. Porque la emoción de la belleza inspirada en un instante no es nunca ni triste ni desolada ni espantosa. Y no lo es por la propia naturaleza de la belleza y del instante: absolutamente cosas evanescentes consecuencia de la propia sensación tan fugaz que lo produce. Cuando percibimos una belleza es exactamente igual que cuando presentimos una emoción, solo estarán motivadas por el momento fugaz de su sentido temporal tan evanescente. Es el presente el que recrea la emoción y la belleza. Pasado ese momento ni lo uno ni lo otro permanecerán así jamás. El pintor holandés Josef Israël (1824-1911) perteneció a un periodo artístico holandés impregnado tanto de realismo, intimismo como de impresionismo. De origen sefardí, Josef Israël abandonaría los grandes personajes históricos para componer seres anónimos perdidos entre las profundas limitaciones de sus vidas. En el año 1878 crearía su obra Sola en el mundo. Y en la representación artística que hace en su obra está la explicación anterior de la contradicción de lo limitado y de lo infinito, de lo bello y de lo que no lo es, de lo doloroso y de lo grandioso... En una humilde habitación decimonónica una joven llora ahora desolada ante el cuerpo moribundo de su padre. Esos elementos iconográficos ubicados en el espacio limitado de la obra determinaban así la emoción y la belleza que el pintor desearía transmitir. 

Y lo consigue principalmente con la imagen definida, emotivamente vinculante, de la joven y su padre. De pronto surge aquí la soledad ante el hecho inapelable de la muerte. Pero ese hecho no lo vemos ahora bien: puede estar enfermo, puede estar dormido, o puede que ella se lamente así ahora por otra cosa. Pero el pintor lo deja claro, sin embargo, con su título aplastante. Ahora, aquí es la definición que elegiremos para establecer una cosa cierta: la vida nos abrumará inmisericorde ante el hecho inevitable más imprevisto. El pintor recrea ahora su escenario, sin embargo, con una bella serenidad que no corresponde con una alarmante situación como esa. El orden, la adecuación de las cosas, la perfección de la atmósfera del cuarto, están ahora desentonando ahí con esa entropía emocional tan espantosa. Hasta podemos imaginar el poco ruido que la escena destilase ahora entre sus sombras. Las cosas representadas en una obra de Arte son como los elementos de una ecuación prodigiosa: nada está de más ni de menos para poder despejar la incógnita. Aparecen en el cuadro impresionista una mesa y dos sillas, con lo que deducimos que nadie más habitará en la estancia. Aparece un armario que resguarda cosas o las distrae de un área vital tan expedita. Hay además un reloj de pared a la derecha del lienzo. Es el tiempo, una magnitud ofensiva y limitante de muerte, pero también  una abierta y descollante poderosa de vida, algo que no hace más que recordarnos dos cosas contrapuestas: la negativa de mirar hacia el momento presente y su esencia ofuscadora, o la positiva y su esencia de pensar ahora que todo pasa y nada es importante.

Luego vemos en el suelo un libro abierto junto a la joven, es ahora aquí el pensamiento puesto en palabras para recordarnos las ideas que hacen diferentes las cosas del mundo. Hay una escalera de pie a la izquierda de la obra. Eso es lo que parece. La simbología es ahora lo importante. El sentido práctico en el Arte no es para nada nunca relevante. Está ahí para elevarse, para subir, para desterrar con ella el presente mortal de un instante amordazante. Pero hay algo en la obra de Arte aún mucho más significativo para descomponer esa aparente realidad tan dramática. Es el ventanal descorrido y poderoso del fondo que no sólo iluminará la estancia sino también cualquier espíritu entumecido ahora por un momento tan duro o paralizante. Es la ventana a través de la cual veremos un mundo exterior apenas definido ahí por los marcos divisionarios de una realidad distinta. Así, ahora todo momento presente se escapará maldecido por ese enlace luminoso hacia el universo infinito y poderoso de lo incognoscible. Nada hay más falso y obtuso que la sensación que define la forma del tiempo que delimita ahora un momento como el único momento existente en el mundo. El reloj nos lo recuerda perenne: la vida fluye siempre y los instantes serán la suma poderosa de un momento tras otro. Por eso la luz que penetra en la estancia ilumina las cosas que la obra define ahora como eternas e insondables. El sentido es justo aquí recomponer una infame frase (Sola en el mundo) con la fuerza indefinida de ese mundo distinto... Con él, con ese mundo de luz que entra ahora por la ventana vinculante, el pintor nos describe otra contradicción más en la obra y en la vida. Que es el mundo ahora aquí el que, por una bella refracción de luz, estará así junto al sujeto para siempre, que no habría nunca dejado antes de estarlo, y que, luego, el tiempo, tan solaz como indolente, volverá una vez más, siempre así, a recordarlo.  

(Óleo Sola en el mundo, 1878, del pintor holandés Josef Israël, museo de Ámsterdam, Rijksmuseum.)

17 de enero de 2020

El simbolismo de querer alcanzar a vislumbrar la belleza como una explicación a la vida.



Ya lo tratarían de explicar los antiguos griegos con su acercamiento a una filosofía que buscase el sentido originario del universo. Pero, ¿era eso exactamente, saber la causa de todo, el origen de la vida, lo que ocultaba la inquietud más desasosegadora del ser humano? Después de poco más de un siglo tratando de perseguir una quimera filosófica, llegaría Platón y desataría los fantasmas ocultos de la invisible sensación más placentera. En su diálogo El Banquete Platón dejaría escrito: Si hay algo por lo que vale la pena vivir es por contemplar la belleza.  Pero habría que tratar de definir ahora la belleza para entender aquel sentido filosófico. En la belleza, por ejemplo, se podría incluir todo aquello que motivara la vida o el sentido más profundo de la existencia humana. Pero, en este caso, sería su motivo último, es decir, aquella causa que estaría detrás de los innumerables motivos aparentes, fatuos, temporales, vagos o mezquinos de la vida. Y esa belleza el Arte simbolista la definiría una vez con la figura hermosa, desnuda y joven de una ninfa entregada a su delirio.  Su delirio, sí, una especie de éxtasis donde la extenuación de un ser, en este caso místico, se dejara llevar ahora por la sensación natural de un momento inspirado, de un estado de profundo desdén o de arrogante virtud arrebatadora por justificar así su sagrada belleza. Por plasmar ahora con ella, incluso, lo que no necesitara... Salvo estar destinado a ser de otro su delirio. Y es este otro ser el sentido más terrenal de ese delirio, el ser humano, aquel ente perdido que, orientado a veces, creerá satisfacer así, con la belleza, la desolada sensación de aquel misterio originario.

El Simbolismo pintaría ufano muchas obras para ensalzar la visión irreal de un mito desafortunado como era el de la belleza. Y era desafortunado por querer narrar la imposible búsqueda terrenal de ese maravilloso delirio. Polifemo y Galatea inmortalizaron la sutil representación más vil, inútil y sentida de una involuntaria existencia incomprensible. Los dos representaban los opuestos de una irrealidad como era la Belleza. Polifemo era el monstruo más monstruoso de una leyenda, simbolizaba al ser perdido y hundido por una imposibilidad absoluta: poder contemplar la belleza y hacerla suya para siempre. Galatea representaba esa belleza, la consecución más deseada o la finalidad más verdadera de una existencia humana en este mundo. Los autores clásicos escribieron la desolada pasión imposible del monstruo mítico, humanizado ahora por sus sentimientos, ante la hermosura luminosa de una bella Galatea. Los pintores simbolistas vieron en ese mito la mejor forma de representar el sentido principal de su tendencia artística. Porque eran los mejores símbolos esos dos personajes míticos para plasmar el mejor sentido artístico que aquellos pudieran expresar. En el año 1896 Gustave Moreau compuso su obra Galatea y, en 1914, Odilon Redon la suya El cíclope. En ambas obras simbolistas observamos la misma composición: el cíclope Polifemo mira desde lejos la figura tendida y anhelada de la ninfa Galatea. Las metáforas representadas en las dos obras se expresan con la fuerza poderosa de los colores modernistas y con el paisaje feraz y confuso de una naturaleza distante, agreste o lastimosa. 

Es la única explicación que desde el Arte simbolista y una filosofía imposible se le podría dar a la vida y a su eterna repetición de búsqueda de la Belleza. Fue representada la figura de Polifemo con la expresión de su terrible y único ojo monstruoso. Fue elegida Galatea por su etérea belleza pura, meteórica, absurda e inalcanzable. Y todo ello rodeado por la espesura incierta de un mundo transformable, salvaje, confuso, decadente y perecedero. Con esos elementos estéticos y mitológicos los dos pintores simbolistas crearon su espantosa metáfora de la existencia y la Belleza. Nada puede hacer conseguir alcanzar a contemplar ninguna belleza más allá de poder hacerlo desde lejos y siempre sin poder satisfacer más que una parte de su mera sensación terrenal o pasajera. Porque en esta visión del mito radica la explicación de una falsedad ante la que algunos seres sí pensarán, a cambio, conseguir llegar a dominarla. Pura falacia fantasiosa de una necedad engreída por una aparente sensación a veces satisfecha. Sólo es posible, si acaso, lo que ahora hace Polifemo: vislumbrarla. Y esto es además una realidad falseada y modelada por las mismas invenciones que el Arte puede llevar a efecto con la representación de alguna belleza manifiesta. Pero en el mito, en la fuerza inmisericorde de su sentido trágico, Polifemo viene a representarnos la inevitable búsqueda desasosegada de una explicación vitalista de la existencia. Y los pintores simbolistas, más aún Redon, destacarían la ridícula expresión inútil de un monstruo en su afanosamente imposible querencia vitalista. Y lo expresarían con el único, melancólico y horrible ojo frontal exagerado de Polifemo, con el que nos muestran ahora así el ridículo de querer, con él, poseer alguna belleza... Por eso en Redon ni siquiera con él mira ahora a la Belleza. Es inútil hacerlo y el monstruo lo sabe, resignado. Esta es la grandiosidad estética que nos muestra este personaje lastimoso. Sabe él que es inalcanzable y no puede más que admirar, desde lejos de su sentimiento, esa entelequia inmortal que llevará marcada su estirpe, la misma que la nuestra, en la repetitiva actitud insatisfecha de querer dominar la Belleza.

(Óleo Galatea, 1896, Gustave Moreau, Museo Thyssen, Madrid; Cuadro El cíclope, c.a. 1914, del pintor Odilon Redon, Museo Kröller-Müller, Países Bajos.)

13 de febrero de 2018

La dicotomía del Amor entre la sensación más pasional y la emoción más virtuosa de Belleza.




El pintor más filosófico o metafísico del Barroco lo fue Nicolas Poussin. Nacido en Francia en el año 1594, pasaría sin embargo la mayor parte de su vida Roma. Ha sido el exponente más grandioso de la pintura clasicista en la Europa barroca del siglo XVII. Obsesionado por la mayor virtuosidad del Arte clásico, así como por la Belleza como expresión de su mejor virtud manifestada, compuso el pintor francés muchas obras donde representaría la dicotomía de la Belleza, es decir, la doble vertiente que se nos representa siempre a los humanos para discernir la Belleza. ¿Discernir la Belleza? La Belleza no tiene una sola visión o sensación sino que tiene dos, y esto hace la vida estética de los seres humanos un continuo desazón entre una elección sensual y otra intelectual de la Belleza. En la mitología grecorromana Venus representaba la elección sensual y Mercurio la intelectual. En el año 1627 Poussin compuso un lienzo que apenas un siglo después sería seccionado violentamente y llevado una de sus partes a Inglaterra. Esta parte seccionada es la que vemos aquí; la otra parte, unos amorcillos desperdigados, se encuentra en el Museo del Louvre.  Aun así esta obra parcial de Poussin, expuesta en la Galería Dulwich de Pintura -llamada Venus y Mercurio-, es una manifestación prodigiosa de virtuosa Belleza estética. Pero no es ahora la ocasión de criticar un expolio artístico, que lo fue, sino la extraordinaria oportunidad de abordar el tema tan sutil de la dualidad de la Belleza y hacerlo además con esta representación del genial y misterioso Poussin.

Hay dos formas de manifestar o percibir placer frente a la Belleza. Uno es sensual, carnal, terrenal, lo que expresará pasión por la vida, por la Naturaleza y por su manifestación de equilibrio y armonía estéticas. El disfrute de los sentidos que nos comunicará con cualquier objeto placentero y ajeno a nosotros. Por otro lado está el placer intelectual reflejo de los aspectos más sutiles de nuestra conciencia o mente, como puedan serlos la intuición o la imaginación creativa. También la capacidad de transmitir pensamientos o ideas, es decir, la sensación de disponer de la curiosidad por la expresión de lo abstracto. El Arte es reflejo de las dos formas de percepción o creación. Por un lado, veremos el placer sensual gracias a la representación de lo que nuestros ojos transmiten a nuestro cerebro, reflejo así de sus emociones más primarias. Por otro, asimilaremos el sentido metafórico de la idea, del concepto o de la creación mental que identificará una cosa representada con su definición más sublime. En la pintura de Poussin aparecen dos dioses míticos que representaban esos dos aspectos contrapuestos de la Belleza: Venus y Mercurio. En la mitología, Venus es la divinidad que simbolizaba fundamentalmente la pasión más desenfrenada. Pasión en su acepción de sentimiento muy intenso. Sentimiento de sentir, de padecer con los sentidos el fulgor más tangible del deseo físico. Y satisfacer además ese sentimiento gracias a los elementos de una Naturaleza pródiga, existente, asequible, visible, tangible y cercana.

Mercurio representa en la obra el símbolo de los elementos no tangibles más alejados de la Naturaleza. Elementos trascendentes -por tanto sublimes o más elevados- que para acceder a los seres terrenales, humanos o sensibles se transmiten a través del intelecto por ideas que la mente consigue reproducir con un sentido estético. Elementos armoniosos también dado su origen y su significación de Belleza, aunque ahora ésta sea más introspectiva, serena y trascendente. En la obra de Poussin los dos dioses son representados con la perfección clásica más elaborada del Arte barroco. Sin embargo, el pintor no evitaría aquí el sentido metafísico -perfecto, sublime- con alardes sensuales más allá de lo figurativo. Es Belleza lo que vemos, pero es una clase de belleza que inspira ahora adecuación del intelecto con los sentidos, equilibrio sublime con plasticidad física, o sosiego sereno con armonía natural equilibrada. Hasta la posición de ambos personajes míticos, ahora relajados y cómodamente sentados, sin ningún enfrentamiento pasional, definirá el sentido estético de su iconografía más simbólica: transmitir una armonía no tanto sensitiva como intelectual. Una armonía tan sutil que la mirada de Venus está ahora ensimismada en un pensamiento evadido espiritualmente, no en una visión pasional o en un deseo carnal o en un delirio sensual y manifiesto, sino todo lo contrario. Por su parte Mercurio, convencido y sereno, señalará aquí con su dedo cómo el amor reflexivo -Eros- vencerá decidido al amor visceral más pasional y lastimero -representado por Anteros- en su virtual lucha tan opuesta, fratricida y metafísica.

En la obra de Arte vemos a la derecha los símbolos artísticos que representan parte de esa virtualidad armoniosa de Belleza sublime: el laúd, la paleta del pintor, el caduceo de la retórica, el libro abierto o la partitura de música.  Vemos en la parte opuesta la lucha de Eros y Anteros. Anteros está representado como un pequeño amorcillo mitológico con piernas de carnero, simbolizando el amor pasional más desaforado o el placer sensual más incontenible. Vencerá Eros, que defiende aquí el placer trascendente o intelectual, la Belleza más sublime de la virtud manifestada ahora por el Arte. El pintor barroco glosaría además una obra donde mostraría también la belleza más sensual que pudiera representar el clasicismo en una obra. Pero lo hace con tal sublimidad que el placer obtenido por los sentidos -el visual- no nos lleva ahora sino a calmar las desenfrenadas manifestaciones más sensuales de la belleza. Porque finalmente lo que nos muestra Poussin en su obra es la geometría artística más favorecedora de una armonía estética idealizada de belleza. Un sutil equilibrio estético ahora entre una sensación apenas físicamente tangible y una concepción abstracta idealizada de belleza. Una concepción genial por lo sublime y trascendente que encierra siempre la Belleza.

(Óleo Venus y Mercurio, 1627, Nicolas Poussin, Galería de Pinturas de Dulwich, Reino Unido; Detalle del boceto del dibujo original antes de ser seccionado en el siglo XVIII, Nicolas Poussin.)